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Nutriterapia. Guía familiar de los alimentos que nos cuidan
Nutriterapia. Guía familiar de los alimentos que nos cuidan
Nutriterapia. Guía familiar de los alimentos que nos cuidan
Libro electrónico522 páginas8 horas

Nutriterapia. Guía familiar de los alimentos que nos cuidan

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Esta es la primera guía de referencia de los alimentos y nutrientes beneficiosos de uso práctico y familiar. En la actualidad, gracias a la nutriterapia, es posible curar y prevenir numerosas enfermedades, no mediante fármacos, sino con alimentos que contienen tanto nutrientes como principios activos con efectos farmacológicos (hormonas en la soja, fluidificantes sanguíneos en el ajo o antidepresivos en el chocolate, por ejemplo). Con este manual descubrirá cómo solucionar algunos trastornos (depresión, mala memoria, insomnio, problemas circulatorios, etc.) consumiendo alimentos o nutrientes (en forma de complementos nutricionales) beneficiosos. Concebida a modo de diccionario, esta guía le indica con total precisión cómo: escoger una alimentación saludable; paliar las agresiones de la vida moderna (como, por el ejemplo, el estrés, causa principal del cansancio, la ansiedad y diversas disfunciones sexuales; la contaminación, que aumenta el riesgo de alergias, etc.); dar respuesta a diferentes síntomas (dolores de cabeza, rinitis, piel seca…) y evitar numerosas enfermedades frecuentes (cáncer, enfermedades cardiovasculares, etc.) mediante una prevención eficaz.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento14 oct 2016
ISBN9781683253327
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    Nutriterapia. Guía familiar de los alimentos que nos cuidan - Jean-Paul Curtay

    Notas

    Introducción

    ¿Por qué hablamos de alimentos y nutrientes beneficiosos? El ser humano jamás ha conocido en su historia —ni siquiera en la Prehistoria, como algunos pretenden afirmar— un auténtico «paraíso nutricional». Muy al contrario, la mayor parte de la población mundial se ha visto sometida a hambrunas y carencias de forma constante. En la actualidad, por lo menos en los países desarrollados, hemos conseguido alejar con gran eficacia el riesgo de hambrunas y de numerosas carencias.

    Y, sin embargo, los habitantes de estos países presentan importantes desequilibrios nutricionales. En primer lugar, porque los fulgurantes avances tecnológicos han reducido de forma considerable la obligación de mover los músculos: ya no necesitamos descender a un pozo para bombear agua, subir el cubo hasta la superficie, llenar un barreño, lavar la ropa a mano y volver a salir para tenderla. Tanto en el hogar como en el trabajo existen aparatos y herramientas que nos permiten ahorrar energía. De esta forma, de repente, ya no necesitamos comer tanto como antes.

    En efecto, en 1890, un hombre consumía aproximadamente 4.000 calorías, y una mujer, alrededor de 3.000; por el contrario, en la actualidad, un hombre no consume más de unas 2.200, y una mujer, 1.700. Esto resulta, sin lugar a dudas, beneficioso, ya que en aquella época un hombre vivía 46 años de media, y una mujer, 49. En efecto, el hecho de comer menos reduce la inevitable corrosión vinculada a la combustión imperfecta de las calorías. Sin embargo, como es evidente, al ingerir una menor cantidad de calorías, también hemos limitado las fuentes de sustancias beneficiosas y nutrientes esenciales para nuestro correcto funcionamiento, así como para el mantenimiento de una buena salud: las vitaminas y los minerales. No fue hasta mucho más tarde[1] cuando descubrimos que, sin necesidad de hablar de una auténtica carencia, la falta de determinadas sustancias constituye la causa más frecuente de molestias cotidianas como el cansancio, la vulnerabilidad ante el estrés, la irritabilidad, la disminución de la resistencia frente a las infecciones, los problemas sexuales y de fertilidad, o la mala memoria; y, de forma aún más sorprendente, que estas sencillas ausencias o déficits desempeñan un papel fundamental en la aparición de las enfermedades degenerativas, también denominadas «enfermedades de la civilización», que en nuestros días afectan a la mayor parte de los occidentales una vez superada cierta edad: patologías cardiovasculares, cánceres, enfermedades autoinmunes, artrosis, osteoporosis, sordera, cataratas, degeneración macular (principal causa de ceguera en personas ancianas), alteraciones de la memoria, enfermedades de Alzheimer y Parkinson...

