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Cuentos chilenos de fantasía: Antología 2010-2012
Cuentos chilenos de fantasía: Antología 2010-2012
Cuentos chilenos de fantasía: Antología 2010-2012
Libro electrónico108 páginas1 hora

Cuentos chilenos de fantasía: Antología 2010-2012

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Este libro expone la multiplicidad de visiones de la Fantasía que forman la base de la propuesta estética del colectivo. Desde la fantasía oriental de “El espadachín y el dragón”, pasando por el relato histórico-fantástico en “Pequeño rey”, la fantasía oscura de “El regreso de Sir William Campbell” y la narrativa de corte steampunk titulada “El ángel caído”. En esta colección también se incluye la alta fantasía de “La última prueba” y el acercamiento al cuento de hadas moderno en “De cosas fantásticas que suceden durante la noche de los fuegos de Bel”, para finalizar con una reflexión acerca de los alcances de la magia —y de la Fantasía como género— en “El peso de la magia”.

Un caleidoscopio narrativo que propone una nueva manera de hacer Fantasía, descarnada, llena de costes y cicatrices, pero en ocasiones también de esperanza o consecuencia, más sincera y real que lo que nos hemos acostumbrado a llamar «realidad».

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento24 dic 2013
ISBN9789569183027
Cuentos chilenos de fantasía: Antología 2010-2012
Autor

Fantasía Austral

Fantasía Austral es una revista digital de literatura fantástica auto-gestionada fundada a finales de 2010. Desde entonces ha publicado casi 200 cuentos entre originales y traducciones inéditas, más de un centenar de artículo de opinión entre columnas, ensayos y reseñas, decenas de entregas semanales de varias series y entrevistas con destacados autores del género como Michael Moorcock y Ursula K. Le Guin, además de cinco colecciones de cuentos.

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    Estuvo más o menos el libro. Las últimas 2 historias estaban de 4 estrellas, casi todos los demás son de 3. Aun asi es una lectura amena para pasar el rato.

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Cuentos chilenos de fantasía - Fantasía Austral

El Dragón abrió un ojo verdemar que destelló en medio de la noche y en cuyo centro se dibujaba una alargada pupila, similar a la de un gato. El espadachín Sable de Luna retrocedió, intimidado. La criatura era tan gigantesca como lo habían señalado los sobrevivientes a la destrucción de la aldea de Wudeng.

«Era enorme, maestro Sable de Luna. Nunca había visto nada similar. Ese demonio podría devorar un pueblo entero y aun así no saciaría su hambre».

El Emperador Xiang Zu en persona había llamado a Sable de Luna para pedirle que diera muerte a la bestia:

—Vuestro abuelo y maestro, el legendario espadachín Nube Gris, fue el último gran héroe que se enfrentó y derrotó a un Dragón, hace ya setenta años —explicó—. Estoy seguro que en vuestra sangre habita la misma fuerza. Sólo tú puedes liberarnos de este mal.

Desde entonces, el espadachín había viajado largo tiempo buscando el lugar donde se ocultaba el Dragón, hasta dar con él.

Ahora, en el más alto de los picos de la cadena montañosa de Meng Fei, Sable de Luna se sintió de pronto pequeño y vulnerable. Todas las victorias y hazañas que lo habían elevado a la condición de héroe del Imperio le parecían insignificantes. El rival que tenía ante él era mucho más antiguo y poderoso que cualquier humano, lo que le hizo preguntarse qué tipo de guerrero había sido su abuelo para haber conseguido derrotar a una criatura como aquella.

El ojo del Dragón seguía fijo en él, sin parpadear ni dar señal alguna de vida. Y sin embargo, eso había sido más que suficiente para detener cualquier intento del espadachín hasta ese momento.

Pero Sable de Luna logró desenfundar al fin su espada, que relampagueó bajo el brillo de las miles de estrellas que adornaban el cielo nocturno. Había crecido con las enseñanzas de los legendarios maestros que habían protegido el Imperio antes que él; no tenía miedo a la muerte. No podía tener miedo.

Avanzó un paso, cauteloso. En su cabeza se agolpaban las lecciones que le había dado su abuelo:

«El Dragón es una criatura inteligente. Más inteligente que los hombres, quizás, pero es vulnerable. Siempre hay un punto débil. No es sensato atacarlo abiertamente. Espera hasta que sea el momento adecuado».

De niño se lo había imaginado más fácil. Ahora, frente a aquel gigantesco ojo vigilante, no lo parecía. ¿Cómo identificar el momento adecuado?

—Enfunda tu espada, guerrero —habló el Dragón de improviso. Sable de Luna elevó su guardia con gesto sorprendido. En ninguna historia se mencionaba que los Dragones pudieran hablar, y ninguno de los héroes lo había señalado.

—No pretendo luchar contigo —insistió el Dragón.

