Una Luz Y Una Copa De Vino
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As empieza unos de los cuentos que componen esta perturbadora decena narrativa en que la inquietante clientela del doctor Fras lleva su patologa al lmite, para finalmente terminar parecindose a nosotros. El autor explora los problemas familiares y matrimoniales, la soledad y el desamor. El cirujano plstico que funge de personaje principal y eje del libro se refugia en extraas y misteriosas experiencias onricas descubriendo de este modo un escape a la atemorizante realidad.
Un conjunto de textos con la profundidad reflexiva de Paul Auster, la precisin idiomtica de los mejores textos de Raymond Carver y una sensualidad mezcla de Nabokov y Bkovsky.
Ricardo Ormeño Valdizán
Ricardo Ormeño Valdizán (Lima, Perú ) es considerado un elemento renovador de la generación de escritores que con el nuevo siglo han irrumpido en el escenario hispanoamericano con una prosa trepidante.
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Una Luz Y Una Copa De Vino - Ricardo Ormeño Valdizán
Copyright © 2012 por Ricardo Ormeño Valdizán.
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Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta novela son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados en esta obra de manera ficticia.
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398393
Contents
Cuando Cayó… en depresión
Almas Encontradas
Una noche en el Paraíso
¿Hasta cuándo guardar un secreto?
Cuando sólo deseas una Luz y una copa de Vino
Soluciones temporales y definitivas
El Cantar y el planeta rojo
Por la Causa de todos los Santos
Gelatinas y pepinos a las tres de la mañana
Un muro y muchas estrellas
6093.jpgGratitud hacia mi hermano
Gino Ormeño quien tuvo la gentileza
de obsequiarnos su arte en la portada
ingenioso óleo que guardo con cariño
6095.jpg5629.jpgEste libro está dedicado a mi único hijo
esperando disfrutar de su compañía…
para sembrar juntos un árbol…
Ricardo Ormeño
5627.jpgCuando Cayó… en depresión
5603.jpgLa mañana transcurría normalmente en aquel gran hospital que por su modernidad y su tan alardeada y publicitada construcción antisísmica, era de la atención no sólo de todo el distrito sino de quizás toda la provincia. Jorge Frías aquel médico cirujano, bonachón, obeso y mujeriego, se encontraba en el consultorio que le habían asignado para esa mañana; siempre en el sótano, frío y algo húmedo pero él, caracterizado por ser algo caluroso, sentía que la temperatura era adecuada para poder soportar ese grueso mandil blanco. Sentado como de costumbre en el mismo escritorio de metal contemplando frente a él, mientras frota con los dedos sus espesos bigotes como si quisiera peinarlos, una mesa de curaciones con distintos frascos todos muy parecidos pero con etiquetas donde se podía leer, alcohol yodado, bencina, jabón líquido, merthiolate entre muchas más, destinadas a las curaciones de las distintas heridas, creando una divertida gama de colores y de aromas que invadían totalmente el ambiente. A su izquierda una larga camilla precedida por un biombo de color blanco, significaba para él las distintas batallas libradas en aquel mueble con alguna que otra enfermera de turno y ahora, Laurita, la joven y nueva licenciada de piernas impresionantes, tenía a Jorge recorriendo con la mirada todo el ambiente como preparándose imaginariamente para la nueva batalla que tendría que librar una vez más, eso sí, terminado su sacrificado turno de trabajo. Eran las diez de la mañana y a Jorge le faltaba atender más de veinte pacientes trataba de curarlos a todos con la misma simpatía y prontitud arrancando sonrisas en la mayoría de ellos y logrando que el tiempo no le gane, cuando de pronto la rutina de aquella mañana se vio interrumpida por un estrepitoso ruido, los pacientes, médicos y enfermeras se sobresaltaron, una de ellas, Laurita cogió rápidamente una silla y parándose encima trató de observar por la pequeña y alta ventana sin percatarse que sus bellas piernas producían una mirada fija en el doctor Frías. Laura se esforzaba por fisgar detenidamente, pudiendo advertir sólo un tumulto de gente rodeando algo, Carlos Venturo era ese algo y esa mañana había decidido quitarse la vida ingresando furtivamente al nosocomio y dejándose caer desde el quinto piso, logrando alcanzar el jardín vecino a la vereda. La inmensa tristeza que sentía el desventurado individuo, lo acorraló, el haber sido abandonado por su joven esposa realmente lo había matado.
