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Vorágine Tropical
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Libro electrónico463 páginas7 horas

Vorágine Tropical

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Información de este libro electrónico

Llega una avioneta a Honduras cerca de la zona arqueológica maya de Copan; son 4 arqueólogos, entre ellos Susan Wintrop; es abril, mucho calor, principio de lluvias, la misión será por 3 meses más o menos, pero para ella se prolongará increíblemente. Aquí cayó en una Vorágine en el trópico: lluvia, calor, hastío, mosquitos, bochorno, imposibilit

IdiomaEspañol
Editorialibukku, LLC
Fecha de lanzamiento23 ene 2023
ISBN9781685742232
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    Vorágine Tropical - Valeriano J.M.

    Voragine_tropical_port_ebook.jpg

    VORÁGINE TROPICAL

    J.M. VALERIANO

    Reservados todos los derechos. No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.

    El contenido de esta obra es responsabilidad del autor y no refleja necesariamente las opiniones de la casa editora. Todos los textos e imágenes fueron proporcionados por el autor, quien es el único responsable por los derechos de los mismos.

    Publicado por Ibukku, LLC

    www.ibukku.com

    Diseño y maquetación: Índigo Estudio Gráfico

    Copyright © 2022 J. M. Valeriano

    ISBN Paperback: 978-1-68574-222-5

    ISBN eBook: 978-1-68574-223-2

    AGRADECIMIENTOS

    Agradezco de todo corazón a mi familia por su paciencia y consideración para que yo escribiera esta novela.

    A mi esposa: Ana María.

    A mis hijos: Daniel y María del Carmen, Hugo, Adrián y José de Jesús

    A mi nieta: Ana Lilia (Gugu).

    SUSAN WINTHROP

    (¿SABES QUIÉN ES SUSAN WINTHROP?)

    Una pequeña avioneta planeando se aproxima a la pista de aterrizaje corta y estrecha entre el follaje de espesa vegetación, al tocar tierra levanta remolinos de polvo por la turbulencia que genera por la velocidad, que disminuye al poner las aspas del motor en retroceso; un grupo de niños semidesnudos en algarabía corretean al pájaro de acero. Se detiene al extremo cerca de una construcción rústica con techo de tejas, se aprecia una antena aérea, dentro un radio-operador, Charly la hace de administrador, señalizador, limpiador, maletero, intérprete y hasta de chofer. Los chiquillos rodean a los recién llegados: tres hombres y una mujer joven que se abanican con las manos; sin duda han llegado al trópico, el calor está en su apogeo, es el mes de abril, vísperas de la temporada de lluvias, los niños les piden monedas a gritos y a señas. Charly, el mil usos, los rescata, los introduce a la casa donde un ventilador de techo alivia un poco del calor; saca a los chiquillos a empellones que piden y piden con insistencia, ellos solo hacen ademanes, ya que no tienen monedas.

    Son arqueólogos de una expedición de Estados Unidos que hará investigaciones en la zona maya del Copán. En el poblado Santa Catarina de los Mangos; rentan una casa toda rústica, es un solo espacio grande sin divisiones, lo único que está separado es la cocina con un fogón para leña y un lavadero que sirve como fregadero, ventanas chiquitas y de madera, el baño está afuera, al fondo del terreno; y un pozo de donde se extrae el agua de uso; para el baño hay una escalera de madera para llenar un tinaco de lámina que está sobre el techo; el drenaje se supone que descarga a una fosa séptica o resumidero.

    Limpian y arreglan la casa, con madera y tela hacen biombos para dividir cuatro dormitorios. Fumigaron todo el terreno, ponen mosquiteros en puertas y ventanas, por gente del señor Ebenezer Trujillo, quien renta la vivienda; contratan a cuatro ayudantes: José Ventura, el Boruca, un moreno alto de rasgos negroides, como chofer y ayudante; Wilfred Chuk, Sabina y su hija Inés, los tres son indígenas mayas, él como mozo y ayudante y ellas para la limpieza, la cocina y el lavado de la ropa.

    Afortunadamente llevaron energía eléctrica desde el poste más próximo, a unos 300 metros, y ya funcionan ventiladores, focos, refrigerador y radio. Unos carpinteros les hicieron un comedor, trastero, cajoneras y colgadores para la ropa, todo rústico. Una pileta para agua (toda el agua es clorada desde que el Dr. John Prescott descubrió un sapo dentro del pozo).

    En Tegucigalpa, la capital de Honduras, van al Ministerio del Interior que administra los permisos para investigación de las ruinas mayas y todas las zonas de antropología, arqueología e historia del país, para refrendar el permiso, puesto que los tres científicos ya habían trabajado en la zona maya del Copán; encabezados por el Dr. Milton L. Smither, Dr. Alfred Schoendient, Dr. John Prescott y la pasante en arqueología Susan Winthrop, a quien este viaje a la zona le servirá para presentar su tesis para titularse en la Universidad.

