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Los olvidados.
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Libro electrónico217 páginas2 horas

Los olvidados.

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Información de este libro electrónico

El dinero es poder, es el nuevo Dios de la actualidad.
Los más ricos y poderosos creen que son invulnerables, pero, por cada multimillonario, hay unas 800 personas sin hogar. ¿Podrá su dinero protegerles contra ellos?
De vivir en las calles de Los Ángeles a cometer el mayor robo de la historia... 
Esto no lo van a poder olvidar.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento17 may 2024
ISBN9798224418251
Los olvidados.

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    Los olvidados. - Crtwriter

    Dedicado a todos ‘Los Olvidados’, a todos aquellos que la sociedad ha excluido, a los maltratados, a los marginados y a los rechazados, no os preocupéis, todo puede mejorar, y no estáis solos...

    Cristian Romero de la Torre © Copyright 2024

    1 — MacArthur.

    Esta locura comenzó el 04 de Junio de 2023.

    En ese momento vivía en la calle, una situación que se prolongaba desde el 2020.

    En invierno solía cobijarme bajo un famoso puente de Los Ángeles, si vives en la ciudad lo habrás cruzado en algún momento. No voy a decir su nombre, pues no quiero que se convierta en un punto de referencia y que esos se hacen llamar 'influencers' vayan allí para hacerse fotografías y molestar a mis conocidos.

    Cuando estaba allí montaba una tienda y un camastro, y quemábamos lo que encontrábamos dentro de barriles para cobijarnos del frío.

    En verano era diferente, el clima de Los Ángeles es agradable por lo que solía frecuentar espacios al aire libre. Los traslados eran fáciles, lo poco que tenía cabía en mi mochila, y me desplazaba durante el día en busca de limosnas, comida y caridad.

    Cómo ya he dicho, fue la mañana del 04 de junio cuando comenzó todo.

    Estaba en el 'MacArthur Park', el parque que se ubica en el área de Westlake.

    Iba mucho por allí, me gusta su lago central, es un inusual remanso de paz en la bulliciosa ciudad. Durante aquellos días, observar el comportamiento de las aves se convirtió en mi mayor pasatiempo. También disfrutaba de sus zonas verdes, y no era el único, muchas personas sin hogar también lo frecuentan.

    Eran las once de la mañana, estaba sentado en un banco, cuando me di cuenta de que un hombre me observaba. Mantenía cierta distancia, pero no apartaba la vista de mí.

    Al principio le ignoraba, pero su persistencia comenzó a incomodarme. Cansado de sentir sus ojos clavados sobre mí, decidí hacer lo mismo y comencé a mirarle.

    Ambos nos miramos durante más de un cuarto de hora, hasta que él decidió acercarse.

    Era un hombre apuesto, de cabello espeso y grisáceo, igual que su cuidada barba. Vestía elegante, no era opulento, pero tenía buen criterio al elegir la ropa y combinar sus colores. Lo más ostentoso que llevaba era su reloj, no sé si era una réplica o era auténtico, pero de ser una pieza auténtica estoy seguro de que su valor superaba los cinco ceros.

    Al ver como se acercaba separé los hombros y ensanché el pecho cuanto pude para parecer intimidante. Él no parecía una amenaza, pero la precaución nunca sobra.

    A medida que os cuento esta historia os relataré las conversaciones con la mayor precisión que pueda, evocando cada palabra con la mayor nitidez posible.

    Una vez frente a mí, me saludó.

    —Hola. —Inclinó ligeramente la cabeza.

    —Hola... —Respondí con recelo.

    —Me gustaría hablar contigo, ¿te parece si salimos del parque y tomamos una café?

    — ¿Por qué...?

    —Porque quiero hablar contigo. —Sonrió discretamente.

    — ¿De qué...? —No pude verme la cara, pero estoy seguro de que mi gesto era de desconfianza.

    —Tengo una propuesta que hacerte.

    — ¿A mí...? —Repliqué con incredulidad.

    —Sí, a ti.

