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La luz de Ilse
La luz de Ilse
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Libro electrónico278 páginas4 horas

La luz de Ilse

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Nacida en San Sebastián, estudió Psicología en la Universidad de Deusto, donde logrósu suficiencia investigadora en Humanidades y Empresa. MBA por el Instituto deEmpresa y máster en PNL Integrativa, comenzó su recorrido profesional comoejecutiva de cuentas en el sector de la publicidad, fue directora de formación ydesarrollo en una empresa de consultoría y desarrollo organizacional y, desde hacemás de quince años, es socia consultora de Urcola Formación y Consultoría. Hadedicado más de veintidós años de carrera profesional al desarrollo de las personas ya la transformación de las organizaciones a través de su cultura, sus equipos y suliderazgo. Es coach certificada y autora de nueve libros: Mariposas en el estómago(2008), El proyecto (2009), Hoy es siempre todavía (2011), Dirección y sensibilidad(2013), Manual práctico de comunicación empresarial (2015), Dirección participativa(2017), Gestión de conflictos: teoría y práctica (2019), Las claves de la dirección(2020) y Siempre estuve aquí (2021).
La vida de Ilse discurre sin grandes emociones. Tiene un novio al que conoció en la

infancia y con el que se casará, unos padres con quienes vive y apenas se comunica y

un trabajo mal pagado. La súbita aparición de Toño hará que los cimientos de esa

existencia plácida y aburrida se resquebrajen y aparezca una nueva Ilse, que busca su

sitio sin temor a romper ciertos clichés ni a equivocarse; una Ilse que, animada por un

pequeño círculo de amigos leales, toma las riendas de su día a día.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento27 mar 2023
ISBN9788419612601
La luz de Ilse
Autor

Nerea Urcola Martiarena

Nacida en San Sebastián, estudió Psicología en la Universidad de Deusto, donde logró su suficiencia investigadora en Humanidades y Empresa. MBA por el Instituto de Empresa y máster en PNL Integrativa, comenzó su recorrido profesional como ejecutiva de cuentas en el sector de la publicidad, fue directora de formación y desarrollo en una empresa de consultoría y desarrollo organizacional y, desde hace más de quince años, es socia consultora de Urcola Formación y Consultoría. Ha dedicado más de veintidós años de carrera profesional al desarrollo de las personas y a la transformación de las organizaciones a través de su cultura, sus equipos y su liderazgo. Es coach certificada y autora de nueve libros: Mariposas en el estómago (2008), El proyecto (2009), Hoy es siempre todavía (2011), Dirección y sensibilidad (2013), Manual práctico de comunicación empresarial (2015), Dirección participativa (2017), Gestión de conflictos: teoría y práctica (2019), Las claves de la dirección (2020) y Siempre estuve aquí (2021).

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    La luz de Ilse - Nerea Urcola Martiarena

    La luz de Ilse

    Nerea Urcola Martiarena

    La luz de Ilse

    Nerea Urcola Martiarena

    No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del autor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal).

    ©Nerea Urcola Martiarena, 2023

    Diseño de la cubierta: Equipo de diseño de Universo de Letras

    Imagen de cubierta: ©Shutterstock.com

    Obra publicada por el sello Universo de Letras

    www.universodeletras.com

    Primera edición: 2023

    ISBN: 9788419614599

    ISBN eBook: 9788419612601

    Para Ibai, Alberto, Bernardina, Juan Luis, Maite y Bego, mis cimientos.

    Para mi equipo de «Marmotas», para mis «exSinergos», para Esther, Yolanda, Laura, Rocío, Javi M. y Kontxi, anclas de vida y para tantas personas que me voy encontrando en el día a día tanto, privado como laboral y que iluminan mi vida.

    Gracias también a las personas que me trajeron sombras porque gracias a ellas valoro todavía más la luz.

