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El gran ojo
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Libro electrónico597 páginas8 horas

El gran ojo

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Información de este libro electrónico

Nació el 20 de Junio de 1980 en Granollers, Barcelona. Diplomado en Ciencias Empresariales por la Universidad Pompeu Fabra, ha desarrollado prácticamente toda su carrera profesional en departamentos de calidad, producción y logística.

En su tiempo libre se dedica a practicar senderismo y otras actividades relacionadas con la montaña como el ascenso de picos, descenso de barrancos o vías ferratas.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento2 ago 2022
ISBN9788411440509
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    El gran ojo - Germán López

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    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Germán López Sánchez

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Juan Muñoz

    Diseño de portada: Rubén García

    Supervisión de corrección: Ana Castañeda

    ISBN: 978-84-1144-050-9

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    Letrame Editorial no tiene por qué estar de acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación, recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones personales y subjetivas.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    .

    Para Marc y Alex con todo mi amor

    .

    Domingo, 25 de abril

    Capítulo 1

    ¿Cuántas noches como esa había pasado dentro de aquel local? Era imposible llevar la cuenta, la había perdido hacía varios años. Demasiadas, seguramente. Al igual que demasiadas eran las botellas que habían sido vaciadas por sus propias manos, servidas en infinidad de copas mezcladas en forma de combinados. Cada noche, él estaba situado detrás de la barra, atendiendo a toda aquella marabunta de personas sedientas con ganas de pasarlo bien. Y en particular, en aquella sala, las personas que se podía encontrar uno solían ser de las más despreciables de la alta suciedad, tal y como a él les gustaba llamarlas. Eran personas que se creían mejor que el resto de la gente y que siempre miraban por encima del hombro a los demás.

    Cuando miraba hacia la derecha, veía a una rubia platino con sus pechos excesivamente rellenos de silicona que no paraba de sobar a todo aquel que pasara por su lado y apestase a dinero. Había saltado a la fama por una supuesta relación con un futbolista de élite y ahora, que ya se había desinflado su momento, tenía que buscar a otras víctimas para mantenerse en primera línea de actualidad e intentar hacer crecer sus ingresos.

    Cuando miraba hacia la izquierda, veía a un tipo calvo que no paraba de sorber por la nariz. Al contrario de la rubia de la inmensa delantera, él no necesitaba ofrecer sus atributos físicos para conseguir lo que quería. Él ofrecía otro tipo de experiencias y sensaciones. Aquellas que ayudan a evadirse del mundo real por un tiempo en forma de gramos. Ese fantástico polvo blanco que a la gente rica no le gusta ir a comprar a según qué barrios de la ciudad. Era más cómodo encontrarlo en un sitio donde se acudía frecuentemente y donde siempre eras bien recibido gracias a tu estatus social. Un sitio donde nadie te criticaba por consumir, porque simplemente eras una víctima de tu propia fama y donde no te sentías incomprendido.

    Aquellos dos especímenes eran una pequeña demostración de la clase de gente que se encontraba en aquella sala reservada para gente especial. Pero bueno, no todo era tan malo como parecía. Desde detrás de la barra, si miraba al frente y observaba a través de los cristales lo que pasaba en la sala House del Sarah´s, daba gracias por poder trabajar en la sala VIP. Trabajar en una de las barras de la sala House era un infierno. Uno no paraba de servir copas continuamente y apenas se tenía tiempo para descansar, aunque lo peor de todo, sin duda alguna, era tener que aguantar a aquella legión de borrachos y drogados que no paraban insaciablemente de pedir más y más.

    En la sala VIP uno tenía que aguantar que lo mirasen por el encima del hombro y que lo trataran como a una mierda, pero al menos nadie se ponía muy pesado solo para que le cargases más su copa. Tampoco te intentaban agredir porque habías intentado ser algo más que amable con la novia de algún tío adicto a la violencia y con las hormonas por las nubes.

    Volvió a mirar a la rubia y observó cómo ya había acechado a una nueva presa. Por poco que le gustase, tenía que reconocer que él mismo no era mejor que aquella mujer porque también tenía que utilizar sus atributos físicos para conseguir sus propósitos. Miguel Sordo, Miki para los amigos, miró el reloj y comprobó que todavía faltaban veinte minutos para las tres de la madrugada. Esa noche se le estaba haciendo más larga de lo normal. Tres horas, solo faltaban tres horas para acabar.

    En una noche habitual de trabajo a esa hora estaría totalmente tranquilo, decidiendo cuál de las chicas que había conocido iba a ser la elegida. Pero esa noche no, esa noche era la última trabajando en el Sarah´s, uno de los locales nocturnos más importante de la capital y que era famoso por el gran número de celebridades y personajes públicos televisivos que se concentraban en su interior los fines de semana. Por suerte para Miguel, él trabajaba en una barra de la sala VIP, donde la entrada estaba vetada a todo aquel que no estuviese incluido en una lista de invitados y a todas aquellas personas que no fueran lo suficientemente famosas.

    Miguel llevaba seis años de su vida trabajando allí y ya había llegado la hora de abandonar el barco. Estaba a punto de dar un salto importante en su vida y estaba seguro de que nunca más volvería a trabajar para nadie sirviendo copas.

    —¡Camarero! —le gritó un joven desde el otro lado de la barra haciendo que Miguel volviese a la realidad—. ¡Un vodka con limón!

