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La obra maestra
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Libro electrónico833 páginas10 horas

La obra maestra

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Nieves Arozqueta, pintora, alumna de Orozco, Cazadora de Fantasmas: crea manchas al azar con los colores a su alcance o con los que se siente más identificada. Las deja descansar, permite que le hablen; observa la pieza desde diferentes perspectivas: la voltea, se acerca, se aleja, la mira de frente y desde distintos ángulos... la contempla hasta q
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento21 ene 2023
La obra maestra
Autor

Andrea Zalles

Andrea Beatrix Zalles Sorta nació el 17 de abril de 1988 en La Paz, Bolivia, donde vivió hasta sus diecinueve años, edad a la que se mudó a Querétaro, México a estudiar la carrera de diseño industrial. Escribió una novela histórica basada en la vida de Dorothea Sorta, titulada Una historia entre batallas, la cual fue publicada por Par Tres Editores en 2019 y le brindó la oportunidad de escribir este libro por encargo de Jorge Moreno Arozqueta, hijo de la protagonista. Esta experiencia no fue sólo el material para una nueva novela, sino también la puerta para ver el arte y a México, su país adoptivo, con otros ojos, adentrándose en su historia, cultura y geografía desde la época del Virreinato. Después de dos años de convivencia y trabajo en conjunto, Nieves y Andrea se han convertido en grandes amigas.

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    La obra maestra - Andrea Zalles

    Capítulo 1

    Colores vivos

    –Yo soy tú, madre.

    –¿Qué dices? –se rio Nieves–. Claro que eres yo… ¡si soy tu madre! Mi sangre corre por tus venas.

    –Sí, pero no sólo me refiero a eso; tú forjaste mi carácter y soy lo que soy gracias a ti. Para comenzar, soy diseñador, el creativo de tus hijos.

    –Poli también tiene una profesión creativa. Somos los tres de la familia que cojeamos del mismo pie.

    –Sí, mamá, pero mi caso es diferente –intervino Poli con un caballito de tequila en mano–. Aunque, sin duda, la arquitectura es una carrera creativa, la razón por la que soy arquitecta es debido a que tus hijos crecimos entre albañiles. Yo creo que, en el fondo de mi ser, entendí que las mujeres teníamos que construir porque te la vivías haciendo remodelaciones y adecuaciones en la casa –Nieves sonrió como una niña a punto de hacer una travesura.

    –Estoy de acuerdo –opinó René–. Yo soy muy «Arozqueta», pero definitivamente, el más «Nieves» de los hermanos es Jorge.

    –Y Poli es la más «Moreno» –agregó Óscar.

    –Sí… Poli es la viva imagen de su padre –dijo Nieves sin ocultar el profundo amor que sentía por él, mientras veía con ternura los ojos penetrantes y pobladas cejas de su esposo en los de su hija.

    Alejandro sólo escuchaba y asentía sonriendo desde su asiento en la sala, donde se acomodaron a tomar algo antes de comer; él siempre prefería escuchar en vez de hablar.

    Estaban reunidos en la casa de Coyoacán, hogar de la familia desde hacía más de cincuenta años. Una construcción Bauhaus preciosa, oscura como buena casa Bauhaus, pero muy funcional y llena de cubos de luz. A lo largo de los años, había sido un camaleón que se convertía en galería, salón de eventos, taller, oficina o jardín de juegos. La última remodelación estuvo a cargo de Poli, quien hizo a la cocina y al jardín protagonistas de la casa; no podía ser de otra manera al ser René y su esposa Cathy, los nuevos propietarios. La dinámica, como buena familia mexicana, era en torno a la cocina, desde donde se abrían amplias ventanas a un jardín cuya condición respondía al estado de ánimo de Cathy.

    René, el dueño y maestro de la cocina, preparó un pollo en nopales cocido en olla de barro, arroz rojo y rajas, el platillo característico de los Arozqueta. La cena estaba lista, así que pasaron al comedor; se acomodaron en sus asientos y tomaron sus respectivos platos para servirse.

    –¡Qué gusto tenerlos en casa! –dijo René con la copa en alto ofreciendo un brindis por la ocasión.

    –¡Gracias a todos por venir! Algunos incluso desde muy lejos. ¡Y gracias a ustedes, mi’jito y Cathy, por recibirnos y tratarnos a cuerpo de reyes! –respondió Nieves–. ¡Son unos anfitriones extraordinarios!

    Las copas se juntaron en el centro de la mesa, entre el sonido del choque de los cristales y los «¡salud!». Los nietos también participaron del brindis desde su mesa, la de los jóvenes.

    –Nada que agradecer, madre. Mas bien, a quien debemos dar las gracias es a ti; ¡estamos reunidos en tu honor!

    Nieves prefirió no contestar con palabras, sus ojos invadidos por las lágrimas lo decían todo.

    –¡Esto está delicioso, René! –dijo Fátima, la esposa de Óscar, al terminar de saborear su primer bocado.

    –¡Gracias!

    –Dime… ¿Cómo empezó tu pasión por la cocina? Desde que te conozco, has sido el cocinero designado de la familia, pero nunca he sabido de dónde viene.

    –Mi amor por la cocina fue un cambio de vicio; fumé entre dos y tres cajetillas diarias hasta mis treinta años. Empecé a sentirme muy mal, lo dejé y me dediqué a comer. Ahí fue cuando me di cuenta de que el perejil y el cilantro no sabían igual, que cada corte de carne tenía un sabor distinto y las tortillas hechas a mano no tienen punto de comparación con las comerciales… Desde entonces, para mí, el placer de comer empieza desde imaginarme qué voy a preparar.

    –¿Y dónde aprendiste tantas recetas? –siguió Fátima.

    –Yo soy de la idea que, a la larga, las recetas no te sirven de nada; el secreto está en comprender cómo cocer las verduras, la carne, la pasta… y cómo combinar los ingredientes. La cocina es como una fiesta: tienes que saber elegir a los invitados para que se lleven bien.

    –¿Y por qué no abres un restaurante? –preguntó Paola, la esposa de Jorge.

    –Porque a mí me gusta cocinar lo que yo quiero, cuando yo quiero y para quien yo quiero. El que es víctima de mis experimentos es nuestro inquilino del departamento de arriba, Juan Pablo, alias «Juan Pablillo de Indias» –todos rieron en conjunto.

    –Pues yo no tendría problema en ser tu «Jorgillo de Indias».

    –Una vez –continuó René–, cuando mi papá vivía en el departamento donde vive Juan Pablo actualmente, preparé unos filetes de pescado cocidos al vapor de vino blanco y hierbas, con una salsa de limón y mantequilla. Se lo serví y me preguntó: «¿Tienes salsa Maggie?». «Sí, pero no te la voy a dar. Este platillo ya tiene su propia salsa», le contesté. Se levantó y subió a su departamento por su famosa Maggie. Mientras tanto, yo le asé un filete en la sartén y lo puse en su plato. «Yo quiero el otro pescado», me dijo. Me negué rotundamente y me dejó de hablar por dos semanas. Así que sólo en Francia podría poner un restaurante porque ahí sí te comes lo que hace el chef; el comensal no manda.

