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Alma de Carbón
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Alma de Carbón

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ALMA DE CARBÓN

 

Charley Hastings apenas tenía nueve años cuando comenzó a odiar el carbón y lo hizo sin darse cuenta, progresiva y lentamente, como un insecto que se metamorfoseaba dentro de su alma por debajo de la piel en un monstruo que se apoderó de su corazón y lo transformó con los años en una masa oscura y sin forma que bombeaba sangre negra y envenenada a cada rincón de su cuerpo, pero que curiosamente le permitía continuar siendo el mismo en apariencia.

 

No lo vio llegar ni sintió cuando se posó sobre él, apoderándose poco a poco de cada pedazo y siguiendo luego con sus pensamientos, sus ideas, sus sentimientos, llegando a ser esa oscuridad fatal la dueña y controladora de sus actos y sus deseos… o al menos eso era lo que cualquiera podría pensar si conociera la historia de su vida y lo observara disfrutando cómo se consumía entre las llamas el cuerpo sin vida de una completa desconocida que acababa de violar y asesinar; pero para llegar a ese punto tenían que transcurrir muchos años, desde que nació en ese oscuro rincón de un valle al sur de Gales.

 

Sentado en una roca bajo el breve techo que tapaba algo parecido a un portal en su casa de madera y piedra, pasaba la mayoría del tiempo protegiéndose del sol o de la lluvia, dependiendo de cuál fuera el caso y jugando con cuatro o cinco canicas fabricadas por él mismo con migas de pan y saliva, buscando olvidar esas voces malignas que siempre rndaban sus pensamientos y que desde luego no eran muy buenas consejeras.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento22 ago 2022
ISBN9798201870928
Alma de Carbón
Autor

Rocío Villareal

Vio la luz por vez primera en un pequeño pueblo de México llamado El Jardín de Nuevo Leon,  (Bustamante).   Desde muy niña ya mostraba su gusto por la escritura, comienza desde los trece años a escribir pequeños poemas y relatos.   Lo que luego derivó en la creación de letras para canciones, lo que constituye una de sus más grandes pasiones, unido a la escritura creativa y el arte a través de la pintura.

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    Alma de Carbón - Rocío Villareal

    ALMA DE CARBÓN

    Charley Hastings apenas tenía nueve años cuando comenzó a odiar el carbón y lo hizo sin darse cuenta, progresiva y lentamente, como un insecto que se metamorfoseaba dentro de su alma por debajo de la piel en un monstruo que se apoderó de su corazón y lo transformó con los años en una masa oscura y sin forma que bombeaba sangre negra y envenenada a cada rincón de su cuerpo, pero que curiosamente le permitía continuar siendo el mismo en apariencia. No lo vio llegar ni sintió cuando se posó sobre él, apoderándose poco a poco de cada pedazo y siguiendo luego con sus pensamientos, sus ideas, sus sentimientos, llegando a ser esa oscuridad fatal la dueña y controladora de sus actos y sus deseos... o al menos eso era lo que cualquiera podría pensar si conociera la historia de su vida y lo observara disfrutando cómo se consumía entre las llamas el cuerpo sin vida de una completa desconocida que acababa de violar y asesinar; pero para llegar a ese punto tenían que transcurrir muchos años desde que nació en ese oscuro rincón de un valle al sur de Gales.

    Sentado en una roca bajo el breve techo que tapaba algo parecido a un portal en su casa de madera y piedra, pasaba la mayoría del tiempo protegiéndose del sol o de la lluvia, dependiendo de cuál fuera el caso y jugando con cuatro o cinco canicas fabricadas por él mismo con migas de pan y saliva, comprimidas bajo la presión de sus dedos y puestas a secar al sol. Veía desde allí cada día la locomotora de la mina que se acercaba desde el horizonte, haciendo un ruido infernal que se incrementaba poco a poco, creciendo como una serpiente gigante de hierro que hacía temblar las precarias edificaciones que se erigían al borde de su camino. La línea férrea pasaba tan cerca de la casa que si no estuviese colocada sobre un montículo de piedra picada podría tocar los vagones con la mano sin abandonar su sitio. Con tanto terreno desierto a su alrededor no comprendía cómo a alguien se le había ocurrido hacer esas casuchas allí, tan cerca del paso de aquella cosa.

    La horrible máquina de vapor completamente negra como un cuervo mecánico, ruidoso y mal oliente, pasaba unas ocho veces cada veinticuatro horas. No importaba que fuera de día o de madrugada. Sin tener en cuenta las personas que dormían, el mal tiempo o el frío, inexorablemente hacía el mismo recorrido ocho veces. Sus vagones también negros como la noche, tenían en ambos costados un idéntico rótulo en letras blancas, sucias, gruesas y uniformes, formando el apellido del dueño de las minas, de la locomotora, de la planta de procesado y de todos los habitantes de la zona... el señor Thomson. Pasaba impasible, rugiendo y chirriando con un traqueteo incesante que se repetía con cada par de ruedas de hierro que pasaban de un rail a otro como si fuera un reloj, con exactitud cronométrica.

