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Abuso infantil, vergüenza corporal y adicción a la cirugía plástica: La cara del trauma
Abuso infantil, vergüenza corporal y adicción a la cirugía plástica: La cara del trauma
Abuso infantil, vergüenza corporal y adicción a la cirugía plástica: La cara del trauma
Libro electrónico645 páginas8 horas

Abuso infantil, vergüenza corporal y adicción a la cirugía plástica: La cara del trauma

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¿Por qué algunas personas no logran sentirse bien con su imagen tras haberse sometido a distintas cirugías plásticas? ¿Qué es el trastorno dismórfico corporal (TDC) y por qué no desaparece después de haber corregido aquello que rechazaba el paciente? ¿Cómo podemos saber si alguien es un buen candidato para la intervención que solicita?
Con la edad, los traumas infantiles se manifiestan en forma de vergüenza corporal. Los pacientes que buscan resolver algo que no les gusta de sí mismos deberían saber que la cirugía estética reiterada, en estos casos, no resolverá el problema.
Escrito desde la perspectiva única de un cirujano plástico líder en su campo, y con abundantes y conmovedoras historias clínicas e investigaciones pioneras sobre el trauma, esta obra tan bien documentada ofrece una nueva explicación del TDC capaz de proporcionar ayuda a los terapeutas y cirujanos, así como esperanza a los pacientes.
IdiomaEspañol
EditorialYonki Books
Fecha de lanzamiento31 may 2024
ISBN9788412806670
Abuso infantil, vergüenza corporal y adicción a la cirugía plástica: La cara del trauma

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    Abuso infantil, vergüenza corporal y adicción a la cirugía plástica - Mark B. Constantian

    1

    La punta

    del hilo

    1. DÓNDE COMENZÓ EL HILO

    LO QUE DESCUBREN LOS CIRUJANOS A TRAVÉS DE LOS PACIENTES Y SUS FAMILIARES

    Una cirugía bien hecha, un paciente insatisfecho

    —Confié en usted, pero me ha traicionado.

    La atractiva joven estaba sentada al borde de la mesa de exploración, con un pie recogido debajo del cuerpo¹. Su marido se hallaba encorvado sobre la silla situada al lado, sujetándole la mano. La mujer me lanzó una mirada silenciosa de odio. Yo le devolví la mirada, tratando de mostrarme tan amable como si me presentara a la alcaldía. Por fin, siguió hablando:

    —Me ha destrozado la cara.

    Sentí que la habitación se quedaba sin oxígeno. Un terapeuta me diría que aquello era una especie de ausencia de barreras, pero la ausencia de barreras ocasional a veces resulta beneficiosa para los cirujanos. Nueve días antes había llevado a cabo una complicada rinoplastia de revisión, convirtiendo una nariz deformada y obstruida con un aspecto extraño en algo bastante más normal. Era su quinta cirugía nasal, pero me parecía que había logrado justo lo que me había pedido.

    —No lo entiendo —le dije tras tomar aliento—. Hace tres días, cuando le quitamos la escayola, lloró de alegría. No paraba de abrazar a todo el mundo.

    Ella sacudió la cabeza como si quisiera espantar una mosca.

    —No. Me mintió. Me habló de mis traumas solo para convencerme de pasar por el quirófano. Y, entonces, cambió la operación. Le dije que no me acortara la nariz, pero, aun así, lo ha hecho. Me ha dejado una nariz… —trató de buscar la palabra adecuada. El marido tenía la vista fija en sus nudillos— asquerosa.

    Pronunció con claridad cada sílaba y después se señaló la cara.

    —No puedo volver a trabajar. No iré a ningún lado con esta pinta.

    Noté que se espesaba el aire en la habitación. La mujer me miraba con actitud desafiante. Habló entonces muy despacio, como para asegurarse de que entendiera cada palabra.

    —Me… ha… dejado… fea.

    ***

    Cuando nos conocimos, en efecto habíamos hablado sobre su infancia abusiva. Lo que propició la conversación fue una fotografía de su nariz antes de pasar por cuatro rinoplastias: una nariz que lucía recta, simétrica y bonita.

    —Tenía una nariz bonita —le dije.

    —Lo sé —respondió tras una pausa.

    La miré entonces mientras hablaba.

    —Entonces, ¿por qué decidió operarse?

    Constriñó el rostro y habló con un hilo de voz:

    —Tenía que ser más guapa para mi familia. Reflexionó sobre ello durante unos segundos.

    —Mi madre siempre decía que le hubiera gustado que fuera tan guapa como mi hermana. —Suspiró entonces sin apenas hacer ruido—. Siempre la decepcionaba.

    Sacó otra fotografía. Los rasgos de su hermana eran algo más delicados, pero las diferencias, incluso desde mi experiencia, eran mínimas.

    Por aquel entonces, acababa de publicar una investigación en la que apuntaba que los pacientes que se habían sometido a múltiples cirugías de nariz a sabiendas de que esta presentaba un aspecto normal tenían una probabilidad del 90% de haber sufrido abusos o negligencias en la infancia, y que la probabilidad de que dichos pacientes quedaran satisfechos con una operación era solo del 3% [1, 2]. Se trata de las personas desesperadas que la bibliografía denomina «dismorfofóbicas» y cuya adicción aparentemente irracional e insaciable a la perfección quirúrgica fascina a los medios de comunicación populares. De este modo, durante la consulta con esta mujer, le dije: «Muchos pacientes que se han sometido a múltiples operaciones con una nariz normal han sufrido infancias difíciles». De pronto se le corrió el rímel y se le cubrió el rostro de lágrimas. A continuación, me contó su historia.

    Le expliqué lo que sabía de los efectos de los traumas infantiles sobre la vergüenza corporal, el perfeccionismo y el impulso hacia la cirugía plástica, conocimientos que en su momento eran limitados. Ella acordó acudir a terapia para tratar sus traumas después de la operación. Su marido le había dado entonces una palmadita en la mano. Pero tenía la nariz desfigurada y obstruida. Sabía que podía reparar aquel problema quirúrgico. La pregunta que me hacía no era «¿será fácil de gestionar esta paciente?», sino, más bien, «¿lograré que asimile bien la operación a pesar de su infancia?», «¿quedará satisfecha?». Era una elección de Hobson: o hacía algo para ayudarla, o rechazaba su solicitud.