    Enmudecí, no sabía que responder. Hay dos tipos de personas que se acercan a un sintecho, las que tienen buenas intenciones y las que no, y en ese momento no sabía con que tipo estaba tratando.

    — ¿Tienes algo que hacer? Piénsalo por un momento, no pierdes nada por hablar conmigo. Y estaré encantado de invitarte a desayunar. Con un café caliente y una rosquilla todo se ve con más claridad, ¿no crees?

    Asentí discretamente.

    —Sígueme, por favor. Conozco una cafetería aquí cerca que está muy bien.

    Él comenzó a caminar, y yo le seguí. Cómo él había mencionado, no tenía nada mejor que hacer, y me agradaba la idea de tomar un café caliente.

    Él iba delante y yo un poco más rezagado, no me fiaba, no confiaba en él y desconocía sus intenciones.

    Anduvimos hasta la salida del recinto en completo silencio, a veces se volteaba para asegurarse de que le acompañaba, pero no añadió nada más durante el trayecto.

    La cafetería estaba muy cerca del parque y arribamos en menos de un cuarto de hora.

    La terraza era inmensa y muchas de sus mesas estaban ocupadas. Durante los últimos años había evitado lugares concurridos, de alguna forma retorcida me culpaba de mi situación y sentía vergüenza en presencia de otros. Mis zapatillas repletas de agujeros, mi ropa desgastada y maloliente, mi cabello alborotado y mi densa barba, todo en mí exhibía precariedad y mostraba mi penuria ante otros.

    Él se sentó primero, yo observé a los clientes del local, muchos me miraban, en sus ojos había desconcierto y condena. Por eso no solía ir a ciertos lugares, pues aquellas miradas eran como un sentencia muda.

    La camarera se acercó a la mesa y preguntó que queríamos tomar, en ningún momento me miró a mí, todo su diálogo fue hacía mi acompañante.

    —Queremos cafés, rosquillas, yo quiero tostadas con aguacate y queso. —Me miró. — ¿Qué te apetece?

    —Con eso está bien...

    —No, hay que desayunar fuerte, es la comida más importante del día. —Bromeó, logrando que la mesera esbozase una sonrisa. — Tráenos tortitas con sirope, muffins de chocolate y huevos revueltos con bacón.

    —En seguida. — Se retiró.

    —Vaya cabeza la mía, no me he presentado. Mi nombre es Joseph Whitman. —Extendió su brazo hacía mí.

    —Yo..., soy Bruce. —Le estreché la mano.

    —Lo sé. Eres Bruce Edward Campbell.

    La sorpresa se debió reflejar en mi rostro y no pasó desapercibida para Joseph.

    —Lo sé, debe parecerte raro que sepa quién eres, pero entiéndelo, si vas a hacerle una propuesta a alguien, una como la que voy a hacerte, debes conocerle de antemano.

    — ... — Mis recelos se acrecentaron y no quise contestarle.

    —Sé quién eres y conozco tu historia. Pero eso no es malo, sabes, veo potencial en ti.

    —Quién eres tú... —Murmuré con cierto desaire.

    —Soy una oportunidad.

    La intensidad del momento se vio opacada por la incursión de la camarera, que depositó en la mesa gran parte de la comanda.

    Ambos nos mirábamos, cómo buscando un resquicio de verdad en el otro.

    Cuando me quería dar cuenta la empleada había regresado para dejar el resto de pedidos.

    —Quizá hemos empezado con mal pie, que te parece si comemos, y después hablamos.

    Su idea me pareció razonable, pues al tener la comida delante, mi boca comenzó a salivar, el olor era embriagador y mi estómago se adueñó de mi mente.

    Asentí y comenzamos a comer.

    Él bebió su café, sosegadamente, disfrutando de cada sorbo, después se comió las tostadas y una rosquilla con la misma parsimonia. Al otro lado estaba yo, atiborrándome, no voy a fingir, me abalancé sobre la comida con un apetito voraz, todo tenía un aspecto estupendo y sabía igual de bien.

    Cuándo acabamos sacó una pitillera del bolsillo de su chaqueta y una caja de cerillas.

    — ¿Quieres uno?

    —No fumo...

