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Bofetón
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Libro electrónico312 páginas4 horas

Bofetón

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Algo le pasaba a Peter. Eilene Zimmerman se dio cuenta de que su ex marido estaba delgado, parecía distraído y faltaba con frecuencia a las actividades de sus hijos. Supuso que su extraño comportamiento se debía al estrés y al exceso de trabajo: era socio de un importante bufete de
abogados y llevaba veinte años trabajando más de sesenta horas a la semana. Aunque estaban divorciados, Eilene y Peter habían sido socios y amigos durante décadas, así que cuando ella y sus hijos no pudieron ponerse en contacto con él durante varios días, Eilene fue a su casa para ver si estaba bien.
Así comienza Bofetón, unas memorias brillantes y conmovedoras sobre el sorprendente descubrimiento que hace Eilene un día por casualidad. Peter llevaba una vida secreta, una vida que empezaba con pastillas y terminaba con opiáceos, cocaína y metanfetamina. También era adicto al trabajo y la última llamada que hizo fue para conectarse a una conferencia telefónica. Eilene empieza a investigar y, a través de exhaustivas entrevistas, presenta un panorama de la drogodependencia en un mundo acomodado lleno de lujos y excesos.
IdiomaEspañol
EditorialYonki Books
Fecha de lanzamiento29 may 2024
ISBN9788412806694
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    Bofetón - Eilene Zimmerman

    Primera parte

    ABRIL DE 1987

    Hace una cálida tarde de primavera y voy montada en el autobús 165, que realiza el trayecto desde el norte de Nueva Jersey hasta el centro de Manhattan, una ruta larga y mareante. Me dirijo a una cita con un encargado de contrataciones llamado Peter, de la empresa Adam Personnel, en la calle cuarenta y cuatro, con la esperanza de que me ayude a encontrar trabajo. Pocos meses antes me despidieron de mi primer empleo tras acabar la universidad, como ayudante administrativa en CBS News, en el Departamento de Encuestas Electorales. El efecto dominó fue inmediato. Al no poder pagar el alquiler, tuve que dejar el apartamento que había alquilado con una amiga cerca de mi alma mater, la Universidad Rutgers, y volver a casa de mi madre, en el norte de Nueva Jersey. Estoy deprimida, arruinada, y preparo cócteles algunas noches por semana en un bar llamado The Orange Lantern, donde también salgo con un camarero hipermusculoso que conduce un Trans Am. Duermo en la habitación de mi infancia y me siento como si estuviera en 1975 en vez de en 1987; las paredes color mostaza, la moqueta afelpada en tonos dorado y marrón. Espero que esta entrevista me ayude a encontrar trabajo, quizá incluso un empleo donde pueda escribir algo.

    Resulta irónico que en mi puesto anterior en CBS News no tuviera que escribir nada. Durante el año que pasé allí, fui ascendiendo de recepcionista a ayudante administrativa, lo que me permitió pasar de ganar 6,75 dólares la hora a ser empleada asalariada con un sueldo de dieciocho mil anuales y mis cinco minutos de fama en televisión cuando respondí al teléfono de la «Mesa de Decisiones» ante la cámara, durante la retransmisión sobre las elecciones de mitad de legislatura. Al concluir el programa aquella noche, me entregaron una Polaroid donde se me veía saliendo en televisión. Estaba de pie, con un teléfono pegado a la oreja, vestida con un traje de cuadros negros y blancos, y los créditos me pasaban por encima. Pero entonces llegó el Lunes Negro de aquel mes de octubre, en que el mercado de valores se desplomó, y no tardaron en despedirme.

    Por desgracia, mi carrera universitaria especializada en ciencias políticas no me ha preparado para un trabajo bien remunerado con mucho potencial de crecimiento. A menudo, el siguiente paso es hacer un posgrado o estudiar Derecho, pero no quiero plantearme esas opciones. No estoy dispuesta a dejar de escribir. Al menos de momento.

    Mis dos hermanas, una mayor y otra menor, siguen viviendo en casa, y aquello parece un hogar de reinserción para mujeres que carecen de la capacidad para regularse emocionalmente. En su lugar, nos dedicamos a gritarnos las unas a las otras: «¡Has gastado toda el agua caliente!» o «¿Quién se ha comido el último plátano?» y «¡Sal ya del baño!». Mi madre, extenuada tras pasarse todo el día, todos los días, de pie sirviendo muestras de queso —es subencargada en Swiss Colony, una tienda de quesos y embutidos que hay en un centro comercial cercano—, grita: «¡Dejad de gritar!».

