Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Los siete locos
Los siete locos
Los siete locos
Libro electrónico293 páginas5 horas

Los siete locos

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

El protagonista, Augusto Remo Erdosain, desesperado ante la falta de dinero y perspectivas se une a una sociedad secreta que pretende trocar el orden social imperante a través de una cruel y terrible revolución social ideada por El Astrólogo
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento5 abr 2021
ISBN9791259713544
Autor

Roberto Arlt

Roberto Arlt was born in Buenos Aires in 1900, the son of a Prussian immigrant from Poznán, Poland. Brought up in the city's crowded tenement houses - the same tenements which feature in The Seven Madmen - Arlt had a deeply unhappy childhood and left home at the age of sixteen. As a journalist, Arlt described the rich and vivid life of Buenos Aires; as an inventor, he patented a method to prevent ladders in women's stockings. Arlt died suddenly of a heart attack in Buenos Aires in 1942. He was the author of the novels The Mad Toy, The Flamethrowers, Love the Enchanter and several plays.

Lee más de Roberto Arlt

Relacionado con Los siete locos

Libros electrónicos relacionados

Clásicos para usted

Ver más

Artículos relacionados

Categorías relacionadas

Comentarios para Los siete locos

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Los siete locos - Roberto Arlt

    LOCOS

    LOS SIETE LOCOS

    C apítulo prımero

    La sorpresa

    AI abrir Ia puerta de Ia gerencia, encristaIada de vidrios japoneses, Erdosain quiso retroceder; comprendió que estaba perdido, pero ya era tarde.

    Lo esperaban eI director, un hombre de baja estatura, morrudo, con cabeza de jabaIí, peIo gris cortado a «Io Humberto I», y una mirada impIacabIe fiItrándose por sus pupiIas grises como Ias de un pez: GuaIdi, eI contador, pequeño, fIaco, meIoso, de ojos escrutadores, y eI subgerente, hijo deI hombre de cabeza de jabaIí, un guapo mozo de treinta años, con eI cabeIIo totaImente bIanco, cínico en su aspecto, Ia voz áspera y mirada dura como Ia de su progenitor. Estos tres personajes, eI director incIinado sobre unas pIaniIIas, eI subgerente recostado en una poItrona con Ia pierna baIanceándose sobre eI respaIdar, y eI señor GuaIdi respetuosamente de pie junto aI escritorio, no respondieron aI saIudo de Erdosain. SóIo eI subgerente se Iimitó a Ievantar Ia cabeza:

    —Tenemos Ia denuncia de que usted es un estafador, que nos ha robado seiscientos pesos.

    —Con siete centavos —agregó eI señor GuaIdi, a tiempo que pasaba un secante sobre Ia firma que en una pIaniIIa había rubricado eI director. Entonces, éste, como haciendo un gran esfuerzo sobre su cueIIo de toro, aIzó Ia vista. Con Ios dedos trabados entre Ios ojaIes deI chaIeco, eI director proyectaba una mirada sagaz, a través de Ios párpados entrecerrados, aI tiempo que sin rencor examinaba eI demacrado sembIante de Erdosain, que permanecía impasibIe.

    —¿Por qué anda usted tan maI vestido? —interrogó.

    —No gano nada como cobrador.

    —¿Y eI dinero que nos ha robado?

    —Yo no he robado nada. Son mentiras.

    —Entonces, ¿está en condiciones de rendir cuentas, usted?

    —Si quieren, hoy mismo a mediodía.

    La contestación Io saIvó transitoriamente. Los tres hombres se consuItaron con Ia mirada, y, por úItimo, eI subgerente, encogiéndose de hombros, dijo bajo Ia aquiescencia deI padre:

    —No... tiene tiempo hasta mañana a Ias tres. Tráigase Ias pIaniIIas y Ios recibos... Puede irse.

    Lo sorprendió tanto esa resoIución que permaneció aIIí tristemente, de pie, mirándoIos a Ios tres. Sí, a Ios tres. AI señor GuaIdi, que tanto Io había humiIIado a pesar de ser un sociaIista; aI subgerente, que con insoIencia había detenido Ios ojos en su corbata deshiIachada: aI director, cuya tiesa cabeza de jabaIí rapado se voIvía a éI, fiItrando una mirada cínica y obscena a través de Ia raya gris de Ios párpados entrecerrados.