    Hablamos en detalle sobre la reconstrucción. Mostré a la paciente y a su marido ejemplos de otros casos con deformidades similares que habían obtenido resultados buenos, mediocres e incluso insuficientes que requerían cirugías de revisión. «No, adelante —me dijo ella—. Tengo que arreglarme esto», así que la operé. Y ahora habían pasado nueve días.

    —Está mintiendo —me espetó—. Está más corta. Me ha levantado la punta, aunque le dije que no lo hiciera. No me hizo caso. Se ha aprovechado de mí.

    Yo intenté mostrarme razonable. Le enseñé fotografías actuales. Le dije:

    —He hecho lo que me pidió. No tiene la nariz más corta. Se nota porque ahora no se le ven los orificios nasales. Ahora podrá respirar mejor.

    Giró el espejo y se examinó desde diferentes ángulos.

    —Parece un hocico. Parezco la cerdita Peggy.

    —No está bien que diga esas cosas sobre sí misma — le respondí, pero ella siguió.

    —Está torcida. Mire estos injertos. Ni siquiera necesitaba injertos. Me lo dicen todos mis amigos del chat. Me miró entonces con los ojos entornados.

    —Sabrá que puedo difamarlo por internet.

    Decidí ignorar ese comentario.

    —No creo que tenga ningún problema —le expliqué en su lugar—. Dese tiempo.

    Sabía que resultaría útil decir unas palabras de consuelo. Hasta ese momento, no obstante, no se me había ocurrido nada. Pero la mujer no había terminado:

    —Es usted un mentiroso. Cuando me quedé dormida, experimentó conmigo. —Se inclinó hacia delante para enfatizar sus palabras—. Yo no era más que su conejillo de Indias. —Se quedó estudiando mi rostro como si leyera un mapa—. ¿Sabe lo que ha hecho? —preguntó, irguiéndose de nuevo—: ¡una chapuza!

    Respiré hondo y traté de mantener la compostura, cosa harto complicada.

    —Intente no preocuparse. Incluso aunque la herida no se cure a la perfección, puedo revisarla —le dije—. Ya habíamos hablado de eso antes de la cirugía.

    «Debería dejar de hablar», pensé. Me estaba escuchando sin hacerme caso, como si mi voz fuese música de fondo. Sus ojos adquirieron una tonalidad oscura. La habitación pareció encogerse a nuestro alrededor. Había muchas cosas que yo no entendía. A lo mejor debería poner esa frase en el membrete de mis impresos.

    —A lo largo de mi vida —me respondió ella en voz baja— me han traicionado todos los hombres.

    Su voz sonaba plana y artificial, como si estuviera recitando de memoria una historia que le hubiera contado otra persona, mucho tiempo atrás.

    ¿Cuál podría ser la explicación a esta conducta irracional?

    Cuando escribo esto, llevo cuarenta años practicando la medicina, y casi todas mis cirugías en la actualidad son rinoplastias de revisión. Pese a todo lo que he aprendido y enseñado a lo largo de las últimas dos décadas respecto a mis pacientes insatisfechos y todas las historias conmovedoras que me han contado otros cirujanos en relación con sus experiencias, todavía en la actualidad me tropiezo con algún incidente ocasional como este.

    ¿Por qué sucede? ¿Por qué hay pacientes que quedan insatisfechos con el resultado de una operación que ha salido bien, incluso muy bien [3]? ¿Por qué no puedo razonar con ellos? ¿Y por qué su rabia parece tan irracional y personal, tan fuera de contexto en apariencia? En vez de preguntarme: «¿Sigo con la cara hinchada?», aquella mujer inteligente, productiva y de éxito me interrogaba sobre por qué la había traicionado.

    Vamos a conjeturar. La tesis que se aborda en este texto, y que apoyan sobradamente, aunque de manera imprecisa, la bibliografía existente y mi propia investigación clínica, es que el trauma infantil de esta paciente había dejado a su paso a una niña herida. La vergüenza tóxica que generaron los acontecimientos de su infancia se manifestó después como vergüenza corporal y fue la que la llevó a someterse a la cirugía original y a las posteriores. El problema cardinal no se hallaba en mi consulta ni en el quirófano, sino en su familia de origen. Imaginemos que hubiera regresado a su casa, feliz con una nueva nariz reconstruida, y algún pariente cruel le hubiera dicho: «¡Vaya pinta! Te has hecho todas esas operaciones y te has gastado una pasta, pero sigues igual de fea que siempre. Nunca serás tan guapa como tu hermana. Naciste siendo una pringada». Esta mujer buscaba en mi cirugía de revisión la autoestima que merece cualquier ser humano pero que la cirugía, por sí sola, jamás podrá ofrecer. Víctima del recuerdo de ese trauma familiar, volvió a convertirse en una niña herida. Reaccionó entonces con los mecanismos de afrontamiento que había desarrollado —y que eran apropiados— en aquel momento, lo que explica la inmadurez de sus palabras y la rabia desaforada hacia alguien a quien había confiado su apariencia tan solo unos días atrás. Yo ya no era su cirujano. Me había convertido en otro perpetrador.

    ***

    En un mundo perfecto, la relación entre el cirujano plástico y el paciente de una intervención estética sería aún más favorable que en cualquier otra interacción médica, un detalle que no se aplica al enfermo asustado por un diagnóstico de cáncer o intoxicado en una sala de urgencias. En los casos cosméticos, todo debería ser diferente. Pero siempre hay excepciones. Parte de la tesis de este libro se basa en que, salvo que la cirugía presente fallos técnicos, la conducta en apariencia inexplicable del paciente —al menos para mí— resulta más intrigante y cuenta una historia mucho más reveladora de lo que podría parecer a primera vista.