    No hay duda de que los avances tecnológicos han supuesto un extraordinario beneficio para el ser humano: alrededor de treinta años más de vida. Pero, consecuentemente, tenemos tiempo para desarrollar patologías de desgaste relacionadas con la edad, y la falta de aportes minerales y vitamínicos, derivada de forma inevitable de la inferior cantidad de alimentos consumidos, aumenta aún más el riesgo de aparición de estas patologías. De forma paralela, el progreso tecnológico, unido a la industrialización de la producción alimentaria, ha apartado de nuestros platos las frutas y verduras provenientes del huerto tradicional, las patatas cosechadas en campos cercanos y el pollo de corral en beneficio de postres elaborados con mermeladas muy azucaradas y envasadas, el puré precocinado, un pollo incapaz de tenerse en pie en medio de su revoloteo e infinidad de alimentos deteriorados, cuyo contenido en minerales y vitaminas ha desaparecido por completo. Y todo ello, sin tener en cuenta que la urbanización y la industrialización nos proporcionan una abundante aportación de contaminantes —en el aire que respiramos, el agua que bebemos y los alimentos que consumimos existen más de 100.000 moléculas nuevas— y estrés. En efecto, el estrés y la contaminación aceleran de por sí la aparición de un gran número de patologías: por ejemplo, el ruido puede originar sordera, y los contaminantes atmosféricos, asma. Estos son los responsables, en gran medida, de que se realice un uso excesivo de las cualidades protectoras de los minerales y las vitaminas, como ocurre con el magnesio para el oído y los antioxidantes para los bronquios. Este terrible doble efecto explica que, a pesar de los «grandes» progresos de la medicina, sigamos estando muy lejos de la anunciada erradicación del cáncer y las enfermedades cardiovasculares, mientras que el sobrepeso y la diabetes se convierten en una auténtica epidemia, la frecuencia del asma se duplica y el gasto en seguros de enfermedad provoca pesadillas.

    La práctica totalidad del sistema médico actual está orientado a combatir la enfermedad, hasta el punto de que la mayoría de los médicos no consideran la prevención como una parte de la medicina: un médico no ha estudiado siete años enteros, y en ocasiones diez o más tras la educación secundaria, para después ocuparse del cansancio, el estrés, la contaminación, la nutrición o el sedentarismo de sus pacientes; y menos todavía para perder el tiempo buscando las causas de los déficits de vitaminas o minerales, o peor aún, prescribiendo complementos que es posible adquirir sin receta.

    Sin embargo, el balance resultante de esta práctica médica de «combate» contra la enfermedad, que sigue fascinando a muchos, resulta elocuente de por sí: la mitad de los fumadores que han sufrido un infarto continúa fumando porque cree que puede confiarse en la medicina para volver a «desatascar» sus cañerías si es necesario. Si bien la tecnología ha avanzado en gran medida, la enfermedad también lo ha hecho en casi todos los ámbitos, y su coste, tanto humano como económico, resulta cada vez más difícil de soportar.

    En definitiva, la prevención ha vuelto a convertirse en un asunto de máxima actualidad: erradicación del tabaquismo, reducción de la contaminación, mejora de la dieta alimenticia, corrección del déficit en minerales y vitaminas, integración del ejercicio físico en la vida cotidiana, gestión del estrés, desarrollo personal, «nutrición afectiva»... Ahora bien, esta política de prevención podría abordarse aún mejor si todas las personas fuesen sometidas a un exhaustivo reconocimiento: antecedentes familiares y personales, factores de riesgo, alimentación, algunos tests psicológicos, reconocimientos médicos preventivos y analíticas biológicas pertinentes. Sería esperable que, algún día, los médicos de familia contaran con los recursos necesarios para responder a las exigencias de aquellos que desean conservar su buena salud o incluso mejorarla, antes de verse obligados a acudir a su consulta para tratar de superar una enfermedad. De momento, sólo una minoría de estos médicos particularmente motivada ha emprendido esta vía, asistiendo por cuenta propia a programas de formación como el que en 1989 organicé en París, titulado «Seminario de nutriterapia» (actualmente centralizado en Bruselas).

    JEAN-PAUL CURTAY

    Cómo usar esta guía

    Cansancio, estrés, trastornos del sueño... Tendencia a contraer enfermedades con facilidad, vulnerabilidad ante las infecciones urinarias... Dificultad para dejar de fumar... Dificultades de concentración o de memoria, y mal humor... Trastornos digestivos, problemas de circulación venosa, cutáneos, del cabello o las uñas... Ganas de envejecer más lentamente, de mantener el tono vital y la belleza el mayor tiempo posible... Deseo de reducir el riesgo de padecer enfermedades cuya frecuencia aumenta con la edad: enfermedades cardiovasculares, cáncer, artrosis, osteoporosis, Parkinson o Alzheimer...

    La primera parte de esta guía, dedicada a los trastornos o afecciones, permitirá al lector acceder de la forma más clara posible a una explicación de aquello que le preocupa o podría preocuparle en el futuro, teniendo en cuenta los últimos descubrimientos científicos. En la actualidad, casi todos los trastornos funcionales de nuestro cuerpo pueden describirse con la máxima precisión, incluso a nivel molecular. El interés de estos avances radica en que este nuevo acceso permite al ciudadano de a pie intervenir incluso a este nivel sobre sí mismo. Al comer, cada alimento que ingerimos proporciona al organismo entre 500 y 1.000 moléculas diferentes, que descompone durante la digestión y vuelve a componer para fabricar sus propias moléculas. Algunas de ellas, como las vitaminas y los minerales, participan también para modificar su funcionamiento. Tras esta descripción veremos qué alimentos o, en ocasiones, complementos alimenticios, resultan más convenientes en función de sus necesidades y demandas. Estas necesidades están clasificadas por orden alfabético.

