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Sirenas sin mar: Una historia del 15M
Sirenas sin mar: Una historia del 15M
Sirenas sin mar: Una historia del 15M
Libro electrónico298 páginas4 horas

Sirenas sin mar: Una historia del 15M

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Dormíamos, despertamos. Plaza tomada.

El 15 de mayo de 2011 nació un movimiento espontáneo que se hizo mundialmente conocido como el 15M.

Miles de ciudadanos se concentraron pacíficamente por tiempo indeterminado en las principales plazas del país. Fue la Puerta del Sol de Madrid testigo de estas dos historias: Laura, una joven de veintinueve años que se ve abocada a acampar en Sol por no tener adónde ir; y Pepe, un padre con tres hijos menores, que cerca de los cincuenta años acaba de ser despedido sin ningún tipo de indemnización. Ambos son el retrato de una España agonizante, con un gobierno asolado por la crisis, la corrupción y las desigualdades.

El movimiento tuvo tal repercusión que se extendió por toda Europa. Los servicios de inteligencia desplegaron un operativo con el fin de desmontar el 15M desde dentro a las órdenes de Jaime Villalonga.

Sin un futuro en el horizonte, ciudadanos libres levantaron banderas blancas, exentas de color político, agitándolas con tanta fuerza que removieron las conciencias de medio mundo al grito de «¡basta ya!».

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento7 may 2021
ISBN9788418665301
Sirenas sin mar: Una historia del 15M
Autor

Juan Ramón Valenzuela

Un fotógrafo de las palabras, un cuentista de las imágenes, un titiritero de la realidad. Este mosaico define a Juan Ramón Valenzuela, autor de Sirenas sin mar. Su recorrido por las distintas artes lo ha encaminado hacia la novela, el cruce de caminos entre el diálogo, el retrato y el escenario idóneo para que nazca una historia.

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    Sirenas sin mar - Juan Ramón Valenzuela

    1. Perdida

    —Señorita, no puede entrar sin consumir.

    La mano del camarero entrado en años, pero con unos brazos que parecían más de boxeador que de un hombre curtido en la barra de un bar, paralizó en seco el deseo de Laura de entrar al baño. Ella lo miró con cara de pena, pero él no dejó de avivar su fuerza. Esa cara la tenía muy estudiada y hasta el momento le había ayudado a conseguir casi todo lo que se había propuesto. Rápidamente, echó mano al bolsito de tela que llevaba entrecruzado marcando más, si cabe, sus pechos, consciente de que esa técnica era la recurrente si fallaba la carita de pena. Hizo un amago de sacar alguna moneda, sabedora de que no llevaba ni un céntimo. No recordaba que alguna vez en su vida sus axilas olieran tan mal; por tanto, empitonó aún más sus pechos para que el camarero-boxeador dejara de agarrarla y poder escabullirse al deseado lavabo.

    —No llevo nada aquí, me he dejado el monedero en la tienda.

    —Lo siento, no puedes entrar. Llevas más de tres días viniendo y ya no dejamos entrar a nadie sin que consuma; no somos un servicio público, ¿me entiendes?

    Ella, que nunca había necesitado suplicar nada a nadie para conseguir lo que quisiera, experimentó una nueva sensación similar a la de un gatito que no para de maullar a la espera de que su amo se levante para que le llene el tazón de leche.

    —Sí, claro, entiendo, pero le aseguro que me he dejado el dinero en la tienda. Le pido, por favor, entrar y le juro que vuelvo y me tomo un café.

    A punto estuvo de dejarse persuadir por Laura; su pelo rojo y su carita de pecas convencía a cualquiera de abrirle la puerta de su palacio, pero ser camarero durante más de treinta años en la esquina más concurrida de Madrid le había convertido en un hombre que no se doblegaba ni con la presencia de un coloso. Tenía unas tablas de psicología callejera que, aunque solo hubiese ese baño en todo Madrid, allí no entraba ni el papa sin que consumiera.

    —Lo siento, no puedes entrar. Y si es verdad que tienes dinero, ve, que yo te sirvo y te abro la puerta.

