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Amor distinto
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Libro electrónico327 páginas5 horas

Amor distinto

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Amor Distinto: novela costumbrista
La hermandad sin distinción de raza, la amistad como sostén de las angustias y la esperanza.
El amor de madre que al perder su único hijo se deja morir de sufrimiento. Como puede llegar una persona al suicidio al verse sin salida en un conflicto amoroso. Costumbres de una época donde se enmarca la ambición desmedida, la moral carcomida, la hipocresía oculta en las buenas maneras, la intolerancia y la injusticia social.
El avasallador amor de la juventud, el que no concibe fronteras y crea las fantasías más disparatadas.
El encuentro del verdadero amor y como al perderlo, una mujer comienza a odiar al hijo de ambos. Lo regala en un estado de locura, dolor, rabia y despecho. Pasan los años, es demasiado tarde y vive un calvario que tendrá que arrastrar durante el resto de su vida, Natalia, paga caro el egoísmo de su juventud.
Un joven descubre que es homosexual, se enfrenta con el dolor de una verdad que lo paraliza, si porque en los años 40 en una isla puritana y machista, no cabía un ser distinto
Abel, lleno de virtudes, dulzura, amor, buen hijo y exquisita persona, se dio cuenta que debía esconder sus sentimientos. De alma frágil y sensible, tendría que vivir llenándose de hipocresía, algo que odiaba. Convertido en un farsante, era difícil vivir y acercarse a los suyos, se hizo un verdadero infierno al encontrar el amor. Un hombre que podía ser su padre, lo quiso guiar al punto de quererlo casar con su propia hija, horrorizó al joven que tomó una drástica determinación. Abel, no pudo luchar. Su honestidad, costumbres y buenas maneras no le permiten vivir una farsa que sabia no tendría final .
El joven huye del mundo que lo condena interiormente, escapa en un disparo que resuena en una quieta madrugada para dar fin al horror de vivir en una mentira.
Rafael, emigrante que llega de España, en busca de fortuna. Joven atractivo y ambicioso solo anda en busca de una mujer para casarse, tendrá que ser una rica heredera.
Lo logra, no le cuesta gran esfuerzo, demasiado astuto, cautiva a la gente que le interesa y logra a fuerza de palabras llegar pasando por barreras infranqueables para otros. Rafael se impone, va dejando en el camino sufrimiento y odio. Mueren sus suegros, saca su verdadera intención. Un ser malvado, egoísta y déspota. Hace ver a la esposa, que no la quiere, que se casó por su dinero. El defecto físico de faltarle un brazo y diez años mayor que él dan prueba de ello.
Llega el día que se convierte en el hombre mas rico y poderoso de la región, así se vio al abordar el barco que lo traía a tierras cubanas.
Alrededor de Rafael se mueven los personajes mas variados, pero en el ocaso de su vida, parece que hay calma, pero ni en ese momento deja de arrastrar con su desgracia a la gente que lo ha querido, cuando se va, deja desolación y tristeza a su descendencia.
Amor Distinto, nos adentra en un mundo lleno de alegrías, de sueños y de pasión . Esta novela sorprende por la magia de trasladarnos a una época y a un lugar que parece real.
Las fantasías de una novela bien concebida en una provincia llena de prejuicios y de valores inculcados por una sociedad para crear una replica de la vida española en la Cuba de los 40’s.

IdiomaEspañol
EditorialGladys On
Fecha de lanzamiento21 ene 2012
ISBN9781936886487
Amor distinto
Autor

Gladys On

Gladys On (1943), nació en la provincia de Camaguey, Cuba. De carácter introvertido y criada en el seno de una numerosa familia, Gladys On recopiló historias escuchadas en el transcurso de su vida y las decoró con la fantasía de su imaginación para ofrecerlas con el entusiasmo que espera que sean acogidas. “Amor Distinto” es su primera novela que sale a la luz y que acompaña con uno que otro poema. En 2007 fue seleccionado su poema "Lujuria" en el Concurso Poemas Capitales, Ediciones La Mancha, España.

