Punta de hoc
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está a punto de vivir.
Bajo una intensa tormenta, se topará con Alexander, un muchacho normando que durante la segunda guerra mundial ha atravesado un túnel en el tiempo en busca de ayuda.
Tras la fugaz aparición del muchacho, Martin encontrará la llave que le permitirá cruzar hasta aquel tiempo en busca de Alexander. Lo que no
sospecha es que se enfrentará a sus más oscuros miedos y a la terrible realidad de una guerra.
¿Qué pasaría si tuvieras el poder de cruzar el tiempo y el espacio?
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Punta de hoc - María Theresa Benítez
Prólogo
El cielo rojo del amanecer se derretía sobre nosotros, tiñendo de púrpura la tierra que pisábamos. A nuestro alrededor, los disparos y gritos se hacían cada vez más cercanos. Aquel sonido amargo del dolor nos ahogaba el aliento a cada paso y el silbido de las bombas antes de caer nos aceleraba el corazón obligándonos a encogernos. La muerte nos rodeaba por todas partes y el miedo se anudaba a nuestro cuello, impidiéndonos respirar.
—¿Cómo es tu mundo, Martin? —sonó débil la voz de Alexander.
A mi mente llegó el recuerdo de mi casa, mi ciudad, mi colegio, mi familia… «¡mi mundo!», pensé. ¡Qué ironía! Era el mismo mundo que el suyo, solo que, en mi tiempo, vivíamos sin guerra. Y, al mirarlo, vi tanto dolor en aquellos ojos, que incluso sentí remordimientos por lo que podía decirle.
—Pues… es un lugar maravilloso. Mamá siempre nos dice que somos muy afortunados –dije emocionado pensando en mi vida—, y hasta hoy no he sabido cuánta razón tenía al decirlo. Creo que nunca he valorado como ahora lo importante que es pasar una apacible y sencilla tarde de juegos en el parque con mi hermana o mis amigos.
Levanté la mirada y vi que su rostro se había inundado de lágrimas silenciosas.
—Yo tenía dos amigos con los que jugaba cada día… éramos inseparables —dijo con la mirada perdida—, pero hace mucho que no sé nada de ellos. A Paul se lo llevó su familia a Inglaterra huyendo de la invasión y a Mark lo ingresaron en un hospital, malherido, por darle una patada a una granada abandonada…
Su voz se entrecortó y sus labios comenzaron a temblar. Sus ojos, de aquel verde esmeralda como los prados de Normandía, se tornaron grises como campos de cenizas.
—¿En el futuro ya no hay guerra? —preguntó sin fuerzas.
Entonces pensé en las noticias de los últimos años, en las imágenes de guerras lejanas en otros países que aparecían reflejadas en la pantalla del televisor.
—Alemania es ahora un país en paz, pero las guerras siguen en otros países. Siempre aparecen dictadores queriéndose apoderar de una parte del mundo y secuaces que los apoyan, esperando sacar tajada. La crueldad de muchas personas aún perdura a través de los siglos…
Alexander se enjugó el llanto y me miró pensativo.
—¿Saben los niños de tu ciudad lo horrible e inhumana que es la guerra? ¿Lo sabías tú?
Levanté la mirada y contemplé la tierra agujereada de Punta de Hoc. Estaba tan llena de sangre, de muerte, tan herida. Miré a Alexander, tenía el miedo tan metido en el corazón que no creí que pudiera dormir tranquilo ni una noche más en toda su vida. Recordé mi barrio, mis amigos estarían en ese momento durmiendo apaciblemente en sus casas.
—No —respondí sin dudar—. Hemos crecido en un país sin guerra y vivimos tranquilos.
Alexander miró nostálgico a la lejanía como si quisiera buscar en sus recuerdos la imagen de años atrás, cuando corría feliz por aquel paraje junto a sus amigos. Aquel lugar tan bello donde había crecido agonizaba ahora en un mar de guerra y dolor. De repente, se volvió hacia mí cogiéndome por los hombros.