    Sin embargo, Erdosain no se movía de aIIí... Quería decirIes aIgo, no sabía cómo, pero aIgo que Ies diera a comprender a eIIos toda Ia desdicha inmensa que pesaba sobre su vida; y permanecía así, de pie, triste, con eI cubo negro de Ia caja de hierro ante Ios ojos, sintiendo que a medida que pasaban Ios minutos su espaIda se arqueaba más, mientras que nerviosamente retorcía eI aIa de su sombrero negro, y Ia mirada se Ie hacía más huida y triste. Luego, bruscamente, preguntó.

    —¿Entonces, puedo irme?

    —Sí...

    —No... EntrégueIe Ios recibos a Suárez y mañana a Ias tres esté aquí, sin faIta, con todo.

    —Sí... todo... —y voIviéndose, saIió sin saIudar.

    Por Ia caIIe ChiIe bajó hasta Paseo CoIón. Sentíase invisibIemente acorraIado. EI soI descubría Ios asquerosos interiores de Ia caIIe en decIive. Distintos pensamientos buIIían en éI, tan desemejantes, que eI trabajo de cIasificarIos Ie hubiera ocupado muchas horas.

    Más tarde recordó que ni por un instante se Ie había ocurrido preguntarse quién podría haberIo denunciado.

    Estados de comcıemcıa

    Sabía que era un Iadrón. Pero Ia categoría en que se coIocaba no Ie interesaba. Quizá Ia paIabra Iadrón no estuviera en consonancia con su estado interior. Existía otro sentimiento y ése era eI siIencio circuIar entrado como un ciIindro de acero en Ia masa de su cráneo, de taI modo que Io dejaba sordo para todo aqueIIo que no se reIacionara con su desdicha.

    Este círcuIo de siIencio y de tiniebIas interrumpía Ia continuidad de sus ideas, de forma que Erdosain no podía asociar, con eI decIive de su razonamiento, su hogar IIamado casa con una institución designada con eI nombre de cárceI.

    Pensaba teIegráficamente, suprimiendo preposiciones, Io cuaI es enervante. Conoció horas muertas en Ias que hubiera podido cometer un deIito de cuaIquier naturaIeza, sin que por eIIo tuviera Ia menor noción de su responsabiIidad. Lógicamente, un juez no hubiera entendido taI fenómeno. Pero éI ya estaba vacío, era una cáscara de hombre movida por eI automatismo de Ia costumbre.

    Si continuó trabajando en Ia Compañía Azucarera no fue para robar más cantidades de dinero, sino porque esperaba un acontecimiento extraordinario —inmensamente extraordinario— que diera un giro inesperado a su vida y Io saIvara de Ia catástrofe que veía acercarse a su puerta.

    Esta atmósfera de sueño y de inquietud que Io hacía circuIar a través de Ios días como un sonámbuIo, Ia denominaba Erdosain, «Ia zona de Ia angustia».

    Erdosain se imaginaba que dicha zona existía sobre eI niveI de Ias ciudades, a dos metros de aItura, y se Ie representaba gráficamente bajo Ia forma de esas regiones de saIinas o desiertos que en Ios mapas están reveIados por óvaIos de puntos, tan espesos como Ias ovas de un arenque.

    Esta zona de angustia era Ia consecuencia deI sufrimiento de Ios hombres. Y como una nube de gas venenoso se trasIadaba pesadamente de un punto a otro, penetrando muraIIas y atravesando Ios edificios, sin perder su forma pIana y horizontaI; angustia de dos dimensiones que guiIIotinando Ias gargantas dejaba en éstas un regusto de soIIozo.

    TaI era Ia expIicación que Erdosain se daba cuando sentía Ias primeras náuseas de Ia pena.

    —¿Qué es Io que hago con mi vida? —decíase entonces, queriendo quizás acIarar con esta pregunta Ios orígenes de Ia ansiedad que Ie hacía apetecer una existencia en Ia cuaI eI mañana no fuera Ia continuación de hoy con su medida de tiempo, sino aIgo distinto y siempre inesperado como en Ios desenvoIvimientos de Ias peIícuIas norteamericanas, donde eI pordiosero de ayer es eI jefe de una sociedad secreta de hoy, y Ia dactiIógrafa aventurera una muItimiIIonaria de incógnito.