    «Lo que acaba por llevar al paciente a someterse a una operación estética debe de ser una cadena de reacciones psicológicas, experiencias desagradables, comentarios recurrentes, frustraciones y autoconciencia distorsionada… No es por simple vanidad» [4]. Esa cadena que con tanto acierto identificó el pionero en cirugía plástica Gustave Aufricht queda especialmente patente en esa enfermedad que denominamos «trastorno dismórfico corporal».

    Faulkner tenía razón: «El pasado nunca se muere. Ni siquiera es pasado».

    Obsesión por la imagen corporal y diagnóstico del trastorno dismórfico corporal

    Mi primer contacto personal con el trastorno dismórfico corporal (TDC) y con pacientes insatisfechos fue algo inocente pero directo: a mediados de la década de los ochenta, cuando pocos hablaban sobre TDC, operé a tres pacientes con dicho trastorno en un breve espacio de tiempo sin haber realizado un diagnóstico previo. Su trayectoria posoperatoria fue tan turbulenta que decidí tratar de entender qué había hecho mal y me sumergí en la bibliografía.

    En aquel entonces, el TDC se agrupaba con los trastornos somatoformes (como la histeria y la hipocondría) y aparecía definido en el Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders, Fourth Edition [Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales. Cuarta edición o DSM-IV] con base en tres criterios: (A) preocupación por un defecto imaginado o trivial de la apariencia que (B) provoca angustia clínica significativa o alteración en áreas funcionales importantes como el ámbito social o laboral y (C) no puede explicarse de una manera mejor mediante ningún otro trastorno.

    El 8 de mayo de 2013 la American Psychiatric Association [Asociación Estadounidense de Psiquiatría] publicó la edición más reciente del Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales (DSM-5) [5]. Como ya cabía esperar a raíz de la obra de su subcomité, y lo que resulta de especial interés para los cirujanos, habían redefinido el TDC y lo habían reclasificado por primera vez desde su inclusión en el DSM-III-R, allá por 1987.

    En el DSM-5, el TDC pasó a figurar en un nuevo epígrafe, «Trastorno obsesivo-compulsivo y trastornos relacionados», que incluía el TOC, el trastorno de acumulación compulsiva, la tricotilomanía y el trastorno por excoriación. He aquí la definición actual:

    A)Preocupación por uno o más defectos o imperfecciones percibidos en el aspecto físico que no son observables o parecen sin importancia a otras personas.

    B)En algún momento durante el curso del trastorno, el sujeto ha llevado a cabo conductas repetitivas — por ejemplo, mirarse al espejo, asearse en exceso, rascarse la piel o querer buscar aprobación— o bien actos mentales repetitivos —por ejemplo, comparar su aspecto con el de otros— como respuesta a la preocupación por el aspecto.

    C)La preocupación causa un malestar clínico significativo —por ejemplo, conducta depresiva, ansiedad, vergüenza…— o un deterioro en la capacidad para desenvolverse en el entorno social, laboral u otras áreas importantes —por ejemplo, la escuela, las relaciones, el hogar...—.

    D)La obsesión por el aspecto no se limita a la preocupación por la grasa o el peso corporal en individuos cuyos síntomas cumplen con los criterios diagnósticos para un trastorno alimentario [5].

    A raíz de estos cambios respecto de los criterios del DSM-IV, se describen los defectos del paciente como percibidos en lugar de imaginados; una palabra revisada que, presumiblemente, resulta menos peyorativa y transmite con mayor precisión la experiencia del paciente. En el DSM-5, también se añade un nuevo criterio con el que se exige que el paciente debe haber llevado a cabo conductas repetitivas —mirarse al espejo o asearse— o actos mentales —comparar su aspecto con el de otros— en respuesta a la preocupación por el «defecto percibido», lo cual justifica su reclasificación dentro de los trastornos obsesivo-compulsivos. Se ha añadido un modificador que permite al profesional especificar el grado de percepción —«buena» o «correcta», «pobre» o «delirante»— y se excluyen, de manera explícita, los desórdenes alimentarios. Aunque el TDC también podría clasificarse dentro de los trastornos de ansiedad, dado que comparte tantas características con el trastorno de estrés postraumático (TEPT), se trata de cambios positivos y considerados.

    No obstante, es posible que los nuevos criterios presenten limitaciones prácticas inevitables para médicos y cirujanos. Como si de unas fiebres del siglo xviii se tratara, el TDC sigue describiéndose en función de sus manifestaciones superficiales. Los cirujanos no suelen recibir a los pacientes torturados, delirantes o recluidos en sus casas, a quienes tratan los profesionales de la salud mental. Estos últimos trabajan con pacientes que —en su mayoría— cuentan con un diagnóstico establecido o posible y que han accedido a que los traten. Los cirujanos suelen operar a individuos más funcionales y cautelosos, a menudo altamente funcionales, que solo quieren cirugía, de ahí que las diferencias en el diagnóstico y en la percepción según la especialidad sean inevitables. Dichas diferencias quedan de manifiesto en la irónica omisión de la «cirugía» dentro de las conductas repetitivas planteadas en el criterio B), justo el contexto en el que muchos especialistas se encuentran con pacientes dismorfofóbicos. Los resúmenes clínicos de mis tres primeros pacientes con TDC ilustran estas distinciones prácticas.

    Tres pacientes que me llevaron a consultar la bibliografía

    Mi primera paciente fue una profesora universitaria de sesenta años que deseaba cambios modestos en la forma de su nariz y la corrección de una vía respiratoria obstruida. Se había sometido a otros procedimientos cosméticos, pero estaba insatisfecha con todos los resultados. Aquello debería haberme dado una pista. El día de la operación estaba tan nerviosa que estuvo a punto de cancelar la cita, lo que, llevado por mi inexperiencia de juventud, atribuí al clásico «canguelo». Aquello debería haberme dado otra pista más. La intervención se desarrolló sin incidentes. El resultado fue objetivamente muy bueno. Yo quedé satisfecho.