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    Amor distinto - Gladys On

    Índice

    Notas de la autora

    Capítulo primero

    La maestra

    Cara o cruz

    La Casa

    Un paso más

    El mundo al revés

    Sortilegio de angustias

    Plaza de toros

    El Arribo

    El Regreso

    Natalia

    Mi amiga Odelia

    El príncipe azul

    El reencuentro

    Duelo

    Clara y Eulalia

    ----------------------

    Notas de la autora

    Ser niño es tan dulce y maravilloso, que rara vez se recuerda esa etapa con desagrado. Pero cuando se crece, cuando no se cabe entre los brazos que acunan para mimar y proteger, aquellas historias llenas de encantos y aventuras, máximas y sueños van quedando atrapadas en el largo camino que nos conduce a la adultez.

    Cuando se empinan, entran a una especie de laberinto desproporcionado de conocimientos y sentimientos que los llena de confusión. Entonces, quieren abarcarlo todo, comprenderlo todo y mientras ocurre esta dolorosa transición, se fijan o se rompen resortes en su mente, que los llevan directamente al milagro de crecer.

    Al conectarse la mente con el cuerpo, se sabe como se es, y hacia donde se va. Pues bien, se es un hombre, o una mujer pero… ¿Y si no se sabe? ¿Si como el péndulo se va de un lado al otro?

    Bueno, entonces la incipiente personalidad se desajusta, los conflictos afloran, las dudas crecen.

    Las indecisiones frenan todo tipo de gestión. De acuerdo con el medio, la persona se desarrolla o se frustra.

    El miedo, la timidez, el odio, la culpabilidad, la tristeza, la melancolía y la soledad interior, imposibilitan a estos seres, sentir la plenitud de la existencia. Comienzan a vivir una doble vida llena de insatisfacciones, viven o mal viven aparentando lo que no sienten. Tienen un miedo exacerbado, evitando que se les escape lo más mínimo y que se les descubra su verdadera forma de sentir. Encerrados en el terror, enferman, tienen los nervios a flor de piel. En una palabra, viven aterrados.

    Pierden la capacidad de sentir el afecto, porque en su confusión, se vuelven demasiado rencorosos y desconfiados. Se arrinconan y sufren su agonía en soledad.

    Otros por el contrario, crecen desafiando el mundo. Son atrevidos. Suben a lo alto de una montaña y desde allá, gritan y son escuchados. Caminan orgullosos de ser dadivosos, cultos, sensibles, alegres, amorosos, susceptibles, expresivos y muy extrovertidos.

    Algunos exageran, dan demasiado para ser aceptados o más bien tolerados. Lo que sucede es que falta tolerancia y comprensión en el mundo, no importa si eres una cosa u otra, la intolerancia prima en todas las cosas y mientras más sensible es la persona, más lo capta.

    ¡Que variedad de seres humanos! Tan iguales y tan distintos.

    Así se deambula por el mundo, sabiendo que realmente nadie sabe nada. Demasiado extraño o demasiado simple. ¿Acaso alguien logra entender?

    Creo que hay que dejarse llevar y cada quien debe caminar el sendero que le tocó transitar, pensando que quizás, y queda flotando la interrogante, era otro el verdadero camino que se debió tomar.

    Gladys On

    --------------------------

    El amor es algo que no puedes dejar atrás cuando mueres. Así de poderoso es.

    Jolik(Fuego)Lame

    Deer Rosebud Lacota

    --------------------------

    Capítulo primero

    En el siglo pasado, coronado por un ilustre apellido, se debatía de graves dolencias, Rafael Socarrás Andrade.

    La caída de un caballo, por una alocada carrera en los campos casi salvajes del llano de Camagüey, le había ocasionado a este hombre; dueño de grandes extensiones de tierras ganaderas de la región, total invalidez.

