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Autopista al infierno: De amor y otros males, #1
Autopista al infierno: De amor y otros males, #1
Autopista al infierno: De amor y otros males, #1
Libro electrónico323 páginas3 horas

Autopista al infierno: De amor y otros males, #1

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Información de este libro electrónico

Carlos Narváez lo dejó todo para seguir su sueño. Cuando el mundo se puso en su contra y le dijo que no podía hacerlo, trabajó duro para demostrar que estaban equivocados. Así que él y su mejor amigo Alejandro formaron un pequeño grupo de garaje y lucharon duro para convertirse en la mejor banda de rock de la década.
Por fin brillan las estrellas y la fama está a su alcance.
Entonces Alejandro confiesa no solo que es gay, sino también sus verdaderos sentimientos, y Carlos entra en crisis. Aunque no se considera homófobo, tampoco está dispuesto a aguantar las tonterías arcoiris, vengan de quien vengan.
Pero cuando Alejandro decide que ya ha tenido suficiente y lo deja, Carlos juega sus últimas cartas sin pensar en las consecuencias. Porque, ¿desde cuándo el corazón roto de su mejor amigo es un problema y no una bendición? Debería haber sabido que el camino al infierno está plagado de (no tan) buenas intenciones, y en su caso el conductor del coche fúnebre es el orgullo.

IdiomaEspañol
EditorialL. R. Jeffers
Fecha de lanzamiento8 mar 2023
ISBN9798215624241
Autopista al infierno: De amor y otros males, #1

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    Vista previa del libro

    Autopista al infierno - L. R. Jeffers

    CONTENIDO

    CONTENIDO

    INTRODUCCIÓN

    CAPÍTULO 1

    CAPÍTULO 2

    CAPÍTULO 3

    CAPÍTULO 4

    CAPÍTULO 5

    CAPÍTULO 6

    CAPÍTULO 7

    CAPÍTULO 8

    CAPÍTULO 9

    CAPÍTULO 10

    CAPÍTULO 11

    CAPÍTULO 12

    CAPÍTULO 13

    CAPÍTULO 14

    CAPÍTULO 15

    CAPÍTULO 16

    CAPÍTULO 17

    CAPÍTULO 18

    CAPÍTULO 19

    CAPÍTULO 20

    CAPÍTULO 21

    CAPÍTULO 22

    CAPÍTULO 23

    CAPÍTULO 24

    CAPÍTULO 25

    CAPÍTULO 26

    CAPÍTULO 27

    CAPÍTULO 28

    CAPÍTULO 29

    CAPÍTULO 30

    EPÍLOGO

    GLOSARIO

    NOTAS FINALES

    SOBRE EL AUTOR

    PRÓXIMO LIBRO DE LA SERIE

    «¡Hey, Satán!, he pagado mis deudas

    tocando en una banda de rock [...]

    Estoy en la autopista al infierno

    ¡No me detengas!»

    Highway To Hell, AC/DC.

    INTRODUCCIÓN

    Había demasiados ojos mirándole. Personas a su alrededor murmurando mientras presenciaban la aplastante humillación a la que era sometido. ¿Por qué tenía que ser de este modo? Incluso si trataba de buscar la respuesta no la encontraría, jamás la hubo para ninguna de sus preguntas; no sería distinto en este momento.

    Con todo, viendo hacia aquel duro semblante, Carlos se cuestionó las razones.

    El golpe en su mejilla continuaba doliendo. Aun cuando fue sometido al cruel trato desde que aprendió a hablar, lleno de palizas y castigos sin justificación, luego se le ofrecía un poco de dignidad. El abuso estaba bien siempre que fuera dentro de las cuatro paredes del hogar, donde nadie pudiera verle pese a que sus gritos se oyeran alrededor del pueblo.

    Siempre fue un secreto a voces; pero ahora...

    Luchando contra las lágrimas que le ardían en los ojos, respiró tan profundo como le fue posible —sus pulmones dolieron en el proceso—, se llenó de valor para ponerse de pie y enfrentó a la mujer que llamaba «madre».