    Ella no. A las dos semanas, llorando y muy alterada, me exigió una revisión inmediata, al considerar que le había acortado la nariz en exceso y que la punta estaba orientada hacia arriba. Dimitió de su puesto como docente y se recluyó en casa, se negaba a ver a su familia y solo salía a hacer la compra de noche, cuando nadie pudiera reconocerla. «Si vuelvo a la enseñanza», me dijo, «mis alumnos preguntarán: ¿Qué se ha hecho en la nariz?». Su conducta no es infrecuente entre pacientes con TDC; en muchos casos, entre el 25 y el 30% se recluye en casa.

    Una de las muchas cartas que me envió contenía fotografías y medidas para reforzar su insatisfacción.

    Le dije que deseaba que me acortara «una pizca» la nariz; a lo mejor, 3 milímetros, o solo 0,8 milímetros, o quizá 0,4. Ni por lo más remoto esperaba acabar con una nariz tan puntiaguda, corta y levantada. Queda fatal en mi rostro alargado. Es como si le hubieran arrancado la nariz a otra persona y me la hubieran pegado en la cara. Estoy destrozada y hundida por culpa de este hocico recortado y respingón. ¿Cómo ha podido hacerme esto? ¿Y por qué? Me siento traicionada. No veo el momento de que me arregle esto. Me ha robado mi trabajo, a mi familia y la alegría de vivir.

    Nótese el lenguaje catastrofista —«destrozada», «hundida», «no veo el momento de»…—, los términos despectivos para referirse al resultado de su operación —«puntiaguda» u «hocico respingón»— y los ataques personales —«me siento traicionada…» o «me ha robado…»—. No son las palabras de una persona adulta racional, culta y funcional. Transcurrido un año, le di el alta. No podía seguir revisando deformidades invisibles. La mujer se quedó terriblemente insatisfecha.

    ***

    Mi segunda paciente era la mujer de un médico que se había sometido a dos rinoplastias insatisfactorias. Llevé a cabo su reconstrucción utilizando un injerto de hueso del cráneo y cartílago de la oreja. El resultado fue excelente, salvo por un pequeño bulto justo encima de la fosa nasal izquierda. Dado el número de deformidades y el delicado estado de la piel, el resultado podía considerarse bueno. La tranquilicé. Le dije que el bulto podía corregirse.

    Solo se quedó satisfecha durante dos semanas, momento en el cual se recluyó en el dormitorio. Se negaba a ver a su familia. Subestimaba las mejoras de su aspecto; aquel pequeño bulto era desolador. Su marido me suplicó una revisión inmediata.

    En cada una de las visitas, la paciente llegaba con el hacha de guerra levantada, dispuesta a pelear, y me reprendía utilizando un lenguaje grosero y abusivo.

    —Se supone que es usted un «experto». Me río yo del experto —dijo, señalándose con un dedo la nariz—. ¿Esto es lo mejor que sabe hacer?

    Se quedó sentada de brazos cruzados, mirándome con desdén. Su actitud corporal me recordaba a un puño apretado.

    —Olvídelo. Retiro la pregunta. —Asintió con la cabeza. Se sentía justificada. Pero, de pronto, levantó la cabeza como si se le hubiera ocurrido algo que añadir—: He hablado con otros cirujanos que dicen que jamás utilizarían sus técnicas. Debe de ser la vergüenza de la profesión. Esta operación me ha destruido la vida, que lo sepa.

    Dio un paso hacia la puerta y me miró por encima del hombro.

    —Antes pensaba que era usted modesto. Pero le queda mucho para serlo.

    Con el tiempo, empezó a ser funcional de nuevo. Transcurridos doce meses, cuando llegó el momento de la revisión, le dije que le daba el alta.

    —Me dijo que podría arreglar el bulto —me espetó.

    —Y puedo hacerlo —respondí tras tomar aire—, pero no lo haré.

    Se quedó mirándome como si tuviera monos en la cara.

    —Su primera intervención la desequilibró demasiado y no entiendo bien por qué —le dije, cosa que en su momento era cierta—. No podemos arriesgarnos a tener una trayectoria posoperatoria similar. No resulta adecuado para usted correr ese riesgo.

    Se marchó sin despedirse, y sin siquiera cerrar la puerta.

    ***

    Mi tercer paciente era un hombre de cuarenta años, mecánico de automóviles, con una capacidad asombrosa para describir sus deformidades nasales terciarias: un puente hundido y una punta respingona y apretada. «Parezco un duendecillo», me dijo. «Y estos reflejos no son normales». Sus peticiones eran precisas y realistas. A mí me gustaba lo preciso y realista. El tipo me caía bien. No me preocupaba.

    Cuando le retiré la férula, se quedó mirando al espejo con los ojos muy abiertos. «Me ha destrozado la cara», me dijo. El hombre cerró su taller mecánico, se dedicó a beber en exceso y se volvió un ermitaño. Merodeaba por el hueco de la escalera del edificio de mi consulta y asustaba al personal. Cuando me encontraba fuera, en una reunión, intentó amputarse la nariz con una cuchilla. Por suerte solo se laceró la piel y fue ingresado en la planta de psiquiatría. El paciente, su familia y la trabajadora social que se ocupaba de su caso me imploraban que volviese a operarlo. Convenían en que tratar de amputarse la nariz no era algo extraño, sino que estaba justificado. Al fin y al cabo, se trataba de un problema quirúrgico. Y el causante del problema era yo.

    Me sentía como un pimpollo zarandeado por un vendaval. ¿Qué estaba pasando ahí? Nótense los rasgos comunes a estos tres pacientes. Todos ellos estaban insatisfechos con unos resultados quirúrgicos aceptables que cumplían con los objetivos que ellos mismos habían fijado. Sus familiares no veían nada inapropiado en la conducta de los pacientes y consideraban que su malestar era el resultado de una intervención quirúrgica torpe y descuidada. Cada uno de los pacientes empleaba un lenguaje catastrofista y victimista para describir lo ocurrido. A su modo de ver, yo era un traidor que había abusado de su confianza y, de forma deliberada, les había causado una lesión de la que no quería responsabilizarme.