    Miguel se lo quedó mirando fijamente unos segundos. Odiaba cuando alguien le gritaba con esa prepotencia. Aquel joven tendría como mucho veinte años y físicamente no era muy agraciado. No era un personaje famoso ni era una persona habitual del local. Seguramente sería el amigo de un amigo que, a su vez, conocía a alguien que le habría hecho un favor importante a algún cliente del Sarah´s y, por ese motivo, lo habrían incluido en la lista de invitados de la sala VIP aquella noche.

    Desde detrás de la barra Miguel solo podía ver el jersey que llevaba puesto, pero imaginaba que los pantalones serían igual de caros. El precio de ese jersey era de doscientos euros y lo sabía porque él mismo había querido comprarse uno igual, pero cuando vio el precio de la etiqueta en la tienda, cambió de opinión rápidamente. A pesar de trabajar en uno de los locales de ocio más exclusivos de la ciudad, el sueldo que se le pagaba al personal era igual de miserable que en cualquier otro antro apestoso.

    Pero lo peor de todo era lo mal que le quedaba el jersey a ese mequetrefe. Por ese motivo, ahora sentía mucho más odio por ese tipo. Estaba claro que había gente a la que había que prohibirle comprarse cierto tipo de ropa.

    —¡Miki, Miki! —le gritó una voz femenina desde la otra punta de la barra, justo cuando estaba a punto de acercarse al joven que le había pedido el vodka con limón. Se giró y, al ver quién era la persona que lo había llamado por su nombre, cambió de dirección y se fue a servirla antes que al joven prepotente.

    A pesar de haberse acostado con ella hacía un par de años, no recordaba su nombre. Tampoco era de extrañar, era muy difícil recordar todos los nombres de las chicas con las que se había acostado gracias a su trabajo. Él lo consideraba una remuneración en especie y no dudaba en cobrarla cuando se presentaba la ocasión.

    —Hola preciosa, ¿qué quieres que te ponga? —le preguntó con un tono de voz amable y conquistador.

    —Lo que tú quieras, guapo —dijo la chica mientras le acariciaba lentamente con un dedo su brazo moldeado en el gimnasio—. Si me sorprendes, yo te sorprenderé esta noche.

    Miguel se giró y, al acercarse a la nevera para coger una de las botellas, se quedó mirando al joven al que había ignorado. No pudo evitar sonreír y guiñarle el ojo. El joven, en un gesto de rabia, le dio una patada a un taburete y se fue a pedir a la otra barra disponible en aquella sala.

    Miguel cogió un par de botellas del interior de la nevera, se acercó a la barra de nuevo y comenzó a preparar un combinado.

    —¿A qué hora acabas de trabajar? —le preguntó la joven—. Si te apetece, podemos quedar para tomar la última copa en mi casa.

    —Lo siento mucho, cariño —contestó Miguel—, tengo otros planes cuando acabe esta noche. Tendremos que dejarlo para otra ocasión.

    —Vaya, es una lástima. Toma, por si cambias de opinión —dijo la joven mientras le daba una tarjeta—. Aunque no te aseguro que pueda estar disponible para ti en el momento que me llames.

    Mientras aquella chica se alejaba de la barra con su bebida, Miguel no dejó de seguirla con la mirada, especialmente con toda su atención focalizada en su trasero, hasta que desapareció de su campo visual. Después, miró la tarjeta que le había dado, donde estaba escrito el nombre de la joven, su número de teléfono y el cargo que ocupaba en la empresa donde trabajaba. Cogió la tarjeta y la tiró a la papelera que tenía a sus pies. No le importaba lo más mínimo aquella chica. Dentro de poco tiempo, sería él quien daría las tarjetas y no quien las recibía.

    Al levantar la vista, se dio cuenta de que, desde otro punto de la barra, una mujer de más de cuarenta años lo miraba fijamente con cara de pocos amigos. Se acercó a ella poniendo una de sus mejores sonrisas.

    —Buenas noches, mi presentadora favorita —dijo Miguel—. Esta noche estás más guapa que nunca. ¿Qué quieres tomar?

    —Maldito cabrón, ni se te ocurra hacerme la pelota —dijo la mujer secamente—. He visto perfectamente cómo ligabas con esa fulana de tres al cuarto. ¿Será ella la elegida que se abrirá de piernas esta noche cuando acabes de trabajar? ¿O me concederás ese honor a mí? Porque creo que me lo merezco después de todo lo que he hecho por ti.

    —No te pongas así, por favor. Hellen, no empieces de nuevo. Hemos tenido esta conversación un montón de veces. Ya sabes que debido a mi trabajo conozco a muchas chicas pero que no les hago caso. Ya no. Para mí tú eres mucho más importante de lo que te crees. Eres la única para mí, te lo prometo.

    —No te hagas el caballero conmigo. Guarda tu maldita galantería para todas esas zorritas que conoces. ¿Sabes qué te digo? ¡Que te vayas a la mierda!

    Tras decir eso, Hellen Milano se alejó de la barra y se dirigió a la puerta de salida de la sala. Miguel cerró los ojos fuertemente y dio un largo resoplido deseando que esa noche acabase cuanto antes. Al abrir los ojos de nuevo, se encontró con otra mujer delante de él.

    —Menudo carácter —dijo Jane, la compañera de barra que trabajaba todas las noches junto a Miguel—. Es igualita que en la televisión.

