Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Akarat de Ragoon: Crónicas de las Tierras Occidentales, #1
Akarat de Ragoon: Crónicas de las Tierras Occidentales, #1
Akarat de Ragoon: Crónicas de las Tierras Occidentales, #1
Libro electrónico421 páginas6 horas

Akarat de Ragoon: Crónicas de las Tierras Occidentales, #1

Calificación: 5 de 5 estrellas

5/5

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Akarat, el mercenario más afamado y mejor pago de las Tierras Occidentales, acaba de asesinar en combate singular a Tara, su amiga y paladina del Baronato de Gromberg. Él no sabe siquiera por qué ella le obligó, pero esa deuda de honor con el Baronato le llevará a aceptar una misión que normalmente rechazaría.

El poblado agrícola de Barum ha sido arrasado hasta su último habitante, y todas las flechas apuntan como culpable al vecino Ducado de Malvar, una potencia regional por su manufactura del acero, y antaño dominador del Baronato.

Akarat tiene una semana para llegar hasta el responsable del genocidio, mientras las fuerzas del humillado Gromberg se reúnen en la planicie de Gheltica, y nada de su experiencia como soldado de fortuna le ha preparado para la imposible misión de evitar un conflicto que costaría miles de vidas. Contará para ello con una compañía de personajes tan disímiles como incompatibles: un hábil ladronzuelo, un leñador sobreviviente de Barum, una espía-asesina de Gromberg, un médico-investigador, Consejero del Ducado de Malvar y una Monje Sin Rostro, de una secta religiosa proscrita que se creía desmembrada... hasta ahora.

En su Opera Prima, el uruguayo Marcel Pujol nos lleva al continente imaginario de las Tierras Occidentales, una vasta región preindustrial donde la religión ha sido proscrita luego de sobrevivir a una Gran Peste que mató a 9 de cada 10 habitantes. Los regentes luchan y pactan entre sí para conservar el mando, sometidos al poder de las masas que les mantiene en el trono, atentos a las conspiraciones de sus rivales... y sobre todo las de sus allegados de mayor confianza...

IdiomaEspañol
EditorialMarcel Pujol
Fecha de lanzamiento16 may 2023
ISBN9798223429524
Akarat de Ragoon: Crónicas de las Tierras Occidentales, #1
Autor

Marcel Pujol

Marcel Pujol escribió entre 2005 y 2007 doce obras de los más variados temas y en diferentes géneros: thrillers, fantasía épica, compilados de cuentos, y también ensayos sobre temas tan serios como la histeria en la paternidad o el sistema carcelario uruguayo. En 2023 vuelve a tomar la pluma creativa y ya lleva escritas cuatro nuevas novelas... ¡Y va por más! A este autor no se le puede identificar con género ninguno, pero sí tiene un estilo muy marcado que atraviesa su obra: - Las tramas son atrapantes - Los diálogos entre los personajes tienen una agilidad y una adrenalina propias del cine de acción  - Los personajes principales progresan a través de la obra, y el ser que emerge de la novela puede tener escasos puntos de contacto con quien era al inicio - No hay personajes perfectos. Incluso los principales, van de los antihéroes a personajes con cualidades destacables, quizás, pero imperfectas. Un poco como cada uno de nosotros, ¿no es así?

Lee más de Marcel Pujol

Relacionado con Akarat de Ragoon

Títulos en esta serie (3)

Ver más

Libros electrónicos relacionados

Ficción medieval para usted

Ver más

Artículos relacionados

Categorías relacionadas

Comentarios para Akarat de Ragoon

Calificación: 5 de 5 estrellas
5/5

1 clasificación1 comentario

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

  • Calificación: 5 de 5 estrellas
    5/5
    Nunca se me hubiera ocurrido que un autor mezclaría de forma tan original un thriller conspirativo, con una ambientación medieval en un entorno pre-industrial y a la vez post-apocalíptico... Este es un autor que vale la pena seguir. :)

Vista previa del libro

Akarat de Ragoon - Marcel Pujol

PRÓLOGO: LA TUMBA

Akarat hundió su espada ensangrentada en la tierra. Por unos interminables segundos permaneció de rodillas, con ambas manos aferrando el mango forrado de cuero, con la cabeza gacha, como en actitud de meditación. La pequeña multitud a su alrededor pensó por su quietud que las heridas recibidas durante el combate habían sido mortales para el corpulento guerrero y serían dos los cadáveres a enterrar.