    ***

    Cabe destacar que ninguno de estos pacientes cumplía con los criterios del DSM-5 para un diagnóstico de TDC [6]. Ninguno solicitó algo delirante. Las deformidades que presentaban no eran ni triviales ni imaginarias. Cada uno se mostraba amable y equilibrado antes de la operación. Durante las consultas, todos ellos habían visto ejemplos de mis intervenciones en casos de deformidades similares y, además, dieron su consentimiento a mi plan quirúrgico detallado, que también habían recibido por escrito. Ninguno ofrecía muestras de conducta obsesiva ni de malestar en el desempeño diario; más bien al contrario, eran personas productivas, altamente funcionales y activas. Los métodos habituales para detectar el TDC habrían estado fuera de lugar. En cualquier caso, la desazón de los pacientes durante el posoperatorio era real, significativa y debilitante, y el único tratamiento que se planteaban era la cirugía.

    Ni siquiera los nuevos criterios del DSM responden a las preguntas de «¿en qué punto una forma se convierte en una deformidad?», «¿quién decide lo que no es observable o no tiene importancia?». Si el objeto del males-tar de un paciente no es visible para la familia, para un médico de atención primaria ni para un profesional de la salud mental, ¿eso lo convierte en algo «percibido»? ¿Acaso «sutil» es lo mismo que «no observable»? Y ¿quién decide si el paciente sufre una desazón significativa o un deterioro de su capacidad para desenvolverse? En otras palabras, ¿quién solventa si dicha deformidad justifica la respuesta emocional?

    No se trata solo de una pregunta teórica. Es fácil encontrar artículos sobre el TDC donde quienes evaluaban la deformidad en cuestión eran «personas ajenas a la medicina», «amigos y familiares» u «observadores objetivos». En muchos estudios, se habla de diagnósticos de TDC basados en la autoevaluación de los propios pacientes, que emplean el cuestionario de Phillips sobre TDC [7], el cuestionario de Cash sobre alteración de la imagen corporal [8] u otras herramientas útiles. Como resultado, incluso la mejor bibliografía existente sobre TDC contiene afirmaciones como esta: «A excepción de seis pacientes, que presentaban ligeras anomalías físicas que los preocupaban en exceso, todas las partes corporales motivo de preocupación parecían normales en opinión de los investigadores» [9].

    La oncóloga Naomi Remen ha publicado una colección de ensayos titulada Kitchen Table Wisdom [Sabiduría de lo cotidiano]. En su charla con uno de dos gemelos idénticos, ambos con metástasis, contaba: «Todos tenemos nuestro cuerpo, pero no somos nuestro cuerpo, le dije. Su hermano y él eran almas distintas. Podrían compartir una biología común, pero no compartían el mismo destino» [10].

    Muy cierto… y, aun así, esos pacientes sí son sus cuerpos. ¿Por qué?

    El trastorno dismórfico corporal y la bibliografía sobre cirugía plástica

    No soy más que uno de los recientes investigadores que han intentado comprender al paciente en apariencia irracional, al paciente que presenta una deformidad mínima o al paciente obsesivo adicto a la cirugía plástica. ¿Cómo es posible que algunos con buenos resultados posoperatorios se muestren tan consternados, tan furiosos? ¿Y por qué sus cirujanos no logran razonar con ellos?

    En la bibliografía sobre cirugía plástica y salud mental, se ha descrito con detalle el TDC, pero nunca se han ofrecido explicaciones suficientes acerca de las causas. Eso es lo que más me fastidiaba. Cada paciente me dejaba entrever el origen del malestar, pero, cuando me disponía a buscar la verdad sobre el TDC, esta siempre se mostraba esquiva, siempre un paso por delante de mí.

    ***

    La insatisfacción tras una rinoplastia es algo consabido, como lo es el grado hasta el que son capaces de llegar algunos pacientes con tal de obtener resultados perfectos [11-18]. Hace cincuenta y ocho años, Edgerton, Jacobson y Meyer [19] proporcionaron pruebas clínicas para mis datos actuales con un estudio realizado a noventa y ocho pacientes de cirugía estética con «deformidades mínimas», cuarenta y seis de los cuales solicitaban una rinoplastia y sesenta y ocho se sometieron a la intervención. De las personas operadas, el 73% presentaba psicopatologías, depresión, TOC, relaciones familiares problemáticas o dificultades maritales. El 55% expuso una trayectoria posoperatoria turbulenta y algunos de ellos solicitaron cirugía adicional. Estos datos reproducen casi con exactitud la prevalencia de depresión, conducta exigente y trauma que figura en nuestra investigación clínica, publicada recientemente [1, 2] (capítulos 8 y 9). La ansiedad, la depresión, la conducta obsesiva, el perfeccionismo y la relación entre autoestima e imagen corporal también aparecen documentadas en pacientes de rinoplastia [20].

    En una encuesta clásica realizada a 692 cirujanos plásticos, ya se definieron las características del «paciente insaciable de cirugía plástica»: a menudo soltero, con muy baja autoestima, o muy pretencioso o pasivo y servil, obsesivo respecto a la apariencia, potencialmente agresivo o ansioso en exceso, impreciso respecto a sus objetivos quirúrgicos, con «deformidades mínimas» que, pese a ello, le producen un tremendo malestar. El 51% de los cirujanos encuestados no quería operar a pacientes con tales características. De quienes sí lo hacían, solo el 7% creía que los pacientes habían obtenido un beneficio, aunque la mayoría seguía solicitando más intervenciones. Dichos pacientes solían presentar dinámicas familiares inusuales: padres agobiantes que intentaban controlar la intervención. Los pacientes se mostraban obsesivos sobre los detalles de sus aspiraciones quirúrgicas; a menu-do aportaban fotografías, dibujos o modelos de escayola para mostrar al cirujano y, con frecuencia, presentaban un comportamiento rabioso y victimista, como si sus médicos los acosaran. «Tras revisar la bibliografía existente, concluimos que este síndrome no se ha descrito con anterioridad», finalizaba el artículo².