    —Yo no debería, pero todavía me gusta fumarme alguno en ciertas ocasiones.

    Asentí con indiferencia.

    —Bueno... —Usó el fósforo para prender su cigarrillo y después lo apagó de un soplido. — Imagino que tienes preguntas, ¿no?

    —Sí... Dices que me conoces, pero sé que nunca nos hemos visto, estoy seguro.

    —Veras, tengo un amigo, su función es averiguar cosas. Él me facilitó la información.

    — ¿Qué información...? —Pregunté con cierto desdén.

    —Todo lo que se puede saber. Conozco bien tu historia.

    —Ah, ¿sí? —Enuncié con cara de póker, tratando de parecer impasible.

    —Sí. —Afirmó rotundo.

    —Dime, ¿qué sabes? —Me mantuve calmoso.

    —Sé que naciste en Utah, el 08 de abril del 83'. Sé que eras profesor de literatura en San Diego. Sé que tú mujer te abandonó cuando ocurrió lo de Sofie...

    Mi rostro se desencajó al escucharle, sentí que el corazón se me detenía en ese instante. La figura de Joseph me pareció más enigmática todavía.

    —Siento lo que le ocurrió. La leucemia es horrible..., ningún crío tendría que pasar por algo así. Y ningún padre tendría que sobrevivir a su hijos.

    — ¿Quién...? ¿Quién eres...? —Farfullé confundido.

    —Soy alguien que entiende tu dolor. Soy alguien que sabe que el mundo no es justo.

    Fui incapaz de insistir, estaba abrumado.

    —Sé que invertiste todo lo que tenías en su recuperación. ¿Qué padre no lo haría? —Me miró con cierta admiración, cómo hacía mucho que nadie me miraba. — Sé que el seguro no cubrió el tratamiento, sé que te endeudaste, y que te embargaron todo cuanto tenías.

    — ¿Cómo sabes tanto...? —Cuestioné temeroso.

    —Te lo he dicho, te he investigado.

    — ¿Y por qué lo has hecho...? No soy nadie.

    —Todos somos alguien, Bruce. —Enunció con suma seriedad. — Y te he investigado porque quería asegurarme de que mereces lo que quiero ofrecerte.

    — ¿Y qué se supone que es?

    —Una oportunidad, redención, hacer del mundo un lugar un poco más justo.

    —No lo entiendo... ¿Por qué no hablas claro y te dejas de frases hechas?

    —No es el momento, no aquí y no ahora. Pero pronto.

    — ¿Cuándo...? —Repliqué con malestar.

    No respondió, se llevó la mano al bolsillo del pantalón y sacó su cartera. Escudriñó el interior y extrajo una tarjeta.

    Me la entregó, colocándola delante de mí. En ella había apuntada una hora y una dirección.

    —Mañana. Si te interesa, acude.

    — ¿Y si no quiero...?

    —No hay problema. Si no vienes, al menos habremos compartido un agradable desayuno. —Sonrió, diría que de forma honesta, pues no percibí mezquindad. — Pero te recomiendo sopesarlo, las oportunidades no abundan, y creo que puedo decir que no tienes nada que perder, ¿no?

    —Ya... —Tenía razón, y yo lo sabía.

    —Independientemente de lo que decidas, esto es para ti. —Sacó cinco billetes de cien dólares de la misma billetera que había sacado la tarjeta y los puso frente a mí.

    — ¿Por qué...?

    —Porque las personas buenas también merecen que les pasen cosas buenas. —Advertí que miraba de reojo su reloj.

    — ¿Quinientos dólares a cambio de nada? —Pregunté con suspicacia.

    —A cambio de que te pienses mi oferta. —Sonrió antes de hacerle un gesto a la mesera.

    — ¿Desean algo más?

    —No, gracias. Toma. —Le entregó un billete de cien, idéntico a los que me había entregado. — Lo que sobre quédatelo como propina.

    — ¡Muchas gracias, señor!

    La empleada se retiró y Joseph se levantó de su asiento.

    —Espero verte mañana, Bruce. Pero tú decides. —Nuevamente, extendió la mano hacía mí.

