Hotel Tropical
Por Gaetano Longo
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Autobiografía no autorizada Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesHavana Story: o el simple arte de no poder escribir Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificaciones
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Hotel Tropical - Gaetano Longo
Edición: Bertha Hernández López
Corrección: Jacqueline Carbó Abreu
Conversión a E-book: Rafael Lago Sarichev
© Gaetano Longo, 2021
© Sobre la presente edición:
Ediciones Cubanas ARTEX, 2021
ISBN 9789593140621
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Tabla de Contenidos
Índice
Sinopsis
Plácidos trópicos
Hotel Tropical
Contrapunteo del ocio y del tabaco
Fratelli d’Italia
Santo Tomás: ver para creer
Dulces de almendras y pistolas
Pasados perfectos
Desde Suiza con amor
En busca del tiempo perdido
Organizando el paraíso
Entre comidas y otros pasados
No todo lo que resplandece es oro
Rock’n roll
Un buen padre de familia
Boleros, poemas y malos augurios
El amor en los tiempos de tormenta
SEGUNDA PARTE
Tambores de guerra
Los jinetes del apocalipsis
Triángulos y modernas geometrías
Hierro y fuego
Esta es la prensa, baby
Santo Tomás: breve historia contemporánea
Alguien voló sobre el nido del cuco
Stars and strips
Mañana será otro día
Cantando bajo la lluvia
Gajes del oficio
Propuestas imperiales y extraños cigarros
Guerrilla creativa
Diplomacia en tiempo de guerra
Destinos cruzados
Mientras que haya vida hay esperanza
Pistolas y dulces de almendras. La venganza
Ajuste de cuentas
TERCERA PARTE
Finales & redenciones
La calma después de la tormenta
Santo Tomás: ver otra vez para creer otra vez
Sentimentalismo asesino
Boda en tiempos de paz
Vuelta a los plácidos trópicos
Sobre el autor
Landmarks
Cover
Table of Contents
Índice
Sinopsis / 6
NUEVOS MUNDOS, OTRAS VIDAS
Plácidos trópicos / 10
Hotel Tropical / 12
Contrapunteo del ocio y del tabaco / 14
Fratelli d’Italia / 16
Santo Tomás: ver para creer / 18
Dulces de almendras y pistolas / 21
Pasados perfectos / 24
Desde Suiza con amor / 27
En busca del tiempo perdido / 31
Organizando el paraíso / 34
Entre comidas y otros pasados / 38
No todo lo que resplandece es oro / 43
Rock’n roll / 46
Un buen padre de familia / 49
Boleros, poemas y malos augurios / 51
El amor en los tiempos de tormenta / 55
SEGUNDA PARTE
Juegos sucios, aires de tempestad / 61
Tambores de guerra / 62
Los jinetes del apocalipsis / 65
Triángulos y modernas geometrías / 69
Hierro y fuego / 73
Esta es la prensa, baby / 76
Santo Tomás: breve historia contemporánea / 79
Alguien voló sobre el nido del cuco / 84
Stars and strips / 88
Mañana será otro día / 91
Cantando bajo la lluvia / 94
Gajes del oficio / 97
Propuestas imperiales y extraños cigarros / 101
Guerrilla creativa / 104
Diplomacia en tiempo de guerra / 110
Destinos cruzados / 116
Mientras que haya vida hay esperanza / 120
Pistolas y dulces de almendras. La venganza 124
Ajuste de cuentas / 129
TERCERA PARTE
Finales & redenciones / 133
La calma después de la tormenta / 134
Santo Tomás: ver otra vez para creer otra vez / 140
Sentimentalismo asesino / 144
Boda en tiempos de paz / 146
Vuelta a los plácidos trópicos / 149
Sobre el autor / 151
Sinopsis
Hotel Tropical es una rica novela que parodia la corrupción política de la mayoría de los países caribeños, sobre todo las pequeñas islas, donde empresarios poderosos hacen de ellas no solo paraísos fiscales, sino también lugares de lucro y placeres eróticos, sometiendo a sus habitantes a negocios ilícitos, como las drogas y la prostitución. Con un discurso claro y directo, Hotel Tropical, denuncia, de manera jocosa y amena, los desmanes de estos gobiernos.
Si hay nostalgia, es de las cosas que nunca vimos, de las mujeres con las que no hemos dormido y soñado y de los amigos que aún no hemos tenido, los libros sin leer, las comidas humeantes en la olla aún no probadas. Esa es la verdadera y única nostalgia.
Paco Ignacio Taibo II
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¡Caramba!
Y si no te vuelvo a ver
Gilberto Santa Rosa
NUEVOS MUNDOS, OTRAS VIDAS
Plácidos trópicos
Reggaeman descansaba tranquilo, con sus largas trenzas recogidas dentro de un gorro de colores rojo, amarillo y verde, mientras una ligera brisa que llegaba del mar hacía balancear su hamaca.