A la mañana siguiente Carlos se hallaba hospitalizado en el séptimo piso con las dos piernas totalmente enyesadas y contusiones por todas partes, aún mantenía esa barba de siete días, el cabello ondulado, desordenado y luciendo una que otra cana que hacía pensar que Carlos pasaba los cuarenta. Dado su grave estado tanto físico como psicológico, fue internado en una habitación unipersonal. Dos días después, Carlos se encontraba en tratamiento médico completo, incluyendo un psiquiatra y el padre José, joven párroco del hospital quien se acercó a él como lo hacía todas las tardes con todos los pacientes graves. Luego de la confesión vino la bendición y finalmente una corta conversación de tal manera de ahorrar un poco de minutos para otros pacientes, sin embargo a pesar de lo breve de la visita, el párroco percibía que sus palabras surtían el efecto deseado.
-¡Padre… no volverá a pasar!… ¡Se lo prometo! –casi susurraba Carlos totalmente arrepentido no sólo por su acción sino por las molestias causadas al personal y al hospital entero.
-¡Lo sé hijo!… ¡Lo sé!… ¡Dios está contigo! –animaba el padre José observándolo con mucho pesar.
-¡Nunca pensé que me dejaría padre!… ¡Era toda mi vida!… ¡El dolor es muy grande padre! -afirmaba Carlos mientras las lágrimas empezaban a correr por sus blancas mejillas.
-¡Lo importante es que Dios te ha salvado Carlos!… ¡No olvides eso nunca! …¡Además no tienes hijos!… ¡Pero podrías tenerlos en el futuro y necesitarían de un papá fuerte y decidido! -sentenciaba el párroco.
-¡Así es padre, gracias! -respondía Carlos tímidamente.
El padre se alejó dejando detrás suyo a aquel desdichado hombre tendido en aquella cama envuelto en vendas elásticas y de yeso, sueros, cables emergiendo como tentáculos desde aquellos monitores; encerrado e inmovilizado con esas especies de ataduras, como obligado a que su trajinado cuerpo descanse, aunque su mente despierta aún en sueños trabaje las veinticuatro horas del día.
Habrían pasado dos semanas del accidente cuando un grupo de enfermeras que realizaban la visita a todos sus pacientes, siempre muy temprano y antes de las ocho de la mañana, llegaron a la habitación de Carlos y se percataron que no se encontraba en su cama, inmediatamente corrieron al baño y sin poder abrir la puerta, gritaron su nombre repetidas veces mientras golpeaban la madera fuertemente. Al no obtener respuesta alguna la desesperación se apoderó de los presentes, peor aún cuando perciben que debajo de esa misma puerta de pulcro color blanco corre un hilo de sangre que pretende ensuciar los zapatos de las desesperadas licenciadas de la salud. La voz de emergencia fue propalada tanto por intercomunicadores, parlantes, como por intensos gritos en los pasillos que al producir estos últimos un rápido y veloz efecto, atrajeron la presencia del personal de limpieza más cercano quienes sin titubear y rompiendo la cerradura encuentran a Carlos tendido en el suelo, el cual es llevado de inmediato a la sala de emergencias donde sus venas serían atendidas y suturadas minuciosamente por el doctor Frías.
Al día siguiente Carlos es confesado nuevamente por el clérigo José quien con mucha paciencia y cariño le ofrece su ayuda y la de Dios.
-¡Hijo mío, no te derrumbes!… ¡Confío en tu fortaleza!… ¡Confía en la fortaleza de Dios que está para ayudarte! -implora el párroco con aquel tono suave y apaciguador.
-¡No sé que me pasó padre!… ¡Mi cabeza me daba vueltas!… ¡Algo dentro de mí me angustiaba y me venían ideas horribles padre! -sollozaba Carlos desconsoladamente.
-¡Carlos eres hijo de Dios y sólo él puede quitarnos la vida! -afirmaba el sacerdote sin perder su peculiar entonación.
-¡Lo sé padre, no volverá a ocurrir… se lo prometo! -aseguró Carlos luego de un profundo respiro.
Una semana después el Dr. Frías caminaba con un grupo de alumnos; sin ser profesor de ninguna universidad, se encargaba de cubrir, con mucha alegría y sana voluntad, a su jefe, cuando éste se encontraba en sala de operaciones. La mañana para él era estupenda no por encontrarse rodeado de alumnos y poder demostrar sus virtudes pedagógicas sino más bien por encontrarse a su lado Laurita ahora su enfermera, asistente, amiga, compañera, pero nunca hermana. Mientras realizan la visita a cada uno de los pacientes el alegre doctor no deja de pellizcar de vez en cuando