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Calles de ida: Descubriendo la pasión por el vino
Calles de ida: Descubriendo la pasión por el vino
Calles de ida: Descubriendo la pasión por el vino
Libro electrónico221 páginas3 horas

Calles de ida: Descubriendo la pasión por el vino

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Miguel no está interesado en el vino, al menos, no como negocio o forma de vida, pero resulta que ha heredado una finca con viñedo. Su idea es venderla, aunque algo sucede y la venta se demora. Este tiempo de espera lo pone en contacto con el entorno, con sus gentes y sus costumbres, pero, sobre todo, con Marta y consigo mismo. Así inicia un viaje inesperado que le permite recorrer Galicia y descubrir que el vino es mucho más que la bebida que disfruta en compañía de Suso o de Carlos, el enólogo que se empeña en guiarle por alguna calle de ida...
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento15 sept 2020
ISBN9788418398810
Calles de ida: Descubriendo la pasión por el vino

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    Calles de ida - Antonio Pardines

    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Antonio Pardines y Manyo Moreira

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    ISBN: 978-84-18398-81-0

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

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    00

    —Señoras y señores pasajeros, les habla el comandante. En breves momentos aterrizaremos en el aeropuerto de Santiago de Compostela. La temperatura en... —El repentino movimiento del pasajero de su derecha, y su posterior comentario, al que Miguel apenas prestó atención, apartaron sus ojos de la lectura—. La tripulación espera que el vuelo haya resultado de su agrado...

    «La última vez que vine, no era más que un crío. ¿Qué edad tendría? ¿Ocho? ¿Diez años? ¿Importa? No guardo buenos recuerdos de aquellos días en la aldea de mi padre. Rodeado de nada y de extraños que han desaparecido. Pero el más extraño de todos... Era él. Quizá no entonces, aunque sí después del divorcio. ¿A qué he venido? ¿A ofrecer mi adiós a un desconocido? No, no puede ser eso. Me motiva resolver el asunto de la herencia».

    Cuando Miguel se apeó del autobús, que le condujo desde el aeropuerto de Lavacolla hasta la estación de autobuses compostelana, vio el cielo urbano encapotado. Aunque no le sorprendió. Allí estaba, de nuevo en Galicia, después de veinticinco años de ausencia, con la lluvia dándole la bienvenida.

    «Seguramente, la ciudad habrá cambiado; también yo lo he hecho», pensó mientras subía las escaleras rumbo al puesto de información donde pretendía enterarse de los horarios de los transportes a Vedra, el municipio donde su padre había sido enterrado, y donde se encontraba la finca que le había legado.

    Abandonó la central de autobuses por una de las puertas que daban a la rúa Anxo Casal. A su derecha, vio un conjunto de edificios al que apenas prestó atención. Era el complejo administrativo de la Xunta de Galicia, el órgano autonómico gallego. Pero en aquel momento sus preocupaciones principales no eran administrativas, eran mojarse lo menos posible, en la calle, y hacer lo contrario en la ducha, al llegar al hotel. Se acercó al plano callejero que había en el exterior de la estación. Lo consultó y supo que no estaba lejos de la calle Santa Clara. Su destino estaba a la vuelta de la esquina. Así, pues, sin perder tiempo, emprendió la marcha. Caminó por Anxo Casal hasta girar a la izquierda, dejando a su derecha el complejo de San Caetano. Apuró el paso por la rúa de Pastoriza e hizo lo propio a lo largo de la calle Basquiños. En realidad, ambas se unían en una alargada, que hacía lo propio con la de San Roque, aunque, a él, nada le decían aquellos nombres. Justo antes de llegar a esta, se detuvo y, debajo de una cornisa, observó alrededor. Descubrió el pequeño hotel a una distancia de apenas veinte metros de su posición. Allí había reservado la habitación para una semana, tiempo más que suficiente para arreglar el papeleo de la herencia.