    Soberbia e imponente, de brazos cruzados y con su eterna mirada retadora, se limitó a levantar una ceja como silenciosa amenaza. De ser inteligente, Carlos hubiera retrocedido inclinando la cabeza; se rehusó. ¿Qué importaba si su madre no lo quería? Después de todo, ella nunca lo hizo y él estaba harto de intentar obtener aprobación.

    Este era el final de su propio infierno.

    Les echó un último vistazo a los restos de su vieja guitarra —trabajó duro para obtenerla y ahora no era nada más que añicos a sus pies— y forzó una sonrisa arrogante. Era la última vez que su madre le arrebataba alguna cosa, por insignificante que fuera.

    Con su ferviente determinación y el odio mezclándose dentro de él, con la más terrible amargura que alguna vez experimentó, Carlos caminó en medio de sus vecinos curiosos. Ni siquiera se preocupó por despedirse de su madre.

    Se encargaría de demostrarle quién era en realidad, aunque le costara la vida.

    CAPÍTULO 1

    Los gritos y aplausos parecían resonar hasta el cielo. A través de las pestañas cubiertas de sudor, Carlos Narváez miró complacido a la multitud que llenaba el estadio. Cientos de personas desconocidas, con los ojos puestos en él, esperando que dijese una palabra para ovacionarle como poseídos por el demonio.

    Incluso si hubiera querido ser humilde, junto con su corazón palpitaba la certeza de que este momento le pertenecía completo. Luego de más de una década de lucha indetenible, lágrimas, sudor y sangre, se lo ganó.

    Sus labios se arquearon en una firme sonrisa orgullosa. Esto, la palpable gloria, era suya y nadie se la arrebataría.

    «Mírame, mamá —pensó con el odio burbujeando dentro de él—: me hice famoso con mi "grupito de rock". ¿Qué te parece?». Le hubiera gustado poder decírselo; sin embargo, desde que decidió abandonar su vida anterior en Lobatera y emigrar hacia Caracas en búsqueda de oportunidades, no miró ni una sola vez hacia el pasado.

    Sus malditos vecinos junto con su madre podían irse a la mierda.

    Pero, de forma inevitable, los recuerdos volvieron hacia él, inundándole la mente. Las burlas y el rechazo que recibió por parte de los habitantes del pueblo no fueron tan dolorosas como los de su propia madre, quien no creyó en él ni por un segundo. Aún ahora las crueles palabras que le escupió en el rostro la última vez dolían como el infierno: «¡Nunca vas a lograr nada, eres un fracaso y me arrepiento de haberte parido!». Ella no se conformó, por supuesto, también tuvo que burlarse en cuanto Carlos comenzó a llorar.

    ¿Cómo demonios una mujer adulta se mofaba de un chico de catorce años? Aún peor, su hijo. Jamás lograría entender. Tampoco olvidaría el amargo sentimiento que le produjo, la manera en la que se quedó sin aliento y el pecho le dolió mientras trataba de defenderse del juicio de su madre. Por desgracia no pudo, así que huyó cabizbajo igual que un perro miedoso.

    En la actualidad, no obstante, Carlos tenía las palabras correctas para responder a su madre y a todos los que le dijeron que no sería capaz de lograr una pequeña cosa en la vida, esas que componían sus mejores letras: «¡Vete al carajo!». Cualquier otra expresión sobraba.

    Y cada uno de ellos podía ser follado hasta la muerte por Satán.

    Apretando el micrófono con fuerza, dirigió la vista hacia atrás por encima del hombro y le confirmó al baterista, quién le devolvió el gesto antes de hacer sonar las baquetas.

    Ahora su nombre era conocido en el cielo y el infierno mismo le temía.

    Con la euforia recorriéndole las venas como lava, Carlos decidió que era el momento oportuno para rendir homenaje a la banda que fue su mayor motivación durante estos años.

    —¡Hey, mamá! —cantó mientras sus lágrimas de orgullo y furia se mezclaban con el sudor—, mírame: voy de camino a la tierra prometida...

    Había cuerpos amontonados en torno a él, restregándose, empujándole, lo que fuera.

