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Libro electrónico178 páginas2 horas

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Todo un nuevo universo aflora con el nacimiento de un niño, pero también el miedo, la angustia y la incertidumbre. De modo similar a como hizo en De qué nos enamoramos, libro que se alzó con el premio del diario Jutarnji List a la mejor obra en prosa de 2005, Roman Simić vuelve a urdir esta colección de relatos mediante una cuestión, un hilo que halla su comienzo y su final en la paternidad.
Un muchacho que escribe en un zoo una carta de amor que jamás enviará, un hombre que visita en un manicomio al marido de su amante, una joven que espera que el padre de su hijo no nacido no huya, una madre que evoca unas vacaciones estivales familiares diez años atrás, el verano que dio comienzo la guerra... Los protagonistas de estos relatos miden el mundo con pasos de niños, madres y padres, con sus desacuerdos y amores, cosas que conocemos perfectamente bien. Una vez más, el centro de los intereses del autor es el ser humano, pero si en el título precedente se trataba de dos enamorados, ahora lo son tres, pues cuando un niño llega al mundo, éste cambia. 
"Roman Simić escribe desde el dolor de cada día, o de cada minuto. Desde el pasado que vive incrustado en el presente aunque tratemos de arrancarlo como una muela podrida. Desde las pequeñas historias individuales que encarnan la gran historia de una Croacia desangrada."
IdiomaEspañol
EditorialBaile del Sol
Fecha de lanzamiento11 jul 2017
ISBN9788416794744
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    Aliméntame - Roman Simić

    Aliméntame

    Roman Simić

    Traducción de

    Juan Cristóbal Díaz Beltrán

    A Klara y Donat, por haber hecho que cambiara.

    Zorros

    ¹

    De todas las cosas increíbles, recuerdo ni más ni menos que esa historia con el perro. Me la contaste al principio, mientras aún salíamos y nos hociqueábamos, colándose así el perro de rondón en la historia. En cualquier caso, hace tiempo ya, en tu calle había un perro callejero, y un niño escribió sobre él «Croacia»; otro lo ahorcó por eso, y empezó la guerra, por el perro y los niños. Eso entonces no lo contaste, pero lo he añadido yo, por el hecho de no saber lo que realmente ocurrió y porque me parece que jamás lograré entenderlo.

    En otoño de 1991 yo salía del cuartel del JNA² en el sur de Serbia, tú alargabas a la fuerza tus vacaciones de verano en una isla del Adriático y tu padre desaparecía en Vukovar. Dices «desaparecía», como si fuese algo durativo, y explicas que entonces, hasta cierto punto, aún existía, al menos aquel al que tu madre pudo oír mediante el milagro del auricular telefónico: milagro porque sonaba como si lo tuviera ahí mismo en el vecindario y porque con ese poco de voz había que arreglárselas del mismo modo que había que arreglárselas con un poco de cualquier cosa en la vida de hasta entonces.

    La vida de hasta entonces suena estúpido, pero se ajustaba plenamente a la realidad.

    En el otoño de 1991 yo tenía diecinueve, tú nueve y tu padre treinta y seis, volví a la ciudad en la costa y el bombardeo había comenzado, una granada explotó en el patio, mi hermana y yo pasamos la noche en el viejo búnker italiano, no me acuerdo de cuánto miedo pasé, solo sé que la saqué de casa y la metí de un empellón en aquel agujero de hormigón, que estaba rígida como un cadáver, aunque viva, que dentro aguardamos la mañana, mamá aún estaba trabajando, papá no vivía con nosotros, nos despertamos solos y salimos a la orilla, el mar estaba tranquilo, indiferente como los boquetes de la casa en la que vivíamos, que alquilábamos, cosa que entonces veía como una victoria, el hecho de no haber perdido nada propio.

    Entonces partí a Zagreb, esto fue para mí la guerra, para vosotros fue otra cosa. Para todos fue otra cosa, dices, pero el hecho de que desapareciese tu padre, al margen de los diez años de edad que nos separan, te hace más ducha, más adulta.

