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Paredes de aire
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Libro electrónico124 páginas2 horas

Paredes de aire

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En un tiempo en que las imágenes nos acosan, volver a encontrarnos con el poder de la palabra y el arte del narrador puede ser toda una experiencia. A ese orden pertenecen las historias de M. G. Burello.

Ocurren en sitios tan dispares como una portería, una trinchera, un pueblo inundado, un crucero y una aldea tibetana. Quienes las cuentan son sus propios protagonistas, por momentos diríamos más inclinados al soliloquio que a la crónica. El lector tendrá que poner algo de su parte si quiere descifrar cuáles son los hechos de los que le hablan. Si atiende a los monólogos, puede que se reconozca en una escena de paranoia cotidiana; quizás se sorprenda cuando sepa que el impostor era un benefactor.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento17 sept 2021
ISBN9789875995895
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    Paredes de aire - Marcelo G. Burello

    M. G. Burello

    Paredes de aire

    Fotografía de tapa: Daniel Prync.

    ©Libros del Zorzal, 2019

    Buenos Aires, Argentina

    Printed in Argentina

    Hecho el depósito que previene la Ley 11.723

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    Accettò quella tacita legge di separazione

    come accettava il resto.

    Viveva in mezzo a pareti d’aria.

    Cesare Pavese, Il carcere

    Índice

    Los muertos nadan | 6

    En la trinchera | 23

    Leyenda urbana | 45

    Un incidente contradictorio | 58

    Ante el fin de los tiempos | 89

    Los muertos nadan

    Pueblo del sur de la llanura pampeana.

    Mediados del siglo xx.

    Los muertos no nadan, digo. Pero podrían, me dicen los niños. Pienso en el hueso que tengo escondido en la caja (metacarpiano o falange, todavía no lo sé) y me callo, o trato de cambiar de tema. Pero es difícil hablar de otra cosa en estos días de incertidumbre y calamidad. Y callarse es siempre para peor, estimo, porque implica aceptar lo inadmisible. Parece que algunos de los padres de los chicos piensan en serio que con mucha agua en el ataúd el cadáver de turno sale nadador a la fuerza. O al menos que sale flotando del féretro, lo que ya sería bastante, aunque no califique como disciplina olímpica, sino como mera morbosidad. ¿Y qué otra cosa puede impactar más a la mente infantil que la imagen de un esqueleto despellejado flotando en el agua?

    Todo este trastorno es por la canalización, desde ya. Y por la subsecuente inundación que provocó. Como es historia, si no leyenda, el cementerio viejo estaba en medio de un bajío al otro lado del arroyo, un riacho que se angostaba e inflaba con una cierta regularidad estacional. Sucesivos loteos de tierras circundantes impedían extender ese camposanto, que databa de la época fundacional y que además no tenía nichos ni crematorios (muy modernos para entonces). De modo que o se invertía del erario público y se edificaban esas instalaciones para no tener que seguir depositando cuerpos en sentido horizontal, o se procuraba una alternativa viable. Y puesto que el pueblo había ido creciendo y aquel terreno era cada vez más un erial abandonado, con algunas tumbas sin lápidas y casi todas las lápidas sin flores, la razón aconsejó la creación de otro cementerio, de este lado del arroyo. El día que inauguraron el lugar hubo una especie de celebración, a falta de otra cosa que festejar. Un funcionario municipal se hizo presente, incluso, y pomposamente se refirió al nuevo predio como necrópolis, ante las gruesas risotadas de paisanos y borrachines. Desde entonces ya nadie de por aquí tuvo derecho a que sus huesos yacieran cerca de los de sus ancestros: ahora a los fallecidos se los despachaba procedimentalmente a las nuevas parcelas, dado que la ley mandaba acomodarse en ellas y no se le hace un feo al sepulcro prescripto.

    Poco después, no contentos con eso, los del gobierno hicieron la polémica canalización. Sin expedientes oficiales que ver o discursos de autoridades que oír, prevalecieron rumores de toda índole para dar cuenta de tan inusitada obra en un páramo relegado como el nuestro. Era por el riego, para abastecer los cultivos de la zona. No: era porque tierra adentro se inundaba y había que ayudar al drenaje hacia la costa. No: iban a construir una ruta, o una fábrica, o algo que requiere mucho material, mucho cemento, hormigón, arena, acero, cosas pesadas. Lo cierto es que en pleno furor de teorías explicativas, mientras las opiniones se dividían sin fundamentos sólidos, canalizaron el arroyo. Por obra y gracia de la ingeniería hidráulica, todo el tramo fluvial cercano a nosotros quedó encorsetado entre dos muros de cemento en un par de meses; ahora un fino hilo de agua discurría de continuo por el medio, casi ajeno a cualquier fenómeno climático. Y una vez terminado ese acotado emprendimiento, uno de cuyos operarios se aquerenció conmigo y se quedó a vivir un tiempo en mi casa, no aparecieron ni la ruta ni la fábrica ni la eventual construcción pesada. Sólo quedó un flaco arroyo fluyendo por un canal de unos pocos kilómetros de extensión, acaso conectado río arriba y río abajo con otros acueductos similares, o acaso solitario, un tramo de torrente disciplinado en medio de tanta salvajumbre, como un tutor de un árbol o una férula en un hueso fracturado (la imagen del hueso me viene a la mente fácil).