    Carlos cerró los dedos alrededor del brazo de su baterista y mejor amigo, para arrastrarle hacia un espacio un poco menos... ocupado y mantener una conversación tranquila. No es que una discoteca fuera el mejor lugar para ponerse a cotillear como viejos compadres de barrio; pero estaba seguro de que no habría tiempo ni para respirar durante los próximos meses. Con la gira mundial a punto de dar inicio, tendrían suerte si lograban dormir al menos una hora.

    Carlos sacrificaría cualquier cosa, hasta un precioso coño húmedo como el que rechazó un instante atrás, excepto sus horas de sueño. Se volvía todo un cavernícola agresivo si no dormía, que lo demandaran por eso.

    Confundido, Alejandro lo le vio, aunque no opuso resistencia y se dejó guiar hacia los baños. Hubiera sido inútil, de cualquier modo. Sin importar cuán alto y musculoso fuese su mejor amigo, Carlos lograba dominarle con facilidad. Alejandro era suave y esponjoso, como un osito de peluche lleno de esteroides y tatuado hasta el culo.

    Los baños se encontraban vacíos. Carlos comenzó a arrepentirse tan pronto el nauseabundo olor a orina de los erbios le llegó a la nariz; sin embargo, pensó que era demasiado tarde para devolverse cuando Alejandro se cruzó de brazos al mejor estilo de Steven Seagal —igual que en esas películas de acción que crecieron viendo juntos— y entrecerró los ojos con evidente molestia.

    —¿Y me arrastraste aquí porque...?

    Carlos miró hacia el techo y resopló fastidiado. Oh, qué curioso, había una sustancia roja y resbaladiza en él.

    —¿Qué, ahora no podemos hablar?

    —Claro que sí, pe...

    —Bueno, ¿y entonces?

    Alejandro ahogó una maldición aplastándose el rostro con su gran gran mano igual de tatuada.

    —Huele a miao de borracho, ¡coño!, no quiero hablar aquí.

    —Deja el drama, ¿sí?, ni que fuera la gran vaina. Marico, a veces te pasas.

    Alejandro pareció ofendido. Carlos se hubiera sentido mal de no conocerlo mejor, solo le gustaba ser dramático como una reina del pop. ¿La verdad?: no tenía idea de cómo su gigante favorito había logrado sobrevivir estos años, pero se atribuiría el crédito.

    —Tú me interrumpes, me arrastras hasta el baño y yo soy el que se pasa, ¿en serio? ¡Nojoda!, vete a mamar un güevo.

    —¡Ah, vaina, pues! ¿Y qué era eso taaan importante que hacías?

    Alejandro vaciló durante un momento demasiado corto para que Carlos pudiese averiguar la verdad oculta en sus ademanes.

    —Me estaba cuadrando un culito.

    Carlos resopló burlón.

    —¡Ajá! No se te va a caer si no lo metes esta noche...

    —¿¡Vamos a estar aquí toda la noche!? —Alejandro chilló igual que un niño asustado—. Marico, a menos que quieras ser mi culo, mejor apúrate.

    La sola insinuación logró estremecerle.

    —¡No seas asqueroso, nojoda!

    Algo en la mirada de Alejandro cambió. Pese a ser sutil, tanto que hubiera pasado desapercibido para cualquier otro, Carlos consiguió observarlo y se preguntó qué sería.

    —Entonces, apúrate. Culo es culo y yo quiero coger.

    —Ya ya, deja el drama, quería...

    Un lamento interrumpió a Carlos en la mitad de su explicación. Confundido, juntó las cejas, agudizó el oído y esperó. Nada. Bueno, ¿tal vez lo hubiera imaginado? Descubrió que no lo hizo en cuanto abrió la boca y alguien volvió a llorar.

    No, no era algo como «llorar». Se trataba de gemidos, unos sexuales gemidos de... hombre. Dos de ellos para ser precisos.

    ¿Qué estaba sucediendo?