Por un momento el propio Akarat así lo creyó, también, pero sólo estaba exhausto. Le faltaba el resuello. Aunque había algo más. Intentaba entender por qué había tenido que matar a Tara, por qué ella había deseado que él le diera muerte. En los ojos de ella, luego que la hoja a dos manos del veterano mercenario le atravesara del estómago hasta la espalda y le hiciera caer de rodillas, había un ruego: Mátame. Quiero morir dignamente, como dignamente he vivido. ¿Por qué? Ella estaba en la cúspide de su profesión y de su madurez física. ¿Por qué le había retado? Tara era la mercenaria número uno de las Tierras Occidentales. Ahora él lo era.

Un aullido demoníaco, gutural, sentido, surgió de su garganta sobreviviente. Lo lanzó en vertical hacia el cielo, como un lobo convocando a su manada. Muchos de los asistentes al duelo singular serían despertados a mitad de la noche y durante muchos años por el recuerdo pesadillesco de ese sonido antinatural. Algunos niños presentes se pusieron a llorar. Otros orinaron sus pantalones.

El guerrero observó una última vez la cabeza de Tara, de tan finos rasgos pese a su tamaño corporal, separada de su tronco por el último corte ejecutorio de su espada.

- Eras tan bella –dijo en voz baja-. ¿Por qué tenías que elegirme para ser tu verdugo? ¿A , nada menos? Cientos habrían tomado mi lugar con todo gusto. ¡Miles! ¿Por qué a mí?

Resopló una vez más y se apoyó en el mango de la espada para ponerse en pie. que se encontraba exhausto. Tara había dado una gran batalla. Media tarde de duración. Casi toda una proeza en las luchas cuerpo a cuerpo. ¿Por qué tanta resistencia y tanta destreza desgastada en lo que no era más que su suicidio? Akarat estuvo a punto de marcar el muslo desnudo de su víctima con su seña habitual, dos franjas de sangre que se unían por uno de sus extremos. Un viejo sabio le había dicho una vez, cuando recién se iniciaba él en la profesión de mercenario, que así se escribía la primera letra de su nombre: dos rayas que se juntan en uno de sus extremos. Lo que nadie pudo prever fue que su marca se haría conocida en todas las Tierras Occidentales. Le daría fama... y le haría ser temido. Los rumores entre los campesinos decían que un cuerpo con la marca de La Hoja o El Filo, entre otros tantos apodos y según la región, debía ser dejado pudriéndose hasta los huesos allí donde hubiera caído, no importa si éste echaba su hedor nauseabundo en la plaza del pueblo, o en una taberna de buena fama. Era eso... o el mercenario volvería y mataría a quienquiera hubiera osado tocar, mover, enterrar o quemar a cualquiera de sus víctimas.

Estuvo a punto de hacerlo, por puro reflejo, pero lo reprimió. No. Tú no, Tara –decidió, y enfundó su espada sucia y ensangrentada. Se dirigió hacia la multitud y vociferó:

- ¿Quién entierra a los muertos en este pueblo?

Hubo unos instantes de silencio y vacilación. Miradas inquietas entre la multitud. Finalmente un hombre anciano en su rostro arrugado y sus pocos cabellos, pero de fuertes brazos, se adelantó.

- Ese sería yo, mi Señor.

- Guárdate Mi Señor para los tontos de sangre azul. Ten –desató de su cinto una bolsa con monedas de cobre que lucían la efigie del Duque de Malvar, coloquialmente conocidas como Malvares y se la entregó-. Quiero que le des un entierro decente. Un cajón de tu más fina madera. Buscarás un sitio elevado desde donde tenga buena vista y le tallarás una placa en mármol con su nombre, Tara, y el signo de Luxan, su protectora. ¿Puedes hacer lo que te pido?

- S-s-s-sí, mi... digo: ¡claro que puedo! Con todo este dinero puedo enterrar a todo el pueblo, si quiere.

Algunos rieron con la broma. Akarat no. Giró y se alejó de allí. Su robusta montura le aguardaba pastando allí donde la había dejado. Acarició su lomo.

- ¿Tú puedes entenderlo, Tormenta? Yo no –montó-. ¿Por qué a mí?

Akarat no podía imaginar que tan sólo dos días más tarde, ese sería el menor de los misterios a los que tendría que enfrentarse. El mundo estaba cambiando y no era para bien. La podredumbre pronto invadiría los corazones de los más bravos, la desesperanza comería y bebería a la mesa tanto de ricos como de pobres.

El delicado engranaje del destino... se había activado.