    Capítulo 1

    En cuanto aquel hombre cabizbajo al que no podía ver bien la cara medio tapada por una visera gastada que le quedaba demasiado grande entró en el ascensor del centro comercial, su aroma a perfume caro mezclado con sudor ácido lo inundó todo. Ilse reconoció aquel viejo olor al instante y, durante unos segundos, se sobresaltó porque le conectaba con su yo más animal, porque le traía a la memoria antiguos recuerdos que ya creía tener olvidados y porque la pillaban completamente desprevenida. Hacía muchos años que no se cruzaba con aquella fragancia, los mismos que no veía al hombre del que incomprensiblemente había estado tan enamorada y que tanto daño le había ocasionado en el pasado.

    Durante todos aquellos años, había pensado en él con mucha frecuencia, de manera obsesiva a veces, imaginando y soñando a partes iguales cómo sería aquel primer nuevo encuentro con él, porque de lo que no tenía ninguna duda era de que antes o después sus caminos se volverían a cruzar. Con el transcurrir de los años, poco a poco, aquellos pensamientos fueron reduciéndose en frecuencia y cantidad hasta que quedaron dormidos en alguna parte profunda de su cerebro. Lustros después, cuando por fin lo tenía a escasos centímetros de distancia, pudiendo incluso tocarlo de haberlo así querido, impredeciblemente, no sentía nada, nada en absoluto. Era cierto que había sufrido un primer impacto inicial por lo inesperado del acontecimiento, pero también constató que le importaba igual de poco que estuviera allí, como que no. Se encontraba físicamente cerca de aquel cuerpo, pero un abismo separaba sus personalidades, espíritus y sentimientos.

    Aquella sensación aparentemente incomprensible le resultaba, en cierta manera, liberadora, pero a la vez le provocaba terror. ¿A dónde se habrían ido sus antiguos arrebatadores sentimientos? ¿Se habría convertido en una dura y fría empresaria como sus detractores le afeaban, precisamente ella que siempre se había considerado una persona en extremo sensible y palpitante? Tanto dolor y tanta decepción habían terminado por secar su alma, antes tan fresca y romántica, o, mejor dicho, tan ingenua y estúpida.

    Mientras al fondo del ascensor se debatía internamente entre aquellas tortuosas emociones y elucubraciones, Toño no pareció reconocerla, ni siquiera parecía notar su presencia. Iba acompañado de una mujer regordeta, cincuentona como él, vestida de manera vulgar y con aspecto de mandona. Toño también había engordado considerablemente, lo que le hizo suponer que aquella mujer podría resultar su pareja, pensamiento que tampoco le hizo sentir cómoda porque iba cargado de prejuicios hacia una persona que no conocía de nada. Ella antes no era así, se decía.

    La regordeta mujer de aspecto vulgar le hablaba a Toño sin parar, como si no necesitara respirar de vez en cuando para seguir haciéndolo, sin subir ni bajar el tono, a la vez que gesticulaba con sus manos hinchadas y poco cuidadas. Al parecer, por lo que lograba entender, le estaba anticipando los recados que les faltaba por hacer en el centro comercial. Él la oía con la cabeza gacha, ni siquiera asentía, no parecía escuchar, como cuando se sintoniza la radio en el coche como banda sonora para hacer compañía en un atasco, pero se sigue inmerso en los propios pensamientos rumiantes.

    El ascensor llegó lentamente a la planta baja del centro comercial. Las puertas metálicas se abrieron y, a continuación, Toño y aquella mujer salieron del reducido espacio igual que habían entrado, ella hablando con un tono de voz demasiado plano y él callado con la mirada perdida en algún lugar del suelo.

    Sin tener todavía claro si pretendía algo con ello o no, Ilse susurró el nombre de su antiguo amante, como queriendo llamarle en la intimidad de sus almas sin mucha convicción. Él no la oyó, al menos, eso pareció… Su pareja seguía hablando sin parar y él continuaba desconectado, cabizbajo y medio tapado por aquella visera negra gastada que le quedaba demasiado grande. Solo su barba mal afeitada y canosa se dejaba ver con claridad y solo su olor permitía recordar al hombre que un día fue.