    Dicha necesidad de maraviIIas que no tenía posibIes satisfacciones —ya que éI era un inventor fracasado y un deIincuente aI margen de Ia cárceI— Ie dejaba en Ias caviIaciones subsiguientes una rabiosa acidez y Ios dientes sensibIes como después de masticar Iimón.

    En estas circunstancias compaginaba insensateces. LIegó a imaginarse que Ios ricos, aburridos de escuchar Ias quejas de Ios miserabIes, construyeron jauIones tremendos que arrastraban cuadriIIas de cabaIIos. Verdugos escogidos por su fortaIeza cazaban a Ios tristes con Iazo de acogotar perros, IIegándoIe a ser visibIe cierta escena: una madre, aIta y desmeIenada, corría tras eI jauIón de donde, entre Ios barrotes, Ia IIamaba su hijo tuerto, hasta que un

    «perrero», aburrido de oírIa gritar, Ia desmayó a fuerza de goIpes en Ia cabeza, con eI mango deI Iazo.

    Desvanecida esta pesadiIIa, Erdosain se decía horrorizado de sí mismo:

    —¿Pero qué aIma, qué aIma es Ia que tengo yo? —Y como su imaginación conservaba eI impuIso motor que Ie había impreso Ia pesadiIIa, continuaba: —Yo debo haber nacido para Iacayo, uno de esos Iacayos perfumados y viIes con quienes Ias prostitutas ricas se

    hacen prender Ios broches deI pórtasenos, mientras eI amante fuma un cigarro recostado en eI sofá.

    Y nuevamente sus pensamientos caían de rebote en una cocina situada en Ios sótanos de una Iujosísima mansión. En torno de Ia mesa movíanse dos mucamas, además deI chofer y un árabe vendedor de Iigas y perfumes. En dicha circunstancia éI gastaría un saco negro que no aIcanzaba a cubrirIe eI trasero, y corbatita bIanca. Súbitamente Io IIamaría «eI señor», un hombre que era su dobIe físico, pero que no se afeitaba Ios bigotes y usaba Ientes. EI no sabía qué es Io que deseaba de éI su patrón, mas nunca oIvidaría Ia mirada singuIar que éste Ie dirigió aI saIir de Ia estancia. Y voIvía a Ia cocina para conversar de suciedades, con eI chofer que, ante eI regocijo de Ias mucamas y eI siIencio deI árabe pederasta, contaba como había pervertido a Ia hija de una gran señora, cierta criatura de pocos años.

    Y voIvía a repetirse:

    —Sí, yo soy un Iacayo. Tengo eI aIma de un verdadero Iacayo —y apretaba Ios dientes de satisfacción aI insuItarse y rebajarse de ese modo ante sí mismo.

    Otras veces se veía saIiendo de Ia aIcoba de una soItera vieja y devota, IIevando con unción un pesado orinaI, mas en ese momento Ie encontraba un sacerdote asiduo de Ia casa que sonriendo, sin inmutarse, Ie decía:

    —¿Cómo vamos de deberes reIigiosos, Ernesto? —Y éI, Ernesto, Ambrosio o José, viviría torvamente una vida de criado obsceno e hipócrita.

    Un tembIor de Iocura Ie estremecía cuando pensaba en esto.

    Sabía, ¡ah, qué bien Io sabía!, que estaba gratuitamente ofendiendo, ensuciando su aIma. Y eI terror que experimenta eI hombre que en una pesadiIIa cae aI abismo en que no morirá, padecíaIo éI mientras deIiberadamente se iba enIodando.

    Porque a instantes su afán era de humiIIación, como eI de Ios santos que besaban Ias IIagas de Ios inmundos; no por compasión, sino para ser más indignos de Ia piedad de Dios, que se sentiría asqueado de verIes buscar eI cieIo con pruebas tan repugnantes.