    Trac, trac...trac, trac...trac, trac. Se metía en su cabeza y luego de pasar, el sonido se quedaba allí sin poder evitarlo. Después de horas se sorprendía imitando el traqueteo mientras hacía otras cosas. Odiaba ese sonido y al mismo tiempo no podía evitar que fuera omnipresente. Llegó incluso a ser su forma de medir la duración de los hechos más trascendentales y banales de su vida. El padre, por ejemplo, se demoraba en cenar unos seiscientos trac, trac, en ir a buscar agua tres mil, etc. Para lo único que sirvió esta manía fue para tener un sentido del tiempo transcurrido a corto plazo más eficiente, cosa que era completamente inútil más allá de ocupar el aturdido cerebro de Charley y convertirse en un martirio la mayoría de las ocasiones, aunque con el paso de los años aprendió a ignorar el sonido en su cabeza al ser sustituido por voces más claras y entendibles, eliminando por completo el odioso ruido repetitivo y relevándolo solo al mundo de las pesadillas bastante recurrentes en sus noches.

    La primera vez que escuchó la voz la confundió con su propio pensamiento, una voz grave y profunda, una voz que le acompañó el resto de su vida y que fue determinante en el rumbo que tomaría su destino. La cara le ardía como fuego por el golpe dado con la mano abierta y sin escatimar fuerzas y un calor se le acumulaba en las sienes, brotándole por los ojos mientras veía a  Andy alejarse en zigzag y cantando con las palomas recién arrebatadas de sus manos. Entonces la escuchó, tan clara que le pareció propia.

    Mátalo, le decía.

    Luego aprendió a diferenciarla y al darse cuenta que no habitaba dentro de él, lejos de asustarse se alegró hasta cierto punto, pues ella vendría a llenar un vacío que debían ocupar las relaciones interpersonales y fue la compañía que sustituyó a la de su familia, ausente por una u otra razón.

    Desde niño algo molestaba a Charley con respecto al tren de carga de las minas. Nunca lo vio solamente como un mero objeto al servicio de las personas. Su imaginación exaltada por el ambiente hostil le llevó a pensar que ese enorme monstruo gozaba de vida propia, o al menos de algún tipo de alma. Con maquinistas invisibles para él, la fuerza del vapor resoplando a diestra y siniestra y el ruido ensordecedor que lo opacaba todo, era fácil dotar a tal maquinaria de vida.

    Se le antojaba una especie de ente maldito indetenible que se movía sin descanso, devorando almas a su paso mientras rodaba ayudado por las enormes y despiadadas ruedas sobre las que se deslizaba. Bajo esas mismas ruedas metálicas que tanto le impresionaban terminaron las vidas de unos cuantos animales salvajes y domésticos, pero también la de algunos humanos; accidentes unos y suicidios otros sin tener constancia de que se haya detenido el maquinista en alguna ocasión para mirar lo que había pasado. Nunca la familia de los occisos recibió una compensación o tan solo una disculpa por parte de los responsables o los dueños. Los vecinos encontraban los restos en las vías casi siempre en la mañana y llamaban al viejo Andy, el único que se encargaba de retirarlos e identificarlos si podía hacerlo, sino, se mantenían tapados con una lona verde, dura y manchada por la sangre hasta que un familiar o capataz de la mina se diese cuenta de la ausencia de alguien.

    Entonces, si no se encontraba a la persona desaparecida, se dirigían a donde Andy y atisbaban bajo la lona, casi siempre llorando y con la mano tapándose la boca para luego retirarse espantados por la visión del cuerpo mutilado. Luego de la identificación el viejo los quemaba si no se averiguaba de quién se trataba le daba sepultura si la familia así lo deseaba. Cobraba algo por el trabajo y se emborrachaba hasta que apareciera otro cadáver. Entre muerto y muerto se ganaba la vida cazando cuanto animal se atreviese a cruzarse en su camino y hasta se rumoraba que iba a los asentamientos cercanos a robar cosas que luego vendía en el pueblo de la mina.