CAPÍTULO 1: PRESAGIOS

Malvar despertó de un alarido a la mitad de su servidumbre. No sabía dónde estaba, si bien su habitación se mantenía a toda hora iluminada y con un generoso fuego en la amplia chimenea.

- ¡El castillo arde! ¡¡EL CASTILLO ARDE!! – profería una y otra vez, como poseído.

Su mente de hecho veía las llamas tomarlo todo, aún luego de que en sus aposentos comenzaran a entrar en orden su guardia personal, dos de sus consejeros más cercanos y Nora, la mayor de sus esposas.

Esa noche el Duque había decidido dormir solo. Hacía varias semanas acostumbraba hacerlo, y dos de sus cinco esposas habían intentado que el Doctor Olivier, residente de la Corte y Consejero Ducal, le viera para entender qué ocurría. Olivier les había dicho No tengo problema ninguno, en cuanto mi Señor así me lo pida.

Nada podía tranquilizar al Regente del Ducado de Malvar. Nora le llamaba una y otra vez por su apodo cariñoso Monny, abreviado de su nombre de pila: Monnahan. Él no reconocía a su esposa. A nadie. En sus ojos había locura, desesperación, claustrofobia. Tosía ante un aire enviciado por el humo que sólo sus sentidos percibían.

- Mis manos –repetía, y se las enseñaba a los allí presentes-. Las tengo quemadas.

Los Consejeros se miraban preocupados. El jefe de su Guardia Personal ordenó que llevaran al Herborista Real y al Jefe de Asesinos los restos de la comida y bebida cenados que esperaban la mañana sobre una mesita junto a la hoguera, para que fueran analizados en busca de venenos vegetales o animales, lo que se hizo con la afamada eficiencia de los Jaguares Blancos.

Pero Malvar no estaba drogado ni envenenado. El Doctor Olivier llegó quizá demasiado tarde. Ya el Duque se había calmado y Nora le tomaba por ambas manos.

- ¿Ves, mi amor? No tienes nada en las manos. Fue sólo... una pesadilla, ¿entiendes?

- No. No lo fue –cortó categórico el Duque. Levantó la vista hacia su médico, consejero y confidente recién llegado-. Olivier.

- ¿Ha sucedido otra vez? –sólo dijo el refinado servidor a modo de único saludo.

- Más fuerte que nunca.

- Bien. Caballeros, mi Dama Nora, he de pediros que desalojéis los aposentos, por favor.

- Pero... –quiso protestar la joven pero aún así más vieja de las cinco esposas del Duque.

- Hazlo, mi amor. Estaré bien –le aseguró Malvar, con un beso tierno en la mejilla.

Segundos más tarde los dos veteranos amigos estaban a solas. Olivier dejó su maletín en el piso junto a la cama y se sentó de costado sobre la misma.

- ¿Qué hubo de diferente esta vez?

- Fue más... intenso, más vívido. ¡Yo estuve ahí!

- Tu Ser estuvo.

- No otra vez, Olivier.

- Si, como tú dices, mi viejo amigo, viajaste hasta otra realidad en la que tu castillo ardía, ¿dónde están tus quemaduras? –se le acercó a un palmo de distancia y aspiró largamente con su nariz aguileña-. ¿Dónde el olor a humo?

- Yo... no sé, pero estuve ahí.

- Tu Ser, te repito, estuvo ahí –suspiró el galeno-. En fin, creo que moriremos antes de ponernos de acuerdo en esto. ¿Por qué insistes en decir que no fue sólo un sueño?

- Los... detalles. Demasiados detalles, Olivier. Fíjate, por ejemplo: ¿recuerdas el cuadro de mi padre, el que está en la sala de audiencias?

- Claro, el del uniforme de batalla.

- Bien. En el medio del caos del incendio, me detuve un segundo a contar las plumas rojas en su casco. Eran ocho.

- Las que tienen que ser.

- Sí, pero... ocho, ¿entiendes? Ni siete ni nueve. Ocho.

- Es como tú lo recuerdas por lo tanto es como tú te lo representarías en el sueño.

- No. Esto es algo más –se cruzó de brazos el Duque, visiblemente molesto.

El Doctor le observó por algún tiempo. Malvar era un estadista tan consumado, un líder nato y un administrador tan prudente, que difícilmente alguien podría asociar esa magnánima imagen pública con las reacciones de chiquillo en edad de aprender las armas que el Duque exhibía en privado ante sus hombres y mujeres de confianza.