    Cerca de veinte días llevaba tirado en la cama, ingiriendo ligeros caldos, y respirando con dificultad. Quejándose de los agudos dolores e imposibilitado de cualquier movimiento.

    Atendido por el médico-dentista, que según decían no había estudiado medicina, ni se sabía de dónde había salido.

    Sólo se recordaba, que un día llegó al pequeño poblado, compró una casa, cercó los alrededores metió algunos animales y puso un letrero diciendo que era el Dr. Pío.

    El hombre se llamaba, Porfirio Pío Yánez. Alto, delgado, con el cabello negro pegado detrás de las orejas, pómulos salientes, ojos rasgados, boca grande distendida, como si estuviera a punto de hablar o sonreír, cosa que no hacía muy a menudo. Parco, sólo asentía con la cabeza. Al final de las consultas dos o tres frases claras y precisas.

    Poco a poco se empezaron a ver tres y hasta cinco caballos amarrados en los postes de la cerca del camino. Una señora atendía la casa y un muchacho, acomodaba los caballos y se ocupaba de otros menesteres según el caso.

    Pues bien, el Dr. Pío, ya había sido llamado, para que atendiera al Sr. Socarrás, a petición del propio paciente.

    La señora Sara, la esposa de Rafael, lo había estado esperando a la entrada del amplio portal; el doctor llegó vestido con un pantalón negro y una bata blanca, acabada de poner.

    Luego de un breve saludo, ella lo guió por el pasillo que conducía a la habitación principal.

    Llegaron a la habitación y Sara se dirigió a la cama, el hombre se mantuvo a distancia esperando que la señora hablara con el enfermo. Sara, le tomó una mano al esposo y él abrió los ojos, los movió ligeramente, hasta que se detuvieron en las penetrantes pupilas del hombre.

    Cerca de un mes fue visto el doctor, todas las mañanas, con un bulto debajo del brazo entrar a la casona. Según decían los hijos del enfermo, el padre no quería ir al pueblo, tampoco quería otro médico, es decir que ellos tenían que respetar la decisión del padre.

    Cuando el doctor llegaba, pedía agua caliente en una enorme palangana, luego cerraba la puerta. Pasaba cerca de una hora. Sólo se escuchaban aullidos y lamentos que ponían a todos con los pelos de punta. Luego venía el silencio, la puerta era abierta, y el doctor repetía lo de todos los días déjenlo descansar.

    Así fue pasando el pobre hombre la aporreadura de la caída del caballo, hasta que llegó el mes.

    Ya Socarrás, no hablaba, sólo abría los ojos ligeramente. Los aullidos y lamentos cesaron.

    Comenzó a hincharse y a ponerse de color verde-gris. Enormes ojeras le enmarcaban los ojos, la boca la mantenía apretada como si estuviera sellada.

    Cuando los hijos, a media tarde entraban al cuarto y pedían la bendición, él se fijaba en cada uno, con los ojos entornados y una que otra lágrima se deslizaba por la gruesa cara, hinchada y brillante. Ya no decía nada.

    Al mes y medio, seguía el pobre señor en la cama, ya ni siquiera abría los ojos, ni se quejaba.

    La familia le había puesto las velas como cuatro veces pensando que no llegaría al otro día.

    Sara, se la pasaba llorando, entraba y salía de la habitación como un fantasma, ponía los pies en el piso como si no lo tocara. Se pasaba las horas rezando, pidiéndole al Dios que ella conocía. Pero ese Dios la había abandonado, tal como había hecho toda su familia. Sentía que era una maldición por lo que estaban pasando. Además Rafael, era demasiado terco. Estaba empecinado en curarse en la casa, pero ya nada se podía hacer. Tampoco el médico había hecho nada. La gente pensaba que Rafael, con tanto dinero, debía haberse ido a un buen hospital. Pero el quería estar en la casa. Todos siempre le habían obedecido, Sara había sido la más sumisa, porque los hijos varias veces estuvieron tentados de llevárselo para el pueblo. Ella no lo permitió. Prefería que muriera antes que desobedecerlo.