    –Lo bueno es que te tenemos en la familia para degustar tus creaciones –dijo Margarita, la esposa de Alejandro.

    –¡Ja! –reaccionó Nieves–. Otro creativo en la familia.

    –Creativo y rebelde, Nieves –agregó Cathy–. Le gusta salirse con la suya.

    –Es una manera de ponerle chile a la vida, More, si no, ¿qué chiste tendría? –se defendió René.

    –¡Entonces le pusiste chile hasta a nuestro compromiso! –René rio pícaramente ante el comentario de su esposa.

    –¿Cómo? –preguntó Fátima–. ¿Cómo puedes ser rebelde en una propuesta de matrimonio?

    –Cathy regresó de un viaje que hizo a Estados Unidos por seis meses; se fue a practicar el idioma. Cuando la vi, lo primero que me dijo fue: «¡Ahora sí!, o nos casamos o cada quien por su lado. Yo no voy a cumplir ocho años de noviazgo». «Está bien… nos casamos, pero yo escojo la fecha», le dije. Nos casamos un veinte de junio porque el veintiuno cumplíamos ocho años de novios.

    –¡Ay, René! ¡De veras! –dijo Nieves divertida volteando los ojos hacia el techo mientras los demás reían.

    –Yo sé que fui tu dolor de cabeza, mamita –le dijo René.

    –Eres digno hijo concebido en una fiesta… –agregó Nieves.

    –Pero con todo y que fuiste su dolor de cabeza, mi mamá nunca dejó de demostrarte su cariño. ¿Te acuerdas de la Federica? –preguntó Óscar.

    –¡Sí! –recordó Poli entre risas–. Mi papá no podía creer que mi mamá hubiera comprado esa «carcacha», como le decía él –La Federica era un Fiat Multipla, modelo 1960, color blanco.

    –No sabías si esa cosa iba o venía –comentó Alejandro.

    –¡Además, fue una compra totalmente espontánea! –agregó Jorge–. Mi mamá acababa de cobrar la remodelación que hizo en un restaurante, vio el coche a la venta en la calle y lo compró –recordaba divertido.

    –Mi mamá la compró y te la regaló a ti, René –continuó Óscar.

    –Era una joya ver a René bajarse de ese cochecito con su pelo largo, botas y sombrero –rio Jorge.

    –¡Esto me lleva a pensar en la Nicolasa también! –siguió recordando Poli. La Nicolasa era una Volkswagen Combi color azul cielo y techo blanco.

    –Sí… –dijo Óscar nostálgico–. Tengo muy grabado en la memoria y en el corazón un viaje que hicimos a Baja California, ¿se acuerdan? –todos los hermanos viajaron con la mente a 1980–. Voy a contar una anécdota de ese viaje que, creo yo, explica perfectamente cómo es mi mamá: una mezcla entre ecuanimidad, espontaneidad y audacia. Recuerdo que atravesamos el desierto en una carretera de dos carriles; el asfalto ardía, daba la impresión de que las llantas se derretirían. En Sinaloa, compramos medio costal de esas naranjas «ombligudas». Eran gordas, jugosas, dulces, de un color anaranjado perfecto y cáscara muy gruesa. Llegamos a un retén de inspección fitozoosanitaria, nos detuvieron, revisaron la Nicolasa y encontraron las naranjas. Yo noté cómo les brillaron los ojos al verlas. Nos las querían decomisar porque, supuestamente, era común que tuvieran un gusano y no sé qué tanto más se inventaron con tal de quedarse con nuestras deliciosas naranjas. Discutimos unos buenos minutos hasta que mi mamá intervino: «A ver, señores… díganme una cosa, ¿dónde están los gusanos? Yo no los veo». «No, señora, no se los ve porque se meten en la cáscara». «¿Sólo en la cáscara?». «Sí, señora». «Muy bien. Muchachos, aquí hay navajas… ¡a pelar se ha dicho!». Entre los cinco pelamos el medio costal de naranjas en cuestión de minutos, juntamos las cáscaras en una bolsa y mi mamá se las dio a los inspectores diciendo: «Listo, señores, ¡se acabó el problema! Aquí tienen sus cáscaras con gusanos». Dio media vuelta y se subió a la Nicolasa, donde ya todos estábamos acomodados.

    –¡Fue tal tu ingenio, madre, que los dejaste sin palabras! –dijo Jorge entre carcajadas.

    –Siempre has tenido una manera muy creativa para solucionar problemas –comentó Alejandro.

    –También recuerdo la vez que mi mamá nos amarró con sábanas al tronco de un árbol –expresó René. Al ver algunas caras de confusión, continuó–: fue una vez en Temixco. Ya ven que mi mamá le tiene pánico a los temblores. Resulta que había escuchado en la radio que un vidente o un adivino había predicho un temblor terrible; su solución fue amarrarnos con las sábanas al tronco de un árbol. ¡Ahí nos tenía a los cinco como prisioneros en un barco pirata!

    –No… –empezó a decir Nieves, sin poder continuar por el ataque de risa–. Esa no fue la verdadera razón por la que los amarré al tronco… ¡Ya no los aguantaba! ¡No se quedaban quietos! –la mesa estalló en carcajadas–. El supuesto temblor fue un mero pretexto.

    Así continuó la cena; una noche colmada de recuerdos, risas y buena comida. Conforme iban pasando las horas, las copas de vino y los caballitos de tequila, los sentimientos empezaron a aflorar y todos, incluso las nueras, expresaron el agradecimiento y admiración que sentían por Nieves: una mujer luchadora quien rompió con los paradigmas de «lo que debía ser una mujer», especialmente en su época, alguien que siempre encontró la manera de reajustar su perspectiva y encontrarle el lado positivo a todo, sin importar el tamaño ni gravedad de la circunstancia, y además, nunca perdió la capacidad de asombro hasta por los más mínimos detalles de la vida, permitiéndose así, disfrutar de cada día de su existencia.

    –¡Por Nieves! ¡Que empiece el festejo, que mañana es el gran día! –Jorge levantó su copa y brindó con todos–. Éste es sólo el comienzo… –le susurró a su mamá y le guiñó el ojo.

    Capítulo 2

    Luz y sombra

    Nací el 2 de agosto de 1964; el quinto hijo de la familia, fruto de un embarazo inesperado. Tres años antes, mi mamá estaba esperando su cuarto bebé, el cual, lamentablemente, no alcanzó a conocer a su bisabuela. Doña Jesusita era la abuela paterna de mi papá, Óscar; una mujer muy tierna y cariñosa sin perder la fuerza que caracteriza a las norteñas. Fue el primer miembro de la familia que mi papá le presentó a mi mamá cuando fueron novios; iban a visitarla cada quince días a su departamento, en una colonia muy elegante, en la calle Florencia de la Zona Rosa en la Ciudad de México, donde vivía acompañada de Josefa, una de sus hijas, a quien la sociedad etiquetaba como solterona, pero ella siempre aceptó su posición y se dedicaba a estudiar; era muy seria.

    Aunque llegaran por sorpresa, mi bisabuela siempre estaba impecable: falda y blusa perfectamente planchadas, joyas y el pelo blanco recogido en un chongo justo donde termina el cuello y comienza la cabeza. Usaba unos pequeños anteojos ovalados que se le resbalaban hasta la punta de la nariz… era la personificación de la abuelita de Piolín, la caricatura. Acostumbraba sentarse en un sillón individual de piel café y respaldo alto; parecía hundirse en él.