    —Ya se le pasará. Está claro que esta noche ha vuelto a beber más de la cuenta. Mañana, cuando se le pase la resaca, me llamará suplicando perdón, como siempre.

    —Si yo estuviese en la misma posición que tú —dijo Jane con su acento venezolano—, me quedaba con la chica que ha llegado antes. Es más joven, es más guapa y está mucho más buena. Además, creo que no correrías el riesgo de que te cortaran las pelotas por la noche solo por no haber levantado la tapa del lavabo al mear.

    —¿Te habían dicho alguna vez que no tienes futuro como humorista?

    —Creo que es la primera vez que me lo dicen.

    —No me extraña, a ti no se te acerca nadie. Los espantas a todos y a todas.

    —Es lo que tiene estar tan buena, mi amor.

    —Disfruta del tiempo que te queda, todas las frutas maduran. Al final siempre se caen del árbol y acaban pudriéndose en el suelo.

    Jane se quedó a mirando a Miguel sin pestañear durante varios segundos, por un momento se le pasó por la cabeza darle un bofetón para ver si así aprendía a ser más respetuoso con las mujeres, pero eliminó esa posibilidad de su mente. No merecía la pena, así que respiró hondo y comenzó a hablar de nuevo a su compañero de barra.

    —Cambiando de tema, ¿también se pone celosa conmigo? No entiendo cómo todavía no se ha acercado a la barra y me ha amenazado de muerte por hablar con el príncipe azul que impregna su vida de felicidad a través de combinados de vodka y whisky.

    —Tu vida no corre peligro, estás a salvo. No te preocupes, conoce lo tuyo.

    —¿Se lo has dicho? ¿Y a cuánta gente más se lo has dicho si se puede saber? —preguntó Jane en un tono de voz muy serio.

    —No te enfades, solo se lo he dicho a ella y fue por tu bien. Una noche tuvimos una discusión por tu culpa. Se puso celosa y le tuve que decir que a ti no te interesaban los hombres.

    —Aun así, no se lo deberías haber dicho.

    —Me amenazó con hacer que Andrea te despidiese. En el fondo lo hice por ti, en ese momento no sabía cómo hacer que se calmara. Estaba fuera de sí, te lo juro.

    —Está enferma, será mejor que te alejes de ella. Lo digo en serio, te lo digo por tu bien.

    —Lo tendré en cuenta, pero ahora mismo no es posible.

    Capítulo 2

    Muchas veces no podía evitar pensar en la satisfacción que le produciría a sí mismo el poder disparar a toda aquella gente con un arma automática. Como en las películas, con casquillos saltando a toda velocidad, balas atravesando cuerpos y sangre derramada por todas partes. Pensándolo bien, el mundo no iba a perder gran cosa si desaparecían todos aquellos desgraciados.

    Hacía ya casi dos horas que Iván González había entrado dentro de la discoteca y tenía muchas ganas de marcharse. Para poder entrar, había tenido que pagar una buena suma a los empleados de seguridad de la puerta para que le dejasen pasar.

    El hecho de no ser una persona famosa y de no vestir ropa cara y moderna, lo había obligado a tener que sobornar a aquel saco de músculos. También se había tenido que vendar la mano con una venda elástica para ocultar el tatuaje que cubría parte del dorso de la misma. Hacía poco más de una semana que se lo había hecho y ya estaba casi curado del todo. Cada vez que miraba esos dos números, sentía una gran satisfacción personal y orgullo de sí mismo por poder mostrarlos y que todo el mundo los viera. No sabía cómo no se le había ocurrido antes hacérselo, pero daba igual, ahora ya formaban parte de él para toda la vida.

    —Buenas noches, lo siento, pero no puedes entrar —le dijo el portero cuando por fin pudo llegar a la puerta de acceso del Sarah´s.

    Había llegado a las inmediaciones de la discoteca pocos minutos después de la medianoche y se había puesto a hacer cola para poder entrar nada más llegar. Solo le faltaba eso, que no le dejasen entrar después de haber estado esperando de pie durante casi una hora y haber tenido que aguantar las conversaciones estúpidas de las chicas que esperaban detrás de él. Aquellas niñatas no habían parado de martirizarlo hablando de personajes famosos que él ni siquiera conocía y que por lo visto frecuentemente iban a ese local.

    —¿Por qué no puedo entrar? —le preguntó al portero, manteniendo la compostura e intentando no parecer una persona agresiva. Era muy importante no perder la calma ante esa situación.

    —Hoy se celebra una fiesta privada y se necesita invitación —contestó el portero—. ¿Tienes una invitación?

    —No sabía que hiciese falta tener una invitación para entrar aquí. ¿Dónde puedo conseguir una?

    —Si hubieses venido la semana pasada te hubiesen dado una, pero está claro que no eres un cliente habitual. Ahora apártate y deja pasar a clientes que sí son habituales y vuelve por donde has venido —dijo el portero sin mirarlo directamente a la cara, ya que estaba más ocupado mirando por encima del hombro de Iván las minifaldas de las chicas que estaban detrás de él.

    —Necesito entrar esta noche como sea —volvió a insistir Iván—. Hay una persona esperándome dentro y es muy importante encontrarme con ella. Es por un tema de negocios, ya sabes. Me está esperando dentro y hay mucho dinero en juego.

