Veinticinco
Por Carlos Chaparro
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Carlos Chaparro
Carlos Chaparro Baeza es Licenciado en Nutrición por la Universidad Autónoma de Querétaro, nació en Querétaro el domingo 14 de noviembre de 1993. Con una infancia dedicada a diversos deportes como béisbol, natación, básquetbol, rugby, artes marciales, entre muchas otras, llegó a jugar para las fuerzas básicas del C.F. Pachuca hasta los catorce años. A esa misma edad fue a su primer concierto fuera de la ciudad a ver a “The Mars Volta”, su banda favorita. A los dieciséis grabó una canción en un estudio con su banda de metalcore llamada A Broken Promise. Las Desventuras del joven Werther, El extranjero, La culpa es de uno y Sin orificio de salida, fueron el parte aguas para que comenzara a escribir y llegar a este ejemplar que tienes en tus manos. A los veinte años fue publicado en una columna del Diario de Querétaro.
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Veinticinco - Carlos Chaparro
XXV
Palpé el otro lado de la cama, las yemas de mis dedos sólo acariciaron lo suave de las sábanas. Tu lado aún permanecía cálido, pero no estabas ahí, observándome como cada mañana para decirme: «Buenos días. ¿Cómo amaneciste?, ¿quieres hot cakes?». Eran aproximadamente las siete de la mañana, no recuerdo el día, ni el mes, mucho menos el año. No abrí los ojos ya que pensaba que tal vez fuiste al baño, que quizá me preparabas esos hot cakes con arándanos, mantequilla, nuez y tocino que te quedaban tan bien y esponjosos, qué sé yo… dormí unos minutos más.
Desperté. No habías vuelto a la cama, me paré, me puse las pantuflas en forma de gatito que me regalaste en Navidad y caminé hacia el baño. Al asomarme no estabas ahí. Salí de la habitación y de verdad que la casa se sentía vacía. Existía una sensación de aire frío en el ambiente que me erizaba y me ponía de punta los vellos de los brazos y las piernas. Fui a la cocina, a la sala, al estudio, regresé a la habitación. No había rastro de ti; no había ropa tuya; no había fotos con tu hermosa cara; no había nada. Llegué a pensar que te habían secuestrado o que probablemente te había abducido un OVNI. Simplemente ya no estabas.
Tomé mi celular para marcarte, mandarte un mensaje, lo que fuera. Me encontraba preocupado y consternado. Al buscar tu número, no estaba en mi lista de contactos, no tenía mensajes tuyos, ni llamadas pasadas, ni fotos, no había absolutamente nada.
Nunca conocí bien a tus familiares, ya que ni siquiera vivían en la ciudad, no tenía contacto alguno con tus amigos, siempre éramos sólo tú y yo. A partir de ese momento me di cuenta de que no tenía nada, que me borraste de tu vida después de algún buen tiempo, sólo despertaste y decidiste que no estabas segura; segura de lo que tenías conmigo.
Decidiste eliminarme, huir, escapar y dejarme ahí, a que muriera en el tiempo lleno de recuerdos y dudas.
¿Y ahora qué hago?
***
Te conocí de manera inusual. La verdad, siempre he sido un tipo poco común, a veces muy social, a veces solitario, pero tengo la manía de usualmente tener algo que hacer por las tardes, alguna actividad, cualquier cosa fuera de lo cotidiano después de todo el ajetreo del trabajo, el tráfico, y lo que implica vivir en una maldita ciudad infestada de gente, sin alma, que sólo se preocupa por sí misma.
Una tarde, buscaba algún hobbie, alguna actividad que pudiera hacer. Tal vez una clase de pintura, de lectura, hasta de baile podrían estar bien.
Clases de pintura: demasiado costosas y se necesitaba tiempo y dedicación, algo que yo no tenía entre mis cualidades, sobre todo hablando de la dedicación y la paciencia.