    En Puerto Ceiba desembarcan una camioneta todo terreno para el transporte de las personas de la expedición, con José al volante, que da risotadas de alegría:

    —¡Nunca me había subido a una chulada como esta; yo he manejado carcachas y carretas de bueyes, ja, ja, ja!

    Los demás sólo atinan a sonreír. Se surten de comestibles necesarios y sobre todo agua embotellada, refrescos y cervezas para mitigar el calor; una batería de cocina y vajilla y otros utensilios para la casa. El Dr. John Prescott también es médico y supervisa los alimentos, instruye a las dos mujeres en el cuidado y preparación de los alimentos, haciendo hincapié en la higiene y la limpieza; Wilfred se encarga de los mandados y proveer de leña a la cocina.

    Amanece en la selva hondureña, las aves y animales nocturnos se guardan para su día de estiaje; los diurnos parecen despertar todos a la vez; del pueblo llegan los cantos de los gallos; de los árboles y el follaje, la algarabía de pájaros que forman parte del entorno y el paisaje; pasan volando parvadas de pericos, palomas, güichos, calandrias, guacamayas, zanates, tordos, aguilillas, queleles, zopilotes, horconsillos, gavilanes, gorriones, teconches, urracas, jilgueros, palomitas torcazas, chicurros; en el suelo infinidad de bichos, insectos, arácnidos, serpientes, pequeños mamíferos, trepadores, roedores. Todo este entorno salvaje y natural, toda una manifestación impresionante de vida; sólo el hombre con su ignorancia y sus miserias no comprende al ambiente, a la selva y sus habitantes; es el depredador de siempre: los cazan, los matan, destrozan la vegetación y la quema; contaminan sus aguas, los madereros arrasan con todo para sacarle a la selva la madera comercial, no reforestan, no le devuelven nada a la selva.

    Con la camioneta llena con ocupantes, herramientas e instrumentos para desempeñar las labores en el sitio; después del desayuno, se dirigen a la zona arqueológica donde empezarán unas excavaciones y estudios de una zona recién descubierta; allí los espera el arqueólogo hondureño Pedro Benítez, y un grupo de acompañantes. Hay saludos, camaradería y recibimiento cordial; recorren la zona; nuestros amigos montan una especie de carpa bajo los árboles. Susan recorre un área de ruinas rescatadas de la selva, queda gratamente impresionada; José la hace de guía, hay momentos en que le toma la mano para conducirla por pasadizos y cuestas, en una ocasión la tomó por la cintura para subir a un montículo, ella sintió la fortaleza física del hombre y notó por primera vez cómo la miraba José. Él se esforzaba en explicarle lo que sabía de aquellas ruinas, el nombre de algún templo o figura; ella casi adivina lo que quería decirle el solícito joven al que sorprendía mirándola de arriba abajo, aunque disimuladamente desviaba la mirada.

    Susan nunca había estado en un lugar así, tan exuberante, con un verde en todas sus tonalidades, pájaros y más pájaros; qué hermosa y salvaje era la selva, tan misteriosa que uno se pregunta qué pasó con esa civilización, por qué desapareció, qué pasó, adónde emigraron; si hubo alguna plaga; qué tecnología usaron para construir estos edificios. Sin duda de aquí saldrá mi tesis, estoy en el lugar indicado, pensó emocionada.

    En el campamento se reúnen los cuatro del grupo estadounidense, el Dr. Pedro Benítez y su gente del país; toda la investigación y trabajos estarán bajo la dirección del Dr. Milton Smither y sus colaboradores; el Dr. Alfred Schoendient es el encargado de los aparatos y cámaras fotográficas, el equipo de instrumentos.

    A la una de la tarde toman un ligero refrigerio y media hora de descanso, mientras se habitúan al calor sofocante suspenden labores a las cuatro de la tarde; la vestimenta clásica de tela caqui; camisa, pantalón corto, botas con suela de hule, calcetines y el kepi. El Dr. Milton Smither habla un poco español, es el traductor, la casa está a una hora por un camino de terracería.

    En el trayecto se observan asentamientos humanos irregulares, han abierto espacios en la selva, desmontado y quemado el monte, levantado chozas en forma anárquica y desordenada, conviviendo la gente con perros, gatos, puercos, burros, caballos, chivos y aves de corral, además de no tener servicios sanitarios ni agua corriente; niños semidesnudos, los adultos sólo con un short, a veces una raída playera y casi siempre descalzos, dan la impresión de lasitud, nada que hacer; los niños deambulan por la escuela pero no están en clases, no hay industria ni labores, casi no trabajan.

    A Susan toda esta situación se le volvió interrogantes: ¿Por qué tanta quietud, tanto tiempo perdido, tanta pobreza?; la gente es amable, noble; las mujeres trabajan en quehaceres domésticos, llevan al mercado su poca mercancía y regresan con alimentos para su familia; algunas llevan a sus niños de brazos, también llevan ropa a lavar al río; otras regresan con cargas de leña en la cabeza seguidas por sus niños pequeños que visten un solo calzoncito. Los hombres se reúnen en el centro de perdición de tiempo: el billar y la cantina; otros en la hamaca; si acaso hay movimiento cuando llega el camión que viene de Santa Rosa y trae mercancías y pasajeros. Este es el pueblo Santa Catarina de los Mangos, efectivamente hay muchos árboles de mangos que ahora tienen frutos tiernos, otros en floración; hay muchas abejas y colibríes que polinizan las flores.