    No sé si te he mencionado cuánto miedo tenía de preguntarte cualquier cosa sobre la desaparición. Cuando estuvimos por vez primera en Ovčara³ no era capaz de respirar: tanto espacio y tanto cielo, y todo vacío de vida; solo tú y tu madre, y tu hermano, más la gente que vendía las rechonchas palomas de Vučedol, un souvenir del Neolítico, el inevitable turismo, las esteras sobre los sucios capós y el pensamiento de que esa sutil manufactura no habría existido si no hubiera ocurrido todo el resto tremendo de cosas, desgracias tras las que desaparecieron las casas, permaneciendo en cambio los puestos, las mesas atoldadas, un negocio del que a fin de cuentas nadie iba a enriquecerse.

    Esa noche, mientras yacíamos arropados por las mantas hasta la nariz, me dijiste, sin haberte preguntado, que, cuando cayó la ciudad, evacuaron y encerraron en una vecina parcela agraria a los heridos y a los varones que habían logrado ocultarse en el hospital, y toda la noche les estuvieron golpeando en los hangares, y al amanecer los arrojaron a ese erial, a los labrantíos. Había cinco autobuses abarrotados, los cuerpos de cuatro fueron hallados, tu padre se encontraba en el quinto, aquel del que los vecinos serbios callan. También nosotros callamos, el cuarto está a oscuras, el techo no tiene estrellas, te aprieto contra mí, hasta de tomar aire tengo miedo. En ese baldío, me acuerdo, tu madre es una mujer enteca y morena; tú eres alta y esbelta, de tez clara, no os parecéis en nada y pienso: tus facciones se las llevó alguien en ese quinto autobús, tus manos estrechas, tu sonrisa, tus ojos verdes que bajo este cielo se vuelven del color del membrillo y la miel, pues es otoño y todo se serena, todo salvo el corazón, de veras, de veras, no lo pronuncio, esto es el lugar más triste de la tierra.

    Cada vez que pienso en esa tarde, puedo recordarlo todo, hasta el más mínimo detalle: tu ropa, el bolso de tu madre, la música que sonaba en el coche de tu hermano, las pequeñas cruz y corona que los que estaban de luto habían dejado bajo el monumento a las víctimas, un pequeño túmulo de tablas y metal, que crecía hasta que alguien llegó y se lo llevó, vimos la crónica en televisión, tú estabas preparando la cena, yo esperaba el deporte, y ocurrió, una noticia que no te conmovió, sino que te abismó aún más en las cazuelas, en la pantalla una viejecita pedía que al menos se lo devolvieran, tú no dijiste nada, y yo pensé que la guerra aún duraba, que tenía que haberte sacado de allí, por lo menos durante un breve periodo, como hice en su momento con mi hermana, y te saqué, pero no teníamos adónde ir, de ese tipo de noticias uno simplemente no puede defenderse, te llegan quién sabe dónde y cómo, como una carta en la que está escrito tu nombre, aunque carezca de dirección, como cuando poco después de la guerra viajé a Belgrado con mi ex novia, donde un taxista nos condujo hasta la estación y quería saber de dónde éramos, y cuando se lo dijimos, nos contó que había estado en Vukovar durante la guerra, y que si ahora le preguntáramos por qué, no sabría decirnos, pero que entonces tenía sentido; mencionó a la familia de su mujer en Vinkovci, a los americanos que nos habían dividido, sonaba como alguien a quien nadie podía ya ayudar. De su cara no me acuerdo, solo de su voz; le dimos el importe y nos alejamos, esa chica y yo, con una piedra en el estómago, con vergüenza, lo cuento después de muchos años, pues tal vez ese mismo hombre fuera el que condujese el quinto autobús, aquel sobre el que los vecinos callan, tal vez condujese a un hombre que jamás conocí, a tu padre, a quien a día de hoy, después de tantos años, en la mesa del comedor de tu madre, bajo nuestro techo sin estrellas, se sigue dando por desaparecido.