    Al menos mientras hablaba ya no le cogía del brazo y su voz tomó un matiz tan cálido que hasta él mismo se sorprendió. En cambio, Laura ni le contestó; cambió su rictus y salió de allí sin mirarlo a la cara. Sabía que cualquiera que estaba en la plaza le hubiese dejado un cochino euro para tomarse un café, y así poder asearse. Le resultaron tan humillantes las formas del camarero que se dijo a sí misma: «¡Que te den! ¿Cuándo he tenido yo que tomar algo para ir a un lavabo de un bar? ¿Acaso no estás viendo que llevamos aquí tres días para cambiar las cosas, para presionar al Gobierno, para que todos vivamos mejor y nos dejen de prohibir tantas idioteces?».

    Mientras caminaba y reflexionaba, le subía un tufo de su propio olor que le hacía estar de lo más incómoda. Además, notaba cómo le bajaba la regla y se sentía imperiosamente en la necesidad de asearse, ponerse una compresa, desenredar su larga melena y comenzar de nuevo a escuchar a todos los que llegaban a la Puerta del Sol con aire de revolución juvenil.

    —¿Te traigo un café? —le dijo un chico de apenas veinte años con pantalón caído a causa de unas mazas que llevaba en los bolsillos.

    Aprovechaba el tumulto de los curiosos con un malabarismo precario, pero lleno de optimismo, para así ganarse unas monedas. Laura lo miró y vio que la caridad del joven era sincera.

    —Están sirviendo café gratis a los acampados. ¿Me acerco y te traigo uno?, ¿te apetece?

    Laura no quería un café, al menos sin antes pasar por cambiar su imagen, pero como pensó que los bares colindantes con la Puerta del Sol tendrían la misma política de no dejar pasar a nadie, le pidió un euro con la excusa de que prefería tomar café en un bar, ya que estaba harta de tomar aguachirri tan temprano. El malabarista, que se había quedado prendado con las formas de Laura y de su voz tan dulce, con pequitas hasta en los labios, rebuscó entre sus bolsillos lo recaudado durante la mañana a ver si podía complacerla. Sacó dos monedas de diez céntimos, diez de cinco céntimos y una de cincuenta que ni sabía que llevaba.

    —Es lo que tengo; si te viene bien, es tuyo. —Hizo una demostración de su carrera malabarista mientras hablaba—. Hoy el negocio irá bien, cada vez viene más gente para vernos; seguro que saco hasta billetes de cinco euros de los turistas que son más enrollados que los de aquí. —Mientras hablaba, dos veces se le habían caído las mazas, que él con una sonrisa recogía sin que se notase.

    Cuando terminó su actuación, cayéndose una vez más sus mazas al suelo, Laura se aguantó la risa; el chico seguía ofreciéndole el escaso dinero que tenía para complacerla. Las ganas de salir de Sol eran más fuertes que la compasión por el malabarista.

    —Gracias. Cuando termine todo esto y vaya a casa, te lo devuelvo. —Conocedora de que no lo haría, entre otras cosas porque no tenía adónde ir.

    —No te preocupes, voy a estar todo el día por aquí. Si consigo más, te invito a unas napolitanas ahí mismo. —Señalando a la cafetería, con su camarero cachas que la miraba y a quien ella le desafiaba con la mirada.

    Laura le volvió a sonreír y se marchó con los cuartos del pobre chico. Caminó a cualquier bar para pasar sin dificultad por las estrictas exigencias que se imponían en los aseos de los alrededores de la acampada. Mientras subía por calle Montera a paso más rápido de lo habitual, volvió a recordar la escenita del camarero o portero de discoteca que no le dejaba pasar. «Cretino —pensó—, yo aquí ando malviviendo para que vivamos mejor y tú con tu aire de importante». Pero eso no era lo que realmente le preocupaba, lo que la mantenía desconcertada era verse tan poco valiosa.