    Se respiraba un fuerte olor a muerto dentro del cuarto, ese olor Sara lo sentía, también oía otros pasos que no eran los de ella. Una que otra vez, sintió que algo le rozaba la cara, algo frío, como una ráfaga de viento helado, la noche anterior a la muerte de Rafael sintió un lamento lejano, pero no era la voz de un hombre. Parecía que venía de debajo de la cama. Ella se agachó para mirar y alcanzó a ver como dos ojos encendidos. Se asustó mucho y atinó a llamar a uno de los hijos. Cuando el muchacho entró, ella se le abalanzó llorando. No dijo nada, pero el hijo se quedó la noche con ella.

    Amaneció un día frío, opaco, calmado. Habían pasado cincuenta días. Rafael hijo, se había quedado en lo que la madre se despabilaba un poco dando una vuelta por la cocina, tomándose una taza de café y dando algunas órdenes.

    El hijo, se había sentado en el borde de la cama para contemplar al padre. Lo vio sudar, unas gotas finas salían de cada poro, él le secó la cara con un paño suave, se lo pasó con delicadeza. En ese instante el padre abrió los ojos, los mantuvo fijos en un punto lejano, luego danzaron dentro de las órbitas, se aquietaron y miraron al joven fijamente. Abrió la boca como si se le cayera el labio inferior y fue entonces cuando exhaló el último suspiro. Murió bajo la mirada aterrada del hijo mayor, hijo que llevaba el mismo nombre y que desde el momento de la muerte del padre, por ley, tenía que ocupar el lugar de éste. Es decir que a partir de ese momento, comenzaba su mandato.

    Con sólo diecinueve años, pocos estudios, dependiente y romántico, Rafael hijo, no sabía qué hacer.

    Luego del entierro, Sara regresó con sus muchachos, a la entristecida casa. La casa que todos los años se había alegrado con un nuevo llanto, la casa que siempre tenía un bautizo o un cumpleaños, ahora estaba desolada. Sí, porque la alegría la había dado el padre, siempre jaranero y entusiasta. El no tenía otra familia, sólo los hijos y su mujer. Ella tampoco, mejor dicho, la de ella había roto las relaciones desde el momento que se enredó con un hombre casado. Aunque después de él enviudar, se habían casado, para la familia no valía, es decir que Sara, sólo tenía a sus hijos. Por eso, cuando llegó a la casa, los agrupó con la mirada y a los que estaban más cerca de ella, los abrazó, e hizo una dolorosa mueca.

    Seca, sin lágrimas, se quitó el pañolón negro de la cabeza, se pasó una mano por el pelo y suspiró profundo. Buscó con la mirada a Rafael, su hijo mayor. Sólo alcanzó a ver, un muchacho delgado, un poco más alto que los demás, con un ligero bozo castaño, unos ojos tristes color miel; abstraído y tan distante que se estremeció de tan desamparada que se sintió.

    Sara, tenía miedo, no estaba preparada para ésto, nunca pensó quedar viuda, ahora el mundo le había caído encima. Ella no sabía lidiar con los empleados, el administrador siempre había sido su marido. El nunca le permitió que se metiera en los asuntos de los hombres y Rafaelito, su pobre muchacho, estaba tan tierno que aunque siempre andaba colgado del padre, sólo sabía obedecer; igual que la madre.

    Empezó a pasar el tiempo, al principio las cosas se daban solas, pero luego, para la venta de las cosechas, para el destete del ganado, para las siembras, la recolección de las semillas, buscar la mejor época de aparear las reses y demás animales, en fin que Sara, no sabía nada de nada. Sólo supo disfrutar lo que la suerte le había deparado, sus hijos y su marido.

    Al cabo del año se habían perdido varias cosechas.

    Las vacas no daban tanta leche. Los demás animales, se pasaban de un lugar a otro sin que ellos pudieran controlarlos, la hierba crecía más que nunca y varios empleados abandonaron la finca.