    El portero se quedó mirando a Iván fijamente a los ojos unos segundos y se dio la vuelta. Le hizo un gesto a un hombre trajeado que había en el vestíbulo de la discoteca y este salió al instante a la calle.

    Era un hombre delgado y de corta estatura, debería de medir un metro sesenta y cinco como mucho, pero a pesar de que no imponía respeto, Iván sabía que era mejor no enfrentarse a ese hombre. Uno de sus colegas del gimnasio le había dicho hace tiempo que en caso de que tuviese que pelearse con un guardia de seguridad de discoteca, no lo hiciese nunca con los que parecían débiles porque esos eran los peores. No los contrataban por su fuerza bruta, sino porque estaban instruidos en artes marciales y con un pequeño y preciso movimiento eran capaces incluso de dejarte inconsciente.

    —¿Qué ocurre, Víctor? —preguntó al llegar a ellos.

    —No tiene invitación, pero dice que tiene que entrar porque es muy importante. Por lo visto es algo relacionado con negocios y parece ser que es algo grande. Dice que lo están esperando dentro.

    —Entiendo, ¿te queda alguna invitación en el bolsillo?

    —Me queda solo una —contestó el portero con una sonrisa en la cara a la vez que guiñaba un ojo al hombre que se había acercado.

    —Vaya, entonces nos regiremos por la ley de la oferta y la demanda.

    Tras decir esas palabras que Iván no entendió muy bien a qué se referían, el hombre trajeado se marchó de nuevo al interior de la discoteca.

    —Si quieres entrar dentro tendrás que comprar la invitación —dijo el portero.

    —¿Cuánto cuesta? —preguntó Iván intentando mantener la compostura.

    —Ya has oído a mi jefe. Es la última que queda, cuesta doscientos cincuenta euros.

    Para sorpresa del portero, Iván se metió la mano en el bolsillo y sacó un pequeño fajo de billetes. Contó cinco billetes de cincuenta euros y se los dio.

    —Aquí tienes el dinero —dijo Iván apretando los dientes y conteniendo su rabia. Era demasiado importante entrar, y si para poder hacerlo, hacía falta pagar esa cantidad, lo haría.

    —¿Qué te ha pasado? —le preguntó al percatarse de la venda que cubría la mano de Iván—. ¿Por qué la llevas vendada? No te habrás peleado con nadie, ¿verdad?

    —Me he hecho daño jugando a tenis esta tarde.

    —El tenis ya no está de moda —dijo el portero negando con la cabeza—, la gente que viene aquí juega a pádel. Está bien, entra pero no te metas en líos. Sería una lástima que te tenga que echar después de haber pagado tu invitación.

    Había sido un completo acierto vendarse la mano y cubrir de esa forma aquel tatuaje que llamaba tanto la atención. Si el empleado de la puerta y su jefe lo hubiesen visto, no le habrían dejado entrar pagase lo que pagase.

    Cuando atravesó la puerta de entrada de la discoteca, accedió a un amplio vestíbulo de forma rectangular. Habría unas cincuenta personas hablando entre ellas repartidas en varios grupos. En uno de esos grupos estaba el hombre trajeado que había salido a la puerta de la discoteca, el cual se lo quedó mirando y le hizo un gesto de asentimiento con la cabeza mientras exhibía una amplia sonrisa.

    Las paredes del vestíbulo estaban estucadas de color naranja albaricoque al estilo veneciano y en cada una de ellas había una puerta doble de color azul claro que daba acceso a diferentes salas de la discoteca, cada una con su propio ambiente musical. Por los diferentes letreros que había junto a cada puerta, y que daban nombre a las salas, Iván se hacía una idea de la música que sonaba en cada sala y qué tipo de gente se podía encontrar uno en su interior.

    La puerta de la izquierda daba acceso a la sala Pop, la puerta del centro daba acceso a la sala House y, por último, la puerta de la derecha daba acceso a la sala VIP. Mientras que a las salas Pop y House se podía acceder libremente, delante de la puerta de la sala VIP había apostado otro guardia de seguridad que impedía la entrada. Para poder acceder a la sala había que estar dentro de una lista de personas con privilegios especiales, y estaba claro que Iván no formaba parte de ese grupo de gente.

    Tras pensárselo dos veces, se decidió por la puerta de la izquierda y entró en la sala Pop. La sala tenía forma cuadrada y era un poco más grande que el vestíbulo. Justo a la entrada, en el lado de una de las paredes, había un letrero en el que se indicaba que el aforo máximo de ese espacio era de doscientas personas. A esa hora de la noche, como mucho habría sesenta personas dentro y en ese momento estaba sonando una canción de George Michael. Iván no conocía el nombre de la canción, pero sabía que era muy antigua y que por lo menos tenía veinte años. Si todo el rato ponían canciones de ese tipo, no le extrañaba que la sala estuviera tan vacía y muy lejos de alcanzar su capacidad máxima.

    Iván observó que, en la mitad de la pared de la derecha, había una puerta que daba acceso directamente a la otra sala de libre acceso sin tener que salir de nuevo al vestíbulo. Teniendo en cuenta el ambiente de aquella sala y al no haber localizado a la persona que estaba buscando, se dirigió a la puerta y accedió a la sala House.

    Solo con abrir la puerta notó que entraba en un mundo completamente diferente. No tenía nada que ver con la sala Pop. Era por lo menos diez veces más grande y estaba llena de gente bailando por todas partes, mientras escuchaban aquella música electrónica. Había plataformas por todas partes donde hombres y mujeres semidesnudos bailaban al ritmo de las canciones que pinchaba el DJ.