    Aquel Toño no era ni la sombra del que ella había conocido años atrás. Solo su fragancia se había quedado con él para reivindicar quien fue una vez, mucho tiempo atrás. Estaba avejentado, un tanto encorvado y sin energía. El actual Toño jamás le hubiera atraído tanto como llegó a hacerlo en su día aquel al que conoció en otra vida anterior. ¿Le verían también los demás a ella de la misma manera? Desgastada, apagada y desenfocada… No le afectaba que la vieran dura, pero le aterraba que la vieran fundida y sin luz. Sí, los años la habían curtido y endurecido. Había tenido que pagar un precio por llegar a ser la mujer que un día soñó ser, pero quería creer que su energía la acompañaba o, incluso, que había aumentado con el paso de los años.

    El transcurrir del tiempo no suele ser fácil para nadie, pero con algunas personas resulta todavía más rotundo y más cruel. Puede ser también que guardemos en la memoria recuerdos idealizados de las personas que un día amamos y que, cuando esos recuerdos aterrizan con la realidad, resulten ridículos, incluso para nosotros mismos, meras caricaturas, caretas de carnaval.

    Ilse siguió de manera inconsciente y autómata los pasos de la pareja, saliendo también del ascensor tras ellos, como si quisiera ser testigo durante unos segundos más del declive de aquel hombre que la había llevado a cometer tantas locuras por amor. Aquel no era el piso que buscaba, ella había acudido al centro comercial para comprar zapatos para su hijo, pero lo sucedido en el ascensor la había desorientado y trastocado sus planes. Permaneció un rato más deambulando por la zona de perfumería pensando a dónde se iría el alma de las personas que abandonan un cuerpo que todavía sigue vivo. Dicen que el alma de la mala gente va al fuego del infierno; el alma de los buenos se queda entre nubes de algodón en el cielo y las de los no bautizados van al limbo…, entonces, ¿qué pasa con las almas de aquellos que se disociaron de un cuerpo que sigue vivo?, ¿a dónde van?, ¿buscarán otro cuerpo o errarán perdidas entre pasillos de centros comerciales persiguiendo el cuerpo en el que un día habitaron?

    El cuerpo de Toño andaba, respiraba y, a la vista de lo que acaba de ver, comía más de la cuenta, pero ya no parecía estar abierto a la vida, al menos, no como lo había estado años atrás. Cuando le conoció, le cautivó de él su alegría, su vitalidad, sus ganas de hacer cosas, su capacidad para organizar planes anticipándose incluso a los deseos de ella y más de veinte años después parecía un perro viejo que sigue a su amo, un zombi que persigue una sombra, él que se vanagloriaba de no seguir a nadie, solo a la palabra libertad.

    Lo primero que le atrajo de Toño cuando le conoció fue que, cuando se reía, su cara se iluminaba con luz propia, como si desayunara bombillas. Tenía un cuerpo trabajado y bien proporcionado. Si no hablaba, podía pasar por nórdico. Su pelo, que solía llevar estratégicamente revuelto, era muy rubio y tenía los ojos azules más bonitos que había visto en su vida, podía pasarse horas mirando aquel brillo tan especial, azul oscuro casi gris, según la luz, como el agua del mar Mediterráneo. Tenía una nariz de tamaño considerable y parcialmente torcida, pero que le otorgaba un atractivo especial, como de actor de Hollywood.

    Lo que más le gustaba a Ilse eran sus manos de pianista que llevaba siempre tan bien cuidadas. Manos que sabían acariciar con ternura, como quien aprecia la seda fina de oriente, y brazos que hacían sentir que entre ellos nada malo te podría ocurrir.

    La mayor parte de abrazos que Ilse había recibido hasta que le conoció habían sido abrazos de cumplido, ofrecidos demasiado lejos o dados demasiado cerca. Demasiado fuertes haciendo peligrar la salud de sus costillas o tan flojos que no llegaban a denominarse abrazos. Los de Toño eran sencillamente arte, o así los recordaba ella, fruto de sus probablemente distorsionados recuerdos.