    Tragando con dificultad, desvió la vista hacia Alejandro. Su mejor amigo se encogió de hombros como si lo que sucedía en el último de los cubículos no fuera su asunto. No lo era, por supuesto, de ninguno de los dos; pero Carlos no estuvo seguro de poder dejarlo pasar.

    ¡Oh!, sin ánimos de ser malinterpretado, él no era homofóbico ni nada similar —aunque, ¿no sería mejor si los raritos vivían separados de los normales por un enorme enooorme muro?—, tampoco estaba dispuesto a tolerar la porquería arcoíris a su alrededor.

    Los «LGBTXYZHWU5000» tenían su propio espacio, ¿por qué no se limitaban a ser anormales en ellos?

    Uno de los hombres gritó: «¡Sí, papi, así! Así así. ¡Dios mio, qué rico!». Carlos estuvo a punto de vomitar por la sola imagen que se dibujó en su mente. ¿Qué hombre en su sano juicio podía disfrutar teniendo un pene entre las nalgas, partiéndole por la mitad? Dudaba que a las mujeres les gustase, aunque ese era otro asunto, y él no era fanático del sexo anal. Para algo existían las vaginas, desde luego.

    Sin pretender sonar como un religioso de mierda, ¿no era demasiado antinatural coger por el culo?

    El hombre, seguro un afeminado de esos que hasta lloraban brillitos, volvió a gemir. Carlos decidió que era momento de frenar la aberración cometida en el fondo de los sanitarios. Comenzó a ir hacia los cubículos, Alejandro le apretó la muñeca y lo detuvo con exceso de fuerza.

    —Ese no es tu peo, ¡déjalos! —por poco gruñó.

    —Pero, marico, están culeando en el baño. ¡Es asqueroso!

    La dureza en el rostro de Alejandro le sorprendió. Aun cuando le había visto enojado innumerables veces, jamás se encontró con semejante desprecio en sus ojos y algo similar al dolor.

    —¿Y qué? Tú también has cogido en un baño. Es más, chico, siempre te andas tirando a las carajas hasta en los ascensores.

    —Sí, pero...

    —Pero nada, güevón, coger es coger.

    —Sí, ¡ajá!, pero que al menos que hagan sus mierdas en otro lado. Es desagradable.

    —¿Por qué?

    —¿Cómo que «por qué»? Nadie quiere oír cómo cogen un par de raritos. Ellos tienen sus lugares, nojoda, ¡que respeten a la gente normal!

    Los ojos de Alejandro se oscurecieron dos tonos. Fue como si una cosa se rompiese, Carlos creyó escuchar el sonido de vidrios rotos cayendo en un montón.

    —Ah —murmuró, tan solo eso, ni una palabra más.

    Sin comprender lo que había sucedido lo vio abandonar los baños, cabizbajo y con los hombros caídos. ¿A qué se debía tan repentino cambio de actitud?

    No obstante, cuando los hombres que ocupaban el cubículo salieron, Carlos se quedó sin respiración. Ese era Jhohann Gratzer, hijo de uno de los pastores más prestigiosos del país —quien también era conocido por ser un ferviente opositor de la homosexualidad— y el baterista de Askenaz, una de las bandas con la que compartirían en el festival de rock la próxima semana.

    Jhohann alzó la vista y se paralizó al verle, el terror en su semblante logró estremecer el cuerpo de Carlos solo por un segundo, luego una idea le golpeó igual que un rayo.

    Quizás pudiera utilizarlo en su favor.

    CAPÍTULO 2

    Los ojos azules de Jhohann Gratzer se ampliaron en su rostro, viéndole de nuevo con el mismo horror de la última vez. Él se detuvo, mientras los miembros de Askenaz continuaron su camino hacia el escenario, y tragó haciendo que su nuez de Adán se moviese casi con demasiada lentitud.

    Piel de color porcelana con mejillas rosas, nariz romana y cabello rubio cerveza; un metro ochenta y cuerpo de nadador cubierto de ángeles —cualquier clase de figuras religiosas, en realidad— tatuados. El hombre tenía todo para ser intimidante y, sin embargo, a Carlos le pareció que lucía indefenso como un cachorrito abandonado debajo de la lluvia en una tenebrosa carretera.

