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Nacimiento de los fantasmas: Y otros cuentos malpensantes
Nacimiento de los fantasmas: Y otros cuentos malpensantes
Nacimiento de los fantasmas: Y otros cuentos malpensantes
Libro electrónico150 páginas2 horas

Nacimiento de los fantasmas: Y otros cuentos malpensantes

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Estos relatos urbanos, simbióticos, bizarros y duros como la roca, que hacen pensar que el autor escribe con un cuchillo apretado entre los dientes, también funcionan como amables instrucciones para volar cometas...

El artista Francis Bacon nos cuenta -a través de algunos de sus más rabiosos lienzos- el cruel asesinato de una niña en las calles de Londres en el genial cuento «Pintor en la ventana». Y como este Bacon, testigo de excepción de la crudeza del mundo, el autor nos narra una serie de historias que abarcan amplitudes temporales y diferentes registros narrativos.

En «Nessie cuello largo», el famoso monstruo emerge del oscuro fondo que es la mente atormentada del joven drogadicto Joy Nova; mientras, en otra historia -bajo una narración deliberadamente grotesca-, un ejército de aburridos burócratas revisa documentos y firmas, y decide si un lujurioso hombre puede acceder o no a los servicios de una prostituta...

Así son las historias de este libro, tan poéticas como «Demoledores de silencios», tan existencialistas como «La incertidumbre de ser objeto» o tan tiernamente cautivadoras y enigmáticas como «Vestidos de agua» y «Confesión».

¿Ayudará Julián, ese niño que trabaja en un ladrillar, a matar a su abusivo y explotador patrón? ¿Será cierto, como propone el relato «Alguien en mi cabeza» que, tras de una célebre obra de Van Gogh, se esconde la muerte de una hermosa joven? Las respuestas -acertadas o no- moldean desde estas páginas el centro de la experiencia humana.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento5 sept 2019
ISBN9788417856694
Nacimiento de los fantasmas: Y otros cuentos malpensantes
Autor

Pedro Vargas Hernández

Pedro Vargas Hernández es escritor y outsider, amante del jazz y el rock industrial, del fútbol y de las series negras. Lector y alumno de autores como Jhumpa Lahiri, Coetzee, Auster, Murakami y Truman Capote, sus relatos dibujan -desde múltiples ambientes narrativos- un todo urbano, hiperrealista, crudo e inquietante siempre, pero con el humor y la justa poesía que sobrellevan el drama. Las historias de Pedro Vargas -premiadas en importantes concursos como el Hispanoamericano de Relatos Julio Cortázar, en Cuba; el Concurso Internacional de Cuento Gabriel García Márquez, en Colombia, y el Premio Hucha de Oro, en España- acometen temas tan diversos como las desiguales batallas que libran las mujeres en este mundo rudo, los universos bizarros y excéntricos de artistas como Van Gogh y Francis Bacon, el drama de los niños obreros, el devenir de las crudas calles de todas las metrópolis del mundo donde se deslizan -como perros apaleados- las vidas de grises empleados, escandalosas prostitutas, sicarios y ladrones. Los fantasmas que nos dejan los conflictos políticos, la trashumancia, la intolerancia con los que son diferentes. Cuando los relatos y la vida del autor se entremezclan, se fusionan, hay algo siempre que no encaja, pero todo eso es lo que al final se imprime.

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    Nacimiento de los fantasmas - Pedro Vargas Hernández

    Nacimiento de los fantasmas

    Y otros cuentos malpensantes

    Primera edición: 2019

    ISBN: 9788417856212

    ISBN eBook: 9788417856694

    © del texto:

    Pedro Vargas Hernández

    © de la ilustración de cubierta:

    Pedro Vargas Hernández

    © de esta edición:

    CALIGRAMA, 2019

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    Para los artistas y demás lunáticos que día a día salen de sus casas recién lavados y planchados, se despiden de mamá, desenvainan la espada y se dirigen a las altas montañas

    a cazar dragones...

    «Acoge todo signo, ábrete, escucha».

    Jack Kerouac

    «Lo que amaba en los caballos era lo que amaba en las personas, la sangre y el calor de la sangre que los recorría. Toda su reverencia y todo su afecto y todas las tendencias de su vida se inclinaban hacia los ardientes de corazón, siempre sería así y nunca de otro modo».

    Cormac McCarthy

    Nacimiento de los fantasmas

    «Esa visión instantánea que nos permite descubrir lo desconocido, no en una lejana tierra incógnita, sino en el corazón mismo de lo inmediato».

    Arthur Rimbaud

    En mi casa todo estaba tal y como lo dejé.