Clases de baile (salsa, merengue, cumbia): en realidad no eran lo mío, no sé por qué busqué eso.
Club de lectura: de los pocos que visité en un día. Sólo discutían y argumentaban de Crepúsculo, Cincuenta sombras de Grey o diversos best sellers de Paulo Coelho. Definitivamente, el día que los visité fue el peor para mi suerte, o no sé, simplemente no podía hablar o analizar y discutir sobre alguna de esas literaturas que me parecían horribles y vagas.
Pasadas las siete y media de la tarde, encontré este club. Entré. Tenía como nombre Pink Flamingos, claramente era un tributo a la película del mismo nombre del loco John Waters. La entrada era gratuita, llegué, me senté y tomé una cerveza Tecate light que había metido de manera clandestina y comprado en el OXXO de una esquina. Estaba medio tibia, pero en lo que comenzaba la película eso no era mayor problema. Estaba bien. Me sentía cómodo.
Ese día iban a proyectar Inland Empire, ya la había visto hacía algunos años pero la verdad fue que en su momento me incomodó un poco y la quité. En ese tiempo tenía dieciséis años y no comprendía el cine de Lynch. A decir verdad, esa película me parecía uno de sus peores trabajos.
Había aproximadamente unas veinticuatro personas contándome a mí, la mayoría iba con alguien, y como yo, también se encontraban personas sin acompañante.
Empezó la película. Pasó una hora con cincuenta y tres minutos, y en ese momento, la cerveza tibia que me tomé hizo su trabajo. Tuve unas enormes ganas de ir a orinar, y definitivamente, como decía antes con mis amigos: «quería orinar como caballo». Para esto, también la película comenzaba a incomodarme y a cansarme como en aquellos gloriosos tiempos cuando tenía dieciséis años y la vi con mi hermano.
Entonces decidí ir al baño. Mientras orinaba sobre aquel mingitorio amarillento y apestoso, medité en irme y regresar la semana próxima, ya que las películas que iban a pasar eran: The Naked Lunch y Fando y Lis. Esas dos en verdad me gustaban, me incomodaban pero me gustaban. Siempre tenía en mente la canción que Lis le cantaba a Fando: «Yooooo moriré y naaaadie se acordará de mí». Una frase bonita pero que da escalofríos, también tenía en mente el famoso lugar que buscaban: «La maravillosa ciudad de Tar», donde todo era perfección y a la cual prometimos ir juntos en alguna de nuestras vidas.
Salí del baño y me fui.
***
Regresé al club de cine a la semana siguiente, hastiado del trabajo y de mi jefe fastidioso, por el cual me quedé hasta tarde para redactar un documento que bien podría haber hecho cualquier otro día, pero ¡no!, el idiota lo quería ese día. Llegué y The Naked Lunch estaba por terminar, seguía Fando y Lis. Me senté y conté veinticinco personas. Casi las reconocí a todas porque estuve ahí la semana anterior.
Entonces te vi: piel blanca, ojos miel, cabello suave y castaño –casi puedo decir que olía a café con menta– calculé que pesabas aproximadamente unos cincuenta y dos kilos y medías un metro con sesenta y un centímetros; te veías tan vil, confundida y aprehensiva, todo lo que una persona puede pedir, y a la vez, la razón por la que cualquier persona puede sufrir. Eras como el lugar que jamás visité, eras la persona veinticinco ese día, en ese pequeño espacio cinematográfico, en toda esa ciudad sin esperanza.
A lo lejos, te estaba analizando y veía salir el humo de tu tersa boca. Te contemplaba y ya te estaba odiando, podía pronosticar que la destrucción era tu actividad favorita, que el desorden era tu medicina predilecta. La película seguía su curso y ya estaba harto de observarte pero no podía dejar de hacerlo. Había algo ahí, más allá, que decía que me acercara. Era un frío arrasador que corroía mis encías, pretendías una absurda inteligencia, muy pretenciosa, pero