    Una mujer con casi cuarenta años, viuda, con siete hijos, que de campo sabía para sobrevivir, y para colmo, Rafaelito no sabía qué hacer, lo poco que aprendió del padre, no era suficiente.

    Si al menos Sara, aceptara uno de tantos pretendientes, que se ofrecían para ayudarla, con la única condición de aceptar ser su esposa, pero ella había jurado que no le pondría padrastro a sus hijos, tampoco deseaba compartir su cuerpo con otro hombre. Ella sólo había podido ser de uno. Nadie tocaría lo que le perteneció al gran amor de su vida, su Rafael.

    Ahí estaba el resultado, la finca casi perdida, ella avejentada, llena de canas, cerrada de negro. Parecía un alma en pena, cabalgando por la finca en el caballo negro del difunto.

    Sara, venció el orgullo, habló con sus hermanos, aunque sin ningún entusiasmo. Les pidió ayuda, al menos para que su hijo se encaminara un poco. Ninguno estuvo dispuesto. El rencor todavía estaba presente en la familia Morell. No le perdonaban a Sara, haberse casado con un viudo, que sin haber muerto su esposa, ya mantenían relaciones. El primer hijo había nacido a los pocos meses de enviudar. Sara, había deshonrado la familia, todo lo que le sucedía, se lo merecía, ellos no tenían nada que ver con ella.

    Cuando ella conoció a Rafael, se bebió los vientos por él en el primer instante. Tenía diez y seis años cumplidos, piel trigueña, cuerpo llenito con curvas provocativas, pelo rizado negro y abundante, ojos como dos azabaches, senos que se desbordaban por el escote, y carnes apretadas. A Rafael, le pareció un níspero maduro.

    Sara, componía versos y décimas, las cantaba con voz de sinsonte. Mientras cantaba, movía los grandes ojos negros con demasiado atrevimiento, pero cuando vio a Rafael, detuvo la mirada y quedó presa en los bellos ojos amarillo-verdosos de éste.

    Alto, delgado, con mechones de canas entrelazados en el cabello castaño. Parecía un hombre de ciudad. Tenía ademanes de caballero, una sonrisa burlona de medio lado, nariz aguileña, el óvalo de la cara tan varonil que se podía decir que era perfecta. La dentadura quedaba al descubierto con sólo sonreír, los dientes en perfecta formación; blancos y relucientes.

    Vestía guayabera y pantalón de dril color crema, zapatos avellanados, que brillaban como espejos. En cada dedo anular una sortija ostentosa, de oro puro.

    La entrada de Rafael a la fiesta, hizo soñar a más de una de las mujeres reunidas. No sólo las solteras, también las casadas, aburridas de ver las mismas caras de sus maridos, todas posaron los ojos en éste guapísimo y extraño hombre.

    Rafael, tenía la piel blanca, que en contacto con el campo, y la exposición al sol, se había tornado dorada, eso hacía resaltar aún más el color claro de sus ojos. Se distinguía entre los hombres de la comarca, que en su mayoría, tenían la piel trigueña, los ojos y el pelo oscuro.

    Rafael, había llegado de Islas Canarias, solo, y con el propósito de triunfar y hacerse rico. Todo lo había logrado.

    Lo primero que hizo fue internarse en los campos y buscar información sobre los más pudientes de la zona en cuestión. Luego se presentó en las casas en busca de trabajo. Así fue conociendo familias y averiguando donde había muchachas casaderas. Estaba seguro que con su aspecto, cualquier joven rica, lo querría para esposo.