    Es cierto que andar por la calle donde hay la mayor cantidad de mujeres prostituyéndose de todo el país era terreno hostil; no ser el centro de las miradas lo entendía, competir con la mini de una minifalda era una guerra perdida. Aun así, el hecho anterior no la dejó indiferente. «¿Será verdad que algo está cambiando?, ¿o será el olor que desprendo? Un miserable euro he tenido que casi mendigar, ¿realmente es que esto está sirviendo para algo y que estamos en las puertas de un cambio?». Con esas cavilaciones llegó a un bar en la esquina con la Gran Vía; le llamó la atención lo inhóspito que estaba pese al movimiento que había en todos los alrededores, pero aun así segura de que, si otro camarero sin luces le paraba en la puerta del baño, ella sacaría sus céntimos para restregárselos por la cara, ya que esta vez la necesidad de cambiarse era más importante que su propio orgullo, que hasta ese día ni siquiera conocía.

    Al tirar de la puerta y adentrarse en el establecimiento, el camarero moreno con la raya al lado y recién afeitado la miró y le guiñó un ojo, ella le devolvió el cumplido sin mediar palabra. Sin detenerse, se dirigió al baño y cerró la puerta con cerrojo antiguo.

    El olor a desinfectante barato no le preocupaba, ya que ni lo notó porque al bajarse las bragas la regla había aparecido como siempre puntual a su cita cada veintiséis días, sin entender de olores, de humillaciones y mucho menos de revoluciones. Se miró al espejo y pensó que, si pudiese cortar ese grifo tan fácil como abrir el del lavabo, sería completa en todo, porque esa señora vestida de rojo fiel a su cita le jodía la existencia.

    —¿Le queda mucho? —se escuchó al otro lado de la puerta.

    —Un momento —contestó ella sin la menor intención de alterar su ritual de aseo personal. Como no llevaba hora, ni batería en el móvil que le dijera el tiempo que transcurrió dentro, cuando salió, la señora real que llevaba veinte minutos esperando le recriminó su tardanza.

    —Chiquilla, ¿te has duchao dentro o qué?

    Con ese acento gaditano con el que hasta el enfado tiene su gracia, Laura ni la miró percatándose de que había estado más de lo debido. Aceleró el paso para evitar cualquier encontronazo y se dirigió hacia la salida. Escuchó cómo la señora entre dientes le decía a su hija de apenas ocho años: «Mírala, parece una sirena». Lo dijo con un tono de admiración y desprecio que, según fuera su respuesta, podría concluir con lo uno o con lo otro, pero Laura tan solo quería salir de allí. De repente, cayó en que probablemente el camarero le exigiría la cuota de un café o tal vez algo más por el tiempo que había pasado dentro; por tanto, antes de vivir una nueva experiencia tan incómoda como la anterior, decidió ojear por dónde andaba el engominado de la raya al lado. Este ni se había movido de su puesto durante el tiempo transcurrido; se cruzaron las miradas y por un momento Laura pensó que tal vez fuese un maniquí hasta que nuevamente le guiñó el ojo. En ese instante ella supo que él no le iba a pedir que consumiera nada. Es más, si se lo hubiese propuesto, probablemente hasta habría podido desayunar gratis; pero estaba aseada y, sobre todo, cambiada. Eso sí, el desinfectante barato ahora lo olía en sus manos. «¿Podría pedirle al camarero esas toallitas perfumadas que dan en algunos restaurantes?», soltó una sonrisita pensándolo. El casi maniquí, que no dejó de mirarla, imaginó que era para él. Pero ya la mañana no había empezado demasiado bien, para encima aguantar a un plasta por muy bueno que estuviera el desayuno, acompañada con sus correspondientes toallitas y su número de teléfono en el reverso, así que disimulando como bien sabía hacer, salió de allí sin mirar atrás y se dirigió al mismo lugar de donde había venido.