    Si desea información complementaria sobre los alimentos y sus complementos correspondientes, vienen enumerados al final de cada apartado, de forma que podrá buscarlos en la segunda parte del libro, organizada en forma de diccionario, y así descubrir los principios activos que contienen, los beneficios en términos de salud que pueden proporcionarle, y otros consejos prácticos y trucos para su óptima utilización.

    ¡Feliz viaje!

    1

    Alimentos que son medicamentos: la nutriterapia

    Definición

    La terapia nutricional o nutriterapia es una disciplina médica cuyo objetivo consiste en optimizar las funciones de las personas con buena salud (energía, memoria o fertilidad), reforzar su resistencia ante las agresiones (virus, bacterias, contaminación o estrés), alargar la duración de su vida en condiciones de buena salud y prevenir las enfermedades tanto agudas como crónicas, así como aumentar la capacidad de curación de las personas enfermas o contrarrestar los efectos de su patología. Para ello, el médico nutriterapeuta combina tres técnicas de diagnóstico de los desequilibrios y déficits nutricionales (interrogatorio, balance alimentario y analítica biológica), y los corrige mediante el asesoramiento alimentario, así como la administración de vitaminas, minerales, ácidos grasos, aminoácidos y otros principios activos procedentes de los alimentos. En suma, el médico nutriterapeuta utiliza determinados alimentos y nutrientes como medicamentos, por sus efectos farmacológicos, independientemente de que exista o no un déficit.

    Una larga historia

    En la antigua China, hace más de 5.000 años, ya se había observado que los aquejados de paperas se beneficiaban con el consumo de algas, que, como actualmente sabemos, contienen el yodo tan necesario para este tipo de enfermos. Los romanos, por su parte, habían advertido que beber del agua donde se mantenían frescas las armaduras de los soldados en los países cálidos daba más energía (al déficit de hierro se le sigue llamando «carencia marcial», adjetivo que procede del nombre de Marte, dios romano de la guerra). Los griegos preconizaban el uso del ajo, la cebolla o la manzana como medicamentos. En este sentido, hace 2.800 años, Hipócrates pronunciaba su célebre sentencia: «Que tu alimento sea tu medicamento», una prioridad cuya formulación nos gustaría oír en el «juramento» prestado por los médicos, junto a la sentencia «En primer lugar, no hacer daño», con la que tanto tiene que ver, excepto en situaciones graves o de urgencia.

    Hasta el siglo XIX no se empiezan a reconocer las diferentes categorías de moléculas que componen el cuerpo humano: proteínas, ácidos grasos y azúcares. Posteriormente, a finales de dicho siglo y principios del XX, la bioquímica alcanza mayor precisión y descubre la importancia de elementos presentes en el cuerpo humano en menores cantidades: los minerales (denominados oligoelementos cuando se encuentran en cantidades muy reducidas) y las vitaminas, cuya ausencia se reconoció como potencialmente mortal y generadora de enfermedades como el escorbuto, el beriberi, la pelagra, el raquitismo o la anemia.

    Objetivos

    Con el entusiasmo algo excesivo generado por el descubrimiento de potentes medicamentos como los antibióticos, los antiinflamatorios o los antidepresivos, la medicina ha terminado por convertirse en una disciplina que se limita a prescribir fármacos, olvidando que tiene ante sí a un paciente, un organismo cuya salud y capacidad de curación también dependen de la alimentación, el estilo de vida y la psicología. El resultado ha sido un excesivo consumo de medicamentos, en gran medida inadecuado, que ha originado no sólo un aumento de los costes bastante difícil de sobrellevar, sino también un vertiginoso número de efectos secundarios, que, a su vez, suele conllevar la ingesta de nuevos fármacos. Y, para rematar la faena, el asesoramiento negligente en temas de alimentación, ejercicio físico y prevención ha contribuido a un aumento considerable del sobrepeso, la diabetes, las patologías cardiovasculares, el cáncer, las alergias o las patologías inflamatorias, nuevas oportunidades para consumir más medicamentos.

    Es urgente poner de nuevo al fármaco en el lugar que le corresponde, aunque sea esencial cuando se prescribe de forma apropiada. En cualquier caso, los componentes nutricionales, de comportamiento, psicológicos y medioambientales de la persona, goce de buena salud o esté enferma, no pueden seguir siendo objeto de palabras condescendientes y accesorias. Por el contrario, es indispensable que se conviertan en ámbitos de formación exhaustiva de los responsables de salud pública, los médicos y los profesionales de la salud en general, como también resulta indispensable que su optimización ocupe un lugar central.