- Monnahan –le dijo en tono cómplice el médico-, te he dicho que las pesadillas van a seguir ocurriendo, y que lo que tienes que hacer es ignorarlas y ya. Te puedo dar una poción para dormir, si prefieres.

- No quiero dormir. Quiero... que se vayan –e hizo un gesto con las manos para ahuyentarlas.

- Entonces podemos llamar a una bruja Kzultu para que eche los demonios de tu habitación –sugirió el galeno.

Malvar no reaccionó como su confidente esperaba ante la clara ironía. Parecía estárselo pensando.

- Oye, Monnahan: era broma, ¿está claro?

- La Pitonisa del Monte Klonperq.

- No. Me niego rotundamente –cortó categórico el Doctor-. No estarás hablando en serio, Mon. No lo haces. Dime que es una broma.

- ¿Y por qué diablos no?

- Puedo hacerte una lista de los motivos por los que diablos no. Veamos. Las brujas de su orden son charlatanas por excelencia, sólo viven a costa de gente crédula e ignorante –iba contando con los dedos-, no tienen lealtad hacia ninguna corona al punto de que siquiera pagan los impuestos.

- ¿Y qué con que sean independientes? –Se enfureció el monarca-. A veces... –vaciló.

- Dilo, Mon. Como si no te conociera desde que éramos los dos unos chiquillos. Bueno, tú un chiquillo y yo un joven arrogante. Habla –esperó unos segundos-. ¿No lo harás? Pues yo sí: a veces te parece que el personal de tu castillo no dirá nada que te ofenda, nada en tu contra por temor a las represalias, por más que eso sea lo que realmente piensan. ¿Es eso?

- Palabra más, palabra menos... así es.

- Bien. Te ves horrendo con tus rulos todos revueltos. ¿Lo ves? Yo no te temo.

El Duque rió. Al principio fue como si estuviera tosiendo, luego lo hizo abiertamente. Olivier rió con él, pero duró poco antes de que la amargura retornara al rostro del monarca.

- Es insoportable, Olivier. Me está desquiciando. Ya hasta tengo pavor de dormir y...

- Me lo puedo imaginar, mi buen amigo –le puso una mano sobre el hombro-. ¿Quieres ir a ver a la bruja? Pues vamos. Me divertiré un rato con sus chapucerías. ¿Cuándo partimos?

- Apenas los palafreneros ensillen los caballos.

- ¿A esta hora de la noche?

- Sí, Olivier, ¿dónde está tu espíritu de aventura? ¿O ya tus huesos no soportan una cabalgata nocturna?

- Los tuyos no la resistirán. Los míos están impecables.

- Nos movemos, pues –y saltó enérgicamente de la cama-. Veamos qué tiene esa bruja para decir de mi situación.

Naiara abrió sus grandes ojos grises sobresaltada. Le costó unos segundos ubicarse en donde estaba. Sintió roces casi imperceptibles de ropas en dos esquinas de la amplia habitación. Normalmente hubiera hecho un gesto o dicho alguna cosa para que las Águilas Oscuras, su guardia personal, no se preocuparan... pero no podía. Había una angustia muy honda en sus entrañas que casi no le dejaba respirar. No sabía por qué, pero allí estaba. No había tenido una pesadilla –o al menos no una que pudiera recordar-, en sus dominios todo estaba en orden, había desterrado a sus últimos enemigos políticos hacía meses. Entonces... ¿qué?

Sintió los primeros tímidos pasos de las Águilas acercándose y levantó una mano para que no siguieran. Se llevó esa misma mano al pecho. La angustia era tan intensa que estuvo a punto de dar la orden de que llamaran al médico de palacio. Se contuvo. No. Ella era más fuerte que eso y consideraba indigno demostrar debilidad ante sus súbditos. Detuvo su mirada en la crespa cabellera y los musculosos y varoniles brazos de quien yacía a su lado. Apenas recordaba su nombre. Le había conocido en la última cacería y fue pasión a primera vista.

¿Por qué seguía dormido?

Se puso en pie, sin preocuparse mucho por no hacer ruido. Su amante de la noche anterior no reaccionó. ¡Imbécil! –pensó. Cubrió su cuerpo desnudo con una bata hecha con finas sedas orientales y emitió un pequeño silbido. Sus guardias se acercaron. Reconoció a Aria y a Naomi tras los cascos camuflados con auténticas plumas de águilas.

- Saquen a ese de aquí. Podrá ser un excelente amante, pero si es tan egoísta para seguir dormido y no enterarse de nada, no merece mi atención.

- Entendido –asintió Naomi.