    A pesar de la flojera de los hombres, algunas mujeres van a ofrecerles piñas, plátanos, sandías, papayas, mangos verdes, pescado fresco, pollos, huevos, carne de venado, conejos, iguanas, leche fresca, carne de res y cerdo, mariscos, chiles, tomates, verduras, cocos, aguardiente, tortillas y quesos. En jocosa expresión, José detiene a las vendedoras

    —¡Hey, mujeres!, ¿qué es esto: un tianguis o una invasión? Mister Milton, ya no necesitamos ir al mercado, aquí las mujeres le traen tributo a los hombres blancos, son regalos, ¿verdad, señoras?

    —No señor, se las traemos a vender.

    Susan se acercó y expresó en inglés:

    —¡Qué frutos tan hermosos!, ¡y son frescos!

    José se le acercó casi tocándola y suspirando:

    —Mamacita, qué lindo hueles, tú escoges las cosas y yo las trato porque estas viejas te van a querer cobrar en dólares.

    No entendió nada, pero él comprendió; Sabina intervino:

    —Todo se vende en lempiras –luego platica en su dialecto con las mujeres– Señores patrones, dicen mis amigas que estos comestibles no son tributo, que ellas se las ofrecen baratas en moneda hondureña.

    El Dr. Milton traduce a la vez a sus compañeros el propósito de las vendedoras y sueltan la carcajada señalando a José, que para no variar se ríe a mandíbula batiente. Las vendedoras rodean a los cuatro personajes y casi ruegan al ofertar sus mercancías; salomónicamente le compran un poco a cada una, luego al pagar como no tenían moneda fraccionada, José apunta en un papel el nombre y la cantidad que le toca a cada mujer pues les pagaban con un billete grande. Sabina, su hija y Wilfred tienen mucho quehacer en la cocina.

    El Sr. Ebenezer Trujillo, Comisario de Santa Catarina de los Mangos, se hizo amigo de los expedicionarios, les mandó levantar una enramada por delante de la casa y les regaló cuatro hamacas; les ofreció colaboración en lo que se les ofreciera, inclusive seguridad; José dormía en la enramada como vigía, pues estaba acostumbrado a pernoctar en cualquier lugar, a comer poco y a deshoras. Aquí tenía trabajo que le gustaba, buena comida y sobre todo cerca de Susy, que tanto le gusta y que materialmente lo tiene embobado, pues no hace más que mirarla y contemplarla extasiado; los doctores ya lo notaron, sólo atinan a cruzar miradas sin comentarios.

    Hoy es Primero de Mayo, Día del Trabajo, no hay labores en oficinas del Gobierno, no hay clases, en Santa Rosa va a haber desfile de los trabajadores; los doctores deciden tomarse el día.

    El desayuno transcurrió con deleite y buena plática, Sabina les cocinó tamales de iguana, tacos hondureños y para la comida está friendo armadillo en cazuela; todo el ambiente se inunda de olor a condimentos, que los hace comentar: –Sabina nos va a hacer subir de peso con tanta comida.

    El Dr. Milton le pide a José que lleve a Susan a Santa Rosa para revelar algunos rollos fotográficos y hacer una llamada a USA. Susy se cambia de ropa, toma su bolso personal, una carpeta con papeles, platica con los doctores acerca del viaje a la ciudad; por primera vez viste un vestido de una pieza, es sencillo, luce fresca, joven, hermosa; su cabello castaño bien cuidado, el vestido se le ve estupendo, blanco con florecitas azules, sin mangas, sandalias blancas, poco maquillaje, perfume de lavanda.

    José no la había visto, estaba lustrando la camioneta con esmero, al levantar la vista no puede evitar una exclamación: –Fiu…fiu. –se queda más que sorprendido, alelado– Mamacita, qué linda, qué preciosa eres, hoy es mi día de suerte. Diosito lindo, lo que haces para tu hijo. Estás como fruta madurita, me muero, pero te quiero comer a besos, tu perfume, hueles a hembra.

    Susy permanece impávida, casi sin expresión notable; José abre la puerta delantera y la invita a subir al asiento del acompañante junto a él, se encaminan a Santa Rosa; no sabía si se sentía incómoda o halagada con aquellas expresiones tan efusivas, aunque no entendía español y no hacía falta para comprender la pasión de aquel hombre que hablaba mucho y que cuando suavizaba sus palabras y se acercaba mucho, sintió deseos de corresponder con una sonrisa, pero no, no debía expresar nada.