    No le obsesionaba la moda, pero sabía qué color y qué prendas le favorecían más y resaltaban sus encantos. A Ilse le gustaba especialmente cuando se vestía con un jersey de cachemira verde con cuello alto a juego de una americana intencionadamente gastada de micropana y aquellos pantalones grises que tenían el punto justo de tamaño y le quedaban como un guante.

    Veinte años después, mostraba caídos esos mismos brazos que a ella le parecían como los de un dios del Olimpo, atraídos por la gravedad del suelo. Arrastraba los pies de manera obediente detrás de una mujer a la que tampoco parecía hacer mucho caso, luciendo barba encanecida mal afeitada, unos pantalones anchos y arrugados y una camisa de cuadros negra y gris que no le favorecía en absoluto y que, probablemente, habría elegido también ella. Hay personas que se visten y otras a las que les visten, y Toño parecía haber pasado del primero al segundo grupo, dando así otra muestra de su decadencia personal.

    Al cabo de unos minutos deambulando por la planta baja del centro comercial, Ilse se detuvo delante del espejo de un vestidor que tenía las cortinas de terciopelo granate descorridas. Observó detenidamente de abajo arriba sus brillantes zapatos de aguja, su pantalón ajustado a rayas negras y blancas, su top negro que dejaba un hombro moreno al descubierto, su largo cuello, sus pendientes dormilonas de perlas y su cabello. Pensó que podría llevar el pelo mejor arreglado. Aunque el flequillo lucía perfecto, en su justo tamaño, no le había dado tiempo a limpiarse la melena por la mañana con su champú especial y la llevaba recogida en una coleta, no suelta como a ella le gustaba y más le favorecía. La piel de su cara se había curtido y destensado. Cuando sonreía, alrededor de sus ojos se dibujaban eso que muchos llaman marcas de expresión, pero que ella, sin ningún tapujo, denominaba arrugas, pero eso tampoco era razón para no reconocerla, pensó ella.

    Ilse no se engañaba, el tiempo tampoco había pasado en vano ni por su cuerpo ni por su ser. Se había convertido en una mujer más refinada gracias al abundante dinero que su trabajo le aportaba todos los meses. Usaba cremas caras y todas las semanas acudía a un centro de belleza donde le aplicaban las últimas técnicas naturales existentes en el mercado para conservar lo poco que le quedaba de juventud y lozanía, aunque ninguna de aquellas inyecciones de vitaminas, cremas o tratamientos alcanzaban a conservar la frescura de su personalidad.

    Ya no era aquella joven de casi treinta años que soñaba con el amor constante, más allá de la muerte que decía el poema Quevedo, ni tampoco aquella que creía que las personas son buenas por naturaleza y que las historias de buena voluntad tienen un final feliz. Había aprendido que la decepción es dura de encajar, que hay personas realmente malas y que es sencillamente estúpido perder tiempo buscando entender la razón de su maldad. Que hay quien solo te utiliza mientras saca rédito por ello y que todo el bien que le hayas hecho a alguien puede olvidarlo al cabo de pocos segundos, negando, además, que existió alguna vez sin que se le sonrojen las mejillas.

    Eran muchas las decepciones que Ilse había acumulado durante los últimos años, no solo con Toño, sino también con compañeros de trabajo, personas que había considerado amigas, incluso algún que otro familiar. Lo bueno de cumplir años es que ganas en experiencias y vivencias; lo malo es que el corazón se curte a la misma velocidad o más que la piel. De lo que no cabía ninguna duda era de que se había convertido en una mujer mucho más fuerte y segura de sí misma, ahora sabía lo que quería, y algo todavía más importante, lo que no quería, aunque la cuota pagada había sido elevada.