    –A ver, m’hijo, sírveme un traguito –le decía doña Jesusita a mi papá–. Y regálame un cigarrito, ándale.

    Mi papá le servía una copa de Brandy, le daba un cigarro, se lo encendía cuando ella ya lo tenía en la boca y le pasaba su calendario; tenía la costumbre de marcar cuándo iban de visita.

    –Tiene diecisiete días que no venías –comentaba ella a modo de reclamo. Mis papás sólo intercambiaban miradas con una sonrisa.

    Mi mamá disfrutaba mucho esas visitas; doña Jesusita era la abuela que nunca tuvo y le encantaba escuchar sus historias, aunque las repitiera, porque siempre le agregaba algo más a cada anécdota; nunca supieron si era porque iba recordando detalles o, simplemente, porque la memoria era creativa y rearmaba los momentos con distintas particularidades cada vez; como la historia del nacimiento de sus siete hijos: Rubén, Ricardo, Óscar, Celedonio, María, Jesusita y Josefa. Vivían en Cumpas, un pueblo minero ubicado al noreste del estado de Sonora, perdido entre los cerros de la Sierra Madre Occidental. La ciudad más cercana era Nacozari, a casi cincuenta kilómetros de distancia. En cuanto doña Jesusita empezaba el trabajo de parto, la subían a un caballo y la llevaban a galope hasta Nacozari porque en las minas de esa ciudad había un médico. A veces, decía que sus hijos nacían en el camino, pero otras, contaba que ni bien veía al médico, el o la bebé nacía.

    –¡Claro! ¡Antes no nacían en el camino con el movimiento del caballo bajando por los cerros zigzagueantes! –comentaba mi mamá siguiéndole la corriente. Mi papá sólo se reía.

    Entre Nieves y doña Jesusita había un cariño mutuo. Para mi mamá, el haber tenido a mi bisabuela y a mi abuela Luly cerca, apoyándola y enseñándole a cuidar a sus hijos recién nacidos, fue una bendición. Desde que se casó, la vida de mi mamá dio un giro inimaginable: guisar, lavar ropa, limpiar la casa, planchar las camisas de mi papá con almidón para que los cuellos quedaran espectaculares, amamantar, criar niños… Así que, tanto mi bisabuela como mi abuela, le hicieron el cambio más llevadero y fácil, ya que las tres se reunían por las tardes a platicar y convivir; le enseñaron a hacer tortillas de harina y chile verde; cosían y tejían prendas para los pequeños. Fueron grandes amigas.

    Doña Jesusita falleció de vejez un mes de mayo, de un día a otro, sin previo aviso. Su cuerpo dejó de funcionar después de tantos años de vida. Para mi mamá fue un golpe fuerte; la iba a extrañar mucho, sobre todo, por la llegada de un nuevo bebé. Ella era quien la acompañaba al hospital cuando entraba en labor de parto. Esa vez, Nieves empezó a sentirse mal y supuso que el niño no tardaría en nacer.

    –Vamos a casa de tu mamá, Óscar, por favor –dijo mi mamá–. Quiero sentirme en presencia de tu abuela y ahí la siento cerca.

    Partieron hacia Polanco, donde se encontraba el último departamento donde vivió mi bisabuela, mismo edificio donde vivía mi abuela. Llegaron y, el olor impregnado a tabaco, empeoró el malestar de Nieves; mi abuelo fumaba como una chimenea.

    –Perdón –empezó a decir mi mamá–, voy a pasar a recostarme un momento.

    Entró a la habitación donde ella y mi papá iniciaron su matrimonio; nada había cambiado. Los muebles y cuadros eran los mismos, las sábanas y cojines también. La luz cálida que entraba por la ventana entre las ramas de una jacaranda, atravesaba las blancas cortinas y hacía de esa habitación un lugar muy acogedor. Se sentó en la cama, se quitó los zapatos que ya no aguantaba porque sus pies parecían dos tamales oaxaqueños por la hinchazón. Acomodó los mullidos cojines contra la cabecera de latón, recargó su espalda sobre ellos y cerró los ojos. Empezó a inhalar y exhalar profunda y conscientemente; sentía que podía quedarse dormida en cualquier momento, pero el olor a cigarro era insoportable. De pronto, un movimiento dentro de la recámara llamó su atención. Entreabrió los párpados, que le pesaban como dos cortinas de acero, y notó que no estaba sola.

    –Esta vez sí va a ser niña –le dijo doña Jesusita sonriendo, apenas sentada en la piecera de la cama; sus cortas piernas no le permitían llegar hasta arriba.

    Mi mamá sacudió la cabeza para distinguir si lo que estaba viendo era real o producto de su cansancio o imaginación. Al volver a abrir los ojos, doña Jesusita se había ido. Se paró de la cama de un brinco, giró sobre su propio eje tratando de encontrar una explicación y salió de la recámara.

    –Óscar, ya es hora. Llévame al hospital. Que me inyecten si es necesario, pero este bebé ya va a nacer.

    –¡Ya va a nacer Andrés! –exclamó mi abuela eufórica.

    –Sí… Andrés viene en camino –dijo mi mamá un poco destanteada.

    Llegaron al hospital e inyectaron a Nieves para que se durmiera y tuviera un parto feliz; ya había tenido suficientes y uno de ellos fue bastante complicado.

    –¡Despierta, niña! ¡Despierta! –alcanzó a escuchar mi mamá a lo lejos. Lo que sí sentía cercano eran las palmadas en sus cachetes.

    –¿Por qué me pegas? –le preguntó mi mamá a su suegra.

    –¡Despierta! ¡Tienes una niña!

    –¿Ya nació Andrés? –logró preguntar Nieves.

    –No, no es Andrés. ¡Es Paulina! –dijo mi abuela con sus ojos brillosos de emoción.

    Mi mamá recibió en brazos a su pequeña recién nacida. ¡Era niña! Tal como se lo había dicho doña Jesusita horas atrás.

    –Van a creer que estoy loca o que me estoy inventado lo que estoy a punto de decirles –dijo Nieves–, la verdad es que no lo puedo explicar con la lógica, pero en la casa, cuando fui a recostarme antes de salir, vi a doña Jesusita en la habitación y me dijo que esta vez tendría una niña –se le llenaron los ojos de lágrimas y volteó a ver a su pequeña–. Justo un mes después de su muerte.

    –Le pusimos Paulina porque nació el día de San Paulín Obispo; 22 de junio –dijo mi papá.

    –Es perfecto. Ella es perfecta –selló sus palabras con un beso en la diminuta frente de mi hermana.

    La familia Moreno Arozqueta estaba completa: cuatro hijos y, entre ellos, la niña tan esperada. Mi papá y mi mamá decidieron no tener más niños, por lo que se tomaron el típico retrato familiar, el cual enmarcaron y pusieron en la sala de la casa. Desde entonces, todo iba viento en popa: se mudaron a una linda casa en Coyoacán, se les presentó la oportunidad de invertir en un terreno en Temixco junto a unos amigos, el trabajo de mi papá iba bien y mi mamá pintaba con el maestro Carlos Orozco Romero.