    Pero deseo hablarte de nosotros, de los que seguimos estando aquí. Pongamos: estoy sentado en un banco del zoológico escribiéndote una carta. Tú en casa, entre tanto, estudias y crees que estoy con los muchachos de cervezas. A veces vengo aquí y me siento cada vez delante de una jaula distinta, mantengo este pequeño secreto, pago la entrada para este poco de soledad, soledad para ti. Una vez estuvimos en este zoo juntos, lo justo para guardar memoria de lo poco que nos gusta, y ahora, qué gracia, podría estar horas escribiéndote de él. Quién lo fundó, cuándo, por qué, con cuántas hectáreas, amén del hecho de que sus primeros animales fueran dos zorros y tres búhos, una exhibición nada excitante, un maltrecho menú del día, una fauna famélica de la que, además, hoy ya no se dice nada, son el pasado, y todo lo demás solo el presente de placas con complicados nombres en latín junto a los cuerpos a las que pertenecen, que se aburren mortalmente. Yo no me aburro. Permanezco delante de la piscina con las nutrias enanas, escribo, reflexiono sobre el perro que se ha enquistado en el recuerdo. A veces, todos tus cuentos se parecen al suyo. Como aquel en el que, cuando vuestra madre salió de Vukovar, los tres vivíais en casa de unos parientes de Zagreb, y cuando la hospitalidad se agotó, los parientes le hicieron saber a tu madre de un piso en ruinas en la última planta de un rascacielos, un piso vacío con palomas y vistas a la periferia, que se cimbreaba cuando el viento soplaba con fuerza y donde entrasteis con ayuda de una palanca de hierro, de los vecinos, unos desconocidos que querían ayudar. El dueño jamás había vivido en el piso, y justo entonces se acordó de que lo tenía, y al poco os echaron y acabasteis en el autobús, con otros semejantes a vosotros, de camino a algún alojamiento, alguno en el que no os cruzarais en el camino de nadie.

    Alguien dijo una vez que el problema del zoológico era que, al verlos en las jaulas, los animales dejaban de ser animales y adquirían alma por vía urgente. Y nada es fácil cuando hay alma, ¿verdad? Cuando os alojaron en el cuartillo de la vieja escuela política, en el pueblo adonde antes de la guerra se peregrinaba en las fiestas, el lugar de nacimiento del ex presidente vitalicio —tu madre tenía treinta y siete años, tú once y yo veintiuno, estudiaba filosofía y estaba seguro de que nada de lo que ocurría a mi alrededor tenía que ver conmigo—. Mi madre era un poco mayor que la tuya, trabajaba como médica en el frente de guerra y una vez me dijo que a diario veía morir a muchachos de mi edad, mientras yo filosofaba por Zagreb, y que durante un tiempo quiso que yo también estuviera allí, junto a ellos, «entre ellos», dije yo y esa fue nuestra última conversación de esa clase: luego todo se transformó en secos abrazos en verano o navidades, los días en que básicamente nos cruzábamos y en que, como por algún mandato desde arriba, entraba en vigor una tregua, un largo e inestable silencio.