    Cuando José disminuyó la velocidad pareció que la iba a besar en la mejilla, suavemente ella lo tomó de la barbilla y le volteó el rostro al frente del camino y la mano que ya le tocaba la rodilla, sobre el volante; José insistía, un atisbo de contemplación a Susy y bla, bla, bla que no entendía. Llegan a Santa Rosa; toda la gente está en las calles, es 1° de mayo, Día del Trabajo. Se estacionan frente a una tienda grande; unos hombres conocidos de José lo saludan: –Hola, cuñado, pásame a tu hermana; hasta que te conocí una con zapatos; es mucha hembra para ti; si no puedes, te ayudo.

    Susy comprendió que las alusiones se referían a ella, José contestó entre risotadas: –Arriados con maíz tostado, bola de changos, mulas al surco, no se amontonen porque se empiojan, ja, ja, ja.

    Entran a la tienda, Susy sintió el fresco del aire acondicionado: –¡Qué alivio!– Buscó a una empleada que hablara inglés, le indican que la señora Darcy, que atiende los teléfonos de larga distancia, allá se dirige:

    —Good morning miss, you speak english?

    —Yes, miss, what do you need?

    —Oh, good, please…

    Siguieron charlando en inglés:

    —Por favor pregunta a este hombre qué tanto me dice que no para de hablar, yo no entiendo su idioma, me acosa mucho, ¿qué tanto dice?

    La mujer mira a José:

    —Parece que la señorita está molesta contigo, quiere saber qué tanto le dices.

    Mientras tanto, Susy pide una conferencia de larga distancia a Estados Unidos.

    —¡Oiga! ¿A poco está enojada?, si yo nada más soy el chofer de la expedición y pues, usted es mujer y sabe que cuando uno se enamora pues dice uno muchas tonterías, quizás y, este, yo siento tan bonito cuando estoy cerquita de ella, pero no le puedo decir a usted, lo que siento como uno de hombre.

    —Mira, las mujeres también nos apasionamos por un hombre, solo que siempre le dejamos la iniciativa a ellos, porque no se ve bien que la mujer se insinúe; yo creo que tú debes actuar con prudencia, cuida tu trabajo, ya no la acoses, ella se ve de otro nivel socioeconómico, además no es de aquí, quizá dentro de un tiempo se vaya a su país, ¿y tú que vas a hacer si te enamoras?, ni siquiera hay comunicación entre ustedes, hablan diferente idioma, y creo que culturalmente no estás a su altura, ¿a qué se dedica ella?

    —Es arqueóloga, junto con tres Doctores en Arqueología, yo trabajo para ellos como chofer y ayudante, me pagan bien y me dan los alimentos.

    —Está claro, señor, cuida tu trabajo, ya ves que cuesta mucho conseguirlo, muchos jóvenes se han ido a los Estados Unidos buscando oportunidades que aquí no hay. Y respecto a ella, no sueñes, no es lógico que ella se llegue a fijar en ti, eres joven, pero no podrías darle lo que ella estará acostumbrada a tener; ellos allá en su país tienen muchas cosas que aquí jamás tendremos, no creo que ningún motivo la obligue a quedarse aquí y tú puedes sufrir una amarga decepción. Decirte que no te enamores no es tan fácil como desconectarte, pero no te hagas ilusiones, insisto, estás joven, puedes aprender un oficio, labrarte un porvenir, formar un hogar, si te lo propones puedes ir a la escuela, ¿por qué no aprendes inglés?, podrías trabajar como guía en la zona arqueológica, viene turismo internacional a estos lugares.

    Aparece Susy, conversan nuevamente en inglés y Susy le dice a Darcy que le gustaría aprender español, si ella podría darle clases vendría en la tarde dos horas. Se despiden cordialmente, buscan en la tienda otras cosas que necesita; en la avenida ya empezó el desfile obrero, los niños ya se treparon a la camioneta, Susy se dirige a la fuente de sodas, le hace señas a José que tome asiento, tomarán un helado mientras pasa el desfile; de repente ella nota con sorpresa que José ha enmudecido; no es posible, se sorprende, piensa que quizás lo había ofendido. Se pregunta qué le habrá dicho la señora de los teléfonos; se sentía apenada, casi lo acusó con la empleada.

    Susy regresa a la mesa con dos barquillos de helado, le ofrece uno a José que agradece con una tímida sonrisa, hay un silencio que a ella le incomoda; se levanta, le dice a José: –Wait me here few minutes, dont move please, you understand?

    El sólo se encoge de hombros. Susy pidió otro helado y se dirige a la Señora Darcy, José observa que las dos mujeres conversan y voltean hacia él; seguramente la gringuita lo está acusando otra vez, pero no la ha vuelto a molestar, de qué se estará quejando; ah, pero ahí vienen las dos mujeres.

    —Joven, mire, mi amiga Susan dice que está apenada, su intención no era molestarte, ella quiere que sean amigos, compañeros de trabajo, me dice que ella te aprecia, que eres un hombre alegre, que lo sigas siendo, pero quiere que la respetes, además ella es casada, tiene esposo y una hija pequeña, ella está aquí por su trabajo con la expedición que tú ya sabes.

    Susy le extiende la mano, que él corresponde: –¿Amigous, you promise?

    —Ni modo, amigos; pus así que me resultó casada.

