EVIDENCIAS DELA CIVILIZACIÓN PRIMORDIAL
Desde que empecé a trabajar en mi libro Las huellas de los dioses, a principios de la década de 1990, he sido un defensor de la noción no ortodoxa de que una civilización avanzada floreció durante la Edad de Hielo y fue destruida por el cataclismo que terminó con la Edad de Hielo. He escrito mis libros para argumentarla y para proporcionar pruebas que la respalden. He propuesto un número de ubicaciones que creo que estaría bien investigar, como incluso la Antártida, y he invertido diez años de mi vida en bucear, a veces peligrosamente, buscando estructuras hechas por el hombre sumergidas bajo el nivel del mar a finales de la Edad de Hielo.
LA CLAVE ESTÁ EN AMÉRICA
He hecho mi camino, pero ha sido un poco como querer describir al hombre invisible. Hay señales de su presencia por todas partes («ha tocado esto», «ha raspado por ahí», «así es como hizo matemáticas», «esas eran sus creencias»), pero el hombre en sí mismo permanece oculto. Ni siquiera existe la opción de adivinar la apariencia y el carácter de esta civilización perdida envolviendo su cara con vendajes, como hizo el protagonista de la novela de H. G. Wells. Es todo más escurridizo. Las pruebas físicas que indicarían su lugar de procedencia o bien han sido destrozadas completamente o bien están tan escondidas a la vista que es extremadamente difícil encontrarlas, especialmente si la comunidad de arqueólogos ya tiene la idea preconcebida de su inexistencia y, por lo tanto, no quiere buscarlas.
Sin embargo, lo que es tentador es que la influencia repetida de la civilización perdida en varias culturas desconectadas entre sí por todo el mundo es, en sí misma, el indicador de su existencia. Cuanto más cavas, más obvio resulta que no copiaron estos elementos de los unos a los otros, sino que tenían un