- ¿Qué tan lejos le sacamos, Baronesa? ¿Fuera del castillo? –preguntó Aria, la de menor rango.

Naiara sonrió.

- Fuera de Gromberg, y advertidle en la frontera que si vuelve a poner un pie en mis territorios, le haré decapitar... y que daré franco ese día al verdugo para hacerlo yo misma.

Las Águilas asintieron y la Baronesa dejó la habitación. Como era habitual, a la entrada había dos oficiales de la Guardia Terrana, su tropa de elite.

- Que me sirvan el desayuno en la piscina, en media hora –les ordenó, y caminó descalza y en bata por el empedrado corredor en dirección a las Termas Interiores del palacio.

Los guardias esperaron a que girara una esquina.

- Me debes un Gronnardo, Moff.

- Sí –suspiró el otro-. ¡Rayos! Con este lleva 39 y ninguno parece dar con la talla.

Naiara constató al entrar a las Termas que en las sombras había otras dos Águilas Oscuras, cuyo reclutamiento era exclusivamente femenino. Hacía tiempo había dejado de asombrarle esta agilidad y anticipación de su guardia personal. Su Jefa de Asesinos, Ivna, así les había entrenado desde la formación de ese Cuerpo. A veces parecía que leyeran sus pensamientos y se anticiparan a sus deseos y movimientos. Siempre estaban allí. Siempre en las sombras, con sonidos imperceptibles para el oído no entrenado. En palacio, el número solía ser de dos a la vez. Fuera de él, al menos una docena.

Eran tan expertas en el arte de ocultarse, que se había iniciado el mito en el Baronato de que realmente no existían, y de hecho muy pocos tenían la certeza de que fueran reales. El dormilón e infortunado amante, por ejemplo, pronto tendría la prueba.

La Baronesa se desnudó y se zambulló largamente en la piscina termal. Este sí era un invento que jamás dejaba de asombrarle. Una de las tantas maravillas creadas por el Ingeniero en Aguas de su padre, un experto que aún vivía y no cesaba de asombrar a la población con fuentes, cataratas artificiales y molinos de harina impulsados por los muchos ríos y arroyuelos que regaban las praderas y los bosques de Kormanor.

La dolorosa angustia seguía allí, comiéndole por dentro. Nadó varios largos antes de que llegara su desayuno. Casi no comió y apenas bebió un poco del té de especias. La bebida tenía la característica minuciosidad en la preparación, la exquisita mezcla de hierbas de Tsung, el cocinero de palacio. Era como si firmara cada una de sus preparaciones. Naiara se sintió culpable por haberle hecho despertar tan temprano. A sus 82 años de edad no era algo que se le diera muy fácilmente. Aunque bien podría haberle preparado su desayuno alguno de sus ayudantes, ¿no? Pero Tsung se hubiera sentido ultrajado si así hubiera sido. Según él lo primero que ingieres en el día define lo primero que piensas, y el viejo oriental tenía que estar muy pero muy enfermo para dejar que alguien más preparara el desayuno de su Dama Naiara, como le seguía llamando años más tarde de ascender a Baronesa a la muerte de su padre y tras las disputas por la sucesión. Ja, si Tsung supiera lo que desayuno cuando estoy de campaña -pensó.

La sonrisa no tardó en borrársele del rostro. No era la primera vez que sentía esa angustia plenipotenciaria que no le dejaba pensar en otra cosa, y todas y cada una de las veces, una mala noticia –y de las peores-, había seguido.

Esta no fue la excepción.

El Heraldo de la Corte golpeó a la puerta de las Termas.

- ¡Entre! –gritó la Señora del castillo, aún desnuda dentro de la piscina, terminando su té.

Tímidamente, el Heraldo dio un paso dentro de la enorme habitación, aún lejos de la piscina y más lejos del extremo más alejado, donde se hallaba su monarca. Golpeó dos veces el suelo enlosado con su bastón.

- El Alcalde de... –comenzó a gritar a la distancia.

- Cht. Acércate, tonto, ¿o crees que soy un búho para escucharte a esta distancia?

Observó divertida cómo el heraldo se acercaba paso a paso, con los ojos enfocados entre la línea horizontal de visión y el techo. Ella le incitaba más cerca, más cerca, y luego Mírame a los ojos cuando me hablas. El heraldo tenía un rictus de tensión nerviosa tratando de que su mirada no se desviara ni un milímetro más abajo de los grandes ojos grises de su Ama. Bobalicones –pensó Naiara-, todos los hombres lo son.