    Dietista, nutricionista y nutriterapeuta

    El dietista no es un médico, sino que es un profesional que ha recibido una formación centrada fundamentalmente en el balance alimentario, que incluye las calorías, los lípidos (grasas), los glúcidos (azúcares) y las proteínas, así como también las vitaminas, los minerales y otros componentes de la nutrición. La mayoría de las veces este tipo de especialistas suelen actuar en el marco de un hospital o centro público.

    El médico nutricionista ha recibido una formación más exhaustiva, aunque su ámbito de actuación se limita casi por completo al sobrepeso y la diabetes. Además, suele dominar mejor los fármacos contra dichas patologías que el asesoramiento en materia de nutrición, que a menudo delega en el dietista. Parece evidente que, en un futuro, tanto su formación como su ámbito de actuación se verán ampliados hasta incluir el diagnóstico y la corrección de déficits nutricionales, así como el uso farmacológico en el asesoramiento alimentario y de nutrientes. Estas herramientas también se integrarán en la actividad de los médicos generalistas y especialistas, como, por ejemplo, los ácidos grasos omega 3, que algunos cardiólogos no utilizan en absoluto, algo que resulta muy poco «ético», como han puesto de manifiesto los doctores Michel de Lorgeril y Serge Renaud, teniendo en cuenta las pruebas existentes que confirman su eficacia en la prevención del infarto.

    El nutriterapeuta, por su parte, es un médico generalista o especialista titular de un diploma universitario en nutriterapia. Se dedica a tratar las quejas (cansancio, ansiedad, depresión, infecciones reincidentes) y enfermedades del paciente adoptando una perspectiva bioquímica, con el objeto de intervenir al nivel más específico posible, el molecular. Dado que cada persona posee unos genes, una alimentación y un entorno diferentes, debe tomarse el tiempo de identificarlos y recurrir a análisis especializados en caso necesario. Además, con la edad, la contaminación y las enfermedades, las moléculas pueden verse alteradas, y más concretamente los genes, las proteínas y los lípidos. En la actualidad es posible medir dichas alteraciones. Partiendo de esta información de base, el nutriterapeuta está en condiciones de determinar qué modificaciones alimentarias son prioritarias, qué complementos son necesarios y qué reducciones de excesos deben abordarse. Su objetivo prioritario consiste en paliar siempre que sea posible los déficits, síntomas e indicios de que adolezca el paciente a través de asesoramiento alimentario.

    ¿Qué es un alimento?

    Un alimento es «cada una de las sustancias que un ser vivo toma o recibe para su nutrición» (Diccionario de la lengua española de la RAE). Un alimento o una bebida contiene entre 500 y 1.000 moléculas, de las que tan sólo una parte son nutrientes.

    ¿Qué es un nutriente?

    Los nutrientes desempeñan una función en la bioquímica de las células que componen el organismo humano. Se trata de:

    — elementos estructurales como los aminoácidos, que nos permiten reconstituir nuestras proteínas (como, por ejemplo, las de los músculos), o como el calcio, que se fija en los huesos;

    — fuentes de energía como las grasas y los azúcares;

    — sustancias moduladoras de las operaciones que nos permiten funcionar, como las vitaminas y los minerales.

    Un gran número de los constituyentes de los alimentos y bebidas no son nutrientes: las fibras (la mayoría de las cuales no se absorben), los pigmentos (como los carotenoides o flavonoides), las hormonas, los neurotransmisores, las sustancias volátiles, etc. Sin embargo, una parte de estos «no nutrientes» interfieren en nuestro funcionamiento de forma negativa o positiva, por lo que resulta fundamental conocer sus efectos y tenerlos en cuenta, por ejemplo, los de los fitoestrógenos, unas hormonas que encontramos en la soja y otros alimentos.

    Los alimentos beneficiosos

    Tanto los alimentos como sus nutrientes poseen efectos farmacológicos, pudiendo aumentar el efecto de determinados medicamentos (como el zumo de pomelo) o disminuirlo (como las crucíferas). Pueden contener:

    — principios activos inmunodepresores, como los azúcares rápidos, o inmunoestimulantes, como el yogur con bífidus;

    — principios activos proinflamatorios, como las grasas saturadas, o antiinflamatorios, como los antioxidantes, los ácidos grasos omega 3 y la bromelaína de la piña;

    — potentes sustancias tóxicas que aceleran el envejecimiento, el riesgo de patologías cardiovasculares o el cáncer, como la carne y el pescado requemados, de ahí la necesidad de no ingerir los trozos ennegrecidos por la cocción;

    — desaceleradores igualmente potentes del envejecimiento que, por lo tanto, protegen contra los riesgos de enfermedades que aumentan con la edad, como la vitamina E, la vitamina C, los carotenoides, el selenio, las catequinas del té verde, el sulforafano de las crucíferas, el hidroxitirosol del aceite de oliva o el resveratrol del vino tinto;

    — elementos que disminuyen los lípidos en sangre, como los fitosteroles;

    — fluidificantes sanguíneos como el ajo;

    — antihipertensores como el magnesio;

    — agentes antimigraña como la cafeína;

    — antidepresivos como la feniletilamina del chocolate;

    — hormonas como las isoflavonas de soja o los fitoestrógenos, o bien antihormonas como los indoles de las crucíferas, etc.

