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La bobe
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Libro electrónico88 páginas1 hora

La bobe

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Novela que narra la historia de una niña y su aprendizaje de la sutileza enigmática del mundo gracias a su relación con la abuela. Escrito con una prosa emotiva y no exenta de jubiloso desenfado, este relato se convierte en una revelación límpida y profunda: la transmisión entre generaciones de la capacidad de comprender el mundo como un sitio a la vez privilegiado y cruel, y esto sólo gracias a la sabiduría de quienes han vivido antes que nosotros sobre la tierra.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento21 ago 2014
ISBN9786071622211
La bobe
Autor

Sabina Berman

Sabina Berman is a four-time winner of the Mexican National Theatre Prize for her plays; she also writes filmscripts, poetry, prose, and journalism, and has published several novellas. Me, Who Dove into the Heart of the World, published in twenty-five territories, is her first novel. She lives in Mexico.

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    La bobe - Sabina Berman

    Isabelle

    MI ABUELA SE MURIÓ PULCRAMENTE. Yo creo que se murió de exceso de pulcritud. No sé, es una idea que pensé de niña y se me ha quedado desde entonces. En todo caso es mejor que decir que se murió de una embolia cerebral. Nadie se muere de eso: las embolias son el desenlace de un deterioro paulatino, la gota que derrama el vaso, textualmente la gota de sangre, o el hilo de sangre, que se derrama sobre el cerebro y lo vela.

    Puedo imaginarme a mi abuela en el instante de la muerte:

    Está en la tina, recostada, más pequeña que lo largo de la tina, está pensando. Piensa: Bendito seas tú mi Señor Rey del Universo. Es un instante blanco: toda ella es muy pálida, su carne es del color de la leche, es tan delgada que sus rodillas blancas son lo más ancho de las piernas, cortas y enjutas; llegando a los tobillos se notan las venas verdes, las arterias azules (esa red de venas y arterias que yo le miraba con detenimiento cuando me llevaba al vapor); mirado a través del agua, apenas movediza, el flaco cuerpo parece ondularse; la tina es blanca, el agua parece blanca, las paredes de mosaico son blancas; suspendido en el vapor que llena el ámbito, el foco del techo es tan amarillo que ya es blanco; el cabello de mi abuela es blanco, pero sus ojos son negros, sus ojos negros a los lados de esa nariz breve pero aguileña, nariz de judía sefardí. Entonces cierra los párpados, lo único negro se cierra, y en ella, en su mente en blanco, se dibujan otra vez, una por una, las palabras: Bendito seas tú mi Señor Rey del Universo. Y todo se vuelve rojo. Es la gota de sangre que se derrama sobre su pulcrísimo pensamiento.

    No sé, digo otra vez que son las ideas de una niña.

    CUANDO YO LA CONOCÍ ERA UNA MUJER ALTA, como eran altos todos los adultos, y siempre muy pulcra. Mi primer recuerdo con ella es el de las dos en el zoológico. Voy de su mano enguantada de blanco. Me señala el patio de las jirafas. Pero yo la veo a ella: lleva un velo sutilísimo sobre los ojos, un sombrerito beige, es la mujer más elegante del mundo. A través de su velo, como a través de un enrejado, veo las jirafas. Los cuellos elevados en el cielo: avanzan hacia el bebedero enclavado en lo alto de la pared de piedra, todos con movimientos idénticos cuyos tiempos se entrecruzan.

    Me dice algo en su español rarísimo, de acentos extravagantes, con su voz lenta y minuciosa. Y su voz se desliza del español al yidish. Está diciéndome cómo se dice en yidish jirafas. Yo hablo yidish porque ella me enseñó. Llevo como diez años sin tener una conversación en yidish y como veintinueve desde que me di cuenta de que hablar esa lengua de la judería europea, ese alemán antiguo, de los principios del segundo milenio, fermentado en los ghetos medievales, amalgamado de hebreo, lenguas romances y sajonas, no me iba a servir sino para hablar con mi abuela, con los maestros de yidish que luego tuve en la primaria y, si acaso, para intentar sorprender a alguien diciendo de pronto: Ah, pues yo hablo yidish, afirmación que la mayoría de las veces no causa demasiado revuelo. De cualquier forma, hablo yidish. En un sector de mi memoria está el yidish. En esa misma zona mi abuela me dice al oído: szirafen: jirafas en yidish, y una jirafa, arrogante y despaciosa, hunde, apenas, el hocico en el bebedero de agua.

    Ber, me lo dice acuclillada frente a mí. Ber, doblando en la b los labios uno sobre otro, Ber, digo, y en el rabillo de mi ojo, en una montaña de rocas blancas apiladas, un chango grande y gordo, de pelambre largo y blanco, trepa de roca en roca hacia las nubes blancas.

    Oso, le digo yo al oído a la abuela. Lo piensa; dice, con cierta extrañeza: Oso.

    ME DESPIERTA A MEDIA NOCHE UN RONRONEO, un ruido de mar. Estoy en esa cama grande, hundida en el colchón mullido, bajo el edredón ridículamente grueso, la cabeza en la almohada enorme, de plumas de ganso, la cabeza húmeda de sudor. Sigue el ruido del mar, pausado. Giro la cabeza.

    En la mesita de noche, bajo la lámpara apagada, hay un vaso. Dentro del vaso algo flota: unos dientes, una dentadura. Hay otro vaso al lado y dentro otra dentadura, más pequeña. Los vasos están colocados sobre un libro. También sobre el libro, rodeando las bases de los vasos, algo brilla, una tira de dientes, no: una tira de perlas, perlas grises. En el lomo del libro, encuadernado en piel oscura, desconchada en los bordes, unas letras doradas. No son letras que conozco. En el jardín de niños no me enseñan letras así. Tal vez hay muchas más letras de las que me enseñan. Tal vez estoy soñando, porque el ruido del mar arrecia. Debo estar en el camarote de un barco, a la deriva en un mar negro. Puedo sentir el avance, distingo el leve bamboleo del barco en el bamboleo de la cama vecina.

    En la cama vecina duerme un bulto blanco. Un bulto grande, gordo, se infla un poco, se desinfla. Un oso. Está gruñendo, roncando, ése es el ruido del mar. No: son dos gruñidos acompasados los que se oyen, y a veces un silbido largo. Luego un crujido. Es la cama que bajo el peso del bulto cruje y se mece.

    El bulto se rueda un poco en la cama, veo las dos cabezas asomando del edredón. Dibujadas en la oscuridad: la cara de la abuela y la cara de un oso. Mi abuela en brazos de un oso. Un oso manso: le husmea la cara, le pasa la lengua por la mejilla. Es una visión momentánea, porque el bulto vuelve a rodar y de nuevo sólo puedo verlo como un edredón que se infla y se desinfla gruñendo, roncando como un mar distante, silbando.

    Más allá, las cortinas iluminadas. Más allá, las luces muy amarillas del alumbrado de la calle, con sus farolas a la altura de la terraza.

    En los vasos, las dentaduras, como dos peces en peceras

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