- ¿Decías?

- Sí, yo... eeehh... –carraspeó-. El Alcalde de Qubart, mi Señora, solicita audiencia.

- ¿Qubart? Le habrás dicho que hoy tengo un día muy ocupado, supongo –afirmó más que preguntó.

- Sí, bueno... en realidad. No, no realmente.

- ¿Sí o no? ¡Habla!

- Tenía el rostro horriblemente distorsionado, el pobre hombre. No me dijo nada, pero sospecho que es portador de malas noticias, y por su agotamiento puede verse que ha cabalgado toda la noche para llegar aquí a primera hora del amanecer. De todas formas, puedo excusarle con él, si así lo desea.

Naiara estuvo un momento vacilando, antes de decidir.

- Dile que le recibiré –salió caminando de la piscina en desnivel. El Heraldo no sabía dónde mirar para no ofender y giró en redondo dándole la espalda-, y da aviso a mi ayudante de cámara para que me encuentre en mi vestidor.

- Sssí. Sí-sí. Enseguida, mi Señora –salió el Heraldo a paso-carrera, olvidando la formal reverencia que, de todas formas, hubiera resultado bien ridícula de espaldas a su monarca.

Menos de media hora más tarde el propio heraldo, recompuesta su solemnidad, anunciaba al Alcalde de Qubart en la Sala de Audiencias. Naiara odiaba esa enorme estancia. Era la más fría de todo el castillo. Requería más de dos toneladas diarias de leña para mantenerla mínimamente calefaccionada, por lo que Naiara había ordenado que se prendiese sólo la chimenea grande, únicamente cuando hubiera audiencia, y con un fuego mediano. Tal vez su padre hubiera autorizado tal despilfarro de árboles, pero ella lo juzgaba inconcebible. La Baronesa vio cómo su aliento creaba un denso vapor al salir de su boca, y deseó que el trono no estuviera tan lejos de la única fuente de calor.

El Alcalde se aproximó a ella con el sombrero en la mano, y se hincó ante su Señora. Era un campesino como tantos, con algunas canas sobre su cabello castaño, y los pantalones -que sin duda eran los mejores que tenía-, sucios de tierra hasta las rodillas. Naiara no recordaba haberle visto desde su asunción, cuando él y todos los otros funcionarios con alguna jerarquía habían acudido a prestarle juramento. Es más: apenas conocía el nombre de la aldea y su ubicación aproximada. No recordaba jamás haber estado allí, ni siquiera de niña.

- Levántate, y dime tu nombre.

- Juxto, mi Señora, Alcalde de Qubart. Lo he sido desde el año vigésimo primero del reinado de vuestro padre.

- No hace tanto.

- Es verdad. No hace tanto.

La monarca juzgó que su Heraldo tenía razón: La expresión del rostro del primer ciudadano de Qubart era terrible.

- Ven, Juxto, acerquémonos a la chimenea –le invito, y sintió un movimiento atrás a su derecha. Era el Director de Protocolo de palacio-. Es sólo un campesino, ¿no lo ves? –le susurró.

- Pero... la imagen Baronal...

- Tiene algo terrible para contarme, ha cabalgado toda la noche, yo tengo frío y no discutiré mi decisión.

- Entiendo, mi Señora.

Naiara se sentó al borde de la chimenea y calentó sus manos ante las llamas. Invitó con el gesto a su súbdito a que hiciera lo mismo. Le dejó unos segundos para que armara en su cabeza lo que fuera que le tuviera que relatar.

- ¿Qué te ha traído por aquí, entonces, Juxto?

- Yo... se dice por mi aldea que Tara, la guerrera, le ha servido varias veces como mercenaria.

- Es verdad –se puso en alerta la Baronesa.

- Y se comenta, sea esto verdadero o no, que ella goza de vuestro aprecio.

- Me ha servido bien, sí. ¿Qué sabes de ella? –preguntó, aunque la intuición era tan fuerte que casi resultaba una certeza.

- Ha muerto, mi Señora. Ayer por la tarde un guerrero puso fin a su vida en duelo fuera de nuestra aldea, y recibió sepultura según las tradiciones de Luxan.

- ¡¿QUÉ?! –fue instintiva su reacción. Se puso en pie de un salto. Conque era ese el motivo de su angustia premonitoria: Tara había muerto.

- Piedad, mi Señora –se atajó su súbdito, bajando la cabeza, temiendo lo peor-. Nada tuvo que ver la gente de Qubart en su muerte. No pudimos evitarlo.