    —Gracias..., por el desayuno.

    —De nada. —Me sonrió por última vez antes de marcharse.

    Yo también me retiré segundos después de su marcha, mi presencia en la cafetería me resultaba inapropiada si él no estaba presente.

    Con mi mochila al hombro, y con más dudas que certezas, volví sobre mis pasos, regresando al parque.

    2 — Un propósito.

    Desde la inusual visita de Joseph había estado ensimismado, pensativo, cavilando lo ocurrido.

    Estaba convencido, de que esa supuesta oportunidad de la que hablaba, sería algo indecente y seguramente ilegal. Pero siendo honesto, lo cierto es que en todo momento me planteé acudir a la cita, la figura de Joseph me había resultado tan cautivadora como misteriosa. Quería saber más.

    Además, había una frase que retumbaba en mi cabeza, '¿qué puedes perder?'

    No tenía familia, ni un hogar, ni un trabajo; no tenía un cometido, ni un propósito. No podía estar peor de lo que ya estaba.

    Esa noche apenas dormí una horas, la incertidumbre y los nervios siempre me impiden conciliar el sueño.

    ¿Debía ir? ¿Podría ser una trampa? ¿Por qué no presentarme? Las cuestiones se agolpaban en mi cabeza.

    Cuando amaneció releí la tarjeta, la dirección me sonaba vagamente, pregunté a un conocido que también habitaba el parque y me dijo que se encontraba a las afueras. Quedaban tres horas para la fecha señalada, cuando me convencí a mí mismo.

    Iré, me dije, ¿acaso hay algo que me lo impida? No podría estar peor, me repetí varias veces para atesorar el aplomo necesario para adentrarme hacía lo desconocido.

    Pensé en asearme antes de la cita, pero el tiempo apremiaba, y tampoco quería malgastar el dinero que me había entregado Joseph, pensé que era poco probable que volviera a tener una cantidad semejante entre las manos.

    Para llegar a la dirección tuve que tomar varios autobuses y caminar unos cuantos kilómetros.

    Cuando localicé el lugar indicado me quedé estupefacto, parecía una fortaleza, los muros exteriores eran tan grandes que no se podía ver nada de lo que había interior.

    Me acerqué al comunicador y toqué, una sola vez, breve y rápido. Me quedé a la vista de la cámara.

    Contestaron de inmediato, reconocí la voz de Joseph, sólo dijo: 'adelante'.

    Él portón se destapó y me permitió mirar dentro.

    La casa era inmensa, de estilo moderno, paredes lisas en un blanco huevo, pulcro y limpio. La fastuosa construcción contaba con un amplió jardín.

    Caminé hasta la entrada, y a los pocos segundos Joseph salió a recibirme.

    — ¡Bruce! ¡Qué alegría verte!

    —Hola. —Le saludé con mucha menos efusividad.

    —Admito que tenía mis dudas, pensaba que no vendrías.

    —Tengo curiosidad...

    —Pasa, por favor.

    Me escoltó por el interior de la vivienda, las estancias eran amplias y muy luminosas, había muchos espejos repartidos por las habitaciones, pero no vi ningún objeto personal, tan sólo unos cuantos elementos decorativos.

    —Siéntate, mi casa es tu casa. —Enunció al llegar al salón.

    —Gracias... —Me senté al borde de su sofá 'chaise longue'.

    — ¿Una cerveza?

    —No, gracias. Ya no bebo.

    —No fumas, no bebes, es estupendo. Me gustaría ser cómo tú. —No sé si lo dijo en serio o fue condescendiente. — ¿Te puedo ofrecer algo? ¿Zumo o agua fría?

    —Estoy bien, gracias...

    —Perfecto, si cambias de opinión, dímelo.

    Joseph se sentó en el sillón monoplaza frente a mí, parecía muy confortable.

    — ¿Vas a decirme ya para que he venido?

    —Directo, sin preámbulos, me gusta. —Se incorporó ligeramente. — Sabes, se estima que en este bello país hay 40 millones de personas que viven bajo el umbral de la pobreza.

    —Ah...

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