    Llego hasta Adam Personnel. La recepcionista me hace esperar unos instantes y después levanta la mirada.

    —¿Viene usted a…? —pregunta.

    —Tengo una cita con Peter a las diez —respondo, aludiendo al nombre que figuraba en el anuncio que rodeé con boli en The New York Times.

    Cuando este aparece en la diminuta zona de recepción, atestada de otros solicitantes de empleo, me sorprende lo joven que es.

    —Hola —me saluda Peter, estrechándome la mano con una sonrisa, lo que hace que se le mueva el bigote. Percibo algo extraño en la comisura derecha de su boca, que más tarde descubriré que tuvieron que reconstruirle mediante intervención quirúrgica después de que, siendo pequeño, mordiera un cable eléctrico—. ¿Así que eres escritora? ¿En serio? —pregunta mientras me guía hasta su escritorio metálico de color negro, ubicado junto a otros doce en una enorme habitación ruidosa.

    —Bueno, soy escritora, pero… en fin… Ahora mismo no escribo. Estoy intentando encontrar un trabajo que me permita escribir —explico. Tengo poca experiencia demostrable: un par de artículos en el periódico de la universidad y varios resúmenes en programas de NBC Radio que escribí cuando estuve allí de prácticas un verano.

    —Tengo algunos puestos que podrían incluir algo de escritura, pero no recibimos muchas ofertas que sean exclusivas para escribir —me comenta Peter—. Lo siento.

    Me pregunta qué es lo que me gusta escribir y eso nos lleva a abordar mi deseo de escribir sobre música, lo que a su vez nos lleva a hablar de grupos que nos gustan a ambos.

    Me parece que el tío es un encanto. Ojalá yo sintiera una pizca de química, pero no surge, aunque mantenemos una entrevista increíblemente larga; de hecho, ni siquiera hablamos de ofertas de trabajo, solo nos dedicamos a conocernos mejor el uno al otro. Peter me cuenta que no está seguro de lo que quiere hacer con su vida (ser asesor de empleo no es más que una parada en un viaje de rumbo incierto) además de tocar el bajo en un grupo que ha formado con unos amigos. Vive sin pagar alquiler en New Canaan, un próspero barrio de Connecticut, donde ejerce como tutor residente de un grupo de chavales de minorías con bajo nivel de ingresos, los cuales participan en un programa que les permite asistir al elitista instituto público de New Canaan. Los ayuda con los deberes, les da consejos típicos de un orientador y se asegura de que no incumplan ninguna ley (o, si lo hacen, que sea con discreción).

    Nuestra charla insustancial va disipándose. Al fin y al cabo, he venido en busca de trabajo. Peter se gira hacia una pila de papeles que hay sobre la mesa.

    —Tengo un par de cosas que quizá te interesen —me dice mientras rebusca entre los folios—. Hay un puesto en la Junior League. Administrativo, pero con mucha responsabilidad —explica.

    No sé si está de broma. ¿La Junior League? ¿Qué es eso? Me suena a las Girl Scouts. Pero me encojo de hombros y respondo:

    —Vale. Necesito un trabajo.

    —Entonces me pondré en contacto contigo, probablemente esta misma tarde o mañana.

    Sonrío.

    —Sería estupendo, muchísimas gracias. —Me levanto para irme—. Ha sido un placer hablar contigo.

    Nos estrechamos la mano y me dirijo hacia el ascensor. Pocos meses más tarde, Peter me contará que, en cuanto salí de aquella estancia, se puso en pie y gritó: «¡Esa es la mujer con la que me voy a casar!», y los demás le respondieron que no dijera tonterías; algunos le lanzaron pelotas de papel.

    Se abren las puertas del ascensor y, al entrar, oigo que alguien se acerca corriendo para subirse también, así que sujeto las puertas. Es Peter, que llega sin aliento y con la chaqueta del traje en la mano.

    —Oye —me dice mientras se cuela entre las puertas que ya se cierran—. ¿Te apetecería ir a comer?