    Se despiden: –Thank you, Darcy, i’ll see you next saturday.

    —Adiós, señora. –Adiós y que les vaya bien.

    Salen a la calle, ya acabó el desfile, la gente camina en todas direcciones, todos alegres, día de asueto.

    La camioneta se dirige al camino, al pasar frente a una miscelánea Susy le pide a José que se detenga. Ella baja, entra al local, luego vuelve con latas de cervezas, le ofrece una a José que está sorprendido cuando ella lo invita a brindar: –Chin chin, amigou.

    —Chin chin amigos –entonces sí recupera el ánimo–

    —Me hubieras dicho, mamacita, y compro un six pack para beberlas por el camino; una no me sirve ni para el arranque, pero qué buen detalle tuviste, chula.

    Susy se volvió a quedar en ascuas; este hombre habla muy rápido y la cerveza parece que lo hizo más hablantín. Cuando llegan a Santa Catarina de los Mangos, se detiene en la tienda, compra dos cervezas.

    —Estas a mí me tocan, tómale, mamacita, a tu salud.

    Susy corresponde el brindis: –Salud, amigou.

    Llegan a la casa sin novedad, el Dr. Milton les dice:

    —Los estábamos esperando para comer, Sabina nos va a agasajar, la comida huele apetitosa; José, ahora tú comes con nosotros.

    El Dr. John Prescot destapa una botella de vino tinto, sirve en cinco vasos y brinda: Chin chin, salud.

    Después de cambiarse, Susy aparece en short y playera. José piensa: Como quiera se ve preciosa. La comida transcurre entre diversos comentarios en inglés, elogios a Sabina por su buena sazón, aunque le pidieron que le pusiera menos picante.

    —Para mí está bien, yo como mucho más picante y luego una cervecita, ajúa… a todo dar –José ya se estaba poniendo impertinente, pidió más vino.

    —Oiga, Doctor, ese vino está sabroso, pero muy suavecito; oh, yo me acabaría como seis botellas y no me hacen nada.

    Acabó la comida; están saboreando un café de olla y amena plática.

    —Oiga, Doctor Milton, ¿me regala una cerveza?

    Con un movimiento de cabeza, el Doctor accede; José la destapa, le da un largo trago, todos miran; luego se dirige a Susan:

    —Chula, ¿te parto un coco?, ¿quieres una cervecita?

    —No, gracias.

    —¿Un refresco?, dime qué te traigo, tú pídemelo, yo estoy para servirte, mamacita.

    —No quiero nada, gracias, gracias. Please, quiet, I dont need nothing –ya no podía disimular su enojo.

    El Dr. Milton interviene: –José, por favor, no molestes a Susan, siéntate por favor.

    El Doctor platica con Susan, que reposa en una hamaca.

    —¿Ustedes venían tomando cerveza?

    —Sí, pero yo creo que a él se lo tomaron las cervezas, y van a acabar emborrachándolo.

    —Si te sigue molestando, lo tendré que despedir.

    —No, Doctor, no quiero que por mí se quede sin trabajo.

    —Estaré pendiente, para que no te falte al respeto.

    —Doctor, voy al pueblo, regreso a la noche, si ya no me necesita –le dice José.

    —Ok, hasta la noche.

    Las horas pasan con sopor y calor, ya duermen, los ventiladores abanican el aire, aislados de los mosquitos.

    —Ya es muy noche, quizá la madrugada… mira cómo ando mujer por tu querer, borracho y apasionado nomás por tu amor…. Son José, y el cantante y guitarrista Jorge Luis, que ofrece canciones en cantinas y restaurantes; se dicen compadre, con José. Conocí una linda gringuita y la quiero mucho, por las tardes voy enamorado y cariñoso a verla, y al contemplar sus ojos mi pasión crecía, ay gringuita, mamacita mía no te olvidaré…

    Todos despiertan y reconocen la inconfundible voz de José que habla en voz alta, borracho, riendo escandalosamente.

    Susan supuso que la serenata era para ella, nunca pensó que alguien le cantara en la noche, al saber que ese hombre era un borracho ignorante y machista, sintió rabia, impotencia para salir a callarlos en su propio idioma, correrlos; los hombres borrachos le recordaban a su padre que insultaba a su madre y al otro día pedía perdón casi de rodillas prometiendo no volver a tomar; pero cuando rompía su abstinencia, pasaba lo mismo una y otra vez.

    Por la mañana, los tres hombres se están preparando con su vestimenta propia, se van sentando a la mesa a desayunar, Susy está adentro, alistándose; José todavía está dormido en su hamaca; el Dr. Milton lo despierta, José entreabre los ojos, lanzando una especie de quejido, vuelve a cerrar los ojos. El Dr. Milton insiste:

    —José, get up. Despierta amigo, toma un baño para que comas algo; el Dr.John te preparará una bebida para que te sientas mejor.

    José se levanta, con paso vacilante se dirige al patio, se moja la cabeza y el torso.

    Susy saluda al llegar a la mesa.

    —¡Te trajeron serenata, Susy! –dijo el Dr. Alfred.