Un poco más allá, el Alemán orinaba contra el tronco de una palmera, esmerándose para no mojarse los pies. Se había tomado unas cuantas cervezas y como su vejiga tardaba en vaciarse, se aplicó, moviendo su herramienta, en hacer arabescos en la arena con el pesado chorro.
Hesnerley Moreno era un joven negro, como el carbón, del cual pocos recordaban el nombre verdadero. Era más conocido como el Alemán, por llevar siempre una camiseta del equipo nacional alemán de fútbol. A los pocos curiosos, en su mayoría turistas, que le preguntaban la razón de ese apodo, explicaba que, unos años antes, un grupo de jóvenes y rubios arios, que habían llegado a las Indias Occidentales para una serie de partidos amistosos, habían olvidado sobre el muelle, al momento de la salida, un par de grandes maletas. Dentro, encontró veintidós camisetas blancas con el emblema del equipo nacional de fútbol de aquel lejano país, pantaloncitos y calcetines negros.
Desde ese día, sin saber exactamente dónde estaba ubicada Alemania, no había dejado de vestirse de esa manera, excepto por los calcetines, por supuesto, dado el perenne calor que envolvía la isla durante todos los meses del año.
El Alemán, tras un rato, mientras reponía sus herramientas en el pantaloncito, vio una figura que avanzaba por el muelle después de haber bajado de un pequeño barco de madera en malas condiciones. Cuando ya estaba cerca, lo reconoció.
—Buenos días, cónsul —dijo, levantando la camiseta y pasándose las manos sobre la barriga.
—Hola, chicos. Veo que ustedes siempre están trabajando... —contestó el hombre descalzo y sin camisa, con jeans desgastados, cortados a la altura de las rodillas y la cabeza cubierta con una gorra de béisbol.
—Vamos a descargar el pescado que trae José.
—¡Pero si ni siquiera está el barco!
—Tarde o temprano llegará. Mientras, esperamos.
—No es un mal trabajo —dijo irónicamente el hombre, quitándose la gorra y pasándose la mano por el pelo.
—Se hace lo que se puede —respondió el Alemán.
—Entonces, que la pasen bien y no se cansen demasiado. Por favor, Hesnerley, cuando llegue José dile que esta noche lo espero en mi casa.
El Alemán le guiñó el ojo y regresó la vista al mar, rascándose perezosamente el pecho. Reggaeman, mecido por la brisa como un bebé, murmuró algo con los ojos cerrados, lentamente levantó el brazo para despedirse y retornó a su posición preferida.
Hotel Tropical
Sacó su pañuelo rojo y, con un movimiento lento, se secó la frente. Se puso otra vez la gorra de béisbol y empezó a caminar sin apuro, bajo el sol del mediodía, con dos grandes pescados en la mano.
La casa de dos plantas se encontraba a poco más de ochocientos metros del pequeño puerto y estaba rodeada por un recinto de madera pintado de verde. En la fachada se podía ver un viejo cartel descolorido, con dos palmeras dibujadas en los lados, que decía: Hotel Tropical.
A la entrada del jardín, junto al buzón, estaba un gran escudo de metal donde se podía leer Consulado General Honorario de la República Italiana, mientras sobre el techo se agitaba perennemente, al compás del viento bendito del Caribe, una bandera con los colores nacionales.
Cultivado en la parte trasera del jardín, lejos de miradas indiscretas, armado de pala y pico, se había inventado de la nada un pequeño huerto con tomates, lechugas, pimientos y berenjenas. Dos árboles daban una sombra agradable: uno era de aguacate y el otro de mango. Entre los dos troncos había colocado una cómoda hamaca sobre la cual dormitaba en las tardes de su ocio tropical.
En el lado derecho de la casa, un poco alejada, estaba la única ceiba existente en esa zona de la ciudad. Era un viejo árbol muy alto y frondoso, con un tronco enorme y enormes raíces que se salían de la tierra.
Por el hecho de ser la única ceiba dentro de muchos kilómetros, a menudo era utilizada por los religiosos de origen africano de la isla, para diferentes tipos de ceremonias y ofrendas a sus dioses ancestrales.
Pocos días después de tomar posesión de su residencia, mientras estaba arreglando la casa, al nuevo propietario se le acercaron dos señores mayores, que vivían en las cercanías. Los dos, sin muchas vueltas, le habían pedido permiso para utilizar el árbol. Dieron algunas explicaciones que le resultaron un poco absurdas, pero como le parecían personas serias, e intrigado por la petición, decidió secundarlos, optando por una política de buena vecindad.
De ese modo, muy a menudo, se había encontrado a muchas personas en el jardín que, después de saludarlo de manera cortés, entre cantos y oraciones, encendían velas a la base del árbol o sacrificaban gallos y gallinas que luego eran abandonados entre las raíces de la ceiba.