    Me quedo desconcertada. Apenas conozco a este tío, no voy a irme a comer con él. Pero, antes de poder responderle, añade:

    —Hoy es mi cumpleaños.

    «Sí, seguro», pienso. «Es su cumpleaños, ya».

    —¿En serio? —le pregunto.

    —Sí, en serio. Cumplo veintitrés.

    —Yo también tengo veintitrés —respondo.

    —Lo sé —dice Peter—. Pusiste tu fecha de nacimiento en la solicitud.

    Nos quedamos mirando los números de las plantas conforme disminuyen.

    —Lo siento, no puedo. Ya he quedado con un amigo en Hunter College —improviso, al recordar que Hunter College era una estación de la línea de metro que he tomado para venir.

    —Vale, no hay problema —responde Peter, sonriente—. Quizá la próxima vez.

    Salgo del ascensor con tal urgencia que parece que la supuesta cita para comer en Hunter College es la más apremiante que he tenido en mi vida.

    A la semana siguiente hago la entrevista con la Junior League. Es un puesto de secretariado. De hecho, todas las entrevistas que me consigue Peter son trabajos con títulos eufemísticos para decir secretaria. Por lo visto, mecanografiar deprisa es mi capacidad más destacable, de modo que estoy a punto de hacer de tripas corazón y aceptar lo que sea que me ofrezcan a continuación. Pero entonces me llama Peter para decirme que deja Adam Personnel y que tiene sus propios planes laborales. Vuelve a su casa, al norte del estado de Nueva York, con la intención de prepararse para asistir a la escuela de posgrado. Ha decidido hacer un máster en Química. Peter también me cuenta que una amiga de la universidad lo ha llamado para decirle que en el bufete donde trabaja buscan asistentes legales. Le ha preguntado si estaba interesado y Peter le ha respondido que no, pero que tiene una amiga a quien tal vez sí. Esa amiga soy yo. Hago la entrevista, me dan el trabajo y decido probar. ¿Quién sabe? A lo mejor me encanta y sí que me entran ganas de estudiar Derecho.

    Pocas semanas más tarde, Peter deja la ciudad de Nueva York y se matricula en la universidad estatal para cursar unas asignaturas obligatorias que necesita para solicitar programas de posgrado.

    —¿Por qué Química? —le pregunto.

    —Me gusta la química —responde sin más—. La química es vida.

    Durante los dos años siguientes, Peter y yo mantenemos un contacto regular y cada uno descubrimos muchas cosas sobre la vida del otro. Me cuenta que lo adoptaron cuando aún era un bebé y que sus padres son cristianos evangélicos. Su primer curso de Filosofía de la Ciencia en Cornell le hizo cuestionarse todo aquello en lo que creía sobre el mundo; desde entonces se ha convertido en un ateo devoto, y este cambio radical les ha provocado a sus padres un profundo dolor. Su padre, un hombre blanco y pastor religioso, dirige una congregación en su mayoría afroamericana en una iglesia local. En el barrio de sus padres, ubicado en la zona marginal de la ciudad, reina la pobreza y la epidemia del crack ha pegado con fuerza. A menudo los adictos llaman a su puerta en busca de dinero o comida, según me cuenta Peter, y su madre y su padre siempre abren.

    —Son buena gente, pero también interpretan la Biblia de forma literal. En serio, li-te-ral —me dice, estirando la palabra para magnificar su significado—. Como si el mundo se hubiera «creado» en una semana. Una semana. En serio, se lo creen.

    Mucho después, cuando ya mantengamos una relación, descubriré que Peter vivió en un hogar de acogida durante cuatro meses antes de que lo adoptaran. Su madre me contará que cuando era bebé no lo tenían mucho en brazos, puesto que había varios niños más en aquel hogar. Probablemente, esa falta de vínculo temprano con los padres tenga algo que ver con que, a menudo, Peter se sienta incómodo en sociedad. Me contará que, de niño, no sentía que encajara en sociedad, o que pudiera gestionarlo realmente. El psicólogo Erik Erikson, conocido tanto por su teoría sobre el desarrollo psicosocial como por el concepto de «crisis de identidad», decía que quienes durante la infancia aprenden a confiar en sus cuidadores tienen más probabilidades de desarrollar relaciones de confianza a lo largo de su vida.