    Y recién entonces pasó lo que era imposible, o posible, o fatídicamente necesario, según la perspectiva de quien lo planteara y el momento del día en que se formulara el razonamiento: el cementerio viejo, con sus tumbas sin nombre ni flores, se empezó a llenar de barro… Es que con el otoño vienen los vientos y las lluvias (siempre escasas, por cierto), y ese suelo reseco, que daba la sensación de que podría tragar agua sin fin, de pronto empezó a anegarse, indigestado al recibir toda la dosis pluvial de golpe y ya sin desagüe posible. Una mañana, alguien que pasaba dio el aviso de que aquel terreno sagrado se estaba llenando de charcos; algunos vecinos fueron a ver, pasado el mediodía, cuando las actividades cesan (más cesantes todavía de lo que son cuando están realmente en funciones); y a la tarde la zona ya era un barrial. Enseguida la mayoría de los pobladores se alarmó, pese a su natural cansino, y la alegría de las primeras lluvias después del tórrido verano duró bien poco. Más allá de los predecibles y escasos bromistas, que probablemente no tenían familiares enterrados allí, las gentes se agarraban la cabeza y exigían soluciones, explicaciones, reparaciones, compensaciones, restituciones. Una tarde llegó otro funcionario, que alegaba ser el secretario de alguien supuestamente importante, o influyente, y tras una rápida inspección resguardada por un magro cordón policial (el pueblo contaba con un destacamento de dos agentes, que se turnaban de a ratos), se escudó pretextando que la canalización no podía tener que ver con esa desgracia y que sin duda pronto alguien (al parecer no él, ni tampoco su influyente superior) tomaría cartas en el asunto. Los reclamos de los vecinos que se sentían directamente perjudicados recorrían el amplio espectro que va de la indignación exaltada al murmullo desdeñoso, y las variadas propuestas de solución consistían en drenar aquel terreno de inmediato para dejar a los muertos en paz de una vez, o trasplantar los cadáveres al segundo cementerio, o bien exhumar los restos de todos los cuerpos y proceder a su cremación instantánea; todas dichas propuestas, por cierto, incluían una indemnización para los deudos, idea instilada desinteresadamente por el almacenero —que no tenía ningún pariente difunto involucrado en el pleito— y secundada por un par de prósperos agricultores de la región.

    Mientras se presupone que alguien hace algo en algún lugar para paliar la situación, el viejo cementerio se ha ido volviendo un pantano en sus propios términos, y parece que los involucrados no pueden dejar de pensar que el cuerpo del abuelo materno o la bisabuela paterna está húmedo, mojado, ahogado dentro de su propio féretro, aunque no lo hayan visitado jamás, para llevarle unas flores y desmalezar el lugar, y en definitiva no quieran aceptar que todo, absolutamente todo, la madera del cajón y la piel y la carne y hasta la osamenta, ya está descompuesto (quizás no las manijas y bisagras del ataúd, si las tenía, y el pelo y algún otro tejido del finado, que estarán entreverados con tierra y raíces). Y tengo que oír a mis alumnos diciendo, entre chanzas y veras, que los muertos van a salir nadando en cualquier momento. Y la única maestra de escuela del lugar tiene la obligación moral de desactivar habladurías, mitos, equívocos. Incluso aunque en sueños tenga esas mismas visiones (por suerte no demasiado a menudo) y aunque en su casa, en una caja de tizas, tenga guardado un huesito de la mano de un difunto salido de ahí; es más: especialmente porque tiene guardada esa reliquia, mitad grotesca, mitad atroz. No nadan, repito, están muertos. Hace mucho. De hecho, ya no son nada. Se desintegraron. No hay que hacer chistes con estas cosas, digo. Tampoco es para rasgarse las vestiduras: todos algún día pasaremos a mejor vida, como quien dice. Pero entonces veo que algunos chicos, sobre todo los de primero y segundo grado, son demasiado pequeños para entender la dimensión del problema: la imagen del cadáver de un anciano putrefacto que aparece flotando por el arroyo no es menos atroz ni bizarra, a fin de cuentas, que la noción de que todo en él se ha volatilizado como por arte de magia. Y mi explicación de que los seres humanos básicamente estamos compuestos de agua no ayuda en nada y confunde más, y ningún funcionario vuelve a venir a dar la cara, y todos los padres de los niños quieren dormir tranquilos, primero, y después, cuando se pueda, ya que estamos, cobrar resarcimientos.

    Con el correr de los días, advierto que la consternación va cambiando de modulaciones. En el aula, a través de los niños, o cuando hago las compras en los negocios, o por la calle, con el polvo caliente que se pega en los labios, empiezo a distinguir cierto desfasamiento en las reacciones, como si cada individuo tuviera un tiempo propio para desarrollar un proceso idiosincrásico, único, de duelo, o de reconversión religiosa. Un proceso que en todos los adultos por igual tiende a desembocar paulatinamente en el mismo síntoma: el enmudecimiento. Por ejemplo: los primeros que hacían chistes han sido los primeros en dejar de hablar del tema. Los que al principio se mostraban mucho más exasperados, en cambio, se van automatizando en ciertas conductas reactivas: sacuden los brazos, de cuando en cuando, o bien alzan la mirada hacia el viejo camposanto y chasquean los dientes, dando por sobreentendido su fastidio; se conoce que la expectativa de un resarcimiento económico en algo los consuela. Y los más crédulos (incluyendo algunos que pronto,

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