La gente de Qubart –repitió para sí Naiara. ¿Por qué defiende a toda su aldea? ¿Qué fueron, espectadores? Sí. Sin duda habían disfrutado del espectáculo mientras su mejor mercenaria y amiga íntima era despedazada por... ¿quién?

El interrogatorio duró más de dos horas, con la Baronesa caminando de un lado a otro, tirando de su cabellera hasta casi arrancársela para no descargar su furia sobre el súbdito e informante. Quería saberlo todo: cada tajo, cada movimiento, los diálogos, cómo llegó la más afamada mercenaria de las Tierras Occidentales a batirse a duelo y lo más fundamental de todo: ¿quién le había matado? Preguntaba todo dos y tres veces, volvía sobre el tema, pero no pudo extraerle mucha información de utilidad. Por un momento se vio tentada de ordenar a Ivna, la Capitana de las Águilas Oscuras y su Jefa de Asesinos, que siguiera el interrogatorio menos formalmente, y con mayor efectividad, pero el campesino parecía sincero.

Esto fue lo que pudo concluir, una vez que se hubo quedado a solas: Tara se había encontrado en la taberna de la aldea con otro guerrero. Parecían conocerse. Almorzaron y bebieron juntos, riendo, hasta que algo cambió y Tara le retó a duelo en las afueras del pueblo. La justa fue con espadas, de a pie, sin más protección que la armadura, y venció el extraño, decapitándole para rematarle. Luego el vencedor pagó con creces el entierro de la guerrera y ordenó el sitio exacto donde éste debía realizarse –que resultó ser el Monte de los Helechos-, y también que grabaran en la lápida el símbolo de Luxan, todo lo cual indicaría que tenía buen conocimiento de Tara. ¿Pero quién era? El Alcalde dijo que no llevaba uniforme militar ni insignia distintiva de ningún tipo, y por su descripción física podía tratarse de al menos tres guerreros independientes. ¿Cuál de ellos?

- Ivna –saludó la Baronesa a su fiel súbdita, cuando sintió que alguien se aproximaba por su lado. 

- Está mejorando su percepción, mi Señora.

- Al menos cuando no intentas ocultarte. ¿Qué te pareció?

- ¡Oh! ¿Mi Señora supone que yo he escuchado la conversación tras los muros? –pero vio que la Baronesa no estaba para bromas. Cambió el tono a su habitual grave y cáustico-. Me parece que no miente, no al menos en todo, aunque podría conocer la identidad del culpable y ocultarlo por miedo. Si me dejara...

- No. Le dejaremos ir. Hazle seguir, por si acaso.

La Jefa de Asesinos emitió un silbido, hizo unas pocas señas con la mano, imposibles de percibir a menos que uno estuviera muy pero muy atento y supiera los códigos, y una sombra salió por las puertas de la Sala de Audiencias. A los pocos segundos otra Águila Oscura tomaba su lugar.

- ¿En qué basas tus dudas, Iv?

- Qubart es una aldea pequeña, 150 habitantes o poco más, pero desde el comienzo de su reinado sistemáticamente no han llegado a pagar el impuesto debido a la Corona. Alegan que se debe al invierno de ese año del que no se han recuperado aún, pero yo estimo que no están muy confortables con la idea de que una mujer sea su soberana.

- El clásico pensamiento de la campaña –suspiró la monarca, sin quitar los ojos del fuego en ningún momento-. ¿Es decir que hasta ahora nuestro único testigo podría odiarme y sólo vino a relatarme la historia para no ser juzgado posteriormente con severidad si me llegaba por otra vía?

- Exactamente. ¿Quiere que inicie una investigación?

- No. La iniciaré yo misma –y dejó unos segundos para ver si su súbdita tenía alguna objeción al respecto-. Por eso me agradas, Ivna: jamás cuestionas mis órdenes.

- Como si fuera de alguna utilidad hacerlo...

Naiara se tapó los ojos un momento al recordar la vívida imagen de los momentos pasados con Tara, de las batallas que habían librado juntas, de cómo la mercenaria había sido un elemento clave en el conflicto de asunción que siguió a la muerte de su padre. Recuperó a penas la compostura, y tomó el atizador para jugar con el fuego.

- Aún no me hago a la idea de que se haya ido.