    Andy colocaba los despojos a unos cinco metros de donde Charley se sentaba a esperar al padre. Desde allí lo podía ver todo con lujo de detalle, pero como creció mirando esta escena al menos dos veces cada mes, no le parecía nada aterrador. Como el doctor que se acostumbra a operar y puede incluso comer o hacer chistes mientras realiza su trabajo, así se acostumbró él desde niño a la muerte y al horror de la misma. Si nadie se interesaba por el cuerpo mutilado, lo cual era bastante común por el alto índice de hombres solteros, Andy los incineraba por unas horas en un horno improvisado hecho con piedras y una estructura metálica sobre la que ponía la carne y luego lo cerraba hasta que no quedaban más que los huesos calcinados.

    Primero el horno estaba ubicado cerca de las casas y la gente protestó por el fuerte olor que desprendía, por lo que tuvo que trasladarlo más allá del cementerio, después de una suave colina que servía de barrera natural contra el viento y las miradas, provocando la subida en los precios de sus servicios debido al esfuerzo extra. Luego los lanzaba en una fosa común con las otras cenizas y cuando eran bastantes a su entender las tapaba con un poco de tierra y abría otro foso. El cementerio sin cajas ni lápidas que comenzó siendo provisional igual que el caserío, se quedó para siempre.

    Con el tiempo algunas personas le fueron poniendo rústicas cruces de madera e incluso inscripciones. Extrañamente siempre existía capacidad para más cuerpos sin expandir su pequeño límite, lo que causó la duda razonable de que Andy enterraba varios muertos en el mismo lugar o desenterraba los existentes, aprovechando que siempre había difuntos cuyos familiares los olvidaban o morían también. No obstante nadie pudo probar nada de esto mientras Andy estuvo vivo. A pesar de estar siempre cerca de él, el chico y el viejo nunca fueron amigos, ni siquiera se hablaron una sola vez. Sus espíritus esquivos y oscos se repelían como imanes. Se miraban con desconfianza infundada. El viejo se sentía vigilado todo el día por ese niño raro que erizaba la sangre con solo verlo y el chico sentía curiosidad a falta de algo más interesante que ver mientras esperaba el regreso a casa de su padre y de su hermano.

    La casa de Charley era la última (o la primera) de una de las tres filas que conformaban el pueblo improvisado, si es que a eso se le podía llamar pueblo. Más bien eran unos albergues que se ubicaban uno al lado del otro construidos por el señor Thomson, del mismo color oscuro y fabricados con los materiales más baratos que se podían encontrar. Allí los hombres y mujeres se retiraban a descansar del trabajo agotador de las minas unos y del campo los otros. La idea en un principio era que fueran provisionales, pero con los años lo único que cambió fue que se siguieron agregando casuchas hasta limitarse por un rio sobre el que se construyó un puente de madera para el tren de carga que milagrosamente no se desarmaba al pasar por encima.

    Entonces, en lugar de una hilera más larga se hicieron dos y luego tres. Si sus habitantes fuesen más religiosos o tenido algo de tiempo o pensaran en el futuro, quizás hubiesen construido una capilla, un pub, una caseta de correo y una oficina de policía y así se le podría llamar pueblo, pero solo era un montón de techos sucios llenos de esperanza y desencantos, poblado de vida estancada y decadencia. Igual se podría pensar que tal vez algún día muy lejano alguien pudiese construir un camino decente que llegase hasta allí y entonces se convertiría en algo más, pero aquello nunca sucedió y cincuentaicinco años después cuando la mina se cerró, quedaron abandonadas las casuchas y el cementerio hasta que el olvido se encargó de que desaparecieran de la faz de la tierra para siempre.

    Pasó este enclave por la historia sin haber pasado realmente, porque nadie le recordó ni un segundo después que se desintegrara en el tiempo, ni siquiera los que recogieron sus pocas pertenencias y fueron en busca de mejores oportunidades a otra de las muchas minas o fundiciones. Sus habitantes siempre supieron que algún día tendrían que salir de allí y quizás por eso nunca se preocuparon por construir algo más duradero y confortable.

    La pobreza les hacía vivir en un mundo casi nómada, haciendo que todo fuera provisional y perecedero, sin echar raíces de ningún tipo allá donde fueran. Además, para las necesidades celestiales y otras más terrenales como la bebida, siempre podían ir al primer enclave que propició la apertura de la mina y que se estableció en sus alrededores, llamado por la gran mayoría El pueblo de la mina, y no el nombre que le dio su fundador: Shining Bell.

    Por la mañana bien temprano, cuando todavía el sol no salía y solo se podía adivinar su llegada por la claridad del horizonte, el tren venía vacío desde el otro extremo de su recorrido donde pernoctaba después del último viaje cargado a la planta procesadora. Disminuía su marcha sin detenerse del todo por unos brevísimos segundos para recoger a los trabajadores de la mina que le esperaban a ambos lados de la vía y a las mujeres que iban a los campos de cultivo a laborar o a comprar comida en el pueblo, donde eran miradas con sospecha y reservas al igual que sus esposos e hijos. Los que fundaron el lugar no habían dejado que los últimos trabajadores en llegar se quedaran para hacer crecer el pueblo con su presencia y familias.