    Este conocimiento, a menudo procedente de antiguas observaciones empíricas, se ha visto precisado y ampliado por toda una serie de estudios científicos recientes, que en la actualidad permiten proponer día a día soluciones para vivir mejor, optimizando el nivel de energía, las defensas antiinfecciosas, la calidad de la piel, e incluso el sueño y el humor. Y, también, soluciones para envejecer mejor, manteniendo el potencial de todas las funciones y reduciendo de forma considerable el riesgo de sufrir graves enfermedades.

    Gracias a este conocimiento, el asesoramiento en temas de nutrición, que cada día es más preciso, y el uso de complementos nutricionales, que permiten aportar cantidades precisas de vitaminas, minerales y otros biofactores o fitonutrientes, pueden ocupar una nueva posición en el conjunto de medidas básicas que pueden tomarse ante numerosos problemas habituales: cansancio, estrés, trastornos del sueño, perturbaciones relativas a los diferentes órganos (piel, pelo, uñas, vista, oído), al aparato locomotor, a las venas, a la sexualidad, etc.

    Cuando existen antecedentes familiares o factores de riesgo, o con mayor razón aún, en caso de enfermedad, los alimentos y nutrientes beneficiosos pueden desempeñar un papel importante, permitiendo evitar una carga farmacológica excesivamente pesada, o bien reducir la dosis de la misma y, por lo tanto, sus efectos secundarios, así como aumentar la eficacia.

    La medicina de intervención eminentemente técnica (medicamentos, cirugía) comienza a ser consciente de que, si un paciente come mal, si no tiene suficiente energía o carece de nutrientes, no contará con las herramientas indispensables para responder de forma óptima a cualquier tratamiento: cirugía, medicamentos, quimioterapia, radioterapia o, incluso, psicoterapia. Por ejemplo:

    — una persona operada que carezca de cinc corre un mayor riesgo de cicatrizar mal y sufrir complicaciones infecciosas;

    — una persona operada que carezca de proteínas, y más concretamente de un aminoácido llamado glutamina, perderá más masa muscular tras la operación, una circunstancia que, en el mejor de los casos, le producirá cansancio y alargará su convalecencia, y en el peor, lo predispondrá a sufrir infecciones;

    — una persona operada que carezca de vitamina E y otros antioxidantes sufrirá con mayor facilidad fibrosis o bridas[2] posquirúrgicas, algo que, por ejemplo, puede conllevar una oclusión intestinal o la formación de una cicatriz hipertrofiada, denominada «queloide»;

    — una persona hipertensa que carezca de magnesio, mineral que mejora la función de la bomba de sodio, reduce la retención de agua y realiza un efecto betabloqueante e inhibidor del calcio (dos efectos vasodilatadores), responderá peor a un tratamiento de mayor dosis que un hipertenso con complemento de magnesio y tratado con una dosis inferior;

    — un paciente depresivo, con independencia de que se le haya prescrito o no un antidepresivo o psicoterapia, puede afianzar la depresión o desarrollar una dependencia hacia su tratamiento si sus neuronas no disponen de suficientes nutrientes necesarios para enviar mensajes estimulantes.

    Haciendo uso de los medios básicos proporcionados por los alimentos y nutrientes, la nutriterapia constituye a día de hoy una dimensión fundamental para el desarrollo personal y el de la medicina, además de un eje central del bienestar social, la salud y la curación.

    Las carencias más frecuentes

    Existen numerosos estudios sobre alimentación cotidiana que ponen de manifiesto deficiencias e, incluso, carencias de vitaminas y minerales, que pueden agravar de forma considerable los efectos de las alteraciones moleculares vinculadas al envejecimiento y la enfermedad. Puede afirmarse que todo el conjunto de la población se ve afectada por cinco carencias principales relacionadas con:

    — el oxígeno (vivimos en atmósferas a menudo contaminadas y no respiramos profundamente);

    — el movimiento, responsable de dilatar los vasos capilares, y ayudarlos a liberar oxígeno y nutrientes sólidos hacia los músculos y órganos;

    — el magnesio, indispensable para tener energía y resistencia ante cualquier tipo de estrés;

    — los ácidos grasos omega 3, que dinamizan nuestra energía, así como la comunicación entre células y tejidos;

    — los antioxidantes, y más concretamente la vitamina E y los carotenoides (como el beta-caroteno y el licopeno), que protegen nuestras moléculas de la corrosión, la cual las daña con la edad.