    No se arrepentía de nada, aceptaba la responsabilidad de lo que en la vida había hecho bien y no tan bien. Sus errores pasados y sus defectos conformaban también parte de su identidad y solo pedía a la vida más tiempo para alcanzar los sueños que todavía la ilusionaban cada mañana.

    Capítulo 2

    Cuando conoció a Toño en una reunión de trabajo, ella tenía un novio al que conocía desde que iban al instituto. Mateo era un buen chico. No era mucho más que eso, pero nadie podría negar que era una buena persona. No era guapo, ni feo, ni especialmente inteligente ni torpe. No tenía grandes defectos, tampoco apasionadas aficiones. Era un alumno y un hijo que no daba problemas y un amigo con el que siempre se podía contar. Era lo que comúnmente se llama «un tipo normal».

    Su amistad comenzó siendo niños. Sus padres eran amigos de los de Ilse, trabajadores, honrados, tradicionales y tremendamente aburridos. Todos los días se cenaba a la misma hora, después de cenar, se preparaba la mesa con los platos y tazas para el desayuno de la mañana siguiente, los viernes se celebraba el final de la semana con filetes empanados y los sábados se comía macarrones con tomate. Todos los sábados del año se comía macarrones con tomate, incluso en vacaciones de verano. Ilse solo había visto acompañar las comidas con alcohol los días de las grandes celebraciones como cumpleaños y Navidad y nunca más de un par de copas por persona para no correr el riesgo de enviciarse.

    Un sábado de verano, ella quiso tener el gesto de cocinar para la familia de su chico. Por ser innovadora, preparó una ensalada con queso de cabra caramelizado acompañada de frutos secos, una paella que, en su opinión, le había salido más que digna y una tarta de chocolate que bien podría haber sido comprada en un buen obrador. Ante la implacable ausencia de comentarios a medida que se sucedían los platos elaborados con tanto amor, les preguntó con naturalidad mientras servía el café si les había gustado la comida, y la respuesta que recibió sin demasiada efusividad fue:

    —Es diferente, pero, para el próximo sábado, preferimos los macarrones.

    Cuando los padres de Mateo se casaron, viajaron a Arnedillo de luna de miel y fue allí donde veranearon el resto de su vida juntos porque, según decían, sus aguas hacían bien a los huesos atacados por el reuma del padre. Profundamente religiosos, más por miedo al castigo divino si se fallaba a la tradición que por sentida convicción, pero eso hacía que todos los domingos acudieran a misa sin cuestionarse por qué lo hacían, tampoco importaba, sencillamente, había que hacerlo. Era «lo correcto».

    Sí, todos pensaban que Ilse y Mateo se casarían y que tendrían una vida tan convencional y aburrida como la de sus progenitores, por eso, en ambas familias les iban guardando todos los regalos de las promociones que lanzaba la entidad financiera del barrio donde sus padres tenían guardado a buen recaudo su dinero ahorrado a base de esfuerzo durante décadas. Gracias a ellos, ya tenían cubertería, cristalería, vajilla y sábanas blancas.

    Cuando Ilse abandonó a Mateo por Toño, de la noche a la mañana, nadie lo entendió. En palabras de su abuela, Mateo era el chico perfecto, hijo único, no bebía, no fumaba y era muy limpio, en definitiva, todo a lo que para ella una mujer podía aspirar en la vida. Toño era todo lo contrario, excepto en lo de limpio, aunque tanto tiempo después parecía que esa cualidad también le había abandonado.

    Ilse conoció el tabaco y el alcohol con él, pero también conoció la vida, el riesgo y la adrenalina más pura.

    Sufrió mientras mantuvo con él una doble relación que duró prácticamente un año. Sin duda, Mateo no se merecía que le hicieran daño y evitar aquello fue la causa de que aguantara tanto tiempo en aquella agotadora situación que más bien parecía una obra de teatro. Cuando estaba con Mateo, vestía, hablaba, comía, bebía y decía pensar de una manera, pero en los breves momentos en los que conseguía estar a solas con Toño arriesgaba mucho más en su vestimenta, bebía como si no hubiera un mañana, fumaba como si el cigarrillo fuera una prolongación de sus dedos y, por encima de todo, reía; reía tanto que por la calle la gente de alrededor se daba la vuelta para mirarla. Cuando hacía todo aquello, se sentía una mujer diferente. Viva. Poderosa e invencible.