    Iluminada, radiante, volviendo a pasar por calle Montera, ahora las prostitutas la miraban por lo hermosa que era. No hay mini que llegue a tanto extremo. Su larga melena roja, con tirabuzones naturales, sabedora de que muchas mujeres tienen que pasar horas con secador, plancha y dosis de paciencia para tener algo similar, ella la tenía desde niña; unos pechos firmes sin que abultaran descaradamente ni desaparecieran en la blusa hippy que llevaba, y su piel blanca con pequitas que le hacían parecer más joven de lo que era. Se sentía una princesita como le decía su padre de niña. Había pasado mucho de aquellos años, lo sabía, pero no quería dejar de soñar que era una elegida, aunque su reino no era de este mundo.

    Estaba a punto de doblar la esquina para entrar de nuevo en la Puerta del Sol, que ahora era una plaza llena de gente acampada en protesta hasta las elecciones municipales y autonómicas que tendrían lugar el próximo 22 de mayo.

    Escuchó la voz de un megáfono hablando de asambleas ciudadanas, consejos constituyentes y cosas así; pensó que no le apetecía mucho volver a escucharlas. De hecho, a ella nunca le importó la política, tenía nociones muy vagas de casi todo. Recordaba cómo, de niña, su padre le contaba batallitas como la Guerra Fría, Vietnam, las Malvinas… Y ella escuchaba atónita sin enterarse de nada. Ahora eran otros tiempos, y a diferencia de la mayoría de los acampados, que tenían un hogar por muy horrible que fuese, ella se había quedado sola y sin rumbo. ¿Adónde podría ir? Estaba allí por necesidad sin ninguna convicción; por tanto, se veía en la obligación moral de asistir a los actos y de que pareciese que tenía cierto interés en lo que allí se hablaba. Con su mejor cara, empezó a mezclarse con la gente y a aplaudir a aquellos que con todo el ánimo e ilusión imitaban a los líderes de la Primavera Árabe que veía en YouTube.

    Un joven atrevido que cogió el megáfono y sacó un discurso arrugado de su bolsillo se puso tan nervioso de no entender ni su propia letra que todos le aplaudieron viendo que su ilusión era más grande que su cerebro. En ese instante Laura se giró al escuchar un ruido insistente, y vio a un tatuador con un pañuelo en forma de pirata sentado en el suelo tatuando un brazo. Se acercó un poco más para ver qué era lo que estaba haciendo, apreció unos cuernos satánicos o algo así, pero lo que más le llamó la atención era que nunca había visto el proceso de insertar tinta en la piel. Se quedó embobada con la habilidad del tatuador al dar forma y copiar a la perfección el dibujo que el hombre le había llevado. Por un instante sintió la necesidad de hacerse un «tatu»; aunque recordó las palabras de su madre, que siempre le inculcó que no se hiciese algo así en una piel tan delicada. Como no tenía nada mejor que hacer y mucho menos que escuchar, presenció el final del dibujo, aunque era horrible según su gusto, porque el proceso le pareció mágico.

    —Pelirroja, ¿te hago un tatu? —le dijo el pirata antes incluso de que acabara su obra.

    —No, gracias —le contestó seca Laura—. Además, nunca me he hecho uno.

    —¿En serio? Eres virgen, entonces, ¿no?

    Laura no sabía qué decir, así que se levantó para marcharse hasta que el pirata le replicó nuevamente.

    —Puedes escribirte algo si no te gusta este tipo de cosas. —Él mismo le hizo entender que era su trabajo y que no eran de su agrado los cuernos satánicos.

    De pronto, se le despertó a ella una curiosidad y se preguntó: «¿Por qué no?». Su vida iba tan rápido y con tantos cambios que no le daba tiempo a digerirla. Una frase, una palabra, algo que la marcara para siempre. Sin más y sin pensarlo dos veces, se acercó al pirata y le dijo:

    —De acuerdo, me apetece mucho.

    Al pirata parecía que le había tocado el Gordo de Navidad; sabía que esta técnica le daba muy buenos resultados para llevarse una mujer a la cama.

    —No tengo dinero.

    Por un momento cerró los ojos pensando que el tattoo artist revolution, como él se hacía llamar, la iba a mandar al mismo sitio a donde la quería mandar el camarero con pinta de armario empotrado.