    Todos estos nutrientes desempeñan un papel fundamental en la prevención de las enfermedades degenerativas o «de la civilización». Asimismo, una gran parte de la población sufre carencias de vitamina D, yodo, vitaminas B6, B1 y B9, cinc y selenio.

    Los excesos más frecuentes

    Por otra parte, consumimos demasiadas grasas saturadas y azúcares rápidos, hecho que favorece el sobrepeso; demasiada sal, que contribuye a la retención de agua y la hipertensión; demasiado fósforo (en particular procedente de productos lácteos), que reduce nuestra absorción de calcio y magnesio. Y esto sin hablar de las sustancias tóxicas y los contaminantes diversos que contienen el agua y los alimentos, a los que cabría añadir la materia quemada y ennegrecida en exceso por los efectos del cocinado, a menudo aún más nociva.

    Los hombres, y las mujeres tras la menopausia, acumulan un exceso de hierro, un prooxidante que acelera el envejecimiento, y aumenta el riesgo de patologías agudas (infecciones, inflamaciones) y degenerativas.

    ¿Por qué envejecemos?

    Al respirar, el aporte de oxígeno obtenido nos permite quemar azúcares y grasas para generar la energía que necesitamos para vivir. Sin embargo, esta operación imperfecta produce algunos residuos corrosivos, los radicales libres, principales responsables del envejecimiento humano, ya que deterioran los genes. Los genes dañados pueden repararse mediante un extraordinario sistema de detección, ablación y sustitución de las partes estropeadas. No obstante, dado que los mismos genes que programan este sistema se ven afectados, la reparación resulta menos eficaz de forma progresiva.

    Este es el motivo principal por el que envejecemos: con la edad, acumulamos cada vez más deficiencias como consecuencia de no haber reparado los daños infligidos por las múltiples irradiaciones que sufren los genes: las que producimos quemando calorías y las que añadimos a estas, como el tabaco, los contaminantes, el exceso de sol o la sobrecocción de los alimentos.

    Debido a esta acumulación de deficiencias, el conjunto de nuestras funciones va perdiendo eficacia con el paso de los años, especialmente la fabricación de tejidos, células, membranas, fibras, etc., así como su reparación, capacidades y energía. Se trata de un proceso, cuyos motivos conocemos en la actualidad, que no puede ser detenido, aunque sí puede ralentizarse de forma visible mediante una serie de sencillas medidas. Ahora bien, el primer requisito para su implementación es contar con motivaciones suficientes para integrarlas de forma definitiva en los hábitos cotidianos.

    2

    Alimentos y nutrientes: por qué y para quién

    Las alergias y las inflamaciones

    Rinitis, sinusitis, conjuntivitis, asma, eczema, intolerancias alimentarias, inflamación aguda (traumatismo, infección), inflamación crónica o enfermedades autoinmunes (tiroiditis, poliartritis, lupus, enfermedad de Crohn, esclerosis en placas)

    Exposición del fenómeno

    Las alergias y las inflamaciones comparten mecanismos comunes, por ello se presentan estos dos tipos de afecciones en un mismo capítulo.

    Los glóbulos blancos, que circulan por la sangre y vigilan en el interior de las mucosas, listos para infiltrarse en cualquier tejido con el objetivo de defender el cuerpo contra eventuales atacantes (virus, bacterias o parásitos), también reaccionan ante la presencia del polvo y las moléculas reconocidas como extrañas, como, por ejemplo, los «alérgenos», los cristales (como los de calcio o urato, que pueden depositarse en las articulaciones o los riñones), todo tipo de residuos y otros cuerpos extraños, y tratan de destruirlos como si se tratase de agentes infecciosos. Para ello, se ponen a obtener cincuenta veces más oxígeno que en una situación normal, y a fabricar, sirviéndose de este oxígeno, productos corrosivos, como el agua oxigenada o la lejía, a fin de utilizarlos en su guerra contra los invasores. Así pues, ocurre que estos productos corrosivos no sólo resultan inútiles contra los supuestos invasores, que en realidad son inocuos, sino que, en su intento de defender el organismo, terminan agrediéndolo. En efecto, las secreciones irritantes de los glóbulos blancos sobreexcitados sin causa justificada, además de enrojecer y calentar los tejidos, oxidan las grasas que conforman la «piel» de las células vecinas. De esta forma, las grasas oxidadas se transforman en señales aún más agresivas (las prostaglandinas), capaces de provocar que los vasos sanguíneos se dilaten para dejar pasar más líquidos y glóbulos blancos. Este mecanismo produce una hinchazón de los tejidos afectados, vinculada a la «tríada» característica de la inflamación: enrojecimiento, calor y dolor. En el caso de la alergia, cabría añadir la liberación por parte de los glóbulos blancos de otro agente reactivo: la histamina.