Se decía de la Capitana que no tenía sangre en las venas. Esto por supuesto no era cierto, pero lo que sí lo era es que no llevaba vestimenta ni armadura alguna que le cubriera de los firmes muslos hasta la mitad de las pantorrillas, aún en invierno. Distracción para los enemigos, solía decir, y más aún cuando los enemigos solían ser hombres. Sólo lucía su fina cota de mallas de una aleación oscura desconocida en las Tierras Occidentales, tan liviana como resistente y con todos sus miles de aritos revestidos en piel de cordero teñida para que no hiciera ruido al moverse, una blusa por debajo y los tradicionales distintivos de su Compañía: la capa y el casco revestidos con auténticas plumas negras de águilas. Imitó a la Baronesa y se puso de cuclillas a su lado.

- Tara adoraba a Luxan –con esto distrajo la atención de Naiara del fuego hacia ella-. Según dice la tradición, los protegidos de Luxan al morir pasan a integrar la corte celestial, y viven por toda la eternidad entre justas, combates con monstruos inimaginables y festines.

La joven Baronesa sonrió.

- ¿Tú crees que sea cierto?

- No lo sé. No adoro a ningún dios. Creo que mi festín y mi combate luego de muerta serán con y contra los gusanos, en todo caso.

Naiara agradeció la sensibilidad de batalla de su fiel súbdita con una sonrisa y una palmada en los torneados brazos de la Capitana.

- Quiero a ese bastardo ante mi presencia, ¿entiendes? –dijo con los dientes apretados.

- Y lo tendrá. ¿Vivo, supongo?

- De ser posible sí. Pero no tiene por qué llegar ileso. Eso sí: tengamos mucho cuidado. Si fue capaz de vencer a Tara en combate singular...

- Entiendo. Extremaremos las precauciones.

Akarat desmontó ante lo que quedaba de su choza en los Bosques Borganos, sobre las laderas del Monte Saldenko.

- ¿Quién habrá sido esta vez, Tormenta?

Era muy poco probable que aún hubiera alguien. Las cenizas ya no humeaban, pero por si acaso desenvainó la espada corta que llevaba al cinto y avanzó con cautela. Observó al menos tres pares de huellas en el fango de la entrada que no reconoció. Hizo memoria. No ha llovido en cuatro días y las huellas están secas. No hay peligro –decidió, y envainó la hoja. Cuando quiso mover la calcinada puerta, esta cayó hacia dentro cuan larga era, partiéndose con el golpe en tres pedazos irregulares de madera carbonizada. Echó una mirada dentro. El fuego lo había destruido todo. No era de asombrarse, ya que la cabaña estaba hecha totalmente de madera. Incluso las vigas y los cimientos lo eran.

Muy poco había sobrevivido. Pero hasta ese poco tenía una gruesa capa de hollín: ollas, platos, jarras, el atizador del fuego... La estufa a leña, hecha en piedra, sí había resistido, aunque la caída del techo parecía haber tirado la mitad superior de su chimenea. ¿Sabrían estos idiotas quién vivía aquí? –se preguntó, haciendo un recorrido palmo a palmo mientras tanteaba con los pies el próximo paso sobre lo que quedaba de las vigas y las pocas tablas del piso que no se habían hecho humo. Era una buena pregunta, esa: ¿lo sabrían? El Filo, o La Hoja, eran apodos bien conocidos en todas las Tierras Occidentales, y de seguro la mayoría alguna vez habría escuchado una historia sobre él cantada por un juglar de paso por el pueblo o la ciudad. Era conocido, y por lo general temido.

Se le ocurrían tres posibles explicaciones al nuevo desastre. Ya había descartado causas naturales, como un rayo o algo así: había huellas fuera, por lo que alguien había estado allí. Por lo tanto se trataba de enemigos, ladrones o refugiados. ¿Qué otra cosa podía ser? En cuanto a los refugiados, a Akarat no le importaba realmente que de vez en cuando usaran su choza -para no morir de frío a la intemperie, por ejemplo-, durante los largos períodos en que se encontraba de campaña. Incluso que comieran y bebieran lo que pudieran encontrar. Los enemigos tampoco le molestaban. Era gaje del oficio que algún Barón o Capitán ofendido o vencido enviara asesinos a matarle o darle una golpiza. Y, si no le encontraban en casa, el razonamiento solía ser Bueno, al menos quememos su choza para hacerle daño.

Mas los ladrones... esa era otra historia. Ya no tenían la ética de los ladrones de antaño, si es que alguna vez esa ética había existido, aunque algunos lo dudaban. Primero que nada, se robaba al que tenía dinero, no a los pobres. En ese punto Akarat calificaba

¿Disfrutas la vista previa?
Página 1 de 1