    No iban a permitir que lo convirtieran en un antro de bandidos pobres y malolientes, idénticos a ellos. pero no mejores. Ante la férrea oposición de los pobladores el señor Thomson accedió a la construcción de los albergues a tres millas de allí, no por su carácter débil, sino porque vio en la súper población de un lugar tan limitado de agua y víveres una posible explosión de delincuencia y enfermedades, igual a la que casi acaba con la mina principal de su padre cuando él todavía era chico y que claramente recordaba por ser tema habitual en la mesa durante muchos años junto con la fortuna que le costó deshacerse de los cadáveres y las pérdidas por demoras en la producción, después de buscar nuevos trabajadores inexpertos que cubrieran a los fallecidos.

    No obstante, esta aversión, los distinguidos fundadores les permitían entrar los fines de semana para gastar sus ahorros en el único pub que existía en muchas millas a la redonda y en el prostíbulo, administrado por el señor Edward Casidy y su esposa Rose, llamada Tank a sus espaldas por los que frecuentaban el sitio. Ellos, como personas de negocio que eran, soñaban con abrir un hotel de lujo en un lugar mejor y llevarse a sus chicas para cambiarlas por verdaderas prostitutas iguales a ellas, solo que menos sucias, menos delgadas y menos enfermas.

    Ese fue otro sueño que nunca se cumplió, pues si bien ganaban lo suficiente para ahorrar no tenían la entereza suficiente para hacerlo y se gastaban el dinero a la misma velocidad que llegaba, él en alcohol y ella en diversos vicios, sobre todo en jóvenes vigorosos que encontraba entre los nuevos trabajadores de las minas y a quienes mimaba por un tiempo, hasta que les sorprendía gastándose el dinero que les daba en algunas de sus mismas chicas, provocando su ira y frustración, lo que le llevaba a buscar otro joven y repetir el ciclo una y otra vez.

    Ya ancianos avizoraron el fin de la mina y al salir de aquel agujero aislado del resto el mundo ya había evolucionado demasiado para seguirle el ritmo, dilapidaron lo poco que lograron guardar los últimos años y finalmente se arruinaron invirtiendo en lugares sin futuro. Él murió asfixiado por el propio peso de su esposa una noche que estaban demasiado borrachos para reaccionar y ella sufrió un infarto pocos días después, dejando una fortuna de diez monedas a la última de sus chicas, quien los acompañó hasta el día final solo porque no tenía donde vivir ni qué comer y su cuerpo mostraba tal deterioro que ni gratis los hombres la usaban.

    La familia de Charley no era de las más longevas en la mina aunque venían de trabajar en otras iguales por tres generaciones, heredando cierto respeto transmitido de padres a hijos y se les consideraba miembros veteranos a cualquier mina que llegasen. Les hubieran permitido quedarse en el pueblo sin reparo alguno si no fuera por el viejo Jack. El abuelo de Charley, ya fallecido, tenía la mala costumbre y una reputación bien formada de pelearse con todos y por cualquier cosa y como era un animal de persona no perdía ninguna pelea, provocando la muerte de dos contrincantes por su propia mano.

    Al ser combates plenamente legales y aceptados por ambos hombres no se condenaba la muerte al menos que se hiciera algún truco para vencer, cosa impensable por el honor y valentía que acompañó la existencia del abuelo mientras vivió. Todos pensaron que con su muerte los problemas de la familia se resolverían, así que se les permitió ingresar a los exclusivos dominios de Shining Bell, como le pusieron a ese encantador asentamiento con la falsa esperanza de que su nombre atrajera gente de bien o al menos alguna buena suerte; pero cuando el nieto de Jack y hermano de Charley comenzó a trabajar junto a su padre, descubrieron que el muchacho era el vivo retrato del muerto y aunque nunca mató a nadie, estuvo cerca un par de ocasiones, por lo que el exilio de los Hastings siguió en vigencia luego de reunirse en asamblea el consejo de ancianos, que no eran otra cosa que los más viejos hombres que el alcohol o el carbón no mataban todavía.

    A la familia de Charley no le importó mucho la verdad, pues vivir allí solo reportaba la ventaja de caminar un poco menos los domingos y estar todos los días cerca del bar, lo que podría ser una tentación muy grande de evitar y así les ahorraban gastarse todo lo que tenían en ese antro vicioso, causa del alcoholismo colectivo que dominaba al pueblo. La otra ventaja de vivir a tiempo completo allí

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