Sidecar
Por Nerea Pallares
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Nerea Pallares radiografía fragmentos de vida de personajes sutilmente metafóricos o descarnadamente humanos buscando continuamente el contrapunto, el instante que desnaturaliza lo cotidiano y lo revierte para darle un nuevo significado. Una obra de pequeñas dimensiones que nos entrega, a su vez, pequeñas joyas literarias para disfrutar con calma.
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Sidecar - Nerea Pallares
Abrir las páginas de Sidecar supone asomarse al abismo de lo dual. En esta antología de relatos todo nos remite a la cualidad binaria y paradójica de lo posible. Cada relato sirve a la composición de un imaginario muy particular, donde el estilo, siempre sugerente, tanto mece la poética de un texto lleno de matices sensoriales como asesta de pronto una pregunta afilada que, como herida inesperada, permanece abierta.
Nerea Pallares radiografía fragmentos de vida de personajes sutilmente metafóricos o descarnadamente humanos buscando continuamente el contrapunto, el instante que desnaturaliza lo cotidiano y lo revierte para darle un nuevo significado. Una obra de pequeñas dimensiones que nos entrega, a su vez, pequeñas joyas literarias para disfrutar con calma.
Sidecar
Nerea Pallares
www.edicionesoblicuas.com
Sidecar
© 2015, Nerea Pallares
© 2015, Ediciones Oblicuas
EDITORES DEL DESASTRE, S.L.
c/ Lluís Companys nº 3, 3º 2ª
08870 Sitges (Barcelona)
info@edicionesoblicuas.com
ISBN edición ebook: 978-84-16118-35-9
ISBN edición papel: 978-84-15528-47-0
Primera edición: julio de 2015
Diseño y maquetación: Dondesea, servicios editoriales
Ilustración de cubierta: Laura Franco Carrión
Queda prohibida la reproducción total o parcial de cualquier parte de este libro, incluido el diseño de la cubierta, así como su almacenamiento, transmisión o tratamiento por ningún medio, sea electrónico, mecánico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin el permiso previo por escrito de EDITORES DEL DESASTRE, S.L.
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Jaula para canarios
Yo no sé de pájaros,
no conozco la historia del fuego.
Pero creo que mi soledad debería tener alas.
Alejandra Pizarnik
He crecido rodeada de pájaros. Reconozco el sonido de las palomas del campo en verano, sé lo que significa la visita de los cuervos del Atlántico, envidio la envergadura de las águilas y su panorámica de paisaje desconocido, quise emigrar tan lejos como las golondrinas una vez, cambiando el destino solo para escapar del origen, y hasta ahora he sido, más o menos siempre, un gorrión, pequeño, inquieto, casi urbano. Pero hay algo en todos ellos que me aterra.
Mi abuelo tenía un canario en una jaula, a la entrada de la casa. Le daba de comer y jugaba con él cada día. La jaula medía apenas treinta centímetros de ancho. Aquel pájaro no era lo único que mi abuelo tenía en una jaula, pero aquella sí era la única jaula de barrotes que mi abuelo poseía. Cuando llegaba de su paseo, ya jubilado, ya convertido en un viejo de pelo cano entregado a los disimulos de las boinas, lo primero que hacía era introducir el dedo arrugado y blanco entre los travesaños. Y el canario, negro y amarillo y torpe, el canario que nunca aprendió a volar porque pasó su vida en una cárcel de acero, treinta por treinta centímetros, trescientas pesetas con bebedero, el maldito canario se acercaba obediente, saltando, zopenco, ya más pato que canario, y le picoteaba el dedo arrugado y blanco y conocido, el único conocido, claro; le picoteaba el dedo con mimo, legitimando su encierro, repugnante y meloso, aquel maldito canario con síndrome de Estocolmo.
En todos los pájaros detecto una amenaza. Podría ser lo inestable, lo impredecible del comportamiento o las plumas sucias y viajadas o las cuencas negras de los ojos, abismos luctuosos, pegajosas como un resto. Pero sé que no es eso.
El día que falleció mi abuelo el canario dejó de cantar. No hubo otro sonido que los sollozos de las huérfanas y de la viuda y de las plañideras de los aledaños, arremolinadas en torno a la cocina de leña, como Dios manda. Todos llorando y el canario mudo. El pájaro murió también poco después. Supongo que sabía que el dedito blanco y arrugado del captor ya no volvería a asomar carantoñas por la celda, y entonces para qué. Vi su cadáver en la bolsa de basura, tan ignorado, apártate, decían mis tías, lo escudriñé, no toques eso, las alas inermes que siempre le habían sido