    —¡A mí nadie me trae serenata y menos de un borracho impertinente, ignorante y engreído!

    Los tres hombres cambian miradas de sorpresa. El desayuno transcurre en silencio, sólo Sabina, que le ofrece una quesadilla recién hacha de comal, que Susy agradece con una amable sonrisa. Susy no tomaba café, pero el aroma la invita a deleitarlo; le pregunta al Dr. Milton cómo le pedirá a la cocinera un poco de café, el Dr. Milton le escribe en una servilleta: Sabina, un cafecito, por favor. La cocinera muy solícita se lo sirve. José se aproxima a la mesa, el Dr. John le ofrece una cerveza con sal:

    —Saca un alma del purgatorio.

    José se la toma de dos tragos haciendo escandalosos gestos de alivio. El Dr. Milton lo invita a la mesa y señalándole el reloj en su muñeca le dice que es hora de partir a la zona de trabajo. Wilfred ya cargó la camioneta.

    —Doctor, le pido que me disculpe por las copas que me tomé y yo creo que los desvelé, no volverá a pasar.

    —Ok, José, espero que comprendas que hay cosas que aquí no debes hacer.

    Susy pensó: ¿Dónde he oído eso? Comprendió que el tipo se estaba disculpando. Sentía las miradas de José, pero ella se comportó indiferente y distante.

    El trayecto a la zona arqueológica transcurre normal, plática y comentarios entre los tres señores. José busca por el espejo retrovisor a Susan, que permanece en silencio, visiblemente molesta por los sucesos de la madrugada pasada.

    Sábado por la mañana; los tres hombres en short, con camisa, con huaraches, hacen ejercicios ligeros y comentarios de todo lo que los rodea; todos exclaman que les llega el rico aroma del café de olla que viene de la cocina: umm, umm. Susy lleva a la mesa las viandas que van a desayunar: fruta fresca, jugo de naranja, tamales, una torta de huevo, pan dulce. José le suspira en el cuello al pasar, ella sintió el calor de su aliento, sólo atinó a cerrar los ojos y mostrarse indiferente; a Sabina le pareció un atrevido.

    —José, ¿por qué molestas a la señorita?, eres muy liso.

    —Sabina, es que tú no sabes de amor y esta moza está muy linda, huele a perfume muy fino, me la comería a besos, umm, mamacita. ¡Ay, Sabina!, esta hembra me ha robado la calma y el sueño.

    —José, a desayunar, y no digas tonterías.

    José, Wilfred, Sabina e Inés se sientan a comer.

    Hoy no van a la zona arqueológica, dedican el día a transcribir todo el trabajo de campo; Susy es la mecanógrafa; bajo la ramada y la sombra de un frondoso amate, extienden sus apuntes, bosquejos, libros y papeles. José, muy solícito, les prepara cocos frescos, todos admiran su destreza para manejar el machete. Hacen planes para ir a Puerto Ceiba hoy sábado, llevarán a revelar rollos fotográficos y meterse al mar. José les comenta:

    —Yo los voy a llevar a comer mariscos, los mejores del Caribe con mi amigo Chimbombo, el mejor cocinero del puerto.

    Después de la comida los cuatro emprenden el viaje a Puerto Ceiba para un fin de semana a la orilla del mar, esperan pasarla muy bien ya que José los llevará a saborear delicias del mar con sus amigos, a bucear, pescar y beber ron de caña. El viaje se desarrolla placentero; llegan a San Pedro Sula, cargan gasolina y continúan a la costa del Caribe.

    —Dr. Milton –le dice José– quiero pedirle un favor, si nos podemos desviar un poco del camino, quiero pasar a mi pueblo a visitar a mi mamá, necesito llevarle un poco de dinero; somos pobres, ella se dedica a la costura, no está lejos, es cerquita de la carretera.

    —Está bien, José, vamos a visitar a tu mamá.

    —Muchas gracias, Doctor.

    A una hora y media desde San Pedro Sula se desvían a la izquierda en el crucero, por un camino de terracería; a los lados hay casas precarias, algunas parecen chozas, los techos de teja, lámina y palapa, la gente con vestimenta ligera, los niños saludan al paso de la camioneta. Llegan al estuario del Río Blanco, donde hay pozos para extraer agua y varias lavanderas, hay ropa en largos tendederos secándose con el sol y el aire que los sacude como banderas. Los doctores hacen comentarios de las cosas y la gente a la que admiran y respetan por su manera de vivir y después de todo son amables y alegres.

    —Viera, Doctor –dice José– cuando este río crece no podemos pasar al otro lado, quedamos aislados, muchos días sin alimentos, sin comunicación; aquí la gente sufre mucho.