    Décadas más tarde, cuando ya esté familiarizada con su insaciable necesidad de afirmación y aceptación, de validación y gratitud, me preguntaré si la adopción de Peter tuvo algo que ver con sus conflictos para definirse y creer en sí mismo. Desarrollamos nuestra identidad individual en la adolescencia, y para alguien adoptado eso resulta mucho más complicado debido a las preguntas que plantea: por ejemplo, el motivo por el que dieron al niño en adopción en un primer momento. Y ser adoptado no es un atributo, como sí lo son factores como el género o la etnia. Eso no ayuda a que el adoptado entienda su identidad; de hecho, hace que le resulte más difícil entenderla. Diversos estudios han demostrado que las personas adoptadas tienen un menor grado de autoestima y seguridad en sí mismas; un informe del Gobierno de Estados Unidos sobre el impacto de la adopción¹ sugería que uno de los motivos podría ser que «las personas adoptadas quizá se vean a sí mismas como diferentes, fuera de lugar, no deseadas o rechazadas».

    Mi trabajo como asistente legal en el bufete del World Trade Center me resulta aburrido. Trabajo con abogados en el Departamento Fiscal, en un área legislativa que versa casi en exclusiva sobre planes de jubilación. En mi estantería tengo el Código de Rentas Internas, una serie de volúmenes gruesos con páginas finísimas como papel de seda, llenos de normas y regulaciones bizantinas. El lenguaje es tan obtuso que parece creado expresamente para perpetuar la figura del abogado tributario.

    Los viernes por la tarde, cuando el socio principal del despacho grande que hay al final del pasillo se marcha para tomar el primer tren de vuelta a su casa, algunos de nosotros nos hacemos con las latas de refresco que han sobrado en la sala de juntas y nos sentamos en los sofás de terciopelo de su despacho para ver ponerse el sol sobre el distrito financiero. Las aguas del puerto de Nueva York espejean bajo la luz anaranjada del crepúsculo, intensificada por su reflejo en las fachadas acristaladas de los rascacielos circundantes. La Estatua de la Libertad se ve tan pequeña que parece de mentira; hasta los barcos del puerto parecen de juguete. Me da la impresión de que, con vistas como estas, no debe de ser difícil imaginar que el mundo es tuyo.

    En el bufete, formo parte de un amplio grupo de asistentes legales más o menos de mi edad, así que existe cierta camaradería entre nosotros. Parece que todos consideramos este trabajo una especie de estación de paso entre nuestra vida presente y lo que sea que venga después, ya se trate de un posgrado, un matrimonio o algo que aún no hemos decidido. Hay días en los que estoy tan ocupada que un coche de la empresa tiene que llevarme a casa a las dos de la mañana, pero en cambio hay otros días en los que me cuesta encontrar algo que hacer. En esos días tranquilos escribo relatos cortos, busco ofertas de empleo en editoriales y me dedico a escribirle cartas a Peter utilizando las libretas de papel amarillo de la empresa. Nos hemos hecho buenos amigos y hablamos por teléfono cada pocas semanas sobre el trabajo, las clases, las citas que hemos tenido o los libros que hemos leído.

    Peter sigue invitándome a Ithaca, donde vive con algunos chicos más, todos integrantes del mismo grupo de música. Ha empezado a estudiar un posgrado en Química en la Universidad de Binghamton. Sé que su interés por mí difiere de mi interés por él, de modo que sigo poniendo excusas. Tras un año y medio como asistente legal, dejo el trabajo y me traslado a Filadelfia para trabajar como editora en Scan, una pequeña revista dedicada a las artes que apenas se mantiene a flote y que es probable que eche el cierre. Aun así, me convenzo de que es un trabajo donde poder escribir, al menos durante un tiempo. Y ese verano por fin me quedo sin excusas para no ir a visitar a Peter, así que subo a Ithaca en coche para ver a su grupo, LD50, que toca en una fiesta.