    El estudio estaba en la cerrada de Salamanca, en la colonia Roma. Era en un segundo piso y, en el tercero estaban las habitaciones; ahí vivía él. En la planta baja, su hija Gabriela puso una galería porque trabajaba con obras de Diego Rivera, Antonio Rodríguez Luna, del mismo Orozco Romero, Manuel Rodríguez Lozano y otros artistas mexicanos de la época. Entonces, el maestro aprovechó el espacio y organizó una exposición de sus alumnas en 1962. Fueron periodistas, se escribieron reseñas, hubo un brindis… una exposición hecha y derecha. Mi papá parecía estar orgulloso de mi mamá: era parte de un grupo de señoras de la élite que tenían una actividad fuera de las tareas del hogar.

    Todo estaba en calma, como el mar antes de que se formen las olas, pero tarde o temprano, ellas surgen y revientan; son el acontecimiento que altera el status quo y lo convierte en un escenario más agitado e interesante. En la vida sucede exactamente lo mismo. Mi papá regresó a casa muy tarde por la noche, como de costumbre. Además de trabajar en la oficina desde temprano, debía hacer relaciones públicas en bares y restaurantes terminada la jornada laboral. En esa ocasión, mi mamá lo esperó; tenía que hablar con él.

    –¿Qué haces despierta a estas horas? –dijo sorprendido al cerrar la puerta detrás de él.

    Mi mamá estaba en pijama, bata y pantuflas, sentada en el sillón individual de la sala junto a una lámpara de pie que la envolvía en una burbuja de luz cálida.

    –No podía dormir.

    –¿Y eso?

    Nieves tomó aire y dijo:

    –Estoy embarazada.

    –Embara… ¿embarazada dijiste? –tartamudeó. Mi mamá asintió esperando ansiosamente la respuesta de mi papá.

    –Pero… ¿cómo? Si decidimos no tener más hijos… ¿cómo es posible? –respondió calmado, pero confundido. No podía quedarse quieto y no dejaba de rascarse la cabeza con su mano derecha.

    –Pues, sí –dijo Nieves desconcertada por la reacción de Óscar–. Y te recuerdo que se necesitan dos personas para que esto suceda, así que no es una responsabilidad que recaiga sólo en mí –agregó con el mismo tono calmado que él.

    –Tienes razón, perdóname. Es sólo que… me agarraste en curva, es todo –se arrodilló al frente de ella, acomodó las manos en sus rodillas y le sonrió con esos ojos profundos que lo caracterizaban.

    Mi mamá le devolvió la sonrisa y le dio un beso.

    Meses después, llegué al mundo. Me llamaron Jorge por mi padrino Jordi, un gran amigo de mis papás, de origen catalán. Aunque mi mamá acababa de parir y tenía otros cuatro hijos que cuidar y un hogar que mantener funcionando, no dejaba de trabajar; debía terminar unas obras para su siguiente exposición, la primera fuera del nido que representaba el estudio de Orozco Romero, la cual impulsaría su carrera como artista.

    El evento fue en la Galería de Arte Mexicano, fundada por Carolina e Inés Amor en 1935 y ubicada en San Miguel Chapultepec. El Instituto Mexicano Norteamericano de Relaciones Culturales curó la exposición, la cual fue muy amplia y con muchas invitaciones. El embajador de Estados Unidos inauguró la velada; el mismo señor que mi mamá vio, años atrás, en la fiesta a la que asistió con unos marineros franceses en el Club France, pero en aquel entonces ella era apenas una chamaca. La noche transcurrió tranquilamente y las obras quedaron expuestas durante unos días más.

    El impacto de dicha exposición llegó una semana después de la inauguración. Mi mamá se estaba bañando cuando escuchó hablar a mi papá.

    –¿Leíste el periódico de esta mañana? –fue lo único que alcanzó a entender Nieves.

    –No.

    Mi papá corrió las cortinas de la regadera y le tendió el periódico. Mi mamá se limpió la cara quitándose el exceso de agua y lo tomó.

    EXCÉLSIOR¹

    Ciudad de México, noviembre de 1964.

    En la Galería de Arte Mexicano.

    Exposición de Nieves Moreno, de quien nada sabíamos hasta ahora, nos proporciona la grata sorpresa de revelarnos, no sólo una sensibilidad realmente afinada, sino también, en el terreno específico del oficio pictórico, una seguridad y libertad imperativa ya sólidamente aplomada.

    Nieves Moreno, magnífico debut, nombre que conviene mantener presente.

    Margarita Nelken.

    –Ya estarás satisfecha, ¿no? –dijo mi papá al ver los ojos de mi mamá recorriendo las líneas de la reseña a toda velocidad, iluminándose su rostro cada vez más con el paso de los caracteres.

    –¡Esto apenas es el comienzo! –contestó soltando el periódico en las manos de mi papá y regresando a su baño matutino, cantando y bailando de la felicidad.

    Margarita Nelken no era cualquier crítica de arte. Era una española que llegó a México como parte de los exiliados de la Guerra Civil que le pidieron asilo a Lázaro Cárdenas. Tuvimos la fortuna de que vinieran grandes poetas, escritores y pensadores en ese momento. Margarita fue una de las revolucionarias que estuvo en contra de Franco; por medio de las páginas del diario Claridad de Madrid, alertaba a la población contra los fascistas, razón por la que fue denominada como «la encarnación de la maldad de la República». Huyó a Francia para después arribar a México a finales de 1939, justo antes de la ocupación nazi. En México se ganó la vida escribiendo y fue una crítica de arte muy importante en el país, teniendo a su cargo la página semanal sobre arte del periódico Excélsior, el segundo periódico más antiguo de la Ciudad de México, y uno de mucho prestigio. Muchos artistas le temían porque, como buena española, no tenía pelos en la lengua y escribía sus críticas sin rodeos, pero eso sí, con argumentos; no se sacaba nada debajo de la manga.

    Un mes después, Nieves bajó a la cocina al terminar de bañarse y arreglarse. Se encontró sola. Óscar solía irse más tarde, pero ya no estaba. Se preparó una taza de café bien cargada, cuando una hoja de papel amarillo, puesta sobre la mesa del comedor, le llamó la atención. El corazón se le aceleró y sintió un frío recorriendo todo su cuerpo en cuanto vio el nombre escrito en ella. La agarró, la desdobló, la volteó y empezó a leer:

    Coyoacán, diciembre de 1964.

    Mi querida Nieves,

    A una parte de mí le da gusto lo que estás viviendo: tu sueño de ser artista se está haciendo realidad, pero no creo poder ser parte de eso… Sé que yo fui quien te animó y apoyó en un principio, regalándote libros de arte, consiguiéndote el espacio en el estudio del maestro Carlos Orozco Romero y comprándote el material para que empezaras a pintar, pero jamás me imaginé que esto llegaría tan lejos. Es un honor para mí ver que firmes como Nieves Moreno, a modo de agradecimiento y reconocimiento a mí por haberte impulsado, pero el hecho de verte tan libre e independiente me hace sentir inútil… ya no me necesitas, Nieves.