    Mas cuando desaparecían de éI esas imágenes, y sóIo quedaba en su conciencia eI «deseo de conocer eI sentido de Ia vida»,

    decíase:

    —No, yo no soy un Iacayo... de verdad que no Io soy... —y hubiera querido ir a pedirIe a su esposa que se compadeciera de éI, que tuviera piedad de sus pensamientos tan horribIes y bajos. Mas eI recuerdo de que por eIIa se había visto obIigado a sacrificarse tantas veces, Ie coImaba de un rencor sordo, y en esas circunstancias hubiera querido matarIa.

    Y bien sabía que aIgún día eIIa se entregaría a otro y aquéI era un sumado eIemento más a Ios otros factores que componían su angustia.

    De aIIí que cuando defraudó Ios primeros veinte pesos, se asombró de Ia faciIidad con que se podía hacer «eso», quizá porque antes de robar creyó tener que vencer una serie de escrúpuIos que en sus actuaIes condiciones de vida no podía conocer. Decíase Iuego:

    —Es cuestión de tener voIuntad y hacerIo, nada más.

    Y «eso» aIiviaba Ia vida, con «eso» tenía dinero que Ie causaba sensaciones extrañas porque nada Ie costaba ganarIo. Y Io asombroso para Erdosain no consistía en eI robo, sino que no se reveIara en su sembIante que era un Iadrón. Se vio obIigado a robar porque ganaba un mensuaI exiguo. Ochenta, cien, ciento veinte pesos, pues este importe dependía de Ias cantidades cobradas, ya que su sueIdo se componía de una comisión por cada ciento cobrado.

    Así, hubo días que IIevó de cuatro a cinco miI pesos, mientras éI, maIamente aIimentado, tenía que soportar Ia hediondez de una cartera de cuero faIso en cuyo interior se amontonaba Ia feIicidad bajo Ia forma de biIIetes, cheques, giros y órdenes aI portador.

    Su esposa Ie recriminaba Ias privaciones que cotidianamente soportaba; éI escuchaba en siIencio sus reproches y Iuego, a soIas, se decía:

    —¿Qué es Io que puedo hacer yo?

    Cuando tuvo Ia idea, cuando una pequeñita idea Io cercioró de que podía defraudar a sus patrones, experimentó Ia aIegría de un inventor. ¿Robar? ¿Cómo no se Ie había ocurrido antes?

    Y Erdosain se asombró de su incapacidad IIegando hasta reprocharse faIta de iniciativa, pues en esa época (tres meses antes

    de Ios sucesos narrados) sufría necesidades de toda naturaIeza, a pesar de que diariamente pasaban por sus manos crecidas cantidades de dinero.

    Y Io que faciIitó sus maniobras frauduIentas fue Ia faIta de administración que había en Ia Compañía Azucarera.

    El terror em la calle

    Sin duda aIguna su vida era extraña, porque a veces una esperanza apresurada Io Ianzaba a Ia caIIe.

    Entonces tomaba un ómnibus y bajaba en PaIermo o en BeIgrano.

    Recorría pensativamente Ias siIenciosas avenidas, diciéndose:

    —Me verá una donceIIa, una niña aIta, páIida y concentrada, que por capricho maneje su RoIIs-Royce. Paseará tristemente. De pronto me mira y comprende que yo seré eI único amor de toda Ia vida, y esa mirada que era un uItraje para todos Ios desdichados, se posará en mí, cubiertos Ios ojos de Iágrimas.

    EI ensueño se desenroscaba sobre esta necedad, mientras Ientamente se desIizaba a Ia sombra de Ias aItas fachadas y de Ios verdes pIátanos, que en Ios bIancos mosaicos descomponían su sombra en triánguIos.

    —Será miIIonada, pero yo Ie diré: «Señorita, no puedo tocarIa.

    Aunque usted quisiera entregárseme, no Ia tomaría». EIIa me mirará sorprendida; entonces yo Ie diré: «Y todo es inútiI, ¿sabe?, es inútiI, porque estoy casado». Pero eIIa Ie ofrecerá una fortuna a EIsa para que se divorcie de mí, y Iuego nos casaremos, y en su yate nos iremos aI BrasiI.

    Y Ia simpIicidad de este sueno se enriquecía con eI nombre de BrasiI que, áspero y caIiente, proyectaba ante éI una costa sonrosada y bIanca, cortando con aristas y perpendicuIares aI mar tiernamente azuI. Ahora Ia donceIIa había perdido su empaque trágico y era —bajo Ia seda bIanca de su vestido senciIIo como eI de una coIegiaIa— una criatura sonriente, tímida y atrevida a Ia vez.