—Martin, cuando regreses cuéntales lo que es la guerra —me pidió—. Háblales del horror que estás viviendo.
Lo miré sorprendido y asustado. Aquella petición se me antojó muy grande para mí, pero era incapaz de negarle nada en aquel instante.
—Lo haré, Alexander. Lo haré —le aseguré decidido.
—¿Lo entiendes? –preguntó con ojos suplicantes—. ¡Solo así sabrán lo maravillosa que es una vida sin fusiles! Tienen que saber lo afortunados que son —dijo con un atisbo de sonrisa en su ya demacrado rostro.
Asentí con la cabeza mientras oíamos los gritos de varios soldados que habían caído tras la explosión de una granada. Aquellos gritos de dolor volvieron a hacernos temblar a ambos.
—No lo olvides Martin —me dijo atropellado mientras me agarraba fuerte del brazo—. Habla por mí, por mi padre, por mis amigos, por todos los que has conocido, por la sangre que nos rodea… ¡Por mi madre! —repetía angustiado mientras se le volvían a llenar de lágrimas aquellos ojos tan verdes—. ¡Recuérdalo, Martin! ¡Cuéntales lo que has vivido! ¡Tienes que contarlo!
Entonces, escuché el sonido de disparos acercándose a nosotros tan rápido, que algunas balas casi rozaron mi oído y grité asustado mientras caía de bruces contra el suelo. Grité tan fuerte como pude…
—¡Martin! ¡Martin, despierta hijo, has vuelto a tener otra pesadilla!
Cuando abrí los ojos, solo recordaba a mi amigo mirándome suplicante y repitiendo aquellas palabras:
—Cuéntalo, Martin. Cuéntales lo que has vivido…
Sin poder apartar aquella imagen de mi cabeza, me giré hacia mi madre con los ojos anegados en lágrimas y me refugié entre sus brazos llorando.
En memoria de Normandía
Hace frío. El viento sopla con fuerza anunciando la llegada del invierno. Tras los cristales, contemplo el macetero de piedra caliza que coloqué en el alféizar de mi ventana y que sembré de lavandas hasta el extremo de rebosarlo. Todas ellas se inclinan obligadas de un lado a otro, zarandeadas por la fuerza del vendaval.
Me gusta el olor de la lavanda. Me llena de recuerdos. Era el perfume favorito de mi amigo Alexander y, desde que lo conocí, también el mío.
Hace meses que terminó el verano y aún sigo teniendo pesadillas. En mi habitación, cuando la noche cae en brazos del silencio, regresa siempre a mis oídos el horrible cántico de muerte de las ametralladoras disparando contra los cuerpos que a duras penas escalaban el difícil acantilado y, en ocasiones, hasta siento que el suelo vibra bajo mis pies con la caída de cada una de las bombas, y oigo los gritos, los lamentos de los que caían bajo el fuego, y el espantoso olor a quemado. Ese insoportable sabor a rancio y a metálico que quedaba flotando en el ambiente.
Jamás olvidaré estas últimas vacaciones. No podría. Sé que el viento susurrará su recuerdo en mi alma, como un eco lejano y constante cada día de mi vida.
Nada me parece igual desde que he regresado al hogar con mis padres y mi hermana. Ahora me gusta pararme a mirarlos mientras deambulan por la casa y oír el sonido de sus voces… y, más que nunca, siento que es adorable estar junto a ellos y saborear su maravillosa compañía. Sin el devastador sonido de las bombas que ensordecen hasta las entrañas. Sin cañones ni fusiles que destruyan el apacible momento de reunir a la familia en torno a la mesa, para disfrutar de un sabroso plato guisado por las dulces manos de mi madre o de mi padre.
Me siento tan distinto, como si el mundo entero hubiese cambiado a mi alrededor. Y es que nada vuelve a ser igual después de haber vivido una guerra. Nada.