    Llegan a una cuadrilla de casas aisladas; se detienen frente a una casa con paredes blanqueadas, teja en el techo, un cobertizo por delante, un árbol de mango, una palmera y follaje; una señora morena, pelo ensortijado, como de sesenta años, de rostro expresivo, que al ver el vehículo que se detiene frente a su casa deja la máquina de coser. Se levanta al reconocer la voz muy sonora inconfundible de su hijo José, ella le toma el rostro con sus manos, lo besa en la frente, se abrazan; los doctores son presentados por José a su mamá:

    —Adela Ventura, para servir a ustedes; pasen, por favor –la señora saca sillas para las visitas– Señores, esta es la casa de ustedes, muy pobre, pero es la casa de ustedes. Hijo, ofrece a los señores un refresco.

    —No, señora, no se moleste, tenemos mucho placer en conocerla –le dice el Dr. Milton.

    —Dr. Milton, este es mi barrio; aquí vivo con mi madre, pero a veces cuando salgo a buscar trabajo, como ahora con ustedes, siempre vuelvo para ver a mi madre. A esta cuadrilla de viviendas le pusieron por nombre Las Palomas. Mamacita, nos tenemos que ir porque vamos a Puerto Ceiba.

    José le da dinero a su mamá; ella lo besa y los bendice, despide de mano a cada uno, cuando está frente a Susan le toma las dos manos: –Señorita, es usted muy bonita, me dio mucho gusto conocerla.

    Ella contesta en inglés: fue un placer conocerla, que Dios la bendiga. Con la mirada, las dos mujeres se transmitieron un mensaje profundo y sincero.

    Retoman el camino andado hasta entroncar con la carretera que los conduce a la Ceiba, ya está oscureciendo cuando llegan al puerto, muchas luces, mucha gente, es fin de semana, música, alegría.

    Se hospedan en un hotel con amplio terreno y todos los servicios: El Atlántico. Se dividen en tres cuartos, Susan sola en un cuarto sencillo; José con el Dr. Alfred. Se reúnen en el lobby para ir a cenar.

    —Mañana los llevo a la playa con mi amigo Chimbombo para una mariscada y nadar con mi primo Chilolo, que es lanchero, buzo, pescador y maestro de cumbia.

    Milton le pregunta al recepcionista:

    —¿Qué lugar nos recomienda para cenar?

    —Aquí en nuestro restaurante tenemos carnes selectas, langosta, camarones, aves, exquisitos postres, bebidas y vinos importados; y una atención especial para nuestros clientes.

    Acuerdan cenar allí, la cena transcurre en franca camaradería, hasta Susan se ve animada, alegre; José se comporta a la altura de las circunstancias, a pesar de las copas ingeridas. Después de la suculenta cena, salen a pasear por la avenida principal; hay muchos turistas, los restaurantes están muy concurridos, las discotecas empiezan a recibir público joven, la música tropical resuena por muchas calles, parece todo dispuesto para divertirse.

    Hoy es domingo, día festivo, todos están muy alegres departiendo suculento desayuno alegremente. El comedor está lleno de comensales vestidos con ropa tropical, listos para acudir a la playa para disfrutar el soleado día en este paradisiaco lugar.

    Al subir a la camioneta, José toma rumbo a playa Tortuga, llegan a un ramadón en forma de cono; hay mesas alrededor de una pequeña pista de baile con piso de cemento, conjunto musical de cuatro hombres y una joven cantante, un micrófono, dos bafles grandes, un sintetizador, una trompeta, tarolas, batería; pura música tropical que hace que la gente siga el ritmo alegre y contagioso que invita a la fiesta, todos están contentos. La playa se empieza a llenar de gente; en el mar llevan a los turistas a pasear en lanchas, a otros a pescar y a esquiar.

    —¡Chimbombo, hermano del alma!– José y su amigo se dan un efusivo y escandaloso abrazo con estruendosas palmadas en la espalda, cada uno levanta al otro entre palabrotas y gritos estentóreos de costeños.

    Chimbombo, un moreno chaparrón chimuelo, cara redonda, ojos vivaces, de voz sonora, simpático y dicharachero, es el dueño del restaurante La Tortuga Verde, que atiende con su mujer, su mamá y sus hermanas.

    —Oye, Pepe, creí que ya te habías muerto, vi pasar unos zopilotes, de seguro iban a tu velorio, ja, ja, ja.

    —No, únicamente me fueron a visitar esos zopilotes que ya te están esperando a que estires la pata porque quieren de tu pellejo, ja, ja, ja; mira, hermano, te presento a estas finas personas para que las atiendas mejor que a mí, son mis patrones.

    —Señores, Chimbombo y mi familia, aquí mi jefa, mi mujer y mis hermanas, estamos a sus órdenes para atenderles como ustedes se merecen. Pasen, por favor, señores, señorita, adelante. ¿En dónde gustan sentarse, aquí o en la enramada sobre la playa?

    José sugiere una mesa doble en la enramada frente a la playa y el mar. Los cuatro lucen en traje de baño; Susy, en un bikini de dos piezas color rosa que resalta su piel blanca de un cuerpo bien formado y que ni parece que ya tiene una hija, luce más su juventud y hermosura.

    Los tres doctores ya saborean su bebida y tendidos en la arena broncean su piel pálida; José, con un short recortado que era pantalón, llega con otro amigo: un tipo moreno, alto, flaco, de mirada lánguida, con short, playera holgada, descalzo con una cerveza en la mano brindando con José.