    Los autores de este artículo eran Norman Knorr, John Hoopes y Milton Edgerton, y el año de publicación fue 1967. Lo más llamativo de sus observaciones no es solo que definieran una entidad quirúrgica reconocida pero no descrita, sino que además insinuaran que la familia en sí misma podría estar relacionada con su patogénesis. Estaban allí todos los ingredientes: parientes agobiantes, baja autoestima, pretenciosidad o servilismo, comportamiento victimista por parte del paciente, perfeccionismo y otras obsesiones coexistentes. Habrían de pasar más de veinte años para que el TDC apareciera definido formal-mente en el DSM-III-R.

    En 1982, Greenley, Young y Schoenherr repararon con gran acierto en que los pacientes con trastornos psicológicos presentan una amplia variedad de resultados negativos [21]. Esta fue su explicación: los pacientes con malestar psicológico se sienten tan insatisfechos con sus vidas que no cuentan con la simpatía de sus médicos, lo que provoca que se sientan aún más insatisfechos con sus vidas y sus doctores, lo que origina un círculo vicioso dentro de la retroalimentación positiva.

    Los autores también documentaron perfeccionismo, baja autoestima, hostilidad, fobia, paranoia, pretenciosidad y «personalidades dañadas» en pacientes de rinoplastia [22, 23]. Ya en el año 1960, Clarkson y Stafford-Clark, tras debatir sobre la importancia de la colaboración entre cirujanos plásticos y psiquiatras, presentaron a un paciente diagnosticado como esquizofrénico paranoide, el individuo con la perturbación más grave dentro del estudio. Las fotografías indican que, al igual que nuestros pacientes más difíciles y la que inauguraba este capítulo, este tenía una nariz normal [24-26].

    Puntos de referencia de la imagen corporal en la bibliografía sobre cirugía plástica

    El cirujano plástico John Goin y su mujer, la psiquiatra Marcia Goin, se encontraban entre los primeros en explicar las profundas ramificaciones psicológicas de la cirugía plástica cosmética y reconstructiva. Su obra de 1981, Changing the Body. Psychological Effects of Plastic Surgery, nos impactó a muchos de nosotros [27]. Lo que observa el cirujano en el posoperatorio, decían, es «la clase de disfunción que se produce bajo una situación de estrés» y sigue un patrón predecible dentro de cada personalidad. Advertían sobre el paciente que, con demasiada facilidad, «se apoya en una figura de autoridad… que lo guíe, lo cuide y lo defienda». Esta descripción ya profetiza la del «adicto al amor» de Pia Mellody, por lo general el resultado del abandono infantil que produce un adulto inmaduro que busca a alguien que lo rescate (capítulo 3) [28]. Los Goin también advertían sobre el «patrón de personalidad paranoide», con pacientes que, de forma constante, proyectan su miedo y su rabia sobre el cirujano: «No soy yo quien está enfadado con usted; más bien al contrario, es usted quien está enfadado conmigo» [29]. Un claro ejemplo es la paciente de nuestra primera anécdota: «No he sido yo la que ha cambiado, sino usted». Los Goin identificaron patrones de personalidad histérica, obsesivo-compulsiva y «emprendedora», así como los mecanismos de afrontamiento que emplean: regresión —que ahora reconocemos como aparición del niño herido o del niño herido adaptado—; represión, proyección, formación reactiva (pensamientos experimentados como sus contrarios); negación y sublimación («matar al mensajero») [30, 31].

    La imagen corporal requiere diferentes grados de ajustes posoperatorios que podrían complicarse debido a factores étnicos, raciales o familiares. A menudo, los Goin presentan ejemplos de individuos que utilizan lenguaje catastrofista y agorero, tan presente en los ejemplos de otros pacientes que hemos visto hasta ahora. Citan las palabras de Freud según las cuales el ego es «antes que nada un ego corporal», con lo que quería decir que la experiencia inicial del mundo que tiene el niño se desarrolla primero a partir de sensaciones corporales. De hecho, nuestros sentidos siguen influyendo en nuestras realidades individuales a lo largo de la vida, lo que gene-ra pensamientos, emociones y acciones. Cuando ocurren acontecimientos traumáticos, se registran de forma somática [32-35].

    En particular, los Goin llamaron la atención sobre la alta prevalencia de pacientes de rinoplastia insatisfechos, razón por la cual soy yo quien está escribiendo este libro y no otra persona. Creían que, como estructura de la línea media del cuerpo, la nariz es un genital equivalente al pene, que emite secreciones, cuya mucosa es reactiva a la excitación sexual y cuyo sentido olfativo responde al sexo opuesto. Quizá, tal como argumentan, la nariz sea un chivo expiatorio de la rabia sublimada hacia los padres y, de hecho, los datos por aquel entonces indicaban que los pacientes de rinoplastia, en especial los hombres, presentaban más trastornos psicológicos que la población general [36]. No obstante, se trata de unos datos de hace cuarenta y seis años que, en la actualidad, están menos vigentes.

    El neurólogo e investigador del trauma Robert Scaer ha sugerido que la nariz podría ser el órgano de referencia para las víctimas de un trauma del desarrollo, dado que el olfato es el único sentido que circunvala el tálamo y envía señales sensoriales inalteradas directamente a la amígdala, el centro de alarma del cerebro [37]; por ejemplo, las víctimas de un delito violento podrían no recordar nada de sus asaltantes salvo el olor a cigarrillos o alcohol [38]. Quizá tenga razón.

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    Más allá del lugar central que ocupa la nariz en el rostro y de su conexión étnica y familiar, quizá el motivo por el que algunos de nuestros pacientes más insatisfechos se hayan sometido a rinoplastias no sea tan complicado. Si el trauma en el desarrollo produce vergüenza corporal y si los pacientes jóvenes que sufren abusos o negligencias creen que su autoestima depende de cambiar su físico mediante cirugía, ¿qué rasgo elegirán? Si un padre sin barreras pretende imponer la cirugía a un adolescente, no existen muchas opciones mejores. El niño es demasiado joven para someterse a una blefaroplastia o a un estiramiento facial, y la mayoría no necesita otoplastia. ¿Qué queda entonces salvo la rinoplastia?