    Factores agravantes

    Exceso de permeabilidad en el tubo digestivo

    Cuando el tubo digestivo sufre una inflamación, por ejemplo, bajo la influencia de una gastroenteritis o de la proliferación del hongo Candida albicans, en lugar de dejar pasar tan sólo los alimentos bien digeridos, es decir, descompuestos en moléculas diminutas, permite, al estar dilatado, que pasen elementos de mayor tamaño. Si se trata de proteínas de los alimentos, dado que han sido descompuestas de forma insuficiente, los vigilantes glóbulos blancos de la sangre las identifican como una agresión. Este es el mecanismo subyacente a la «alergia alimentaria». Aunque puede producirse este tipo de reacción ante numerosos alimentos, a menudo se da ante productos lácteos, la soja o los cacahuetes. Esta reacción de origen digestivo puede contribuir a agravar una alergia «clásica», como el eczema o el asma, o bien una enfermedad inflamatoria, como, por ejemplo, la poliartritis.

    El estrés

    En lo que concierne al estrés psicológico, se trata de un factor que favorece las reacciones alérgicas o inflamatorias, y que, en ocasiones, incluso puede «mimetizarlas» sin que en realidad se haya producido ninguna alergia. En este caso, de nuevo, los mecanismos en juego han sido identificados a la perfección. Las señales de alerta liberadas por las glándulas suprarrenales (situadas sobre los riñones) conllevan a nivel celular una intensa penetración de calcio y una salida igualmente importante de magnesio. El riñón, al percibir una mayor cantidad de magnesio, piensa que hay demasiado y transfiere el excedente a la orina. De esta forma, el estrés cotidiano que experimentamos nos cuesta una cantidad de magnesio proporcional a su intensidad. Ahora bien, el magnesio realiza una función de moderador de los glóbulos blancos, tanto de aquellos que secretan corrosivos «desinfectantes», como de los que liberan histamina (mastocitos) o responden a los «alérgenos» (eosinófilos). De esta forma, el estrés es capaz de desencadenar la liberación de histamina en los mastocitos directamente a través de los nervios. Esto explica que una simple corriente de aire, el polvo o un olor irritante puedan provocar estornudos o hacer que la nariz gotee en ausencia total de alérgenos como los ácaros o el polen.

    Alimentos y nutrientes antialérgicos y antiinflamatorios

    El magnesio

    Así pues, como ya podrá sospecharse, el magnesio, principal sustancia moderadora, se encarga por sí solo de detener la actividad de todos los glóbulos blancos cuya acción se desencadena. Sin embargo, la mala suerte, los ruidos urbanos, los atascos de tráfico, las tensiones laborales o las malas noticias emitidas por la televisión, es decir, todos los tipos de estrés, hacen que terminemos perdiéndolo en los lavabos. En efecto, hoy en día todos perdemos una gran cantidad de magnesio por la orina. Por consiguiente, las condiciones de vida actuales, que comportan la intensificación de diversos tipos de tensión, constituyen un factor que explica el considerable aumento de la frecuencia de las alergias, y en particular del asma.

    Los antioxidantes

    A todo esto hay que añadir el aumento de la contaminación, que contribuye a la irritación de los bronquios. Las sustancias contaminantes no sólo agreden de forma directa la mucosa de los bronquios, sino que reducen la cantidad de antioxidantes que la protegen. Por otra parte, estos antioxidantes, como la vitamina C y el glutatión, que se encuentran de forma muy concentrada en el fluido protector de la mucosa, también constituyen potentes antiinflamatorios que impiden la oxidación de las grasas para convertirse en prostaglandinas. Recordemos que las prostaglandinas son moléculas fabricadas por el organismo a partir de ácidos grasos poliinsaturados y que son activas en dosis muy reducidas. Se trata de uno de los mediadores de la inflamación. Si bien las condiciones de vida actuales inducen a un déficit de magnesio que afecta con mayor o menor intensidad a todo el mundo, la debilidad de las defensas antioxidantes responde más a la carencia de aportaciones vitamínicas, y más concretamente de vitamina E, que a un uso excesivo como consecuencia de la contaminación, aunque con una importante excepción: el tabaco.

    Los ácidos grasos omega 3

    El considerable desequilibrio en la calidad de las grasas que consumimos contribuye a explicar el impresionante aumento de las alergias y, en menor medida, de las patologías inflamatorias: demasiadas grasas saturadas (carnes, productos lácteos), grasas trans (margarinas y platos preparados que las utilizan) y grasas omega 6 (aceites de girasol o maíz), y muy pocas grasas omega 3 (aceites de colza, lino o camelina, y pescados grasos).