    Ese color blanco sucio de la fachada seguía pareciéndose al de las iglesias y los hospitales. Al buzón le faltaba la delgada aleta metálica que evitaba que los sobres se mojaran con la lluvia y recordé, inmediatamente, a nuestros resentidos y envidiosos vecinos que siempre estropeaban algo, que siempre querían hacernos daño. La cerradura abría con la llave que yo conservaba. La pequeña mesa del teléfono continuaba en el rincón frío y húmedo donde acostumbraba a sentarme a leer y sobre la mesa grande del comedor y, en un ángulo de la sala, brillaban esos floreros de cristal que mi madre, para honrar la memoria de mi hermana y de mi viejo, y reafirmando su devoción por un loco pintor holandés, trataba de arreglar siempre con lirios o girasoles.

    Así pues, mi casa seguía en orden y me alegré de ese estado de cosas. El reloj de mi padre estaba sobre el antiguo armario, en su habitación, los lindos cuadros que pintó mi hermana permanecían colgados en las paredes, mis libros y mis discos acomodados en su pequeño mueble…, todo igual, todo ordenado y limpio como siempre. Incluso mi madre —que estaba sentada tejiendo de espaldas a la puerta y que no me vio entrar— conservaba, establecida en un lugar especial de la casa, su indiscutible sede, su ubicación perfecta. Era como si en el transcurso de esos años ella no se hubiera movido de allí, ocupada en sus labores, con esa voluntad y esa disciplina suyas, virtudes que yo definitivamente no tenía. Mi madre tejía en el patio interior y yo la observé maravillado por un par de minutos, sin decir nada, sin moverme. Pero el peso de mi mirada terminó por inquietarla, giró su cuerpo lentamente y, al verme allí de pie, dijo:

    —¡Has regresado, mijo! Bendito sea Dios… ¡Has regresado!

    Se levantó con dificultad de la silla, me abrazó con fuerza y lloró, me soltó y se alejó un paso para mirarme nuevamente, incrédula, también maravillada, y dijo todo lo que suelen decir las madres en estos casos. Me sentí muy conmovido, pero no pude llorar porque ya la guerra me había quitado esa costumbre. Tan solo cerré los ojos y dije:

    —Sí, madre, ya estoy aquí de nuevo.

    Y, por primera vez, pensé en aquellos que se habían quedado y en el dolor de sus padres y sus hermanos. Y me sorprendió que solo hasta ahora pensara en eso y en algo más terrible: que muchos no regresarían a sus casas, de donde nunca debieron salir…

    Así fue como Andrés León regresó a Bogotá después de permanecer varios años —primero combatiendo, después secuestrado— en las zonas de guerra. Y volvió a ver su casa y a su madre, y pensó: «He estado lejos demasiado tiempo». Y recordó que al llegar se había sorprendido porque la ciudad seguía casi igual —con excepción de las numerosas caravanas ondulantes de autos y camiones, que ahora eran más compactas y ruidosas, las ciclorutas y esos enormes autobuses del sistema de transporte llamado Transmilenio—, pero a él le parecía haber encontrado algo inquietantemente nuevo en ella. Sí, con excepción de esas pocas cosas parecía ser la misma ciudad de antes y Andrés se preguntó, sorprendido, si tal vez era solo él quien ahora resultaba de algún modo diferente… Y pensó de nuevo: «He estado lejos demasiado tiempo». Y después pensó, con algo de dolor: «A un hombre joven no se le debería separar de su familia. Pero estoy vivo. Y estoy de regreso». Y después de pensar todo esto —extrañamente tendido en el piso de un camión militar y luchando porque sus pensamientos no se hicieran visibles en su rostro ante aquellos otros combatientes marchitos que regresaban con él— se sumió inmediatamente en un sueño hondo y lleno de apariciones. En el sueño escuchó un extraño rumor de voces, como el de los espectadores en un campo de juego, pero realmente se encontraba rodeado de la más absoluta oscuridad —metido en una trinchera y rodeado de hombres jóvenes como él—, sudando y temblando y con los ojos desorbitados y enloquecidos por el miedo, porque esas voces no eran las de ningún alegre fanático del fútbol, ese rumor era el del enemigo diciendo con un odio desaforado:

    —¡Que no escape ningún cabrón de esos! ¡Al que corra lo van quemando!

    Y uno de esos guerrilleros —moreno, de cabellos y ojos oscuros, increíblemente parecido a Andrés, al capitán y a los otros soldados— se acercó a la trinchera con aires marciales, se puso en cuclillas, sonrió burlón mirando satisfecho a ese grupo de hombres derrotados y dijo:

    —¡El comandante del frente Marco Aurelio, los saluda, manada de cobardes!

    —¡Más cobarde será su madre! —replicó el capitán sin dejarse amedrentar.

    —¡Ay, ay, ay…! No debería ser grosero, ¿sabe? —dijo el guerrillero, amenazante. Y luego añadió con sorna, alistando su arma automática y dirigiendo a ese hombre herido una mirada fulminante—. A propósito, ¿cómo está su salud, señor capitán?