    En la bibliografía sobre cirugía plástica se describen, de manera constante, las mismas características que definen lo que los cirujanos denominan el «paciente difícil»: ansiedad excesiva y frecuentes llamadas telefónicas solicitando tiempo extra por parte del médico y del personal; pacientes que dominan, interrumpen e indican que nunca los han informado como es debido; recuerdo imperfecto del consentimiento quirúrgico y de las posibles complicaciones; objetivos quirúrgicos imprecisos; conducta obsesivo-compulsiva o perfeccionista; adulación excesiva y manipuladora; malestar por deformidades mínimas o imaginadas; depresión, llanto y falta de sentido del humor; incapacidad para seguir las instrucciones del preoperatorio y del posoperatorio; historiales con múltiples intervenciones cosméticas en diferentes áreas; obsesión con fracasos quirúrgicos previos o empleo de un lenguaje catastrofista para describir el rasgo preoperatorio, el resultado quirúrgico o al cirujano anterior («odio», «asqueroso», «feo»; «ojalá el cirujano se muera») [39].

    La contribución de Edgerton

    Tal vez el investigador más atrevido sobre el impacto de la cirugía plástica en la salud mental fue el doctor Milton Edgerton, presidente del Departamento de Cirugía Plástica de la Universidad de Virginia cuando yo estudiaba Medicina y residente quirúrgico allí, además de una figura influyente en mi propia carrera. Anteriormente, como cirujano plástico del Hospital Johns Hopkins y después en la Universidad de Virginia, Edgerton había integrado a psiquiatras y psicólogos en su departamento y había generado una importante e innovadora investigación colaborativa que habría sido imposible de recrear por parte de cualquiera de esas disciplinas por sí sola.

    En su artículo, fundamental para nuestro propósito, se informaba de los resultados de cirugía estética en una serie de cien pacientes con trastornos psicológicos agudos, que recibieron tratamiento entre 1951 y 1989 en conjunción con profesionales de la salud mental de la Universidad de Virginia o, con anterioridad, del Hospital John Hopkins [40]. Se consideró que cada paciente tenía tal grado de trastorno psicológico que la cirugía habría estado contraindicada en circunstancias normales, pero el equipo los trató de igual modo. Ochenta y siete de los pacientes acabaron por someterse a cirugía.

    Los pacientes estaban diagnosticados con neurosis graves, trastornos de personalidad o psicosis, y muchos de ellos manifestaban ansiedad extrema, vergüenza y depresión. La respuesta a sus deformidades era exagerada y la mayoría habían sido incapaces de encontrar a cirujanos dispuestos a operarlos. Los pacientes se caracterizaban por su firme deseo de corrección quirúrgica, alteraciones muy serias en el desempeño social o psicológico, respuesta exagerada a sus deformidades físicas percibidas, solicitud de tratamientos quirúrgicos «inusuales» o dificultades importantes de comunicación con el cirujano. A la hora de hacer la criba, los autores determinaron que la percepción que tenían los pacientes sobre sus propias deformidades debería ser prioritaria a la opinión estética del cirujano, una decisión atrevida y poco convencional que hace que los hallazgos del estudio resulten aún más estimulantes.

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    Se trataba, desde luego, de un estudio atrevido, y los autores lo sabían. La criba fue intensa. Se estratificó y valoró a los pacientes en una escala de Likert de uno a seis, atendiendo a cinco criterios psicológicos —habilidad de comunicación, conformidad, confianza en el equipo, estabilidad y motivación «interna» (esto es, que la cirugía no estuviese motivada por o para satisfacer a otros)— y por criterios quirúrgicos, que atendían a dificultad técnica, riesgo de la operación, posibilidad de un resultado desfavorable, facilidad de corrección y compatibilidad con la solicitud del paciente. Aquellos que obtuvieran un resultado superior a 10 en cualquiera de sus características psicológicas o quirúrgicas no se consideraban candidatos aptos para la operación.

    TABLA 1.1. Comparación de los tres grupos de pacientes de cirugía plástica

    Adaptada de M. T. Edgerton, M. W. Langman y T. Pruzinsky, «Plastic Surgery and Psychotherapy in the Treatment of 100 Psychologically Disturbed Patients», 1994, inédita, utilizada bajo autorización.

    En la tabla 1.1, se comparan las características y la evaluación del riesgo en tres grupos de pacientes, tal como se estratifican en el texto. Los médicos clínicos experimentados no tardarán en darse cuenta de lo precisa que sigue siendo esa distinción actualmente.

    La funcionalidad psicológica se clasificó en tres niveles. Con la disfuncionalidad «significativa», se definía a pacientes cuya vergüenza o ansiedad tenía un impacto visible en sus vidas e iba acompañada de problemas laborales y maritales. Con el trastorno «moderado», se caracterizaba a pacientes cuya vida estaba dominada por su sentido de la deformidad, la mayoría con una vida laboral y social limitada. Con la disfunción «grave», se presentaba a aquellos pacientes cuya vida estaba totalmente dominada por sus delirios; dichos pacientes tenían pocos amigos y no gozaban de un empleo fijo. Varios de ellos habían estado internos para someterse a algún tratamiento psiquiátrico. Cualquiera de estos sería definido hoy día como «dismorfofóbico», y me atrevo a afirmar que muy pocos cirujanos plásticos se mostrarían dispuestos a operarlos. De hecho, en los criterios de inclusión que establecen Edgerton y sus coautores, se define a aquellos pacientes que, según la mayoría de los cirujanos y profesionales de la salud mental, jamás deberían someterse a cirugía plástica. En parte, esto es lo que lo convierte en un estudio tan extraordinario.

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    Todos los pacientes recibieron tratamiento intensivo de psicoterapia previo a la operación, algunos de ellos durante prolongados espacios de tiempo y bajo revaluación constante. Se requería un consenso de grupo antes de poder llevar a cabo la operación, lo que significaba que algunos esperaron más de dos años antes de obtener la aprobación.

    Las deformidades quirúrgicas que citaban los pacientes se clasificaron como «leves», «moderadas» o «marcadas», pero los investigadores percibieron que apenas había correlación entre la magnitud de la deformidad anatómica y el grado de malestar preoperatorio o la importancia de la mejora posoperatoria. Dicha falta de correlación entre la magnitud de la deformación preoperatoria y la desazón que provoca se cita en repetidas ocasiones como un fenómeno inexplicable en la bibliografía sobre imagen corporal y ha sido catalogada por los cirujanos plásticos como un determinante crucial en la decisión de operar.