Mi nombre es Martin y a mis trece años he sido testigo de una aventura excepcional. Trágica y hermosa al mismo tiempo. Tan increíble que ha cambiado mi vida desde entonces y me ha enseñado el valor de la amistad, de vivir una vida en paz, de la fuerza que posee la unión entre todos los humanos si somos capaces de soltar, de una vez y para siempre, la implacable y eterna lucha entre el bien y el mal.
No sé si me creeréis, yo solo contaré lo que a mí me sucedió. Bueno, a mí y a la persona que conocí a través del agujero en el tiempo. Mi amigo Alexander. Él fue quien me pidió que relatara su historia en mi época y es por él por quien lo haré.
Llevo demasiadas semanas pensando cómo escribir esta increíble aventura, porque sé que a la mayoría de vosotros os sonará a algo inventado por la mente de un niño fantasioso. Y lo entiendo, porque incluso a mí mismo, en ocasiones, me lo sigue pareciendo. Pero no tengo más remedio que hacerlo. Le di mi palabra a un amigo y mi padre me ha enseñado que las personas de honor siempre cumplen su palabra. Siempre. Aunque honor sea una palabra olvidada en el lenguaje de los chicos de mi época.
Será difícil ser capaz de describir los sentimientos y las emociones que me invadieron a cada paso. Por eso os pido que intentéis poneros en la piel de Alexander para entender el dolor y la impotencia que sufrió. Solo a través de sus ojos entenderéis mejor lo que él quería que supierais. Lo que deseaba transmitiros. Puede que os parezca difícil o extraño, pero intentad imaginar que vuestras vidas se vieran de la noche a la mañana destruidas, bombardeadas, separadas de todo lo bello que ahora os rodea. Solo así entenderéis a todos los niños del mundo que sufren una guerra en su infancia. Como le sucedió a Alexander… Y a mí… Y como también podría sucederte a ti.
¿Quién sabe lo que nos tiene deparada la realidad a cada uno?
Yo jamás pensé que viviría una guerra, y menos aún una de un tiempo pasado. Ni imaginaba que se pudiera viajar en el tiempo. Sin embargo, sucedió. Esta es mi historia.
1. Un gran viaje
A finales de mayo, cuando la primavera no había abandonado aún el calendario, el intenso calor derretía el cielo sobre nosotros, golpeando el ambiente del sur de España con su infernal aliento. El verano anunciaba su llegada y mis padres buscaban un lugar al que viajar en vacaciones cuando termináramos la escuela.
Aún recuerdo cuando papá nos reunió en el salón a principios de junio. Llevaba una enorme sonrisa dibujada en su boca y un libreto de viajes en la mano derecha. En la izquierda, traía entrelazados sus dedos con los de mamá, a la que miró con ternura antes de dirigirse a mi hermana y a mí.
—Martin, Eva —dijo mirándonos a los dos con cara de satisfacción—, este año nos gustaría pasar nuestras vacaciones de verano en el noroeste de Francia, en Normandía.
Mi hermana Eva me miró con los ojos muy abiertos y la frente arrugada, mientras papá desplegaba ante nosotros un mapa de Francia.
—Hemos encontrado una casa aquí, junto a Punta de Hoc —dijo señalando con el dedo una zona costera.
Curiosos, mi hermana y yo acercamos la cabeza al mapa al mismo tiempo y tan deprisa que acabamos chocándonos. Algo que a mamá le hizo soltar una enorme carcajada que nos contagió a nosotros también.
—En francés se dice Pointe du Hoc —aclaró papá riéndose aún—, un acantilado situado en medio de las famosas playas del desembarco.
—¿Playas del desembarco? —preguntó mi hermana frotándose el golpe de la frente—. ¿Qué es eso papá?
—¿Recordáis la segunda guerra mundial? —intervino mamá.
Mi hermana puso cara de circunstancias.
—Sí. Era esa en la que encerraban a las personas en una especie de cárceles horribles y