    Yo también quiero sentir esa libertad y es por eso que he decidido irme. Cuentas conmigo para los gastos de la casa y cualquier cosa que necesiten los niños; vendré a verlos los fines de semana, momento que les he podido dedicar estos últimos años debido a mi trabajo, pero necesito un tiempo de nuestro matrimonio, espero que lo entiendas.

    Con amor,

    Óscar.

    El timbre del teléfono regresó a mi mamá del trance en el que estaba. Se secó las lágrimas, respiró hondo para ver si así su cuerpo dejaba de temblar y levantó el auricular.

    –Bueno.

    –Buenos días. Estoy buscando a la maestra Nieves Moreno, por favor –dijo una mujer con acento español.

    –Sí, ella habla.

    –¡Hola, rica! Soy Margarita Nelken. Vi tu obra y me gustó. Quisiera hablar contigo y conocerte, ¿puedes pasar a verme?

    –Sí, señora, con mucho gusto.

    Anotó la dirección de la señora Nelken en un espacio vacío de la carta que le había escrito mi papá y, colgando el teléfono, pensó: «¡La oportunidad de mi vida!».

    Nelken, Margarita, Periódico Excélsior, Ciudad de México, noviembre de 1964.

    Capítulo 3

    Azul

    Se aproximaban las fiestas de fin de año y sería la primera Navidad de mi familia conmigo en este mundo y la primera sin mi papá. Para mi mamá, la separación fue un golpe muy fuerte, pero sabía que no había nada que pudiera hacer; él fue quien tomó la decisión de irse. Sin embargo, Nieves no les dijo una palabra ni a mis abuelos ni a mis tíos; contárselo a alguien era aceptar que esa situación era real y ella aún tenía la esperanza de que mi papá regresaría; se negaba a creer que el amor de su vida se había ido para siempre. Si alguien le preguntaba por Óscar, mi mamá se limitaba a decir: «Está bien, gracias. Con mucho trabajo como siempre». Es por eso que tomó la decisión de pasar las fiestas fuera de la Ciudad de México y así evitar que la gente notara la ausencia de mi papá.

    Una mañana, agarró la sección de Aviso Oportuno mientras tomaba su café. Encontró un anuncio de unas cabañas en renta y lo marcó con un plumón para volver a revisarlo después. Gracias al éxito que tuvo en la exposición, en la que Margarita Nelken la notó y puso su nombre en público, tenía suficiente dinero para irse de vacaciones con sus hijos; vendió todos los cuadros expuestos y, además, surgieron algunos clientes que le hicieron pedidos de obras para obsequios de Navidad. Entre ellos estaba el ingeniero Patrón, quien tenía la marca Resistol en México, y también el propietario de la fábrica de papel San Rafael. Se sentía muy afortunada por lo que le estaba tocando vivir, pero como nada en la vida podía ser perfecto, perdió a su marido. No dudó más y rentó una de las cabañas anunciadas.

    Por suerte, contaba con la ayuda de Olivia, una joven que llamó a la puerta, a sus apenas doce años, en busca de trabajo. Mi mamá decidió recibirla en casa; era de esas personas que saben leer a la gente y reconocían la bondad de inmediato y, esos ojos oscuros y expectantes, que hacían juego con su pelo negro y piel tersa y morena, la conquistaron de inmediato. Desde entonces fue un miembro más de la familia y una ayuda invaluable para Nieves; nos quería y cuidaba a todos, principalmente a mí; era su consentido. Se quedó con nosotros hasta sus veinticuatro años, edad a la que se comprometió con su novio con quien anduvo bastante tiempo. Creció muy bonita, una auténtica belleza mexicana; siempre estaba bien arreglada con un chongo alto y su uniforme negro con mandil blanco. A nuestros invitados se les caía la quijada al verla porque, además, era muy amable y de muy buenos modales. Para mi mamá fue como casar y despedir a una de sus hijas.

    Partimos de vacaciones a la capital del estado de Morelos, ubicada al sur de la Ciudad de México. Su nombre provenía del náhuatl: Cuauhnáhuac. Significaba «junto a los árboles», pero al ser impronunciable para su fundador, Hernán Cortés, y el resto de los españoles que iban con él, evolucionó hasta quedar como «Cuernavaca». Llegamos a una finca que (como bien decía el nombre de la ciudad) estaba rodeada de árboles de todo tipo y tamaño. A pesar de ser invierno, el clima era templado y no se sentía seco ni húmedo… era el punto ideal. En la entrada había una placa con el nombre «Padilla» y, aunque mi mamá no le dio mucha importancia en ese momento, posteriormente regresaría a su cabeza. Nos entregaron nuestra cabaña de tres habitaciones, un baño, cocineta y área común que daba al jardín y a la alberca.

    –¡Es perfecto! –dijo mi mamá aliviada dejando caer su maleta conmigo en brazos.

    –Déjeme ayudarle, señora –le contestó Olivia, encargándose del equipaje mientras mis cuatro hermanos se quitaban la ropa desesperados por lanzarse a la alberca; ya tenían el traje de baño puesto desde que salimos de casa.

    –¿Te suena el apellido «Padilla» de algún lado? –le preguntó mi mamá mientras acomodaban la ropa y comida que llevábamos.

    –Bueno… no es un apellido raro. Hay muchos «Padillas» en México.

    –Sí, pero para tener este tamaño de propiedad tiene que ser alguien importante –se quedó pensativa.

    Horas después, mientras descansaba al pie de la alberca bajo una sombrilla, contemplando a sus hijos jugar en compañía de Olivia, hizo la conexión: años atrás, el Secretario de Relaciones Exteriores era un señor de apellido Padilla. Estuvo muchos sexenios en el mismo cargo y lo conocían como El Cisne Negro en el medio político por ser de una raza mexicana muy oscura y distintiva. Tenía una residencia monumental tipo italiano en la calle Tacubaya; a la entrada había una escalinata con dos leones de mármol a los costados como guardianes. No disimulaba que había hecho mucho dinero. Así que no sería una sorpresa que ese extenso paraíso le perteneciera.

    Tras una tarde muy divertida, mis hermanos quedaron rendidos después de bañarse y cenar. Olivia también tenía cara de agotamiento. Antes de pasar a acostarse, le entregó un sobre a mi mamá.

    –Ayer por la tarde llegó esta carta, señora. Perdón por no habérsela dado antes, pero no encontré el momento oportuno; creo que es del señor Óscar y no me gustaría que le arruinara sus vacaciones con los niños.

    –Gracias, Olivia. No te preocupes. Sólo espero que no sea nada urgente –le contestó mi mamá con el pulso acelerado–. Buenas noches, que descanses. Y gracias por todo.

    Olivia agachó la cabeza a modo de venia y entró a su habitación. Mi mamá se quedó inmóvil con el sobre en sus manos: «Nieves Moreno», decía. La misma letra de la carta que sentenció el futuro de su matrimonio semanas atrás.