    Indignación. Eso es lo que sentía mientras observaba a aquel negro musculoso bailar encima de su plataforma, vestido simplemente con un minúsculo bañador de color rojo. Mientras bailaba, las mujeres que estaban a su alrededor lo observaban fijamente y hacían comentarios entre ellas sin ni siquiera mirarse. Sentía vergüenza ajena del desagradable espectáculo que estaban viendo sus ojos y la rabia que sentía en su interior cada vez crecía más. Tenía que controlarse; se repitió varias veces a sí mismo y en voz alta que no podía cagarla, así que decidió ir a tomar algo. Como las barras estaban al fondo de la sala, tuvo que atravesar casi toda la pista de baile, lo cual le llevó un buen rato porque era casi imposible caminar entre tanta gente.

    Cuando por fin llegó a la barra, esperó más de cinco minutos a que una de las camareras se le acercara y le sirviera la cerveza que había pedido. Mientras bebía, estudió la sala lentamente. Se fijó que había una pasarela que rodeaba la pista de baile y por la que se podía llegar a la puerta de salida que daba acceso al vestíbulo sin tener que atravesar la zona de baile.

    Entonces, observando en ese momento a todos los que pasaban por aquella estructura elevada, fue cuando vio a la persona que estaba buscando. Al lado de la pasarela había unos cristales transparentes que servían para separar la sala House de otra sala. Aquella debía de ser la sala VIP y a través de los cristales se podía ver a la gente que estaba dentro de ella, o al menos a una parte. Dejó la cerveza a medias y se dirigió hacia aquella zona de la sala. No era prudente seguir bebiendo, necesitaba todas sus facultades para cumplir con su propósito.

    Justo antes de llegar al comienzo de la pasarela, estaban los lavabos. Decidió apoyarse en el tabique que separaba la pista de baile de la entrada de los servicios. Desde allí podía ver lo que pasaba detrás de los cristales sin que nadie de la sala VIP se fijase en él. Miró su reloj, eran las dos y media de la madrugada.

    En ese momento, el DJ comenzó a pinchar una versión moderna de una canción de ABBA, interpretada por Madonna, y mucha gente en la pista empezó a gritar emocionada. Mientras la música sonaba y la gente bailaba, Iván continuaba observando todo lo que ocurría en la otra sala, centrando su atención exclusivamente en la presentadora, que en esos momentos estaba sola.

    Desde su posición pudo ver claramente cómo Hellen Milano se acercaba a la barra y comenzaba a discutir con uno de los camareros. Por la forma en que discutían, estaba claro que se conocían de algo más que de vista. Tras la breve discusión, la presentadora se alejó de la barra y se dirigió hacia la salida de la sala VIP. Iván también comenzó a moverse en dirección a la salida de la sala House.

    Al abrir la puerta y entrar en el vestíbulo Iván localizó a Hellen en la zona del guardarropa. Se mantuvo a una distancia prudencial sin acercase a ella y, desde donde estaba, observaba lo que estaba pasando. No sabía de qué iba la historia, pero aquella mujer ahora discutía con una joven que había detrás del mostrador.

    Después de que a la presentadora de televisión le devolviesen su bolso y su abrigo, se le acercó un tipo trajeado con el que habló durante un par de minutos. Se despidió de aquel hombre y se dirigió hacia la salida de la discoteca.

    Iván esperó unos segundos y comenzó a seguirla manteniendo una buena separación, de forma que ella no se pudiese dar cuenta de que alguien la estaba siguiendo. Al salir se encontró de nuevo con el portero al que le había pagado los doscientos cincuenta euros.

    —Creo que no has amortizado muy bien el dinero que has pagado por tu entrada —le dijo el portero con cara sonriente—. ¿No te lo estabas pasando bien?

    —Todo lo contrario —dijo Iván mientras observaba cómo Hellen Milano se subía en un taxi que estaba esperando a la salida de la discoteca—, no te imaginas lo bien que me lo he pasado, pero ahora viene lo mejor.

    Tras decirle esas palabras al portero, comenzó a caminar rápidamente. Tenía que darse prisa si quería llegar antes que ella.

    Capítulo 3

    Hellen Milano salió malhumorada de la sala VIP, accedió al vestíbulo y se dirigió al guardarropa. A esas horas no había cola porque todavía era demasiado pronto y la gente no había comenzado a volver a casa, pero tampoco es que importase mucho. Había una zona del mostrador del guardarropa reservada para gente VIP como ella, con la finalidad de que las diferentes personalidades que acudían al local, no tuviesen que esperar para recoger sus prendas el mismo tiempo que el resto de los mortales.

    —Dame mis cosas —le ordenó a la chica que había detrás del mostrador con un tono de voz bastante despectivo.

    —Necesito el tique —dijo la joven sorprendida por la actitud tan borde de aquella mujer.

    —No tengo tique. A mí nunca me dan un jodido tique. Joder, ¿es que no sabes quién soy?

    —No, no sé quién eres —respondió la joven ofendida—. Lo único que sé es que sin el tique no podré encontrar lo que has dejado en el guardarropa. Es fácil, sin tique no hay ropa.

    —¿Tú eres tonta o te lo haces? Más te vale que me des mi bolso y mi abrigo inmediatamente. Ahora mismo. ¡Ya!