    Recordó la llamada recibida la semana anterior e hizo lo propio con la voz que le había dejado sin palabras. Perplejidad y sorpresa fueron las respuestas que obtuvo el abogado, después de notificarle el deceso paterno. Miguel ni siquiera podía precisar cuándo había sido la última vez que había hablado con su padre. Y le extrañó ser el heredero de sus bienes, pero, sin trabajo, sin ataduras y sin nada que valiera la pena, ser heredero no podía ser peor que no serlo. Estaba cansado de su apatía, soledad e irresponsabilidad, de vivir en una especie de limbo que lo situaba entre el final de una época y el inicio de la incertidumbre, que se le antojaba infinita, pues era incapaz de dejarla atrás. Desde aquel día, con frecuencia, había pensado en su padre. ¿Qué sabía de él? Nada, respondía. Desde que desapareció de su vida, poco antes de que su madre se casara con Juan, hombre que nunca llenó el vacío generado por la separación de sus padres, la palabra nada se había convertido en sinónimo de papá.

    De nuevo, se preguntó qué le había empujado a viajar a Galicia. ¿Su conciencia, que le obligaba a presentar sus respetos a quien le había dejado en propiedad una finca de más de dos hectáreas? No tenía respuestas, o no quería encontrarlas o enfrentarse a ellas. Dejó que el optimismo venciese, pues, ante sí, se abrían nuevas posibilidades. Era consciente de ello y también lo era de que por mucho o poco que fuera la herencia, siempre sería más de lo que poseía en aquel momento. Aunque, al pensar en su padre, no podía evitar sentir cierta amargura, quizá tristeza. Para él, aquel era el extraño que le había dado la vida, pero de quien apenas guardaba un vago recuerdo.

    Calmaba sus remordimientos con la idea de que se trataba de un desconocido. Sin embargo, sabía que no era así. No podía negar sus primeros años al lado de aquel hombre; había recibido sus atenciones, el cariño y la complicidad que nunca encontró en su padrastro.

    «Entonces, ¿por qué me abandonó?», se preguntó mientras el agua de la ducha descendía sobre su metro setenta y seis en su carrera hacia el desagüe. No era la primera vez que se planteaba aquel interrogante. Lo había hecho antes. No una, sino muchas veces, y siempre con la misma respuesta. «La ruptura. Sí, claro, pero otros padres se separan y no desaparecen de la vida de sus hijos». Se consideraba testigo y víctima del olvido y, en determinados momentos, aún sentía el dolor de los primeros tiempos, cuando la ausencia paterna se llenó con dosis de extrañeza y tristeza.

    Su madre volvió a casarse, apenas trascurridos tres meses desde el divorcio. Miguel nada dijo al respecto, ni la premura del enlace le resultó extraña, tampoco se detuvo a reflexionar sobre el asunto. En aquel momento, solo podía pensar en sí mismo, era un niño, pensaba en la soledad que antes ocupaba su padre. Pero, tiempo después, empezó a sospechar que el matrimonio entre Juan y su madre había sido precipitado, sobre todo para dos personas que apenas se conocían.

    Aseado y vestido, salió de la habitación. Dejó la llave en recepción y, ya en el en exterior, observó su reloj. Marcaba las doce y media. «Buena hora para pasear por la ciudad», se dijo, sin olvidar su intención de viajar a Vedra ese mismo día. Sabía que Santiago no era una ciudad de grandes distancias, así que tenía tiempo para una visita rápida a la famosa catedral donde, según la leyenda, descansaban los restos del apóstol Santiago. Él lo dudaba, como también dudaba de otras muchas cuestiones.

    Avanzó por San Roque hasta dar de narices con la antigua puerta de la Algalia, la cual, por circunstancias humanas y temporales solo era el recuerdo imaginario de una de las siete aperturas de la muralla urbana, también desaparecida tiempo atrás. Miguel traspasó aquel marco ya inexistente y entró en la «zona vieja». Con paso firme y apurado, caminó aquella calle estrecha hasta el fondo, según el sentido de su marcha, y descendió la pendiente, que lo condujo directamente a la plaza de Cervantes. Allí sintió ser uno más entre las decenas de transeúntes que se desplazaban en alguna de las cuatro direcciones que partían o llegaban a la fuente cervantina. Según caminaba hacia ella, giró a su derecha y paseó la Azabachería, que, en otra época, la ocupaba el gremio de artesanos que trabajaba el azabache.