    Se dirigió a su recámara conmigo en brazos. Yo ya tenía los ojos como los de un borracho de sueño; sólo estaba esperando que mi mamá me acostara en mi cuna, pero no había más que una cama matrimonial. Nieves me dejó lo más al centro posible para evitar que rodara y terminara en el suelo y acercó la cajonera a una distancia calculada. No le costó trabajo porque estaba vacía. Abrió uno de los cajones que quedaban a la altura del colchón, tomó su ropa y la acomodó dentro de éste para que quedara mullido. Hizo otro bultito de ropa que fungiera de almohada y voilà, ya tenía mi cuna. Me acostó y cubrió con mi cobija. Se puso el pijama, se lavó los dientes, la cara, se puso crema y se acostó boca arriba junto a mí. Tomó la carta que le dio Olivia y la leyó a la luz cálida de la lámpara de la mesa de noche.

    Ciudad de Panamá, diciembre de 1964.

    Querida Nieves,

    Te mando este mensaje para desearte unas felices fiestas y mucho éxito en tus exposiciones y carrera como artista en este nuevo año que se avecina.

    Dales un beso a nuestros hijos de mi parte y recibe uno tú también.

    Con amor,

    Óscar.

    «¿Panamá?», pensó mi mamá completamente confundida. Mi papá odiaba viajar y se fue, no sólo a otra ciudad, ¡a otro país!

    Giró sobre su lado izquierdo, dejó la carta en el buró y, antes de apagar la luz, me observó dormir, profunda y felizmente. Me acarició el cachete con la cara superior de su dedo índice mientras la vista se le hacía borrosa por la aparición de las lágrimas. Apagó la lámpara y volteó hacia el otro lado. A través de la ventana se veía el jardín de vegetación oscura por la ausencia de la luna. Entre el sonido de los grillos, el soplar del viento entre las hojas de los árboles y mi respiración calmada; mi mamá viajó con la mente hasta 1948.

    ***

    Habían pasado apenas tres años del fin de la Segunda Guerra Mundial. Un conflicto que afectó a todo el mundo de una u otra manera. Para México, a diferencia de la mayoría de los países involucrados, los efectos fueron positivos en gran medida. A pesar de que Lázaro Cárdenas declaró la neutralidad de México días después del inicio de la contienda en Europa, la ubicación geográfica del país, directamente al sur de los Estados Unidos, lo colocó en un papel estratégico para el abastecimiento y la seguridad del país vecino y, por ende, de los Aliados. México contaba con los recursos naturales indispensables para la industria bélica: cobre, zinc, grafito, plata, ganado, cerveza y todo tipo de productos agrícolas. Esto propició que se incrementaran las exportaciones y se estimulara el desarrollo; fueron años de prosperidad inaudita.

    Sin embargo, los beneficios económicos de la Guerra también generaron algunos daños: México se volvió completamente dependiente de Estados Unidos. Debido a la partida de soldados estadounidenses al frente, la fuerza de trabajo era insuficiente para satisfacer la demanda del campo y la industria. Fue entonces que, en 1942, ambos países firmaron un acuerdo: el «Programa Bracero», el cual consistía en contar con trabajadores huéspedes mexicanos quienes se encargaran del trabajo agrícola y mantenimiento de las vías ferroviarias a cambio de la satisfacción de sus necesidades básicas, no sufrir actos de discriminación y no ser empleados en el servicio militar.

    México ha contribuido principalmente a la derrota del fascismo con minerales para las industrias bélicas y con millares de trabajadores que, en calidad de braceros (ejército de brazos de trabajo), han levantado las cosechas agrícolas y han conservado las vías férreas en los Estados Unidos, mientras nuestros soldados peleaban en la Guerra².

    Presidente Franklin D. Roosevelt.

    Muchas compañías estadounidenses empezaron a expandirse y asentarse en territorio mexicano, como fue el caso de la US Rubber Company, una empresa manufacturera de llantas y una variedad de bienes para uso militar, tales como municiones y explosivos. Durante la Segunda Guerra Mundial se enfocaron a la producción de llantas para camiones y aviones, además de las Jungle boots. Por la escasa mano de obra en Estados Unidos, al tener a todos sus hombres en el ejército, compraron dos empresas en México: la Compañía Hulera Mexicana, una de las primeras plantas manufactureras de llantas en el país, y Hulera Universal, una compañía distribuidora. Así fue como se formó la US Rubber Mexicana, hoy conocida como Uniroyal: empresa que se convirtió en el cuarto trabajo de mi mamá con apenas diecisiete años de edad.

    Entró a trabajar como secretaria de personal. Debido a que ya tenía tres años de experiencia, le dieron su propia oficina. Era muy buena secretaria porque odiaba tener que repetir las tareas, que le tacharan las cartas y le dijeran: «Hay que hacerlo otra vez». Así que era muy eficiente para evitar al máximo esas situaciones, pero en este caso, había un reto adicional a diferencia de sus anteriores empleos: casi todos los gerentes eran gringos; levantaba el teléfono y lo único que escuchaba era inglés, le molestaba no entender nada, así que vio la importancia de aprender el idioma.

    Por las tardes, mi mamá asistía a las clases abiertas de arte de La Esmeralda y fue cuando vio un anuncio pegado en un poste de la calle Donceles, cerca de la Catedral Metropolitana ubicada en el Zócalo: «Aprende inglés con Mr. Jones».

    Salía a las cuatro de la tarde de trabajar, tomaba el tren desde Tacuba hasta Donceles y empezaba su clase de inglés, a las seis de la tarde, en un pequeño salón con seis o siete sillas y una mesa. Se propuso aprender inglés y lo hizo, así como lograba todo lo que se planteaba. Cuando necesitaba o quería algo, averiguaba, buscaba la manera y terminaba llevándolo a cabo; si quería conseguirlo, podías darlo por sentado. Y aunque al principio su inglés era un poco torpe, no le daba vergüenza hablarlo; tomaba como modelo a los gringos: cuando te platicaban en español, no les daba pena, aunque lo hicieran mal. Con la práctica, fue puliendo el idioma y sería una herramienta que le serviría el resto de su vida.

    La ventaja era que su jefe directo, a diferencia de la mayoría de los gerentes de la planta, era mexicano, pero pocho, así que hablaban una mezcla de inglés y español, lo que hizo que la curva de aprendizaje de mi mamá fuera más paulatina. El señor Chávez era un hombre moreno, muy alto, nacido en Ciudad Juárez, Chihuahua; era el encargado de todo el personal y, al principio, mi mamá y él tuvieron sus diferencias.

    Para entonces, Nieves vivía en la colonia Condesa y el único camión que la llevaba al trabajo era uno viejo y horrible, color guinda que, además, transportaba soldados porque iba hasta la parte de arriba de Tacubaya y luego bajaba a Tacuba. Debía salir a las seis de la mañana de su casa para llegar puntual, a las ocho, a la fábrica. Firmó un contrato de un mes de prueba y al cumplirlo definirían si se quedaba o no y bajo qué términos.

    El señor Chávez no movía un dedo; le pedía a mi mamá las tareas más absurdas como que le pasara un documento o carta que estaban en la esquina de su mismo escritorio. De esa manera, él no tenía que levantarse de su asiento. Revolvía sus papeles o tiraba todo en un ataque de ira y era Nieves quien debía arreglar el desorden. Además, la manera en la que le pedía las cosas, no era la más educada, así que cuando se cumplió el mes de prueba, Nieves decidió afrontarlo.