    Siete pacientes fueron rechazados por falta de conformidad, objetivos poco realistas o incapacidad para describir sus objetivos quirúrgicos; desconfianza en el equipo; restricciones geográficas o solicitar operaciones demasiado complejas o poco realistas —por ejemplo, «¿puede afinarme ambos labios sin reducir la sensibilidad?»—.

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    En última instancia, se seleccionó a ochenta y siete pacientes para someterse a cirugía y un mismo médico realizó un total de trescientas dieciocho intervenciones; por lo tanto, muchos se sometieron a varias operaciones.

    El 32% fueron rinoplastias. El 17% de los pacientes padecía trastornos de personalidad y el 13% eran psicóticos, la mayoría de los cuales estaban aquejados de delirios más que de alucinaciones. El 60% se había sometido a operaciones previas insatisfactorias. Esto es importante porque también indica que el 40% solicitaba su prime-ra cirugía cosmética, un concepto que es contradictorio para la mayoría de los cirujanos, que quizá presupongan que solo los pacientes de revisión son los más difíciles [41]. También los primerizos pueden ser dismorfofóbicos. Tras revisar en mi propia consulta a un total de mil pacientes consecutivos de rinoplastia hace dieciocho años, descubrí que el 11,5% de los dismorfofóbicos nunca se había sometido a una cirugía de nariz [42].

    A las mujeres se las operaba más que a los hombres —4,1 frente a 2,7—, lo que parece contradecir el axioma de que los hombres son más difíciles de contentar que las mujeres. El 43% eran pacientes solteros. El 34% se sometió a una cirugía nasal. El TDC era el diagnóstico psiquiátrico más común y se trataba antes de la opera-ción cuando se detectaba. Otros diagnósticos asociados eran los trastornos somatoformes y de ansiedad, el obsesivo-compulsivo y desórdenes alimentarios o de la personalidad. Solo el 5% de los pacientes estaba considerado psicótico.

    Resultados del estudio de Edgerton

    ¿Cuál fue el resultado de este intrépido trabajo? Se hizo un seguimiento a los pacientes durante una media de 6,2 años, algunos incluso durante 25. Se valoró la autoimagen y el desempeño social de los pacientes y se descubrió que el 82,8% había experimentado una mejora psicológica marcada —50,6%— o modesta —32,2%—. Todos los pacientes dijeron que volverían a someterse a la operación. Solo el 13,8% no presentó ninguna mejora emocional discernible, ya fuera subjetiva u objetiva; no obstante, ninguno buscó someterse a operaciones sucesivas en otra parte. Lo más importante es que ninguno de los pacientes exhibió el tipo de resultado negativo que cabría esperar cuando un individuo con un trastorno psicológico se somete a cirugía: ningún intento de suicidio, ninguna descompensación psicótica, ninguna amenaza de pleito…, y solo un paciente expresó insatisfacción con el resultado de la operación. Habida cuenta de su base de pacientes, los resultados parecen bastante extraordinarios.

    Tres pacientes, sin embargo, empeoraron psicológicamente en el posoperatorio. Uno de ellos era una mujer de sesenta y un años que quedó insatisfecha tras su rinoplastia, que consideraba que le había agrandado la nariz. Tras la operación, el equipo logró sonsacarle un trauma infantil —no se especifican los detalles—. El segundo paciente quedó consternado por una ligera asimetría posoperatoria tras un levantamiento de ceja. La tercera paciente se sometió a una rinoplastia sin haber especificado cuáles eran sus objetivos quirúrgicos y sin cumplir con las pautas posoperatorias. El equipo detectó que los problemas psicológicos de estas personas no se habían identificado a tiempo, algo a lo que todos los cirujanos plásticos se enfrentan a veces. El paciente que busca cirugía, empeñado en causarle una buena impresión al cirujano, podría ser un «niño herido adaptado como adulto» (capítulo 3). Tras la operación, cuando se da cuenta de que la intervención no ha generado autoestima, experimenta una regresión a una etapa anterior de la vida, y la imagen ficticia del adulto funcional desaparece como un genio al volver a meterse en la lámpara.

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    Los casos ilustrados en este artículo demuestran el alcance del desafío quirúrgico en el ámbito de la cirugía plástica. El equipo consideraba que la mayoría de las deformidades preoperatorias eran insignificantes, pero provocaban un gran malestar, lo que, por tanto, cumplía los criterios del TDC. Un tercio de los pacientes solicitaba cambios que el equipo consideraba antiestéticos. Un paciente se sometió a diecisiete operaciones a fin de parecerse a la celebridad televisiva Johnny Carson. Otro fue tratado con éxito con pequeños injertos de cartílago para restablecer una pérdida de identidad personal que se había visto alterada por una rinoplastia previa. Esta última motivación no es infrecuente: tras analizar ciento cincuenta rinoplastias de revisión consecutivas, descubrí que el 15% de los pacientes estaban motivados para someterse a otras operaciones porque percibían una pérdida de identidad personal, familiar o étnica [43]. Por consiguiente, un resultado quirúrgico congruente con la imagen corporal del paciente no solo resulta apropiado para pacientes denominados «étnicos», sino para cualquiera que busque cirugía estética.

    Los autores concluyeron que la mayoría de los pacientes con un trastorno psicológico significativo podría beneficiarse de una cirugía estética realizada por un equipo con una metodología de cribado establecida y una gestión coordinada. Arguyen incluso que tales pacientes podrían mostrarse más tolerantes frente a resultados imperfectos por una simple cuestión de gratitud al ver que alguien por fin los toma en serio.

    Quizá esta sea la nota más optimista que puede extraerse de sus conclusiones y no irá en consonancia con la experiencia de todos los cirujanos. Sin embargo, en el artículo de Edgerton, Langman y Pruzinsky, se plantean puntos cruciales que no suelen

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