    Sabía que la plaza del Obradoiro se encontraba a pocos metros de distancia, pero, antes de llegar, se detuvo frente a la fachada norte de la catedral. Pensó que era una cara pétrea sombría y fría, pero no negó su hermosa, ni su armonía con el entorno. Fugazmente, desvío su atención hacia la pared blanca del palacio de Gelmírez, cuyo nombre remitía al apellido del arzobispo que ordenó su construcción, antes de centrarla sobre el edificio al que previamente había dado la espalda. Reconoció el monasterio de San Martín Pinario, igual que reconocía que se había equivocado respecto a Santiago. La ciudad no había sufrido cambio alguno, al menos, no en su corazón de piedra. Aceptó la inmutabilidad de aquel lugar, mientras, a su alrededor, varios turistas se dedicaban a tomar fotos. Miguel supuso que en los meses estivales el número de visitantes se triplicaría o cuadruplicaría, pues, en el ahora de aquel noviembre, era minoritario. Miró al cielo y el gris continuaba dominando en el firmamento. Sin demasiada convicción, pues estaba convencido de que no tardaría en llover, descendió por las escaleras del túnel bajo Gelmírez, oscuro, de buena acústica y también esperanzador. Descendiendo las escaleras, Miguel entrevió un mínimo insignificante de la grandeza de la plaza más representativa de la localidad. Durante aquel breve interludio, las notas musicales de una gaita lo acompañaron. Eran sonidos que rebotaban contra las paredes del túnel, produciendo la emotiva melodía que dejó de escuchar en cuanto dio sus tres primeros pasos sobre la piedra del Obradoiro, sobre la cual, turistas y vecinos se confundían en su ir y venir y se distinguían por las cámaras, las mochilas y las ropas.

    En su intento de recordar la última vez que había estado en aquella joya arquitectónica, donde todavía cohabitan estilos y épocas pretéritas, se encontró frente al Pazo de Raxoi, sede del ayuntamiento compostelano, edificado por mandato del arzobispo que le dio nombre. Construido durante el apogeo neoclásico del siglo xviii, como residencia de los niños del coro y del seminario, el edificio lucía formas geométricas y columnas que emulaban las cinceladas por los arquitectos de la Grecia clásica. «No desentona», pensó, antes de descubrir, en la parte superior, la figura de Santiago sobre su caballo blanco. Ladeó su cabeza hacia su izquierda y descubrió un vehículo turístico disfrazado de tren, alrededor del cual se concentraba un grupo, que supuso a la espera de subir y recorrer las calles de la ciudad, pero para Miguel el encanto urbano merecía ser descubierto a pie.

    Sin prisa y sin rumbo, sin saber qué hacer, si quedarse o salir de allí para volver en otro momento, se movió por la plaza, observando y escuchando piedras que le hablaban de aquellos días que solo existían en su memoria, cuando su madre y su padre lo guiaban por ese espacio que, en su ahora, apreciaba de forma distinta. Era consciente de que la diferencia entre el ayer y el hoy no estribaba en su mirada adulta, sino en la impresión de dos instantes íntimos tan diferentes y distantes, aunque ambos se igualarían cuando se perdiesen en el tiempo que no parecía afectar al espacio donde se hallaba.

    Después de su reflexión y de no tumbarse sobre el piso mojado, abandonó el Obradoiro, acompañado a su derecha por el pazo de San Xerome. La despedida fue rápida, apenas una mirada que le permitió ver una mínima parte del claustro, y encaró la ligera pendiente de la rúa do Franco, calle estrecha, bulliciosa y salpicada de locales, en su mayoría restaurantes, vinotecas o bares de tapas que nada tenían que ver con las tascas que, años atrás, ocupaban aquellos mismos bajos. También observó varias tiendas de productos típicos. Quiso pasar desapercibido, pero una muchacha salió a su encuentro y le comentó las excelencias de la tarta de almendra de Santiago y de las piedras dulces recubiertas de chocolate colocadas sobre la bandeja que le acercó, por si gustaba probar. Aquellas artesanías culinarias, a Miguel poco o nada le interesaban. Por su mente le rondaba una opción menos dulce, la de disfrutar de una buena mariscada, aunque, consecuente con el horario y con el vacío de su bolsillo, decidió dejarla para cualquier otro día.