    Vive en una casa situada en Danby, un pueblecito al sur de Ithaca, en una gran extensión de terreno con impresionantes vistas a las aguas azul oscuro del lago Cayuga. El grupo se encuentra en un garaje con la puerta abierta y con los instrumentos, los altavoces y los cables enredados, algunos por fuera y otros por dentro. Guns N’ Roses suena a todo volumen por los altavoces del exterior y, aunque solo son las cinco de la tarde, todo el mundo parece estar borracho, fumado o colocado. El propio Peter está también un poco pedo, puesto que lleva todo el día bebiendo y esnifando rayas de coca. Al principio me siento incómoda, sobre todo porque los demás llevan horas de fiesta y yo estoy completamente sobria. Nunca me meto coca ni ácido, ni siquiera me gusta mucho fumar hierba, así que estoy acostumbrada a sentirme como una forastera cuando hay gente drogándose a mi alrededor.

    Agarro una cerveza y me siento en el césped. En cuanto el grupo empieza a tocar y veo a Peter al bajo, con el largo pelo rizado, rodeado de todos sus amigos, algo cambia en mi interior. Nunca había pensado en él como novio, pero ahora pienso que, bueno…, a lo mejor. Tras el primer bloque de canciones, se me acerca y me pregunta qué me ha parecido la música. «Sonáis de maravilla», respondo. Me lleva de la mano para presentarme a sus compañeros de grupo (uno de los cuales también es compañero de piso). Ambos sabemos que tendré que quedarme a pasar la noche, puesto que hay cuatro horas de coche hasta Filadelfia. La habitación de Peter es pequeña y tiene una cortina que separa la zona del escritorio de su cama doble, dispuesta bajo unas estanterías de madera llenas de libros y discos. Ha puesto un pañuelo rojo sobre la lámpara de la mesilla de noche para difuminar y suavizar la luz. Esa noche, por fin nos acostamos juntos, pero es una situación bastante incómoda, porque ni siquiera nos habíamos besado hasta entonces y, de pronto, estamos manteniendo relaciones sexuales. Y porque Peter se ha metido muchísima coca.

    A la mañana siguiente, cuando me marcho para regresar a Filadelfia, nuestra despedida resulta distinta de lo habitual.

    —A lo mejor puedo bajar a verte el próximo fin de semana y así me enseñas Filadelfia —me sugiere Peter, apoyado en la ventanilla del conductor de mi destartalado Chevy Nova del 74.

    Me pregunto si debo darle a esto otra oportunidad.

    —Sí, claro. Me lo he pasado bien —respondo y le aprieto el antebrazo con cariño. Peter se inclina para besarme.

    —Yo también —me dice—. Te llamaré esta semana.

    El siguiente fin de semana viene con su Chevette rojo hasta mi apartamento de Filadelfia, y vamos juntos a ver el nuevo documental de Bruce Weber Let’s Get Lost, que trata sobre el músico de jazz Chet Baker. Nos pasamos casi todo el resto del fin de semana en la cama, hablando, comiendo helado directamente de la tarrina y manteniendo relaciones sexuales; unas relaciones sexuales íntimas, tiernas y sin el efecto adulterante de la cocaína. Y ahí es cuando sucede todo. He tardado dos años en ver a Peter como algo más que un amigo, pero, cuando por fin me enamoro de él, lo hago a lo bestia. Estar a su lado hace que me sienta serena, centrada. Me encantan sus ojos ingenuos y ovalados, su melena larga y rizada, sus brazos fuertes, su voz tranquila. Me encanta que conozca el mundo de un modo que yo desconozco, que lo conozca físicamente y comprenda los mecanismos y procesos subyacentes. Puedo pasarme horas contándole anécdotas sobre la gente con la que trabajo, sobre mi escritura, los libros que he leído o mi familia, y él nunca pierde el interés. Raramente se ríe, pero cuando lo hace es algo maravilloso: una sonrisa amplia, una carcajada profunda y satisfactoria. Me encanta que, cuando nos metemos en la cama por las noches, siempre ponga el álbum perfecto en el tocadiscos: los viejos The Isley Brothers o Chick Corea.

    En agosto, dejo mi trabajo en Filadelfia para entrar como ayudante editorial en la revista Glamour, en la ciudad de Nueva York, y ese otoño viajo al norte del estado para conocer a la familia de Peter. Voy a pasar el día de Acción de Gracias. Antes de que comience la comida, todos nos agarramos de la mano y su padre agradece a nuestro Señor Jesucristo la salud y el bienestar de los que gozamos, así como la comida que vamos a tomar, y luego le pide que se apiade de los homosexuales, que en ese momento están siendo castigados por el mortífero virus del sida. Con la cabeza agachada, miro de reojo a Peter, que me aprieta la mano.