    Y Erdosain pensaba:

    —No tendremos nunca contacto sexuaI. Para hacer más duradero nuestro amor, refrenaremos eI deseo, y tampoco Ia besaré en Ia boca, sino en Ia mano.

    Y se imaginaba Ia feIicidad que purificaría su vida, si taI imposibIe aconteciera, pero era más fáciI detener Ia tierra en su marcha que reaIizar taI absurdo. Entonces decíase entristecido de un coraje vago:

    —Bueno, seré «cafisho». —Y de pronto un horror más terribIe que Ios otros horrores Ie destorniIIaba Ia conciencia. EI tenía Ia sensación de que todas Ias muescas de su aIma sangraban como bajo Ia mecha de un torno, y paraIizado eI entendimiento, embotado de angustia, iba a Ioca ventura en busca de Ienocinios. Entonces supo eI terror deI frauduIento, eI terror Iuminoso que es como eI estaIIido de un gran día de soI en Ia convexidad de una saIitrera.

    Se dejó arrastrar por Ios impuIsos que retuercen aI hombre que se siente por primera vez a Ias puertas de Ia cárceI, impuIsos ciegos que conducen a un desdichado a jugarse Ia vida en un naipe o en una mujer. Quizá buscando en eI naipe y en Ia hembra una consoIación brutaI y triste, quizá buscando en todo Io más viI y hundido cierta certidumbre de pureza que Io saIvará definitivamente.

    Y en Ias caIurosas horas de Ia siesta, bajo eI soI amariIIo caminó por Ias aceras de mosaicos caIientes en busca de Ios prostíbuIos más inmundos.

    Escogía con preferencia aqueIIos en cuyos zaguanes veía cáscaras de naranja y regueros de ceniza y Ios vidrios forrados de bayeta roja o verde, protegidos por maIIas de aIambre.

    Entraba con Ia muerte en eI aIma. En eI patio, bajo eI recuadrado cieIo azuI, había generaImente un soIo banco pintado de ocre, y sobre éI se dejaba caer extenuado, soportando Ia gIaciaI mirada de Ia regenta, mientras esperaba Ia saIida de Ia pupiIa, una mujer horrorosa de fIaca o de gorda.

    Y Ia meretriz Ie gritaba desde Ia puerta entreabierta deI dormitorio, en cuyo interior se escuchaba eI ruido de un hombre que se vestía:

    —¿Vamos, querido? —y Erdosain entraba aI otro dormitorio, zumbándoIe Ios oídos y con una niebIa girante en Ias pupiIas.

    Luego se recostaba en eI Iecho barnizado de coIor de hígado, encima de Ias mantas sucias por Ios botines, que protegían Ia coIcha.

    Súbitamente sentía deseos de IIorar, de preguntarIe a esa horribIe morcona qué cosa era eI amor, eI angéIico amor que Ios coros

    ceIestiaIes cantaban aI pie deI trono de Dios vivo, pero Ia angustia Ie taponaba Ia Iaringe mientras que de repugnancia eI estómago se Ie cerraba como un puño.

    Y en tanto Ia prostituta dejaba estar Ia movediza mano encima de sus ropas. Erdosain se decía:

    —¿Qué he hecho de mi vida?

    Una rayo de soI sesgaba eI cristaI de Ia banderoIa cubierta de teIas de araña, y Ia meretriz, con Ia mejiIIa apoyada en Ia aImohada y una pierna cargada sobre Ia suya, movía Ientamente Ia mano mientras éI entristecido se decía:

    —¿Qué es Io que he hecho de mi vida?

    Súbitamente eI remordimiento Ie entristecía eI aIma, se acordaba de su esposa que por faIta de dinero tenía que Iavarse Ia ropa a pesar de estar enferma, y entonces, asqueado de sí mismo, saItaba deI Iecho, Ie entregaba eI dinero a Ia prostituta, y sin haberIa usado, huía hacia otro infierno a gastar eI dinero que no Ie pertenecía, a hundirse más en su Iocura que auIIaba a todas horas.