    Mientras tú crecías en tu cuartito de Kumrovec, yo, entre otras cosas, viajaba. No sé si te lo he contado, pero un verano trabajé en España y unos conocidos me llevaron a una pequeña ciudad célebre por un museo nada grande y más bien dejado al abandono. Se trataba del legado de un naturalista local, trotamundos que a fines del siglo xix completó su colección con piezas de todos los rincones del globo terráqueo. Salas llenas de hallazgos arqueológicos, de fósiles vegetales y animales, de herbarios y terrarios —por los que cruzamos a paso ligero— donde no había nada de especial, nada por lo que valiera la pena suspender los momentos de disfrute en una cafetería junto al río. Mis anfitriones comenzaron a reírse misteriosamente al entrar en las dependencias donde se hallaban los ejemplares disecados del biólogo. Tras las aves, los animales salvajes e incluso un león polvoriento, la última sala guardaba aquello a lo que la exposición probablemente le debía la fama: en un pequeño armario de cristal, cubierto por un par de andrajos descoloridos, armado con un carcaj con flechas y una fina lanza, con canicas en vez de ojos y un collar que trataba de enmascarar sin éxito una fea y amplia cicatriz en el cuello, un hombre de metro y medio de altura, piel morena y cabello greñudo nos observaba. El armario contenía una fina capa de tierra rojiza y broza cuyo cometido era el de dotar de encanto su hábitat natural, y también había un rótulo con los datos por encima del que escudriñábamos hasta que uno de mis anfitriones dijo: «Mira, estas cosas seguro que no las puedes encontrar en tu país», tras lo que se calló, probablemente al recordar televisiones, radios y satélites, y todos los posibles canales que aseguraban que sí que se podía. El hombre se sintió incómodo, luego cerraron el museo, y yo retorné, pero la historia quedó. La historia del alma y la cautividad: los animales entre rejas la adquieren, mientras que las personas entre rejas la pierden, pero no estoy aquí para hablarte de esto, el sol aún está alto, la nutria enana se revuelve cara a él, se sumerge, pasa a mi lado, me mira y yo le devuelvo la mirada, estamos vivos, tenemos que hablar de nosotros.

    Pienso: a pesar de que raras veces sale a flote, todo lo que vivimos está determinado por él: nuestro pasado. Por tu historia y la mía, entretejidas, en el sofá, tras el trabajo, mientras vamos al cine, por la noche ante el televisor, después de hacer el amor; sería bonito deshacerse de ellas, al menos por un rato, pero ¿cómo? A veces, pongamos, me hablas de tus abuelas. De la madre de tu madre que salió de Vukovar ya a mediados del 92, que se había quedado allí junto a tu abuelo tras caer la ciudad, hasta que los obligaron a escriturar la casa a nombre de alguien y los expulsaron: a tu abuela le rompieron una mano, tu abuelo ya se había dado a la bebida, pero esto quizá no tuviera que ver con la guerra, al igual que los huesos quebrados de ella, dices, esas cosas pasan, las fracturas ocurren también en la paz. Pese a todo, debido a la guerra, tuvisteis que dar con su paradero por mediación de la Cruz Roja, y llegaron al pueblo natal del ex presidente vitalicio al tiempo que vosotros —tu abuelo también murió allí, y tu abuela se quedó con vosotros, esa historia parecía hacerte gracia, en tus informes tu abuela es el inventario en el piso de tu madre, rezando junto a la radio y con su boca desdentada, tu madre a menudo entornando los ojos por ella y, aunque no os oía, os reíais de ella a escondidas, pero esa risa tenía el aspecto de ocultar algo, de no ser auténtica, pero pese a intentarlo, siempre había algún pero—. La otra abuela os había encontrado un poco antes, y había fallecido en otro sitio, en Split. No quería ir al pueblo natal del ex presidente, antes moriría, y como siempre, al final se llevó el gato al agua. Era una herzegovina recia, quería que la trataras de usted, nunca fuisteis íntimas, adoraba a tu hermano, un nuevo varón en casa, una vez te llegó a dar una paliza, dices, tuviste cardenales durante días, y cuentas cómo llegó a Zagreb a través de la Voivodina y de Hungría, os dijo que en el patio mataron al abuelo y violaron a una anciana que se ocultaba con ellos en el sótano, cuentas cómo solías ir a visitarla tras la guerra a ese pequeño piso cuyo usufructo había logrado a costa de sus difuntos marido e hijo, cómo aprediste a admirarla y cómo antes de morir te dijo que hicieras en la vida todo lo

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