    Los alimentos fermentados

    Por último, con el objeto de reducir los fenómenos de alergia alimentaria, es necesario reforzar el sistema inmunitario, que permite asimismo evitar recurrir a antibióticos que alteran la flora del colon, y optimizar dicha flora consumiendo más alimentos fermentados, como el yogur con bífidus o con Lactobacillus acidophilus.

    La prohibición de los alérgenos alimentarios sólo es obligatoria en caso de monosensibilizaciones: intolerancia al gluten o a alérgenos que provoquen edemas de Quincke, como el huevo o el cacahuete. En lo que respecta a las polisensibilizaciones que conlleven trastornos más benignos (trastornos digestivos, migraña, urticaria, etc.) o las agravaciones de alergias o patologías inflamatorias, es más importante restaurar la calidad de la barrera digestiva para que las moléculas más grandes que desencadenan las reacciones dejen de pasar (véase «Intolerancias alimentarias»).

    En general

    Las recomendaciones básicas son las mismas con independencia de que se trate de un mecanismo de prevención en una persona con factores de riesgo (predisposición alérgica, profesión expuesta o antecedentes familiares de patologías inflamatorias) o en una persona ya afectada:

    • Utilizar agua mineralizada (aprox. 100 mg de magnesio por litro) en bebidas frías, bebidas calientes y sopas, a razón de entre 1 y 1,5 litros diarios (véase El agua).

    • Sustituir la leche de vaca por «leches» de soja (salvo en el caso de que se sea alérgico a la soja), arroz o almendra.

    • Tomar un desayuno con cereales integrales (tan sólo arroz y trigo sarraceno en caso de intolerancia al gluten), aromatizados con cremas de oleaginosas (excepto aquellas ante las que se pueda tener intolerancia: la más habitual es el cacahuete), rico en magnesio, con fruta y té (si es posible verde, ya que es más rico en antioxidantes).

    • Comer como mínimo una ración de verduras crudas y una ensalada al día (por sus antioxidantes), aliñadas con aceite de oliva enriquecido con camelina o lino (por el omega 3), a razón de tres cucharadas soperas diarias.

    • Consumir como mínimo tres pescados grasos a la semana (arenque, caballa, sardina, salmón, trucha, lubina, lenguado, dorada, salmonete, anguila...), marinados, al vapor o hervidos (ricos en omega 3), y al menos tres piezas de fruta al día (por sus antioxidantes).

    • Dar prioridad a los yogures biológicos con bífidus o con Lactobacillus acidophilus (por la flora) sobre los quesos (grasas saturadas y trans).

    • Sustituir el tabaco por otros medios de equilibración (véase El tabaquismo).

    • Reducir la exposición a contaminantes en el entorno laboral (por ejemplo, mejorando la ventilación), en el transporte (por ejemplo, cambiando con frecuencia el filtro de la cabina del coche) y en el hogar (por ejemplo, sustituyendo los ambientadores sintéticos por aceites esenciales).

    • Reducir la exposición a los alérgenos.

    • Tratar de gestionar mejor el estrés.

    Intolerancias alimentarias

    • Masticar bien para preparar los alimentos de forma óptima de cara a la digestión.

    • Evitar las especias y el alcohol (que irritan el tubo digestivo y favorecen el paso a la sangre de moléculas capaces de desencadenar reacciones), así como el café y los productos con cafeína (que estimula la liberación de histamina vasodilatadora y proinflamatoria en el estómago).

    • Tomar fermentos (bífidus y Lactobacillus acidophilus) en grandes cantidades (en forma de sobres o píldoras) durante al menos un mes, a fin de restaurar la flora del colon (sería pertinente hacerlo de forma sistemática en caso de gastroenteritis o después de una antibioterapia).

    • Si procede, someterse a exámenes para detectar y tratar agentes infecciosos como la Candida (bajo supervisión médica).

    Alergia o patología inflamatoria

    • Aumentar el consumo de pescado graso hasta, si es posible, una vez al día.

    • El aceite que se use como aliño puede enriquecerse con omega 3 (añadiendo entre 1/2 y 2/3 de aceite de camelina o lino al aceite de oliva o de colza, excluyendo cualquier otro tipo de aceite) y usarse asimismo con los alimentos feculentos, las verduras y las sopas (añadido en frío en el momento de servir), a razón de tres o cuatro cucharadas soperas al día. Recuerde que el aceite de aliño debe conservarse en el frigorífico en una botella de cristal, y nunca debe utilizarse para cocinar.

    • Si esto no fuese suficiente, podría ser necesario tomar cápsulas de aceite de pescado: en función de la gravedad del problema, entre tres y nueve cápsulas de 1 g al día. En caso de eczema, es necesario incorporar de forma sistemática aceite de onagra, ya sea en el aceite de aliño o en cápsulas: entre 1,5 y 3 g al día. Contraindicaciones: tercer trimestre de embarazo, situación preoperatoria, tendencia a hemorragias. Atención: el aumento de la ingesta de ácidos grasos omega 3 requiere un incremento proporcional

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