    —Señores, Susy, les presento a mi pariente Chilolo, es un hombre de mar, pescador, buzo, brujo, lanchero y lo que gusten, ja, ja, ja. Él es muy útil y servicial.

    Todos corresponden al saludo.

    —Salud, señores, señorita la llevamos a pasear en mi lancha, si gusta la llevamos al Garrafón a bucear, allí se ven muchos peces y arrecifes, le va a gustar.

    Susy asintió afirmativamente; subieron a un lanchón de madera con un motorcito fuera de borda que enfiló rumbo a unos riscos. Al acercarse, José le indica a Chilolo que pare el motor; le hace señas a Susy con el pulgar hacia abajo para indicar que allí bucearán; ella se ajusta el snorkel que le proporciona Chilolo. José se lanza el agua, ella lo sigue, cuando está frente a ella le toma las manos, se las besa, luego la atrae y delicadamente la abraza, no se puede contener, le besa el cuello; con suavidad, Susy se zafa de aquellos fuertes abrazos, le hace el ademán que deben nadar.

    Se deslizan por aguas transparentes, infinidad de vida; están dentro del mundo submarino que nos rodea; salen a la superficie, José casi la aprisiona contra la lancha, se le prende en un beso que él lo hace apasionado, ella de sorpresa que lucha por zafarse de aquella presión que la rodea por la cintura, por el pecho, el cuello, la cabeza, ya metió sus piernas entre las suyas, siente que la parte inferior de su traje de baño la desliza hacia abajo, el ataque ya es directo, se hunden, sigue prendido a su boca. Como puede, Susy se separa para buscar la superficie y con una bocanada de aire se recupera; instintivamente sostiene con una mano la parte de su bikini que estuvo a punto de perder con aquel pulpo troglodita, con la otra se agarra del borde de la pequeña embarcación; ahora José le ayuda a subir a la canoa, ella se sienta sobre la tabla puente dándole la espalda, en silencio, todavía se nota agitada; la pequeña embarcación se mece con el oleaje, Chilolo no está a la vista, seguro se puso de acuerdo con José para dejarlos solos.

    José se sienta junto a ella, le toca el hombro, luego la rodea, le alisa el pelo, pega su mejilla con la de ella, lentamente posa sus labios sobre los de ella que cierra los ojos; su fortaleza cede al ataque del troglodita, se rinde, se deja avasallar, casi coopera con el invasor que la hunde en una vorágine que la invade, sintió que su volcán se agita al extremo; sigue y sigue el fuego de la pasión incontrolable, sintió que la bestia la estrujaba, le tronó la espalda; él se estremece, balbucea incoherencias y quejidos, de pronto su volcán explotó y todo se volvió lava en torrente, incontenible, incendiando todo lo inimaginable. Pasa la tormenta, se empezó a despejar. Tenía la cabeza de él sobre su pecho, todavía con sus dedos entre los cabellos mojados del hombre, que jadeaba pausadamente.

    —Amor mío, gracias por permitirme entrar a tu paraíso; me siento el hombre más feliz en este momento, siento que ya te quiero y te voy a querer por siempre, más allá de mi muerte, yo creo que Dios te mandó para mí; corazón mío, qué linda eres.

    Este hombre habla mucho, yo sé que me dice cosas que parecen de un hombre enamorado. –pensó Susy.

    José arrancó el motor; tomó rumbo mar adentro para sorpresa de ella. ¿Qué se propone?, ni siquiera llamó a su amigo, el dueño de la lancha –Susy continuó con sus cavilaciones.

    La lanchita navegó unos quince minutos; paró el motor, lanzó el ancla, se arrodilló frente a la muchacha que permanecía sentada sobre la tabla puente, silenciosa; él la atrajo hasta aprisionarla, le desató el sostén y lo demás. Susy volvió a sentir el ataque del macho incontrolable que usaba sus extremidades, su cabeza, todo su cuerpo, empujando más y más. Se sintió otra vez transportada a un paraíso gozoso hasta el éxtasis desbordado; hasta ahora se convenció que también ella lo deseaba, le clavó las femeninas uñas en la espalda, mientras él le mordía el cuello, los labios; los dos guardaron silencio.

    Ella se dirige al baño, se mira al espejo, el labio inferior le duele por efecto de los dientes de este resabio del Cromagnon, tiene el cuello rojo por los chupetones; se da un regaderazo para sentirse limpia; ya en la playa se cubre con la toalla, se aleja un poco de sus compañeros colegas para evitar preguntas de cómo le fue en su corta travesía por el mar; se cubre otra vez con bronceador para disimular las huellas de las batallas. Se acomoda en una tumbona, se cubre la cara del sol, cierra los ojos y empieza a revivir los acontecimientos.

    Hizo un recuento de su vida amorosa, en la que hasta ahora había cuatro hombres, incluyendo a José; recuerda que el primero fue un novio de la high school y sucedió en el baile de graduación, en el jardín de la escuela; se llamaba Joe Arthur. Ahí decían

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