    —Aquí la única tonta eres tú. Ya te he dicho que sin el tique no te puedo devolver nada. Y como vuelvas a insultarme llamaré a seguridad.

    —¡Perfecto! Llama a seguridad, no hay ningún problema. Voy a hacer que te echen a la puta calle y que no vuelvas a trabajar aquí ni en ningún otro sitio de la ciudad. ¿Eres capaz de entender eso?

    En ese momento de la discusión, apareció otra chica de detrás de la cortina roja que separaba el mostrador de la zona de donde se guardaban los objetos personales de los clientes. Había escuchado las voces desde el interior del guardarropa y, tras reconocer la voz de la presentadora, dejó de hacer lo que estaba haciendo y acudió rápidamente.

    —Hola Hellen, ¿hay algún problema? —preguntó amablemente al acercarse a aquella irascible mujer y su compañera.

    —Lo que me pasa es que esta estúpida no quiere devolverme el abrigo y el bolso. No sabe quién soy y ni siquiera sabe que a la gente como yo no nos cobran por guardar nuestras cosas. ¿De dónde las habéis sacado?

    —Lo siento Hellen, hoy es su primera noche trabajando aquí —se disculpó la chica y a continuación se dirigió a su compañera—. Rebeca, en el fondo del pasillo uno a la derecha, hay unos cajones de color blanco. Trae todo lo que haya en el número siete, rápido.

    Al recibir las instrucciones de su compañera, la joven Rebeca cruzó la cortina corriendo y volvió en menos de treinta segundos. Avergonzada, dejó encima del mostrador un bolso negro y un abrigo a juego, y se marchó de nuevo detrás de la cortina.

    —Dile a Andrea que contrate a gente más cualificada o estaré bastante tiempo sin pisar este maldito lugar. ¿Lo has entendido?

    —Hablaré con él, Hellen. Te pido disculpas de nuevo.

    Hellen Milano cogió sus cosas y comenzó a caminar hacia la salida de la discoteca. Cuando estaba a punto de llegar a la puerta, un hombre con un traje blanco le cortó el paso. Estaba cansada, quería llegar a casa y ahora solo le faltaba encontrarse con la última persona con quien querría conversar en esos momentos.

    —¿No es demasiado pronto para irse a casa? —preguntó el hombre sonriente—. ¿O es que te estás haciendo mayor?

    Hellen se lo quedó mirando directamente a la cara varios segundos con cara de odio y respiró profundamente. Tenía ganas de enviarlo a la mierda, pero se contuvo.

    —Nada más y nada menos que Marco Splitz en persona, el mejor representante del mundo —dijo Hellen irónicamente—. ¿Nadie te ha dicho que el blanco te sienta fatal? Pareces un mafioso con ese traje.

    —Veo que tu discusión con esa chica del guardarropa no ha hecho mella en tu sentido del humor. A veces creo que disfrutas humillando a las personas y que eso te hace sentir mejor contigo misma.

    —Si mi representante hiciera mejor su trabajo, a lo mejor mucha más gente me conocería y no me vería envuelta en ese tipo de situaciones. ¿No crees, Marco?

    —Y yo supongo que, como siempre, tu maravilloso carácter no ha tenido nada que ver. Ha sido todo culpa de esa pobre adolescente.

    —Mira, Marco, he bebido demasiado, estoy cansada y tengo ganas de volver a casa. ¿Tienes algo importante que decirme? Porque si no es así, apártate y déjame en paz.

    —Lo único importante es que dentro de una semana empieza el show. Te acuerdas, ¿verdad? No hace falta que te recuerde lo importante que es para ti que todo salga bien. Ya he recibido mensajes de gente importante de la RKO que se está empezando a cansar de tus delirios de grandeza, de tus caprichos y de tus últimos escándalos.

    —No te preocupes, Marco —dijo Hellen mirando al suelo como un niño pequeño al que le están llamando la atención—, no me meteré en ningún lío. No pasa nada.

    —¿Que no pasa nada? Acabo de ver cómo discutías con esa chica por una chorrada. ¿Qué es lo que ha pasado esta vez? ¿Estás enfadada con el mundo porque nadie te ha pedido un autógrafo? ¿O te han pisado sin querer y no te han pedido perdón?

    Hellen Milano no respondió a las provocaciones de su representante, no quería darle ese placer y sabía que en el fondo tenía razón.

    —Es por ese camarero, ¿no? —continuó Marco Splitz—. Ya te dije en su día que te olvidaras de él, que solo nos podía traer problemas.

    —Te equivocas, no es por él.

    —Te conozco, Hellen, no me tomes por tonto. Te avisé de que no lo metieras dentro porque si los buitres de la prensa rosa se llegasen a enterar, te machacarían. Te has ganado muchos enemigos en el mundo de la televisión y no sabemos el alcance que podría tener en tu carrera si sale a la luz. Podría ser el comienzo del fin.

    —No te preocupes, ya hemos hablado otras veces de eso. Ahora, por favor, apártate y deja que me marche a casa.

    —Está bien, mañana por la tarde te llamaré para repasar todos los actos de la próxima semana. Espero que estés despejada, no me gusta hablar con fantasmas.

    A continuación, Hellen Milano salió de la discoteca y se subió en un taxi que estaba esperando en la puerta. Le dijo la dirección y se recostó en el asiento.