    —Tranquila, yo a las vírgenes se lo hago gratis.

    Volvió a sonreír, enseñando los dientes amarillos por el tabaco. Ella se sentó a su vera y él se metió la mano en el bolsillo para ver si llevaba preservativos.

    —Quiero ponerme algo que pueda leer para que no se me olvide este momento.

    La sensación de que pasara la aguja por su piel y nadie pudiese borrarla le pareció irresistible.

    —Fantástico —dijo el pirata notando cómo efectivamente tocaba el condón con la punta de sus dedos—. ¿Qué quieres ponerte, preciosa? —Mientras lo decía, supo que nunca se había acostado con una mujer tan espectacular.

    Laura se quedó en blanco, no sabía qué decir. ¿Qué podría ponerse en su piel que le recordara que estaba sola; que su madre había fallecido recientemente de un cáncer, de esos que solo asomarse te devoran y que ella apenas pudo despedirse; que su padre estaba acabado; que no tenía nada ni a nadie; que estaba en la Puerta del Sol viviendo de la caridad de una amiga? ¿Qué podría ponerse? Su reino se hundía, y ella no encontraba de dónde agarrarse para que la corriente no se la llevara.

    De pronto, dijo sin pensarlo, como si fueran palabras ocultas en sus pensamientos dichas por una desconocida que de una manera casual se las había rescatado en la puerta de un baño, y ella había simulado no escucharla, para no dar la cara y callar bajo llave lo que sentía:

    —Sirena.

    —¿Sirena?

    —Sí.

    —¿Sin más?

    —Sin mar.

    —¿Cómo sin mar?

    —Sin mar, como una sirena desubicada esperando que las olas la rescaten… Así es como me siento.

    —Me encanta, muñeca.

    Ella cerró los ojos y el pirata activó los cinco sentidos para hacer su mejor trabajo.

    2. Un día más

    Eran las cuatro y media de la tarde y Pepe ya estaba en la ferretería, aunque abriera al público a las cinco. Le gustaba llegar el primero, ordenar los pedidos, revisar el material que faltaba, barrer la tienda y fumarse un cigarro mientras llegaba el resto de los compañeros. En casa no podía fumar tranquilamente. El menor de sus hijos sufría de asma y su mujer le prohibió que fumara dentro, pretexto que él mismo se dio cuenta de que a estas alturas era un sinsentido, puesto que desde hace más de un año los problemas respiratorios de Manolito habían desaparecido casi por completo, pero como no quería tener más conflictos con Ángela, cedió también en quitarse el único vicio que tenía. La ferretería era el espacio en que se sentía libre. Le gustaba el olor a tornillos; a tuberías de PVC; a enjambre de alambres; y al perfume que dejó el antiguo dueño, un after shave mezclado con colonia Brummel, que pese a la ausencia definitiva de aquel a causa de su enfermedad hacía casi seis meses persistía después de tantos años flotando en el ambiente como parte del aroma del local.

    Siempre llevaba una bata de trabajo de color miel planchada y otra de repuesto por si se le ensuciaba, pese a que el heredero del negocio era su hijo Julián, Juliancito como cariñosamente le decía Pepe desde niño, quien ahora iba de negro con dos dilatadores y un piercing en la ceja. Este les comunicó a los trabajadores que no era necesaria tanta bata ni mono de trabajo, ni nada de eso, que ellos podían ir como quisieran, que era necesario que la ferretería tuviera un aire más moderno y actual, pese a que la criatura no tenía ni idea de cómo diferenciar las brocas de un taladro y mucho menos de cómo llevar un negocio. Pero a Pepe todo eso no le importaba demasiado, lo había visto nacer, incluso le compró una guitarra el día de su primera comunión. Él echaba de menos a su padre, al auténtico dueño que también se llamaba Julián, don Julián —así exigía que se le llamara antes de que un alzhéimer prematuro, de esos que también exigen que se le llamen don alzhéimer, pero con letras de oro, para que no se le olvide a nadie el olvido que produce cuando aparece con don o sin él—; lo tenía recluido en una residencia sin nombre a las afueras de Madrid. Pepe quería verlo, pero Juliancito cambiaba de tema y le daba largas a decir en cuál estaba. Viendo que aquello no prosperaba, se limitaba a preguntar por su estado y este siempre le decía lo mismo: «No conoce a nadie, ya no sabe ni quién soy».

