Las puertas del infierno también son verdes
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Las puertas del infierno también son verdes - Cristóbal Armando
Nota al lector
Durante el crudo invierno de 1986, llegó un viajero al Moscú soviético, que lo recibió con gélidas temperaturas de varios dígitos bajo cero. Ya entonces el conflicto entre el gobierno moscovita y los poderosos sectores económicos de la periferia había alcanzado tales dimensiones que el siempre bien abastecido mercado de la ciudad del Kremlin, comenzaba a mostrar ocasionales —pero, cada vez más reiteradas— ausencias. En una melodramática acción, el propio Gorbachov decidió que las granjas estatales transportaran por sus medios, vegetales, frutas, carnes y huevos hasta la ciudad, para paliar las crecientes necesidades que la población no podía satisfacer ya en supermercados y tiendas. Y así, junto a las grandes rastras y los enormes camiones de los sovjoses, en medio de plazas, avenidas y calles —por primera vez desde los finales de la guerra— los moscovitas hicieron largas colas, extensas filas, para comprar rosadas papas o los tomates, cuyo rojo color —al caer al pavimento de manera accidental—, contrastaba intensamente con el albor de la nieve.
Durante dos años el viajero se desplazó por las Repúblicas soviéticas: de las disidentes comunidades del Báltico al Leningrado que fue Petrogrado y volvería a ser San Petersburgo; de la musulmana, legendaria, mítica, milenaria Bujará al misterioso Mar Negro; de la enigmática Georgia a la exótica Armenia y a la Taigá siberiana. Paso a paso, día a día, en tan enorme y heterogéneo escenario, pudo el viajero palpar y conocer en su gran complejidad los conflictos exacerbados que, consecuencia de diversas causas —el pasado zarista; la multiplicidad étnica y cultural; la herencia histórica de Lénin y las divergencias de Trosky, Bujarin y Stalin; la colectivización forzosa, la Gran Guerra Patria, la Quinta Columna, las presiones externas, la Guerra Fría; el enfrentamiento posbélico con y la penetración de occidente
y el papel de los Estados Unidos; la revolución científico-técnica, la globalización, el mundo de la cibernética, el creciente espíritu ecológico; y el inmovilismo económico y social, el oportunismo político, y la traición ideológica internos, entre otras—, dieron origen a lo que históricamente es conocido como la perestroika
.
Todo ello, y la omnipresencia de Puchkin e Iván el Terrible, y la melancolía de Chaikowski en Klim, y los conflictos entre Mayakowski y Bulgakov, y la extraordinaria historia de Stanislawski, Chejov y el Teatro del Arte, y la fabulosa tumba de Tamerlán, las canciones arlequinescas de la Pugachova, los relatos de Aimatov y el Bulevard de Arbat, las composiciones de Jachaturian, las funciones en el Bolshoi y las impresionantes noches blancas en los canales de la ciudad del norte, la dulcísima e ingenua existencia de la pintura de Chagall, y la por siempre rememorada escena cinematográfica de la escalinata del Potemkin, y la nieve, la nieve perenne, perpetua, acechante, fueron conformando una imagen en el viajero, quien las recogió en crónicas que me entregó y —tal vez, algún día— serán publicadas.
Pero en 1988, el viajero atravesó las fronteras soviéticas por última vez, dejando atrás la irresistible y transitoria ascensión de Gorbachov —al inicio de los cambios
—, solo para arribar, en un otoño dorado y espléndido, a la reconstruida ciudad de Varsovia, cuna y santuario de Chopin. Eran los momentos en que la pugna entre el Sindicato Solidaridad, liderado por Walesa, obrero de los astilleros —desde la oposición—, y el general Jaruselski, Secretario del Partido —desde el poder—, enfrentaban al pueblo polaco con un dilema que habría de ser histórico al dar continuidad a tales cambios
.
No he incluido tampoco en este libro lo que sobre esa contienda me contara el viajero, ni de las alternativas que resultaron a la vuelta de los años, porque eso también es historia. Y conocida. Ni de los inolvidables y azarosos viajes que realizó por las carreteras de Europa central, desde Varsovia a Cracovia, de Bratislava a Praga; desde Varsovia hasta las fronteras rusas, hasta Budapest en tránsito por Viena; ni de los reiterados viajes desde Varsovia hasta el Berlín dividido de entonces, y más allá...
Nada aquí se publica sobre la visita del Papa a Polonia, de la que fue participante y testigo, ni lo que escribió sobre el obligado cruce por los pasos a través del Muro, dédalo de calles ignotas en el corazón de una ciudad. Ni de su demolición, palmo a palmo, para venderlo en fragmentos por todo el orbe, con el mayor entusiasmo de los vecinos de ambos lados.
Este libro no contará nada de tales cosas, según acuerdo entre el viajero y yo. Ni de los problemas internos del socialismo real
. Ese tema quedará para otra vez. Y, sin embargo, todo ello subyace en el puñado de relatos que —transcurridos diez años de su regreso— ha rescatado y entresacado de vivencias propias y de las de otros, que constituyen el más sensible recuerdo para un viajero extraño pero no ajeno, que deambuló por esas tierras del mundo en momentos decisivos para todos los habitantes del planeta azul.
Son relatos de un simple testigo, que constató la triste condición de hombres y mujeres de todas partes, de todas las ideologías, de todos los credos, sometidos a las fuerzas incontroladas de la Historia; la triste condición de la gente sin historia, asida a una única brújula: su corazón. Y obligada a decidir por cual de las puertas se entra al Paraíso.
P.D. Las referencias demoníacas, son —por razones obvias—, absolutamente intencionales.
Yo, solo doy fe.
EL AUTOR
Moscú—Varsovia—La Habana,
1986—1991—2001
Res publica
Los grandes cambios comenzaron, al parecer, de manera espontánea y natural: como fluye el agua de una cañería rota o como se desangra un herido mortal. Irremediablemente. Pero, a pesar de todo, nada presagiaba riesgos y peligros para la vida y los bienes de ciudadanos e instituciones. En fin de cuentas —era criterio generalizado—, la sangre no llegaría al río.
Para un forastero resultaba sorprendente constatar cómo, tras acalorados enfrentamientos públicos, los contendientes —heraldos de ideas antagónicas y excluyentes— coincidían en cualquier restaurante de moda (a menudo en discreto lugar, en las afueras de la ciudad), donde cenaban opíparamente y —gracias a la cortesía y a las buenas maneras— llegaban a compartir la mesa.
El rumor, como un secreto a voces, era que en realidad había un juego