    –Señorita Arozqueta, aquí tengo el machote de un contrato de secretaria de personal de la empresa. Redáctelo y fírmelo para el final del día –empujó la hoja de papel con fuerza sobre su escritorio, la cual cayó lentamente al piso.

    –No lo voy a firmar.

    –¿Cómo dice? –volteó muy sorprendido–. ¿Por qué no lo va a firmar?

    –Porque usted es poco amable y me quita mucho tiempo. Nunca me da las gracias ni me pide por favor, así que no puedo trabajar con usted.

    El señor Chávez se quedó perplejo. Se levantó de su asiento y, por primera vez en el mes que mi mamá estuvo ahí, fue a hacer algo por cuenta propia. Nieves permaneció sentada a la espera de su jefe. Minutos después regresó, cerrando la puerta de su oficina tras él con una postura muy distinta a la que tenía cuando salió.

    –¿Qué le parece si probamos otro mes? –le preguntó con una sonrisa pasándole el nuevo contrato temporal de manera muy cortés. Mi mamá le respondió con otra sonrisa y lo firmó sin siquiera leerlo.

    Decidió quedarse porque le gustaba el trabajo, a pesar de la distancia, de lo desagradables que podían ser algunos viajes en el camión acompañada de soldados atrevidos y de la mala actitud de su jefe; sabía que podía aprender mucho ahí y su intuición le decía que algo importante le esperaba en ese lugar. Además, decidió darle una segunda oportunidad a su relación con el señor Chávez y no se equivocó; él cambió totalmente de actitud e hicieron un buen equipo. Al mes, firmó el contrato definitivo.

    Como era característico de Nieves, no se quedaba en su lugar y siempre andaba de metiche preguntando, observando y aprendiendo todo lo que podía. El deseo de aprender era un rasgo inconfundible de su personalidad. Se llevaba muy bien con la gente y todos los trabajadores en la fábrica la conocían, no sólo por ser la secretaria de personal, sino por su amabilidad y preocupación por las personas, sus intereses y necesidades.

    La manera en la que se metió a los obreros al bolsillo, fue en el primer festejo del Día de la Virgen de Guadalupe que le tocó organizar. Cada año celebraban una misa, pero en esa ocasión todo era un desorden porque no conseguían un Padre que la diera y, por lo mismo, los obreros no querían ir a trabajar ese día para poder asistir a la iglesia. Mi mamá decidió ir a la Iglesia de Clavería, donde había una asociación guadalupana. Se inscribió, sin ser católica, y también a la fábrica. Les comentó que necesitaban un sacerdote para el ١٢ de diciembre y lo consiguieron. Nieves organizó una caja de ahorros en tiempo récord, con la cual financiaron la construcción de un nicho para la Virgencita y, así, no estuviera guardada en una caja empolvada en la bodega. Celebraron el día de Guadalupe sin percances, inaugurando el pequeño altar que permanecería al cuidado de la gente de la US Rubber Mexicana, frente al cual los trabajadores se persignaban todos los días al llegar y al partir de regreso a casa.

    Era el último día de trabajo del año y mi mamá tenía casi todo listo para el cierre. Sólo le hacía falta la firma de un contrato de practicante. Ese muchacho era como un fantasma; aparecía en las listas, pero nunca pasó por su oficina ni lo vio en la planta de operación.

    –Señor Chávez, ¿tiene un minuto? –tocó la puerta mi mamá.

    –Adelante, dígame.

    –Tengo pendiente la firma de un contrato. Se trata de un practicante del laboratorio –le pasó el documento para que lo revisara.

    –¡Ah, sí! Pero él no está en la planta, salió de vacaciones y regresa en enero. Así que no se preocupe y déjelo pendiente. El próximo año lo retomamos.

    –De acuerdo.

    –Disfrute de las fiestas, señorita Arozqueta, y muchas gracias por su trabajo.

    Mi mamá regresó de las breves vacaciones. Parecía un día cualquiera con la diferencia de tener la sensación de un nuevo comienzo, un nuevo año, el último de la década: 1949. Se sacó el abrigo mojado por la leve lluvia que le tocó en el camino de la parada del camión a la fábrica, lo colgó en el perchero de la entrada de su oficina, dejó su bolso en la silla de su escritorio y empezó a preparar el café; una taza para ella y otra para darle la bienvenida al señor Chávez. Se sentó a revisar sus pendientes y recordó el caso del practicante que debía la firma de su contrato.

    Salió de su oficina a saludar y desear un excelente año a toda la gente con la que se cruzaba en su camino, en dirección a las oficinas de algunos gerentes, de quienes requería sus firmas. Aprovechó que vio a Martín, un chiquillo mensajero dentro de la planta. Por el tamaño de la fábrica, era quien se encargaba de pasar recados de un extremo a otro y también ayudaba a localizar a la gente; era como un ratón escurridizo con ojos en todas partes.

    –¡Martín! Qué bueno que te veo. ¿Cómo estás? ¿Cómo pasaste las fiestas?

    –Muy bien, señorita Nieves. ¿Usted?

    –Muy bien también, muchas gracias –contestó mi mamá sonriendo–. Necesito que me hagas un favor.

    –Sí, mándeme.

    –Pon este anuncio en el laboratorio, ¿sí?

    –¡Órale! Lo pongo de inmediato.

    Martín salió disparado en dirección al laboratorio y mi mamá siguió su camino hacia la recolección de firmas.

    Cuando Nieves regresó a su oficina, se encontró con un muchacho sentado en flor de loto sobre su escritorio. «¡Qué carambas!», pensó mientras se detenía en seco a analizar la situación.

    –¡Buenos días, señorita! –dijo con una voz pausada y relajada tras abrir sus ojos como si volviera de otra dimensión.

    –Buenos días… ¿qué hace usted sentado en mi mesa?

    –Pues, me manda a llamar y no hay ni una silla para sentarse y, como la estoy esperando, me senté donde pude.

    Mi mamá se dirigió a su lugar y, efectivamente, no estaba su silla…

    –¿En qué puedo ayudarle, señor…?

    –Óscar Moreno, para servirle –dijo con una sonrisa cautivadora. El hombre misterioso por fin apareció–. Vengo a firmar mi contrato.

    –¡Ah sí! Usted es el único que me falta –dijo mi mamá con voz y manos temblorosas–. Es más, aquí tengo el contrato a la mano, listo para cuando se presentara.

    –Gracias –Óscar firmó cada hoja con su pluma fuente negra, con tanta paciencia que parecía que tenía el día entero para esa única tarea–. Listo… ahora sí tiene su expediente completo.

    Nieves tomó el contrato y ambos, aún agarrando el documento, se miraron a los ojos. Sus pulmones dejaron de respirar. Un impulso eléctrico recorría, desde la punta de sus dedos en contacto con el papel que los conectaba, hasta el estómago, donde cientos de mariposas despertaron y revolotearon. El tiempo se detuvo. Nieves se sonrojó. Óscar sonrió.

    –Espero verla seguido, señorita…

    –Nieves, Nieves Arozqueta, para servirle, señor Moreno.

    –Muchas gracias, Nieves, y por favor, háblame de «tú» –le guiñó el ojo y giró para dirigirse a la salida.

    Cerró la puerta detrás de él y caminó por el pasillo pasando por la ventana de la oficina de mi mamá.