    Para estos trajines, con lo único que contaba era con el cuñado de un vecino de su pueblo natal, que llevaba cuatro años en la zona. Oscar, que era el nombre del joven, era un pobre tipo feo y un tanto torpe, que se había aventurado a venir a la isla, con un grupo de jóvenes en busca de mejor vida. La estampa del infeliz sólo le sirvió para colocarse como peón en una finca donde le tenían afecto por lo noble y servicial que era, y también por lo poco agraciado. Era una especie de lástima disimulada que le profesaban la mayoría de los compañeros. Le contaban sus problemas, lo usaban para cualquier diligencia y como era poco hablador, también se confesaban con él. Pero parece que Rafael, con el buen ángel que tenía, con la forma un tanto desenfadada, logró que este pobre tipo lo pusiera al tanto de todos los comentarios del lugar respecto a las mujeres. Este era un tema muy frecuente en las haciendas entre los jóvenes solteros que trabajaban en dichos lugares. Las noches eran largas y se consumían jugando a las cartas y comentando, e ilusionándose con las bellezas de los alrededores.

    De más está decir que Rafael, averiguó donde estaba la mejor candidata para sus propósitos.

    Así fue como conoció a Clara. Hija única, del matrimonio Zayas-Inclán. La más vieja de las casaderas de la zona.

    Hija de un matrimonio anciano, que en la juventud no pudieron concebir, y ya mayores, Dios los bendijo con una hermosa niña. Pero la hermosa niña, nació con el brazo izquierdo pequeño y mal formado. El antebrazo medía cerca de tres pulgadas con una terminación roma y cuatro bolitas semejando deditos, pero sin uñas. Aún así la pareja le dio gracias al Todo Poderoso, y fue su gran alegría.

    Clara había cumplido treinta años. Todavía no había tenido novio. Había perdido las esperanzas de encontrar marido.

    Rafael, se presentó en la hacienda en busca de trabajo. El señor Antonio Zayas, dueño de la hacienda y padre de Clara, no dudó en dárselo, luego de mantener una larga conversación con el joven Rafael, en la que habían estado presentes su esposa Margarita y la joven Clara.

    Al día siguiente, se presentó Rafael para quedarse en la casa. Tenía trabajo y alojamiento.

    Cuando el joven entró a la barraca, pensó con toda seguridad que no estaría mucho tiempo durmiendo en tan miserable lugar.

    A los quince días, con el acento extranjero, su estampa y habilidad, consiguió descontrolar a la infeliz Clara. Ella no vio ningún impedimento que Rafael, tuviera sólo veinte años y ella treinta. El parecía mayor, además era tan alto, ponía tanta gravedad en los asuntos que de ninguna manera, se podía pensar en lo joven que era. Declaró a sus padres que lo amaba. Tan falta de amor estaba, o mejor dicho de ilusión, que ésta fue la única que había tenido y no pensaba dejarla pasar.

    Los padres no se opusieron, felices de poder casar a su hija antes de morir, le hicieron una de las mejores bodas que se podían recordar en el lugar. Una semana de festejo, comida, bebida y alojamiento para los invitados más allegados. Un mes de luna de miel a la tierra del esposo.

    Al regreso, Clara venía embarazada. Pasó casi todo el embarazo en reposo y cuando nació Abel, fue el orgullo de todos, en especial para los achacosos abuelos, quienes lo pudieron disfrutar cinco años maravillosos.

    Clara, no consiguió volver a embarazarse, pero con ese hijo, fue todo lo feliz que se podía ser, con orgullo, amor y dedicación, vio crecer al señorito.

    La madre cifró todo su entusiasmo en aquel hijo, que físicamente, era el vivo retrato del padre, quien le dio el nombre de Abel.

    --------------------------

    La maestra

    Abel, era muy inteligente. A los catorce años, tocaba guitarra y piano, componía canciones y las cantaba, también se estaba preparando para matricular en el Instituto. Un maestro particular le daba clases en la casa, cuatro horas diarias. El señor pasaba de los setenta y en los últimos tiempos se quejaba, aduciendo que no se sentía bien. Un día no llegó a la hora de siempre y todos quedaron extrañados porque era muy puntual. Por la noche un vecino del profesor, vino a darles la mala noticia de que el señor Anastasio Rivas, había muerto.