    El taxista puso el taxímetro a cero y apretó un botón. Puso la primera marcha y miró por su retrovisor. Al ver que no venía nadie, arrancó y el coche comenzó a moverse.

    A esa hora de la noche, la ciudad estaba tranquila y el tráfico era casi inexistente. Mientras los iluminados edificios del centro de la capital pasaban fugazmente por delante de sus ojos, Hellen Milano pensaba en el programa que iba a comenzar en poco más de una semana. En las anteriores ediciones todo había ido sobre ruedas, pero esta vez era distinto. El hecho de que Miguel participara lo complicaba todo, y tal como le había advertido Marco Splitz, era imprevisible conocer las consecuencias que podrían originarse si salía a la luz su implicación en la participación del camarero en el programa. Tendrían que ir con mucho cuidado, por ese motivo al mediodía llamaría a Miguel y se disculparía por su comportamiento de esa noche. Quizás Marco tenía razón y había sido una mala idea.

    Cuando habían recorrido varios kilómetros de distancia, un coche de color negro adelantó al taxi a gran velocidad invadiendo el carril contrario, y a punto estuvo de colisionar con un coche que venía de frente. En pocos segundos se perdió de vista.

    El taxista que se había asustado y había frenado bruscamente, comenzó a hablar, interrumpiendo los pensamientos de Hellen y rompiendo el reconfortante silencio después de una noche de fiesta.

    —A estas horas hay que tener mucho cuidado con el coche. Especialmente durante el fin de semana. Los jóvenes salen de las discotecas y se ponen a conducir borrachos. Tienes que estar muy atento a todos los coches que circulan por las calles, en cualquier momento te aparece uno y se te puede llevar por delante.

    Hellen Milano no dijo ninguna palabra, solo esperaba que aquel hombre lo captase y no le diese conversación.

    —Llevo muchos años conduciendo en el turno de noche y le puedo asegurar que he visto todo tipo de accidentes provocados por borrachos y por gente que se ha quedado dormida al volante. Tendrían que quitarles el permiso de conducir de por vida. ¿No cree?

    Hellen Milano tampoco hizo caso de aquel comentario y siguió sin decir nada, intentando ignorar al taxista. ¿Por qué siempre le tocaban a ella taxistas a los que les gustaba hablar?

    —Disculpe, ¿no es usted la presentadora del programa ese que ponen en la RKO? Ya sabe, ese en el que meten en una casa a personas que no se conocen y los están grabando todo el día.

    —Sí, yo soy la presentadora —contestó Hellen en tono aburrido.

    —¿Como se llama el programa? Nunca me acuerdo, y eso que mi mujer está todo el día viéndolo.

    —Se llama El Gran Ojo.

    —¡Sí, eso! Ya verá cuando le diga a mi mujer que la he llevado en el taxi, no se lo va a creer. ¿Sería tan amable de firmarme un autógrafo cuando lleguemos?

    —¿Cómo se llama usted?

    —Yo me llamo Pedro.

    —¿Y su mujer?

    —Mi mujer se llama María.

    Hellen Milano respiró profundamente y contó mentalmente hasta cinco.

    —Querido Pedro —dijo la presentadora falsamente con el mejor tono de voz que le salió en ese momento—, si en el trayecto que queda de aquí a mi casa, no dice ni una sola palabra más, le firmaré un autógrafo para su adorable mujer María.

    Al cabo de diez minutos de incómodo silencio para el taxista, llegaron al complejo de apartamentos donde vivía Hellen. Estaban en la Morada, un barrio de alto standing de reciente construcción situado a las afueras de la capital.

    El taxista paró delante del número que le habían indicado y presionó de nuevo otro botón del taxímetro.

    —Son quince euros —dijo el taxista rompiendo de nuevo el silencio, pero esta vez sin ningún tono de amabilidad en su voz—. ¿Pagará en efectivo o con tarjeta?

    —Tarjeta —contestó Hellen secamente mientras rebuscaba en su bolso y sacaba su monedero. Lo abrió y de una ranura interior extrajo una tarjeta de crédito. Se la dio al taxista y esperó a que este la pasara por el terminal de lectura.

    En pocos segundos, el taxista le devolvió la tarjeta junto con el justificante de compra y un bolígrafo. Hellen firmó una copia y se la devolvió.

    —Aquí tiene su autógrafo —dijo la presentadora mientras le daba la copia—; espero que le guste a su mujer.

    Hellen se bajó del coche y se dirigió a la verja de entrada del jardín comunitario. El taxista arrancó y no esperó siquiera a que la mujer entrara, asegurándose de que llegaba bien a casa. Por lo visto no había quedado satisfecho con el autógrafo que le habían dado ni con la propina.

    Antes de llegar al portal de los apartamentos, había que atravesar un jardín de unos diez metros de largo por un camino de piedras de color rosa, que por lo visto habían sido importadas de la mismísima India, o al menos eso es lo que le había dicho el constructor que le vendió su apartamento.

    Normalmente, el camino de entrada estaba iluminado a ambos lados por pequeñas luces incrustadas en el suelo, pero esa noche estaban apagadas. Hellen caminó a oscuras, intentando no tropezarse. Los efectos del alcohol todavía no habían disminuido y le costó llegar al portal, que también estaba a oscuras. Abrió de nuevo su bolso y comenzó a buscar las llaves de la puerta. Estaba tan concentrada buscando que no se dio cuenta de que alguien se le acercaba por detrás.