Un tiempo después, cuando la vieja Mamma Rosa comenzó a trabajar para él, después de unas cuantas visitas inesperadas de aquellos huéspedes, le había pedido que limpiara y llevara a la basura los cadáveres de los animales.
—De ninguna manera —le contestó—. Esas son ofrendas para los dioses que viven allí. En esta casa hago todo lo que usted me pida, pero tocar esas cosas ¡ni hablarlo!
La anciana le dio una rápida lección sobre la antigua religión traída a la isla por los esclavos africanos y, de vez en cuando, la había visto parada delante del árbol. Parecía hablar sola, se movía y gesticulaba y, antes de regresar a su casa, encendía una vela que dejaba entre las raíces.
Él, no muy convencido por aquellas explicaciones, pero no queriendo faltar a su palabra con los dos ancianos, sobre todo para evitar cualquier posible y desagradable maldición, había decidido dejar las cosas como estaban e ir a limpiar personalmente, cada vez que los religiosos se marchaban al final de sus ceremonias.
Con el tiempo, entre los habitantes de la zona se corrió la voz sobre la existencia del pequeño gallinero que había creado en la parte trasera del jardín, cerca del huerto. Así, muy a menudo, llegaba gente para comprarle, sobre todo, gallos prietos, muy utilizados para aquellas extrañas ceremonias. De manera que, además de tener siempre en la casa huevos frescos y pollos que terminaban sobre su mesa impecablemente cocinados por Mamma Rosa, se convirtió, a su pesar, en el abastecedor de los animales de la zona, lo que le reportaba un poco de dinero extra.
Contrapunteo del ocio y del tabaco
Traspuso el jardín, subió lentamente los cuatro escalones del portal, colocó el par de pescados sobre la mesa y se sentó en el sillón.
—Don Pablo, así me ensucia todo —oyó la voz de Mamma Rosa tras de él—. Deme esos peces que se los voy a preparar.
—Hoy hace un calor tremendo.
La anciana tomó el pescado, limpió la mesa con un trapo y, como por arte de magia, hizo aparecer de la nada un vaso de ron con hielo y un grueso tabaco.
—Este es el último Robaina. Que lo disfrute en paz, porque si ese descarao de José no trae otros, los próximos días tendrá que fumarse esos apestosos tabacos holandeses.
—Mamá, yo no sé lo que haría sin usted —dijo sonriendo.
—Yo tampoco sé lo que haría, don Pablo. Lo que sé es que si yo no estuviera aquí, en vez de un consulado esto sería un burdel —respondió la mujer entrando en la casa.
Mamma Rosa era una mujer mayor, muy prieta y con un culo enorme. No tenía familia y vivía en una cabaña de madera al lado de la suya. La había conocido unos días después de su llegada a la isla y cuando, finalmente, se había instalado en su nueva residencia, ella se ofreció para ayudarlo, por unos pocos dólares, en las tareas domésticas.
Con el pasar del tiempo, más que como una simple sirvienta había empezado a comportarse de manera muy maternal. Era de carácter fuerte y no tenía pelos en la lengua. Cuando él llegaba ebrio a la casa, cosa que pasaba con bastante frecuencia durante ciertos períodos, le quitaba la ropa, lo ponía en la cama y al día siguiente lo reprendía como si fuera su hijo. Cocinaba, planchaba y mantenía la casa en perfecto orden, sobre todo tras su nombramiento como Cónsul General Honorario.
Paolo Di Leo: unos años antes, definitivamente cansado de la existencia que llevaba en Venecia, donde se ganaba la vida como empleado de la municipalidad, vendió cuanto tenía para instalarse en Santo Tomás.
Había comprado la casa, por un precio módico, a una pareja de ancianos alemanes que en los sesenta, a su vez, le compraron la propiedad a un francés que regresó a Marsella. La remozaron y abrieron el hotel Tropical, un pequeño hostal de gestión familiar. Décadas después, enfermos de nostalgia, ellos también decidieron venderlo todo y retornar a Munich, para pasar sus últimos años entre cervezas y salchichas.
Antes de establecerse de forma permanente en aquel jirón de tierra bendecido por el Señor, en uno de sus varios viajes de vacaciones a la isla, Paolo Di Leo había conocido a José. Desde el primer momento le pareció un hombre honesto y así, cuando decidió pasar allí el resto de su vida, lo eligió como socio para abrir un pequeño restaurante.
El lugar, contiguo al puertecito cercano a su casa, durante el día era centro de reunión de los isleños. A la hora de la comida se llenaba de turistas, en su mayoría ricos estadounidenses, ingleses y franceses.
El viejo José, del cual nunca había podido adivinar la edad, además de ser su socio, era también su abastecedor personal de ron y tabacos cubanos. No sabía cómo ni dónde, pero siempre se las arreglaba para suministrarle botellas de ron añejo de la más grande