    Para Abel, fue un golpe demasiado fuerte. Se encerró en su cuarto, y pasó dos días sin salir, luego no quiso hablar ni probar bocado.

    Clara, se desesperó y mandó a uno de sus empleados a las bodegas cercanas, para que averiguaran si conocían algún maestro que quisiera venir a darle clases a su hijo.

    El empleado volvió sin haber podido conseguirlo. Dejó recados en las bodegas y demás establecimientos por si alguien sabía de alguno.

    Con esta esperanza el joven se tranquilizó.

    Como a los cinco meses, apareció una señora cuarentona, flaca, alta, con cara larga y ojos extraviados, que se ofrecía para darle clases en general. Incluía inglés, francés y en especial, piano. Con la única condición, que le dieran alojamiento en la casa, o sea, que tenía que quedarse a vivir con ellos.

    Había quedado viuda, los hijos de su difunto esposo, no quisieron compartir la herencia con ella, ella no quería litigio y optó por dejárselo todo e irse. A sus años, tener un techo y un poco de tranquilidad, en cualquier lugar del mundo, era suficiente. No tenía hijos, sólo contaba con parientes lejanos, tan lejanos que ni siquiera los recordaba.

    Habló Clara con su esposo, y a éste le pareció bien, sólo faltaba la aprobación de Abel, que en ese preciso momento, no se encontraba en la casa. No obstante, le ofrecieron a la señora que se quedara para el almuerzo, que en cuanto llegara el joven se iba a servir.

    Llegó Abel, Clara lo puso al tanto sobre la profesora.Quedó muy entusiasmado, sobre todo con lo del piano. La madre se extrañó, el hijo no objetó ni el más mínimo detalle.

    Clara llevó el hijo al portal, donde la profesora se encontraba arrellanada en uno de los sillones. Estaba embebida, admirando algo en el horizonte. Abel le tocó el codo con la punta de los dedos y la señora con parsimonia, giró la cabeza hasta encontrarse con los ojos melancólicos de Abel. Ella le extendió la mano, él se la tomó, y a la vez, le hizo una reverencia.

    —¡Hola, hijo! —le dijo y esbozó una sonrisa.

    —Bienvenida a esta casa —dijo él, con algo de timidez. A lo que la señora respondió.

    —Si soy bienvenida, y según la señora Clara, estás de acuerdo, hoy mismo me quedo con Uds. En cuanto a mis pertenencias, cuando la señora del boticario vea que no regreso, enviará mis cosas que, aunque pocas son mis más preciados recuerdos.

    A lo que Abel le contestó:

    —Señora, por mí, quédese, creo que vamos a estar bien, tanto usted como yo.

    Eulalia, que estaba detrás del marco de la puerta, salió con una amplia sonrisa cogiéndose la punta del delantal. Luego de mirar la cara de satisfacción del joven, les dijo que la mesa estaba puesta.

    Los tres la siguieron, al paso se les unió Rafael, que salía del despacho, en el que por lo general, pasaba las horas de la mañana.

    Le asignaron a la maestra un asiento al lado de Abel, Rafael en la punta de la mesa, y Clara al lado de éste, de manera que los cuatro quedaran cerca.

    El joven parecía alborozado, conversaron entre bocados, la profesora era muy animada, Clara y Abel se dieron cuenta de que Ana, iba a ser muy buena compañía para todos.

    A Rafael, por su parte le venía bien cualquier cosa que mantuviera entretenida a su esposa, la que era demasiado exigente con la educación del hijo, cosa que a él lo tenía sin cuidado. Estudió lo suficiente como para saber leer y escribir con claridad, su fuerte eran las matemáticas, asignatura que había aprendido a fuerza de hacer negocios. Después de la muerte de sus suegros quedó al cuidado de todos los bienes. Lo demás, eran cosas de mujeres.

    Terminado el almuerzo, Ana, pidió permiso para salir al portal a fumarse un pequeño tabaco. Lo tenía por costumbre luego de las comidas. Clara, miró a Rafael, en busca de aprobación, éste sonrió y asintió con la cabeza.