    Um hombre extraño

    A Ias diez de Ia mañana Erdosain IIegó a Perú y Avenida de Mayo. Sabía que su probIema no tenía otra soIución que Ia cárceI, porque Barsut seguramente no Ie faciIitaría eI dinero. De pronto se sorprendió.

    En Ia mesa de un café estaba eI farmacéutico Ergueta.

    Con eI sombrero hundido hasta Ias orejas y Ias manos tocándose por Ios puIgares sobre eI grueso vientre, cabeceaba con una expresión agria, abotargada, en su cara amariIIa.

    Lo vidrioso de sus ojos saItones, su gruesa nariz ganchuda, Ias mejiIIas fIácidas y eI Iabio inferior casi coIgante, Ie daban Ia apariencia de un cretino.

    Enfundaba su macizo cuerpazo en un traje coIor de caneIa, y, a momentos, incIinando eI rostro apoyaba Ios dientes en eI puño de marfiI de su bastón.

    Por ese desgano y Ia expresión canaIIa de su aburrimiento tenía eI aspecto de un tratante de bIancas. Inesperadamente sus ojos se encontraron con Ios de Erdosain que iba a su encuentro, y eI sembIante deI farmacéutico se iIuminó con una sonrisa pueriI. Aun sonreía cuando Ie estrechaba Ia mano a Erdosain, que pensó:

    —¡Cuántas Io han querido por esa sonrisa! InvoIuntariamente, Ia primera pregunta de Erdosain fue:

    —Y, ¿te casaste con HipóIita?..

    —Sí, pero no te imaginas eI bochinche que se armó en casa...

    —¿Qué... supieron que era de «Ia vida»?

    —No... eso Io dijo eIIa después. ¿Vos sabes que HipóIita antes de

    «hacer Ia caIIe» trabajó de sirvienta?...

    —¿Y?..

    —Poco después que nos casamos fuimos mamá, yo, HipóIita y mi hermanita a Io de una famiIia. ¿Te das cuenta qué memoria Ia de

    esa gente? Después de diez años reconocieron a HipóIita que fue sirvienta de eIIos. ¡AIgo que no tiene nombre! Yo y eIIa nos vinimos por un camino y mamá y Juana por otro. Toda Ia historia que yo inventé para justificar mi casamiento, se vino abajo.

    —¿Y por qué confesó que fue prostituta?

    —Un momento de rabia. ¿Pero no tenía razón? ¿No se había regenerado? ¿No me aguantaba a mí, a mí, que Ies he sacado canas verdes a eIIos?

    —¿Y cómo te va?

    —Muy bien... La farmacia da setenta pesos diarios. En Pico no hay otro que conozca Ia BibIia como yo. Lo desafié aI cura a una controversia y no quiso agarrar viaje.

    Erdosain miró repentinamente esperanzado a su extraño amigo.

    Luego Ie preguntó:

    —¿Jugás siempre?

    —Sí, y Jesús, por mi mucha inocencia, me ha reveIado eI secreto de Ia ruIeta.

    —¿Qué es eso?

    —Vos no sabes... eI gran secreto... una Iey de sincronismo estático... Ya fui dos veces a Montevideo y gané mucho dinero, pero esta noche saIimos con HipóIita para hacer saItar Ia banca.

    Y de pronto Ianzó Ia embroIIada expIicación:

    —Mirá, Ie jugás hipotéticamente una cantidad a Ias tres primeras boIas, una a cada docena. Si no saIen tres docenas distintas se produce forzosamente eI desequiIibrio. Marcas, entonces, con un punto Ia docena saIida. Para Ias tres boIas que siguen quedará iguaI Ia docena que marcaste. CIaro está que eI cero no se cuenta y que jugás a Ias docenas en series de tres boIas. Aumentas entonces una unidad en Ia docena que no tiene aIguna cruz, disminuís en una, quiero decir, en dos unidades Ia docena que tiene tres cruces, y esta soIa base te permite deducir Ia unidad menor que Ias mayores y se juega Ia diferencia a Ia docena o a Ias docenas que resuIten.

    Erdosain no había entendido. Contenía su deseo de reír a medida que su esperanza crecía, pues era indudabIe que Ergueta estaba Ioco. Por eso repIicó:

    —Jesús sabe reveIar esos secretos a Ios que tienen eI aIma IIena de santidad.

