Sélika y otros cuentos
Por Bibi Albert
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Sélika y otros cuentos - Bibi Albert
Sélika y otros cuentos
Fecha edición: octubre 2013
@2013, Bibi Albert
Derechos exclusivos de edición en castellano reservados para todo el mundo:
Signo Vital Ediciones Digitales
Arengreen 1548 - Depto 3 - CP C1405CYV - Buenos Aires - Argentina
ISBN 978-987-3610-00-4
1. Narrativa Argentina. 2. Cuentos. I. Título - CDD A863
Fecha de catalogación: 17/09/2013
Editado en Argentina
Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de portada, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, sin permiso previo del editor.
BARRIO
De repente, yendo en auto, una mira hacia la derecha y ve que el conductor que se le ha puesto a la par es oriental.
Esto no merece ninguna reflexión. Apenas es una observación casual.
Pero entonces una se fija -sin proponérselo, en realidad- en quienes vienen por la otra mano, y también se ven caras orientales tras los vidrios.
Oh, cuántos. Una dice qué casualidad. Y trata de sintonizar la cuadra.
Una cristalería con caracteres orientales en el frente. Al lado un templo. Enseguida un sastre. Claro que reconozco los rubros por lo que veo, no por lo que leo, porque todos los carteles están sin traducir.
He sido dotada de una imaginación digamos que profusa y tiendo a entrar en agitación por claustrofobias no necesariamente cláustricas. Y, para colmo, tengo mucha ciencia-ficción asimilada.
Cómo llegué aquí.
Amnesia. Esquizofrenia. Reencarnación.
Qué es esto. Seguro que no podré volver a mi vida anterior. Mi casa. Mi familia.
Dónde estoy. Desesperada -me desespero rápido-, busco referencias que me rescaten. Las patentes de los autos son las de siempre. Pero los ocupantes son todos iguales, amarillitos ellos, y ahora por doquier.
Otro templo. Una peluquería. Una entrada con aspecto non sancto. También con jeroglíficos. Una casa de familia con todos sus habitantes en el umbral. Sonrientísimos. Orientalísimos. Socorro.
La chapa de la calle. Avenida Carabobo. ¿Eso no es Flores?
Una verdulería se derrama sobre la vereda como si fuera un huerto en la ladera de una colina del paraíso. Porque sus cebollas de verdeo miden como un metro. Los pepinos son largos y serpenteantes. Los nabos, dignos de la industria del cine porno. Las bananas, parecen gigantografías para un corto publicitario. Y las lechugas despliegan generosos volados y puntillas.
La exuberancia es abrumadora. Un poco más allá, lo mismo: una mayúscula naturaleza casi impidiendo el paso. Busco más. Hay una verdulería cada cincuenta u ochenta metros. Todas iguales. Las mismas hortalizas, la misma disposición.
Estaciono. He de averiguar si estoy en la dimensión desconocida.
Se me cruza la fantasía de una coartada para un crimen. El asesino registrado en una foto de estas cuadras indudablemente asiáticas, con la misma fecha -impresa por Fuji- en que ocurrió el asesinato en Buenos Aires. Brrrrrr.
Bajo. Entro a una de las verdulerías, con esa intrepidez embebida en adrenalina que me caracteriza.
Adentro es otra cosa. Como puedo, voy reconociendo los ítems. Pilas y pilas y parvas y parvas y columnas y columnas de todo. Nabo seco. Jengibre. Raíz de ginseng. Miso. Tofu. Porotos de todas clases. Algas de todas las texturas. Pescado seco color ámbar, casi transparente, casi acaramelado. Carne seca y oscura, como de ciervo, pero no sé. Tarros de ajo. Botellas de salsa de soja. Frascos de condimento de ají que duele de sólo mirarlo. Mejunje de langosta. Hatos de fideos blancos y muy finitos, muy rectos, muy largos. Paquetes de colores brillantes, magníficamente impresos, de comidas con pastas, con arroz, con pollo. Rábano amarillo -cómo no- y ají y pepino en vinagre, en bolsas translúcidas. Cajones enormes con diminutos pescaditos de plata. Cangrejos. Hojas de aloe tostado. Un mostrador cubierto de confituras. Bizcochos, masas, budines, arrollados, suavísimas redondeces de fondant rosa pálido, verde agua, blanco nácar, Doradeces y purezas. Crocanteces y ternuras. Sésamo. Aceite de sésamo. Semillas de sésamo. Pasta de sésamo. Sésamo ábrete.
Mi nariz parece tener vida independiente. Se estira, se dobla, se estremece. Se embriaga de prólogos, de invitaciones, de ideas, de promesas. Quiero probar todo. Me atrapa la trama. No sé si tengo escapatoria. No sé si necesito escapatoria. Mi curiosidad, sibarítica y de la otra, juega una pulseada con mi conciencia de ser novelera, y le gana inmediatamente.
Cómo se come esto. Cómo se combina. Cómo se prepara.
Pregunto. Algún restaurante habrá, aunque no he visto. Es buena hora para comer. Ha anochecido durante mi recorrida.
Mi diálogo con la vendedora que tengo más a mano es imposible. Mientras yo exagero la dicción y levanto la voz como si fuera sorda en vez de extranjera -aunque ya no puedo dilucidar cuál de las dos es la extranjera-, ella, imperturbable, repite su grafismo oral siempre en el mismo tono, con la misma cortesía, la misma falta de rubor en sus redondos cachetes patito. Luce una encantadora blusa bordada