    Abel, acompañó a su futura profesora por el largo corredor, no quería que se extraviara, también quería seguir hablando con aquella mujer que le parecía tan interesante.

    El necesitaba un amigo, no de intimidades, pero si, alguien con quien poder comentar sucesos, una persona neutral a quien poder contarle sus inquietudes. También una persona que no tuviera sexo, mejor dicho, que no se pudiera pensar que existía algún interés. Como era el caso de esta profesora, carente de atractivos, ya mayor, mundana. Para Abel, era alguien que conocía de arte, que tenía suficiente cultura para saciar su sed de conocimientos. La tenía a su alcance, y no iba a desperdiciar ni un minuto con ella.

    Así pensaba el joven mientras la conducía hacia afuera.

    En el portal, Ana sacó de un estuche, que tenía dentro de la cartera, un tabaco fino, parecido a un cigarro, pero con envoltura oscura, un encendedor metálico que accionó cuando con un ligero movimiento se colocó el tabaco en los labios. Aspiró el humo con los ojos cerrados, luego lo dejó salir despacio. Como si con ésta acción cambiara de personalidad. Ana comenzó una fluida conversación, en la que Abel participó animado y alegre.

    Por momentos, la risa del joven llenó de felicidad a la sorprendida madre. No quiso interrumpir y sonrió con satisfacción, pensando en la alegría del hijo, y el gusto que le daba que la presencia de la profesora lo hubiera sacado del marasmo en que se encontraba.

    Pensó la madre que Abel, no sólo quería tocar y aprender más del piano, quería alguien para entretenerse, le causó curiosidad la actitud del hijo, pero también pensó que él estaba solo, ni hermanos ni amigos cercanos. Recordó que Carlos, el amigo de la finca colindante, con el que había estudiado la primaria y luego los demás grados antes de llegar la preparación para el Instituto, ya no venían con frecuencia a buscar a su hijo, es más, hacía meses que no lo veía, parecía que esas relaciones estaban alejadas. Tendría que preguntarle al joven.

    Abel, tenía ya catorce años cumplidos, aunque era alto, su cara a ratos, se tornaba infantil. Los ademanes suaves, tan calculados, le daban una apariencia rara. En ocasiones cuando sonreía, lo hacía con tal dulzura, que en lugar de parecerse al padre, reflejaba los gestos de la madre.

    El nunca parecía feliz, por momentos se perdía en ensoñaciones, cuando regresaba de tales viajes, su mirada era más triste. Se notaba que luchaba para no llorar. Clara lo observaba y cuando detectaba estos estados en su hijo, se alejaba. Luego se dirigía hacia donde estaban los retratos de sus padres, se ponía a rezar y lloraba confundida sin saber qué hacer. En ocasiones le había preguntado al chico:

    —Hijo, ¿qué te hace estar tan triste, qué te falta, qué tienes, qué quieres?

    El la abrazaba, decía que la quería mucho y al final le contestaba:

    —¡Madre, ni yo mismo sé quien soy, ni lo que quiero!

    Ahora era distinto, lo veía contento con la maestra, Clara estaba tranquila.

    Por su parte, Ana adoraba la juventud. Cerca de Abel, se rejuvenecía.

    Pasaron varios días, y comenzó una especie de rutina, que con mucho gusto, aceptaron ambos.

    Luego de un agradable desayuno, alrededor de las nueve de la mañana, comenzaban las clases: Historia, Literatura, Geografía, las preferidas de Abel. Arrobado escuchaba de los recónditos parajes que componían el mundo, en los que con las descripciones de Ana, se sumergía en lugares y épocas. Sufría en Literatura, cada drama golpeaba su sensibilidad.

    Al día siguiente, con excelente memoria, describía lo aprendido con lágrimas en los ojos, y reproducía los diálogos, crueles o tormentosos. Ana, se quedaba con la

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