    Veinticinco años había convivido con don Julián, viéndose la cara a diario cuando la ferretería estaba empezando a funcionar y llegaban a duras penas a final de mes. Aunque el orden jerárquico jamás se lo saltaron, el don siempre estimó mucho a Pepe, le cogió cariño y pasaron más tiempo juntos que con sus respectivas mujeres. De igual manera, Pepe, pese a aguantar su mala uva que la sacaba más pronto que tarde y a que era agarrado sobre todo a la hora de subirle el sueldo, lo apreciaba por todo lo que había conseguido progresar y mantenerse desde que comenzó la crisis.

    En la última cena de Navidad, don Julián, al que le encantaba pavonearse cuando se había bebido una botella de vino antes incluso de empezar la fiesta, en mitad del restaurante yendo hacia el baño, cayó y perdió el conocimiento, acabando todos en el hospital tomando los polvorones en la sala de espera. Pepe se quedó toda la noche esperando a que llegara su hijo, pero este estaba en una house party y ni se enteró. Tres días después, viendo que ni padre ni hijo cogían el teléfono ni aparecían por la ferretería, fue al hospital a verlo y se lo encontró solo, demacrado y con la cabeza ida. Al preguntarle a la enfermera qué había pasado, ella lo llevó a una habitación aparte y le preguntó cuál era su parentesco. Pepe le dijo que era trabajador suyo y que lo había traído el día del accidente, que pasó la noche esperando a su hijo; y al ver que no llegaba, se marchó temprano para abrir la ferretería. La enfermera solo apuntaba por ordenador sin mirarlo y Pepe, que tenía un léxico muy justo, no volvió a mencionar palabra sin quedarle muy claro lo que estaba ocurriendo. Un par de minutos después entró un médico joven con el parte de urgencia de la noche de la llegada, y efectivamente coincidía con la declaración de Pepe a la enfermera. En ese instante, Pepe preguntó qué ocurría, puesto que el accidente no parecía de gravedad y a don Julián lo había encontrado en el limbo. El médico le contó que desde que lo dejó nadie había aparecido, estaban intentando localizar a su hijo y no había forma; parecía un caso de abandono. Sus palabras sonaban como si estuviera hablando de la calidad del café de la máquina de abajo. En cambio, Pepe se puso blanco y dijo que eso no podía ser, que hacía tres días estaban celebrando la Navidad y que ese hombre estaba como siempre. El médico lo tranquilizó; parecía que estaba acostumbrado a vivir situaciones similares pese a su juventud. La enfermera, que esta vez dejó de escribir, le dijo a Pepe que si el hijo no aparecía en veinticuatro horas lo tenían que trasladar.

    Antes de irse, volvió a pasar por la habitación donde se encontraba el que una vez fue don Julián para despedirse; este estaba con la bandeja de comida intacta mirando al vacío. Esa fue la última vez que lo vio. Una semana después de la fatídica fiesta, justo el 24 de diciembre, Juliancito apareció por la ferretería animado como si nada pasara. Todos se miraron esperando a quién daba el paso para preguntarle por el jefe. Ninguno se atrevió, mientras Juliancito repartía los regalos que no pudo dar su padre en la cena. Decía que todo iba a cambiar, que la ferretería pasaba a su nombre, y presentó a la nueva administrativa que fue bautizada de inmediato a sus espaldas como la Rarita. Pepe se acercó a preguntarle por el estado de salud de su padre. «Tiene alzhéimer, ya no conoce a nadie». Si el tono del médico era nada emotivo, el del hijo era incluso gracioso. «¿Y dónde está?». «En una residencia». «Pero

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