    En otras condiciones hubiera sentido lástima por él; no ahora que se encontraba a punto de jugar su mejor carta y destruirle por completo.

    A veces había que labrar sobre la mierda para hacerse un camino hacia la fama y si bien alcanzó el objetivo que se propuso, le pareció que no tenía que escatimar esfuerzos para asegurarse de mantener la brillante corona sobre su cabeza.

    Askenaz podía ser una pequeña banda de cochera que recién despegaba, ellos no eran más que insignificantes teloneros y encima religiosos —¿quién quería saber sobre Jesús y el cielo en estos tiempos, de cualquier forma?—, pero él mismo había iniciado de ese modo. Y Carlos no era imbécil, sabía reconocer el peligro tan pronto como se le ponía al frente. Askenaz daba todas las señales de que pronto se convertiría en un dolor de cabeza, hasta tenía un enorme letrero con luces de neón: «Cuídate o robaré tu lugar», y nevaría en el infierno antes de que él lo permitiese.

    No había llevado a Miseria y Oscuridad, su propia banda, hacia la cúspide de la gloria para dejarse arrebatar el trono. No luchó contra la maldita industria, que parecía detestar el rock, solo para ser desplazado por un cuarteto de niños ricos que jugaban a la música mientras hablaban sobre el amor de un ente cósmico y escaleras invisibles hacia un inexistente paraíso.

    Por lo que, fingiendo su mejor y más dulce sonrisa, se interpuso en el camino de Jhohann. Un movimiento de cabeza basto para hacerle comprender sus intenciones. En silencio, el baterista le siguió lejos de los fanáticos impacientes y los gritos. Tan pronto como estuvieron fuera de la vista de cualquier curioso inoportuno, Carlos se deshizo de la hipocresía y enfrentó al hombre con una arrogante ceja alzada.

    —¿Qué quieres por tu silencio?

    Directo al punto. Carlos agradeció que le ahorrase las molestias.

    —Vete.

    Asombrado, Jhohann levantó levemente la cabeza para verle mejor; Carlos se mantuvo firme.

    —¿Qué?

    —Ya me oíste: vete, largo. No-quiero-que-salgas-a-tocar.

    Incrédulo, Jhohann bufó una risa. En su lugar, Carlos también lo estaría, incluso enojado si alguien le pidiese abandonar a su banda momentos antes del concierto más importante de su carrera.

    Si Askenaz sobrevivía al golpe, nadie en el mundo de la música querría apostar por ellos.

    —Un momento, hermano, ya va... ¿Me estás hablando en serio?

    Asintiendo con lentitud, se cruzó de brazos solo para verse imponente. Tal vez no sirviera, pero Carlos solo quería demostrarle que no jugaba. Como si fuera poco, añadió:

    —¿Me estoy riendo acaso?

    Jhohann volvió a tragar con fuerza.

    —¿Cómo me vas a pedir eso? Te doy plata, lo que tú quieras; pero no...

    —¿Me ves cara de necesitar plata? —Resopló una risa burlona—. Quiero que no salgas, punto.

    El cuello y las mejillas de Jhohann enrojecieron y una vena se abultó en su frente.

    —¡Estás loco! —casi gruñó.

    Empujándolo con su hombro, comenzó a alejarse. Carlos suspiró antes de añadir lo bastante alto para que le oyese:

    —Bueno, sería una lástima que cierto vídeo se hiciera viral. Con esta cosa del Internet nunca se sabe...

    Jhohann se detuvo y en un instante se encontró de nuevo frente a Carlos.

    —¿Cuál vídeo?

    —En serio, marico, ¿crees que no grabé semejante espectáculo? —mintió asegurándose de mantener un tono uniforme.

    El rostro de Jhohann le pareció un poema: lleno de emociones y sentimientos que danzaron uno tras otro, exponiendo los pensamientos de su mente. Duda, vergüenza, temor...

    —Me-mentira.

    Carlos le ofreció media sonrisa burlona.

    —¿Te vas arriesgar?

    —No tienes nada.