    En cierta ocasión, ella, que hasta entonces había sido una hija ejemplar, llegó a mentir a sus padres y a Mateo, con la cobertura de su hermana, diciéndoles que iba a casa de su amiga Ana a Santander para pasar el fin de semana, pero en verdad se escapó a Venecia con Toño. Nadie la había vuelto a besar como él la besó aquel día en el puente de los Suspiros, nadie le regaló flores más bonitas y nadie volvió a mirarla como él lo hacía cuando le contaba algo. Ella sentía en aquellas ocasiones que era única, inteligente, divertida e inmortal. Estar con Toño era todo lo que necesitaba para sentirse plenamente feliz y conectada con la vida.

    Aquel fin de semana italiano fue determinante para su fatídica decisión. Fueron unos días tan maravillosos que deseó esa sensación de plenitud para el resto de su vida y no a un buenazo bastante mediocre, sin ápice de imaginación que jamás le sorprendería, no por falta de voluntad, sino de capacidad. No quería tener predeterminada el resto de su vida, quería bailar bajo la lluvia, bañarse en el mar desnuda bajo las estrellas, probar todo tipo de comidas, nadar con delfines, pasar las manos sobre el trigo y sentir así su cosquilleo, sentarse en un café de París para ver pasar a los caminantes, recorrer los viñedos de California y de Burdeos, pasar noches enteras viendo películas, viajar a lugares remotos con la única excusa de ver cómo son allí los colores del otoño o de la primavera, en definitiva, vivir con emoción.

    Aquel fin de semana clandestino fue tan increíble que le hizo estar segura de que Toño era el hombre de su vida. Sin duda, se equivocó. Aquella decisión marcó un antes y un después para ella. A partir de entonces, la niña que todavía habitaba en ella empezó a morir y la mujer en la que se había convertido comenzó a forjarse. Nada le hizo sospechar entonces que todo se desintegraría al día siguiente de romper con Mateo. Al parecer, todo lo que había vivido junto a él había sido un sueño, un espejismo, o, mejor dicho, una gran mentira.

    Un día al salir del cine, Mateo le cogió de la mano y, como solía ser habitual, empezó a acompañarla camino a casa. Ilse casi no se había enterado de nada de la película. Había pasado las dos horas que duró la proyección dándole vueltas a cómo decir a Mateo sin causarle daño que ya no quería seguir con él, como si eso fuera posible. Finalmente, a pocos minutos de llegar al portal de su casa, Ilse cogió aire, se soltó de su mano y arrancó a decir:

    —Antes de irte, Mateo, querría decirte algo…

    —Claro, estoy aquí para lo que necesites, ya lo sabes, cariño —respondió él como el gran amigo que siempre había demostrado ser.

    —Necesito un tiempo para mí sola. No sé qué me pasa, pero me siento un poco encerrada en esta relación —confesó como si llevara toda la vida deseando soltar aquella frase.

    —¿Encerrada? —repitió él atónito—. ¿Por qué?

    —Sí, no es por nada que hagas tú, pero siento que necesito tiempo y espacio para respirar —respondió sin poder reunir el valor suficiente para mirarle a Mateo a la cara mientras lo decía.

    —¿Intentas decirme que yo no te doy tiempo para respirar? —preguntó él con la mirada teñida de dolor y decepción.

    —Insisto, no es nada que estés haciendo tú, soy yo, que tengo la cabeza hecha un lío y necesito estar sola.

    Aquella vez fue la primera en la que su novio de toda la vida la sorprendió, pero tampoco sería la última. Mateo se quedó mirándola fijamente a los ojos, recibió la noticia con los ojos vidriosos y

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