    Capítulo 4

    Iván González aparcó el coche de alquiler en una calle que daba a uno de los laterales del jardín comunitario. Antes había dado una vuelta completa a la manzana para asegurarse de que nadie estuviese observando en el interior de algún vehículo aparcado en los alrededores del jardín. Si alguien era testigo de lo que iba a hacer podría tener muchos problemas o, incluso peor, si alguien llamaba a la Policía y lo detenían, sería el final de todo.

    Miró su reloj y comprobó que tenía tiempo suficiente. Durante un par de kilómetros había seguido al taxi y cuando llegó al punto indicado lo había adelantado, a pesar de que había tenido que invadir el carril contrario para hacerlo. Había faltado muy poco para chocar con otro coche que circulaba de frente en el momento del adelantamiento. Tenía que reconocer que había sido una maniobra muy arriesgada y que lo había pasado realmente mal al ver lo cerca que había pasado de ese coche.

    Cogió una mochila del asiento trasero, la abrió y de su interior sacó un pasamontañas de color negro que se puso al instante. Ahora toda su cabeza estaba cubierta por aquel tejido negro, a excepción de tres agujeros que dejaban su boca y sus ojos al descubierto. Le costaba respirar, pero sabía que en cuestión de minutos se acostumbraría a esa sensación de falta de oxígeno. A continuación, buscó de nuevo en la mochila y sacó unos guantes negros de cuero, se los puso, comprobó su aspecto en el espejo retrovisor interior y decidió salir del automóvil.

    Abrió la puerta, se bajó del coche y se dirigió a un punto concreto de la valla que protegía al jardín de posibles intrusiones no deseadas. La valla estaba formada por paneles de malla electrosoldada rígida y los postes metálicos que los sujetaban, estaban clavados a bloques de hormigón que formaban un muro de contención de un metro de altura.

    A simple vista parecía que la valla estaba en perfecto estado, pero no era así. La noche anterior, gracias a una cizalla con forma de tijera de marca Stanley, había cortado diferentes puntos estratégicos de la malla, dibujando un cuadrado de un metro de alto por medio metro de ancho que en teoría debería ser suficiente para su propósito. Dejó solo unos cuantos puntos sin cortar, de forma que no pareciese sospechoso y que agilizara la operación que iba a llevar a cabo en ese momento.

    Dejó la mochila en el suelo, la abrió y sacó la misma cizalla que ya había utilizado con esa valla hacía menos de veinticuatro horas. Cortó los seis puntos de la malla que había dejado intactos y que permitían que ese trozo de la valla todavía se sujetase al resto. Tras cortar los puntos, retiró el cuadrado que había obtenido y lo dejó apoyado contra la pared de bloques de hormigón que aguantaban los postes de la valla. Cogió de nuevo la mochila y atravesó el agujero que había hecho.

    Una vez dentro del jardín, caminó por el perímetro interior, que apenas estaba iluminado, hasta llegar a un cuadro eléctrico situado a ras de suelo en una de las esquinas. Abrió uno de los bolsillos de la mochila y sacó una llave de utilidad multifuncional especial para abrir contadores de suministros y cuadros eléctricos de ese tipo. Introdujo una de las puntas de la llave en la cerradura y abrió la tapa con facilidad.

    Buscó los interruptores del camino principal y del portal que daba acceso a los apartamentos y los bajó, dejando a oscuras gran parte del jardín y la entrada.

    Ahora que no había luz y que nadie podía verlo desde un balcón, caminó lentamente hacia el árbol más próximo al portal y se escondió detrás de él.

    Mientras esperaba a que llegase su objetivo, Iván notaba cómo cada vez se le aceleraba más el pulso y comenzó a tener serias dudas de si realmente sería capaz de hacerlo. Continuamente no dejaba de observar cómo pasaban lentamente los segundos en su reloj y, cuando habían pasado más de diez minutos, comenzó a preguntarse si aquella mujer realmente volvería a su casa aquella noche. Quizás había cambiado de planes repentinamente mientras se dirigía hacia el lugar donde estaba él. Si eso era cierto, todo se podría ir al traste porque seguramente no habría otra oportunidad.

    Comprobó su reloj por última vez y decidió que era momento de desistir en su intento. Llevaba ya mucho tiempo escondido allí y cada segundo que pasaba incrementaba considerablemente el riesgo de que alguien lo viese. Sería bastante difícil dar explicaciones sobre lo que hacía allí escondido detrás de un árbol vestido de aquella manera y con un pasamontañas cubriéndole el rostro. Quizás habría que pensar en un plan B para otro momento que no fuera ese o buscar a otro personaje importante.

    Se separó del árbol y comenzó a caminar de nuevo hacia la valla cuando, de repente, por fin apareció al otro lado del muro el taxi que había estado esperando. Al ver el vehículo dio media vuelta y corrió de nuevo hacia su escondite. Por suerte, todo volvía a ir según lo planeado.

    Desde su posición no podía ver el coche, pero agudizó sus sentidos y, por el ruido que escuchó, tenía claro que Hellen Milano ya se había bajado. También pudo distinguir cómo al momento el taxi se marchaba, sin esperar a que la mujer llegase a la puerta de entrada del jardín. Normalmente muchos clientes, y en especial las mujeres que viajaban solas, pedían a los taxistas que los

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