—¡Calla, bestia! —gritó entonces Sable de Luna—. Guárdate tus palabras. He venido a vengar las vidas que destruiste. Nuestro Emperador aún llora la muerte de sus súbditos. Mi espada se encargará de castigar al responsable.

—Tu espada no puede hacer nada. Se partirá en dos si intentas cortar mis escamas con ella, pues ni arma ni hombre pueden hacer nada contra mí. Desde hace horas he estado escuchando tus esfuerzos por escalar la roca desnuda y luego tus vanos intentos de hacer sigilosos tus pasos, buscándome. He sido yo el que te ha permitido llegar aquí, como lo he hecho con todos.

Sable de Luna no supo qué responder: el Dragón le parecía una criatura magnífica. Era incapaz de encontrar una forma de derrotarlo, lo que le hizo desear contar con la agudeza de su abuelo. Si había un punto débil en su adversario, él no lo veía.

—No tengo hambre, ni ánimos de enfrentarme a ti —continuó el Dragón—. Mi panza está atiborrada de carne y sólo quiero descansar. Mi apetito ya está saciado.

—No menosprecies mi habilidad —le dijo Sable de Luna, llenando la noche de palabras en las que no creía—. Por mis venas corre la misma sangre que Nube Gris, el maestro espadachín que derrotó al último Dragón.

El ojo del Dragón parpadeó por primera vez.

—Recuerdo a Nube Gris —dijo—. Un hombre inteligente. Él supo comprender su lugar cuando estuvo ante mí. Cada Emperador ha mandado a su guerrero más valiente, cuando el hambre me ha obligado a bajar a los valles a alimentarme. Algunos, como tu abuelo, han sabido escuchar mi consejo. Otros, embriagados por sus estériles hazañas entre los hombres, han terminado convertidos en mi excremento. Quizás, si buscas, encuentres algunas de sus espadas tiradas por ahí.

—Tú no puedes ser el mismo Dragón al que se enfrentó mi abuelo —dijo Sable de Luna.

—Lo soy. Soy el que se enfrentó a tu abuelo, y al que vino antes de él, y así puedes retroceder cientos de años. Miles si quieres, pero tu Imperio no es tan antiguo.

Sable de Luna blandió su espada, dispuesto a atacar. No permitiría que aquel Dragón manchara la memoria de su abuelo con mentiras. Si debía morir esa noche lo haría, ya que desde niño había aprendido que la muerte se esconde bajo las sombras de todo guerrero.

—Contén tu temperamento, Maestro Espadachín —le dijo el Dragón—. Ustedes, los hombres, se alteran con facilidad. Siempre me ha llamado la atención un orgullo tan elevado en criaturas tan frágiles.

»Pero no estoy diciendo mentiras. Los Dragones gustamos de dormir por sobre todas las cosas, pero cuando despertamos el hambre desgarra nuestras entrañas. En otros tiempos debíamos cazar durante largas jornadas para quedar satisfechos, antes de descubrir que ustedes acostumbran a reunirse en ciudades en las que además mantienen a otros animales. Es una tentación que ni yo ni ningún Dragón podríamos ignorar. Y una vez satisfechos sólo deseamos volver a dormir, pues nuestros cuerpos se vuelven pesados y lentos. Lamentablemente, ustedes insisten en venir a perturbar nuestro descanso...

—¿Y qué esperabas, Dragón? Dicen que devoraste a más de trescientos hombres y a muchos más animales de ganado.

—No es nada personal, sólo el hambre de un Dragón.

—¡Y este es el castigo que mereces! —gritó Sable de Luna, avanzando nuevamente.

Un sonido profundo, como la vibración de un temblor, emergió de la garganta de la criatura. Estaba riendo.

—Puedes ser temido entre los hombres —dijo el Dragón—, pero esta noche aprenderás a ser humilde, espadachín. El valor no siempre se demuestra con la fuerza de tu brazo, y la victoria no siempre debe ser la propia. ¿No deseas escuchar lo que tengo que decir?

Sable de Luna hubiera deseado decir que no inflexiblemente, como lo hacía con los bandidos que perseguía en las tierras del Emperador cuando intentaban ganar algo de tiempo ante la espada. Hubiera deseado mostrarse altivo y orgulloso, pero el brillante iris del Dragón lo hacía sentirse desnudo.

—Habla.

—Te ofrezco una tregua, como lo hice con tu abuelo y los que vinieron antes. Hoy mi hambre ya está saciada. Dejaré en paz a tu gente y, durante una generación de hombres, ninguno de ustedes sabrá de mí. Podrás volver ante tu Emperador y decir que me has derrotado. Te llenarás de gloria y tu nombre será recordado durante cientos de años.

—Sería una mentira.

—Pero vivirías. De lo contrario morirás hoy. Y en setenta años más volveré a bajar a los valles a alimentarme. ¿Estás dispuesto a morir sin ninguna razón?

Sable de Luna bajó su espada.

—¿Qué ganas tú con dejarme vivir?

—Nada —dijo el Dragón—, pero prefiero evitar

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