    —¿En serio? Pero estoy seguro de que eres tú, como una gran perra, gozándote ese güevo...

    Jhohann palideció como un fantasma y parecía a punto de colapsar. Bingo. ¿Quién diría que su pequeña mentira no fuera tan falsa después de todo?

    —No me hagas esto, por favor.

    —¿Qué crees que dirán los de tu banda...?

    —Te lo suplico.

    —Tu papá es ese pastor evangélico superfamoso, ¿verdad?, seguro que se muere...

    —¡Está bien! —Su voz salió quebrada—. Me voy, ¿sí?, no hagas nada. Me voy, hermano, ¡me voy!

    Carlos asintió complacido, ignorando las lágrimas que cristalizaban los ojos de Jhohann. No cedería. Deslizando los dedos sobre sus labios, simuló cerrar una cremallera y agregó:

    —No diré nada..., por ahora. Pero si tratas de joderme o rompes nuestro pequeño pacto, júralo que te destrozo, ¿me entendiste?

    Sin esperar una respuesta, le dio la espalda. La multitud había comenzado a abuchear a Askenaz, de no hacer algo al respecto el pequeño incidente se saldría de control.

    En el camino, tropezó con Alejandro. Otra vez, los ojos de su mejor amigo le vieron con severidad; sin embargo, no pronunció una palabra mientras tomaba sus baquetas y se dirigía hacia el escenario siendo seguido por el resto de los integrantes.

    Askenaz se retiró en silencio, con el sombrío manto de la vergüenza ocultando su luz para siempre. La multitud aplaudió a Miseria y Oscuridad.

    Satisfecho, Carlos avanzó hacia el centro de la tarima.

    La multitud le aclamó, a él y a nadie más.

    CAPÍTULO 3

    Alejandro lo evitaba. Al principio, Carlos pensó que se trataba de una equivocación, tal vez su mejor amigo solo estuviera ocupado; pero luego de tres semanas poniendo excusas concluyó que el hombre no quería verle. Ahora, el motivo...

    Mientras que Carlos sabía que de forma usual era peor que un doloroso grano de pus en las bolas para cualquiera, se encontraba cien por ciento seguro de no haber hecho nada reprobable en esta ocasión; no al menos en contra de Alejandro. Incluso pondría su mano sobre alguna Biblia para jurar por Yoda que fue un chico bueno estos últimos días. Casi. Quizás.

    Algo parecido.

    ¿Extorsionar al baterista de esa banda con revelar su sucio y vergonzoso secreto contaba como una mala acción? Cuando cerró los ojos para meditar en ello, encontró la respuesta y tuvo que admitir un par de cosas: no estaba siendo un chico bueno y al morir sería asado en la parrilla de Satán... para siempre.

    Bueno, se dijo, una cosa por otra. Como fuera, si es que existía el alma, ¿para qué la quería?

    Pero eso aún no explicaba la actitud de Alejandro. Lo conocía a perfección —quince años de amistad lo aseguraban—, por lo que podía darse cuenta de que se encontraba enfadado, y maldito fuera, Carlos no entendía el porqué.

    Estaba harto de dar vueltas al asunto buscando posibilidades, en consecuencia, decidió enfrentar al gigantón de casi dos metros y ponerle fin de una vez por todas. Como era de esperarse Alejandro encontró mil excusas para rechazar sus invitaciones a comer, razón por la que Carlos apareció en la puerta de su apartamento con una docena de cervezas y comida china.

    Como decían: Si Mahoma no iba a la montaña...

    El rostro lleno de asombro de Alejandro fue una visión horrorosa. El enorme musculoso parecía salido de una pesadilla: cabello desordenado, enrojecidos ojos somnolientos y solo un pantalón de pijama. Carlos hubiera reído de no entender la gravedad de la situación. Su mejor amigo era de los que madrugaba para recibir el día sonriente, haciendo alguna estupidez saludable como Yoga; el que estuviera en estas condiciones, después del mediodía, no era una buena señal.

    En su interior comenzó a rogar porque se tratase de un resfriado y no un cuadro de depresión. De cualquier modo, ¿Alejandro

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