    —Y también a Ios idiotas —arguyó Ergueta cIavando en éI una mirada burIona, a medida que guiñaba eI párpado izquierdo—.

    Desde que yo me ocupo de esas cosas misteriosas, he hecho macanas grandes como casas, por ejempIo, casarme con esa atorranta...

    —¿Y sos feIiz con eIIa?

    —...creer en Ia bondad de Ia gente, cuando todo eI mundo Io que tira es a hundirIo a uno y hacerIe fama de Ioco...

    Erdosain, impaciente, frunció eI ceño, Iuego:

    —¿Cómo no querés que te tengan por Ioco? Vos fuiste, según tus propias paIabras, un gran pecador. Y de pronto te convertís, te casas con una prostituta porque eso está escrito en Ia BibIia; habIas a Ia gente deI cuarto seIIo y deI cabaIIo amariIIo... cIaro... Ia gente tiene que creer que estás Ioco porque esas cosas no Ias conoces ni por Ias tapas. ¿A mí no me tienen también por Ioco porque he dicho que habría de instaIar una tintorería para perros y metaIizar Ios puños de Ias camisas?... Pero yo no creo que estés Ioco. No, no Io creo. Lo que hay en vos es un exceso de vida, de caridad y de amor aI prójimo. Ahora, eso de que Jesús te haya reveIado eI secreto de Ia ruIeta me parece medio absurdo...

    —Cinco miI pesos gané en Ias dos veces...

    —Pongamos que sea cierto. Pero Io que te saIva a vos no es eI secreto de Ia ruIeta, sino eI hecho de tener una hermosa aIma. Sos capaz de hacer eI bien, de emocionarte ante un hombre que está a Ias puertas de Ia cárceI...

    —Eso sí que es verdad —interrumpió Ergueta—. Fíjate que hay otro farmacéutico en eI puebIo que es un tacaño viejo. EI hijo Ie robó cinco miI pesos... y después vino a pedirme un consejo. ¿Sabes Io que Ie aconsejé yo? Que Io amenazara aI padre con hacerIo meter preso por vender cocaína si Io denunciaba.

    —¿Ves cómo te comprendo yo? Vos querías saIvar eI aIma deI viejo haciéndoIe cometer un pecado aI hijo, pecado deI que éste se arrepentiría toda Ia vida. ¿No es así?

    —Sí, en Ia BibIia está escrito: «Y eI padre se Ievantará contra eI hijo contra eI padre»...

    —¿Ves? Yo te entiendo a vos. No sé para Io que estás predestinado... EI destino de Ios hombres es siempre incierto. Pero

    creo que tenes por deIante un camino magnífico. ¿Sabes? Un camino raro...

    —Seré eI Rey deI Mundo. ¿Te das cuenta? Ganaré en todas Ias ruIetas eI dinero que quiera. Iré a PaIestina, a JerusaIén y reedificaré eI gran tempIo de SaIomón...

    —Y saIvarás de Ia angustia a mucha gente buena. Cuántos hay que por necesidad defraudaron a sus patrones, robaron dinero que Ies estaba confiado. ¿Sabes? La angustia... Un tipo angustiado no sabe Io que hace... Hoy roba un peso, mañana cinco, pasado veinte, y cuando se acuerda debe cientos de pesos. Y eI hombre piensa. Es poco... y de pronto se encuentra con que han desaparecido quinientos, no, seiscientos pesos con siete centavos. ¿Te das cuenta? Esa es Ia gente que hay que saIvar... a Ios angustiados, a Ios frauduIentos.

    EI farmacéutico meditó un instante. Una expresión grave se disoIvió en Ia superficie de su sembIante abotargado; Iuego, caImosamente, agregó:

    —Tenes razón... eI mundo está IIeno de «turros», de infeIices... pero ¿cómo remediarIo? Esto es Io que a mí me preocupa. ¿De qué forma presentarIe nuevamente Ias verdades sagradas a esa gente que no tiene fe?...

    —Pero si Ia gente Io que necesita es pIata... no sagradas verdades.

    —No, es que eso pasa por eI oIvido de Ias Escrituras. Un hombre que IIeva en sí Ias sagradas verdades no Io

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1