    —¡Bien, gracias! —contestó el capitán—. ¡Siga adelante, haga lo que crea que debe hacer y váyase a la mierda!

    Entonces todos pudieron escuchar, por tres veces consecutivas, la detonación seca y ensordecedora de una pistola automática. Y ese terrible sonido arrancó a Andrés de su sueño. De su cómoda posición de durmiente pasó con un brusco movimiento a quedar sentado en el piso y con el brazo derecho extendido como si empuñara un arma. Y permaneció así durante unos minutos —ajeno a aquellos ojos tristes y comprensivos que lo rodeaban—, temblando y sudando y esperando el terrible momento en que a él también le preguntara un asesino: «¿Cómo está su salud, señor oficial?». Y de pronto cayó en la cuenta de que solo había sido un sueño, dejó caer el brazo, agachó la cabeza y sintió atravesar por su mente una idea extraña: «Tendríamos que haber sido más valientes». Y después cruzó otra idea extraña y atormentadora, porque recordó que siendo chico, cuando aún estudiaba en la escuela primaria, él iba con su familia a misa todos los domingos y se sabía de memoria todas las oraciones, pero desde entonces, y durante muchos años, no había hablado más con Dios y se le habían olvidado todas esas plegarias. Por eso, allí en la trinchera rezaba de esa manera rara, de forma breve y reiterada, susurrando continuamente lo mismo: «Señor, sálvanos. Señor, sálvanos». Y por eso la idea extraña y atormentadora era: «Tal vez, si tan solo hubiera recordado mis oraciones…».

    De ahí en adelante siguió sentado tratando de comportarse como los otros soldados, pero invadido aún por una rara sensación en la que se mezclaba la calma y el miedo. Y pensando una vez más como siempre que lo asaltaban esos sueños: «Pero estoy vivo. Y estoy de regreso». Y después de pensar todo eso se limitó a tener conciencia de ir en ese camión militar por la carretera. En ese momento el convoy cambió de dirección y tomó por una ancha avenida, era una nueva autopista y a través de la pequeña ventanilla Andrés vio que era de ocho carriles y al lado pudo observar amplios campos cultivados. Pero de forma abrupta, y sin razón aparente, el camión se desvió apartándose de la fila de transportes y se internó por el camino de lo que parecía ser una extensa finca. Él se preguntó si todavía estaría soñando. Cruzaron más campos hasta llegar a una explanada donde crecían varias acacias y allí vio a un grupo de soldados que forcejeaban con un hombre. Y alrededor de ellos distinguió los cuerpos sin vida de mujeres y hombres, jóvenes como él. Soldados y guerrilleros que antes de estar allí tumbados sin hacer nada se habían dedicado a la agricultura, la carpintería o la albañilería y a otros oficios más razonables. Y Andrés León pensó con desesperación: «¡Sí, este es el sueño, aún no he despertado!».

    Los soldados aquellos forcejeaban con un hombre que gritaba como enloquecido y trataban de quitarle un arma. Andrés reconoció de inmediato a ese hombre, era Dr. Black, un muchacho negro que poseía una potente voz y al que había conocido como detenido en un Batallón. Ese guerrillero cantaba rap allí en su celda y era por eso precisamente que él lo recordaba, porque a Andrés y sus amigos, Julián y Francisco, les encantaba el rap y el hip hop, y porque una de las canciones de ese doctor Black le había gustado especialmente, pero ya no recordaba la letra.

    Ahora ese muchacho estaba libre y apuntaba con su fusil a los soldados que lo rodeaban formando un círculo. Pero ese fusil ya no tenía proyectiles y él no podía hacerles daño; tan solo daba vueltas en el centro de ese círculo y creaba con su voz un sonido como el de los disparos, tal como una foca en el circo que de repente se hubiera desequilibrado, que hubiera olvidado hacer bien su número. Ese guerrillero había visto morir a todos sus compañeros y temía que los soldados que lo rodeaban lo asesinaran en cualquier momento. Y cuando nuevamente esos soldados quisieron detenerlo, porque era lamentable verlo así, el capitán se adelantó y dijo:

    —¡Déjenlo! ¡Ese cabrón está en shock! ¿Es que no lo ven? ¡Ese aún está en combate! En unos segundos estará desmayado y ya veremos qué hacer con él.

    Y así, de esta agitada manera, transcurrió mi viaje de regreso a casa. En medio de sueños atormentadores y recuerdos y fantasmas.

    Andrés bebió ese café oscuro que tanto le gustaba. Retomando la costumbre tomó dos platos de sopa bien caliente y comió algo del frutero con forma de pato que su madre, generosa y sonriente, le acercó. A continuación, lavó y secó los platos y pocillos, se dirigió a su habitación para tomar una vieja chaqueta del armario y finalmente dijo rodeando la espalda de su madre con su musculoso brazo:

    —Ya vuelvo, viejita. Voy a salir

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