    01

    La finca

    El autobús se detuvo en Vedra, municipio a quince kilómetros de Santiago y a dos de su destino final. El terreno heredado se encontraba al sureste, aunque, más allá de este dato geográfico, Miguel ignoraba qué encontraría allí, salvo una extensión de poco más de dos hectáreas de superficie. Además, ni siquiera tenía en su poder las llaves de la finca, cuya ubicación conocía por las referencias que le habían dado. Su idea contemplaba venderla y con el dinero recibido alcanzar desahogo económico. Hasta ese momento había vivido al día, apurado por la falta de liquidez, su fiel compañera desde que decidió independizarse, aunque dudaba que esto fuese totalmente posible. Era consciente de que la época no era la más adecuada para llevar a cabo una transacción beneficiosa, aun así, tenía la esperanza de encontrar comprador y pactar un precio satisfactorio.

    «¿Y si no logro venderla o me ofrecen una mierda? Entonces, ¿qué coño hago». Las dudas lo asaltaron mientras caminaba por el arcén de la solitaria carretera, pero estaba acostumbrado a preguntarse y no responder.

    Era viernes y la reunión con el abogado la había concertado para el lunes, día que también aprovecharía para acercarse hasta una inmobiliaria y consultar las opciones de venta. En realidad, fue el abogado quien la propuso, con el fin de detallar a Miguel cuestiones que este ignoraba. Pero, hasta entonces, le quedaba todo el fin de semana por delante. «Y es todo para mí», se dijo, «quizás para perderme», o quizás para olvidar el desencanto que últimamente se empeñaba en hacerle compañía.

    En aquel momento tenía clara su intención. Quería echar un vistazo al terreno y regresar a Santiago. Y, una vez en la ciudad, entrar en alguna tapería, bar o restaurante con encanto, o sin él, y darse un homenaje culinario. Luego pasearía por la nocturnidad, quizá tomaría una o dos copas en algún local y, ya saciada su curiosidad y su sed, intentaría dormir, ajeno a preocupaciones. Solo eran ideas que, de camino, barajaba. La realidad la encontró frente a él. Era la finca de su padre, la finca que le abriría las puertas al nuevo comienzo que aún estaba por decidir.

    A pesar de las referencias del albacea, Miguel había consultado su teléfono para localizar la ubicación exacta. Tras conseguirla, se detuvo a pensar en las posibilidades e imposibilidades que ofrecían los adelantos tecnológicos. Reflexionó sobre si formaba parte de un todo que amenazaba su individualidad, a la par que potenciaba la pérdida de identidad de cada miembro del conjunto. A veces, lo sospechaba. Y también sospechaba que él mismo la había perdido en algún punto de su recorrido, aunque tiempo antes de la aparición de móviles, redes sociales y rollos virales.

    Irregular en su perímetro, la finca prácticamente formaba un rectángulo. Delimitado al sur por la carretera, al norte por un muro, y al este y oeste por caminos de tierra que la separaban de los terrenos vecinos. Observó varios soportes de piedra. Calculó que rondarían el metro ochenta de altura. Por ellos se extendían alambres y ramas que parecían querer abrazar cada centímetro del metal que las soportaban. El espacio carecía de cerca, así que el acceso le resultó sencillo, aunque, probablemente, ninguna barrera le hubiese impedido entrar, pues su curiosidad y la emoción de conocer lo habrían impulsado a saltar cualquier muro o valla. Puso los pies sobre el terreno y comprobó cómo este se hundía suavemente bajo su peso. Observó sus zapatillas deportivas cubiertas de barro. No le preocupó, ya las limpiaría en la habitación del hotel.

    «¿A qué huele?». Era un olor intenso, aunque nada desagradable, más bien lo contrario. Miguel no tardó en atribuirlo a la tierra húmeda sobre la cual avanzaba, entre indeciso y desorientado. Lentamente, se adentró bajo el emparrado, que le devolvía la

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