    «¡Qué muchacho tan guapo! –se dijo–. Esos Levi’s azules, ceñidos al cuerpo, la camisa a cuadros de tonos otoñales, su chamarra de piel color camello… ¡Parece traído del Medio Oeste! ¡Sólo le faltan las pistolas y es todo un vaquero! –suspiraba–. Sus ojos profundos enmarcados por esas cejotas, sus manos masculinas, esa sonrisa tan amplia de dientes grandes perfectamente alineados, su manera ligera de hablar, su soltura al andar con un desparpajo tan padre… ¡y qué desfachatez!», pensó mi mamá aflojando el cuerpo de los nervios que le causó mi papá a primera instancia. Jamás se imaginó que ese fantasma en su lista de pendientes, sólo se estaba haciendo esperar para convertirse en su esposo y el padre de sus cinco hijos algún día.

    Entrevista entre el presidente mexicano Ávila Camacho y el presidente estadounidense Roosevelt en abril de 1943.

    Capítulo 4

    Cobre

    La razón por la que mi mamá no había visto a mi papá en la US Rubber Mexicana, fue porque él estaba de visita en su tierra natal, Nacozari, un pueblo perdido entre cerros, al noreste del estado de Sonora. Era conocido por su valiosa actividad minera, siendo el cobre el mineral más explotado y transportado sobre mulas a Agua Prieta, Douglas y Bisbee en Arizona, hasta que se terminó de construir el ferrocarril. El tren, que rodaba sobre aquellos rieles, se convirtió en el centro de atención, principal medio de comunicación y símbolo de la pequeña y sencilla ciudad, además de la más grande amenaza.

    Pocos años antes del inicio de la Revolución, Jesús García Corona, de apenas veinticinco años, era el maquinista de la locomotora que viajaba entre Arizona y México intercambiando minerales por dinamita. Se conocía el paisaje y el camino como la palma de su mano y nunca había tenido percances mayores. Un martes por la mañana emprendió el viaje de regreso a Nacozari con un cargamento de dinamita para las excavaciones mineras. Pocos kilómetros antes de llegar al pueblo, los operadores del tren se alarmaron y le advirtieron de la gran amenaza: los explosivos se estaban encendiendo uno a uno, cual cerillos, a causa de las chispas generadas por un desperfecto en la caldera de la locomotora.

    –¡El pueblo va a volar en mil pedazos! –gritó desesperado uno de los operadores.

    Jesús regresó la vista al frente, encontrándose con Nacozari en el horizonte cercano. Los estallidos periódicos y aparentemente lejanos, se hacían cada vez más frecuentes, como una melodía que inicia suave y alcanza una fuerza penetrante por medio del ritmo y la intensidad. Frenar en seco no salvaría al pueblo porque ya estaba demasiado próximo, las chispas que se generarían por el roce metálico de las ruedas contra los rieles, acelerarían las detonaciones y, además, se correría el riesgo de descarrilar el tren y ocasionar una tragedia aún mayor. Muchos de los operadores saltaron para salvar sus vidas y tratar de llegar al pueblo antes que la máquina, y así advertir a los habitantes y empezar una evacuación casi imposible de lograr con éxito debido al tiempo limitado y la magnitud de las explosiones.

    A pesar del sonido amenazante de la dinamita, Jesús se mantuvo sereno y la adrenalina invadió su cuerpo ganándole al miedo. Determinado, aferrado al volante y con la vista puesta en su destino, tomó su decisión: aceleraría el tren para alejarse de Nacozari y que la explosión final fuera lo más lejana posible. El sonido sordo de la detonación, seguido por la brutal fuerza expansiva, devastó los alrededores matando a doce personas que se encontraban cerca de los rieles, pero el pueblo entero se salvó. El cuerpo de Jesús fue identificado únicamente por sus botas. Su muerte, valiente e instantánea, lo convirtió en el héroe de Nacozari y puso a su ciudad en el mapa y mente de los mexicanos; muchas calles, escuelas, plazas y monumentos llevaron su nombre desde aquel entonces y, en 1909, el Congreso del Estado cambió el nombre del pueblo a «Nacozari de García».

    Aun cuando el tren pudo haber sido el objeto que hiciera desaparecer el pueblo entero, la partida y llegada del mismo era lo que alimentaba y llenaba de vida a Nacozari: recibían mercancías, enviaban los minerales, se transportaban personas para ir de compras y visitar a sus parientes y amigos en otros pueblos, que arribaban desde lejos o cerca, pero siempre acogidas con los brazos abiertos, y la estación era el primer lugar donde llegaban las noticias; era el centro focal de la ciudad. La gente detenía sus actividades cuando escuchaba la locomotora, para acercarse a la estación; era la única manera de saber quién se había ido para no regresar, si alguien había decidido volver al pueblo tras una larga ausencia o si llegaba alguna novedad fuera de la dinamita y enlatados.

    Don Benigno, el auxiliar de la estación, era quien más se emocionaba con el arribo del tren. Ayudaba a cargar y descargar el equipaje de los pasajeros y atendía las consultas de los viajeros, pero, sobre todo, anunciaba las novedades que incumbían a toda la población y sabía todos los chismes del pueblo. Era chaparro y flaco hasta los huesos, muy amable y dispuesto a ayudar. Su nobleza y bondad inspiraban confianza en los demás, por lo que le confiaban sus alegrías, preocupaciones, ilusiones, frustraciones y sus más profundos secretos. Por ello, el padre Alba se mantenía muy cerca de él; era su manera de enterarse de las intimidades de la gente, aunque don Benigno nunca dijera nombres. En realidad, el padre Alba no vivía en Nacozari, residía en Navojoa, pero dominaba cristianamente a todo el pueblo; aprobaba o desaprobaba las parejas de las chicas: «No, ese hombre bebe mucho». «Ése es un holgazán». «Él va a ser igual que su padre». «Fulano te va a cuidar como Dios manda»… También decidía quién se casaba con quién por medio de su bendición. Él fue quien unió en matrimonio a todas las hermanas de mi papá, pero a él no quiso casarlo porque no aprobaba que mi madre, no sólo no fuera católica, sino hija de un protestante.

    Otra persona con quien don Benigno pasaba la mayor parte de su tiempo, era el señor Montaño, el emprendedor de Nacozari. Él era quien tenía la única tienda de la ciudad, en la que vendía mercancía traída de Estados Unidos, no de México, porque era más fácil conseguir productos de Arizona que del sur del país. Todo se compraba en esa tienda y él era quien tenía los productos más novedosos, así que cuando la gente lo veía dirigirse a la estación de tren, se amontonaban para ver qué maravilla había mandado a traer esa vez. Con ese entusiasmo que mostraba la gente por cosas nuevas, se le ocurrió la idea de llevar el cine a Nacozari.

    –¿Usted iría al cine? –preguntaba emocionado el señor Montaño a sus clientes mientras les cobraba en la caja de la tienda.

    –¡Claro! ¿Cómo no voy a ir al cine si usted logra traerlo? –le contestaban incrédulos de semejante hazaña.

    –¡Y no iría solo! Me llevaría a mi hermana y a mi mamá a la función –le contestó un joven.

    La idea de negocio parecía totalmente factible, así que

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