    Nos marchamos a la mañana siguiente, tras una breve visita a la iglesia, a la que llegamos lo bastante tarde para escuchar tan solo el sermón de su padre —lo que provoca el fastidio de su madre—. Tras la misa, un ejército de señoras mayores —abuelas y bisabuelas— se acercan a Peter y le acarician las manos, le rodean la cara o lo abrazan. Lo vieron crecer en esa iglesia, y lo adoran. Se agacha un poco para permitir que cada una de ellas lo abrace, y habla en voz alta, acercándose a sus orejas. Lleva el pelo recogido en una coleta que le cae por la espalda y viste la única camisa que tiene.

    Vivir a tres horas de coche es difícil para ambos, y siento que paso los días esperando a que llegue el fin de semana, que es cuando podemos vernos. El Día de San Valentín, Peter viene a Nueva York con una docena de rosas rojas que no puede permitirse y me sorprende en la redacción de Glamour. Algunas de las chicas con las que trabajo se asoman a la zona de recepción y sueltan risitas. Betty, la recepcionista, me llama y me dice: «Tu novio está aquí. ¡Qué mono!». Y ahí está, de pie en la recepción, con el ramo de flores, sincero, tierno y un poco avergonzado, sin saber cómo gestionar toda la atención que está recibiendo.

    Meses más tarde, dejo el trabajo en la revista —apenas he estado un año— y me voy a vivir con Peter. Él sigue estudiando el posgrado y yo me he cansado de responder llamadas para los editores. Peter y yo vivimos en una casita de campo con dos habitaciones situada en el diminuto pueblo de Marathon, Nueva York, rodeados de granjas lecheras. Él pasa gran parte de su tiempo en Binghamton, a una media hora de coche en dirección sur, en el laboratorio de química, terminando la investigación para la tesis de su máster. Yo tengo otra media hora de trayecto hasta la pequeña ciudad de Cortland, donde ahora trabajo como reportera para el periódico Cortland Standard y gano 6,25 dólares la hora. Es la clase de periódico de localidad pequeña donde los artículos se envían a través de tubos neumáticos por el suelo que bajan dos plantas hasta llegar a los de maquetación. Mis temas son la educación (aquí hay una filial de la universidad del estado) y las explotaciones lecheras, y mi editor se llama Skip. Trabajar allí es como estar en una película ambientada en un periódico de pueblo, una película en la que tengo un papel importante, el de reportera especializada. Y eso me gusta.

    Aunque supone un gran cambio, también es prima-vera al norte del estado, así que todo tiene un aspecto increíblemente bonito. Mi trayecto al trabajo cuando sale el sol es algo arrebatador, con el cielo tiñéndose de rosa conforme me dirijo al norte. A mi alrededor se extienden verdes colinas ondulantes salpicadas de rebaños de vacas que mastican hierba y alfalfa, campos de margaritas silvestres, flores amarillas, arbustos de madreselva y espesos matorrales de algodoncillo.

    Cuando llevo unas pocas semanas trabajando como reportera, entrevisto a un granjero local sobre sus planes de expansión y tengo la oportunidad de ordeñar una vaca por primera vez. El granjero me entrega unas botas de goma demasiado grandes para moverme por el estiércol del establo y luego me pide que me siente sobre un cubo metálico colocado del revés —como imaginaba que haría—, donde me muestra cómo sujetar la ubre de la vaca. El truco para conseguir que salga la leche, según me cuenta, es no tirar ni demasiado flojo ni demasiado fuerte.

    Siete meses más tarde ya estamos en noviembre y el frío y la oscuridad empiezan a afectarme. Me siento triste y echo de menos la ciudad de Nueva York, pienso que tal vez cometí un error al dejar mi trabajo en Glamour. Quizá, si hubiera aguantado un poco más, habría logrado dejar atrás el mundo de los ayudantes editoriales y todo habría mejorado. Desde que Peter y yo nos mudamos a esta casita en Marathon, algo ha cambiado en nuestra relación, algo sutil pero significativo, y no estoy segura de lo que

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