Godito: Memorias de un niño antitaurino
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Un relato antitaurino para deleite de antitaurinos y posibles reflexiones de taurinos.
Godito solo ve la crueldad de la tauromaquia, el horror de sacrificar a un animal para diversión popular. Sucede en la última etapa del franquismo, cuando nadie se manifiesta en contra de la «fiesta nacional».
Un montón de personajes y situaciones estrambóticas acompañan a Godito en su tránsito por la adolescencia. Pero, a pesar de su antitaurinismo, cae en las redes amorosas de una famosa rejoneadora, una señora que, por su edad, podría ser su madre. Parte final alucinante.
Iñaki Zurbano Basabe
Iñaki Zurbano Basabe es actor y humorista. Ha publicado Operación Coso Blanco y Camino de locos a Santiago.
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Godito - Iñaki Zurbano Basabe
Godito
Memorias de
un niño antitaurino
Iñaki Zurbano Basabe
Godito
Memorias de un niño antitaurino
Primera edición: 2020
ISBN: 9788418152290
ISBN eBook: 9788418152818
© del texto:
Iñaki Zurbano Basabe
© del diseño de esta edición:
Penguin Random House Grupo Editorial
(Caligrama, 2020
www.caligramaeditorial.com
info@caligramaeditorial.com)
Impreso en España – Printed in Spain
Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Dedicado a todos los antitaurinos y, por extensión, a los defensores de los derechos de los animale..
En la plaza de toros hay una fiera, pero no es el toro
.
Concepción Arenal
, poeta y periodista.
Si los toros es cultura, el canibalismo es gastronomía
.
Unax Ugalde
, actor.
I.
Yo soy Godito
Ya he cumplido los setenta y dos abriles, pero en esta historia soy el Godito de doce a quince años que fui, aunque también me entretengo narrando varios pasajes acaecidos en momentos de mi madurez. La verdad es que no dejé de ser un nombre en diminutivo hasta llegada mi mayoría de edad. Al perder el contacto con mi familia, con mis amigos de la infancia y con el pueblo en donde me crié, toda la gente nueva para mí empezó a llamarme por mi nombre de pila: Godofredo. Regresé al pueblo cuando murió mi padre para hacerme cargo de su negocio. Antes había fallecido mi madre. Y en el pueblo, los más viejos volvieron a llamarme Godito. Mi vida, desde la infancia hasta que regresé al pueblo, no merece la pena: un matrimonio con Arsenia, ya fallecida, y otro con Agustina, terminado en divorcio; un trabajo de almacenero en Madrid y otro de viajante de comercio, lo que hoy llaman «comercial». Soy en el DNI Godofredo López Pérez, hijo de Gilberto y María Jesús, y solo tengo referencia de una persona que se llamó igual que yo: Godofredo de Bouillón, gobernador de Jerusalén con el título de «defensor del santo sepulcro». Todo un cargo. Mi madre me contó un día que me pusieron este nombre porque un bisabuelo mío se llamaba así. Pues vaya gracia. Mi infancia y adolescencia sí merecen la pena y en ellas se basa este libro. Son los recuerdos de aquellos días, felizmente agridulces, que transcurrieron entre mis once y quince años —a los once por poco me ahogo y a los quince recibí una visita inesperada—. Jamás he sido un nostálgico, pero ahora lo soy. Siempre me gustó escribir, era mi pasión inconfesable, pero nunca intenté publicar aquellos escritos porque no los consideraba buenos. Sí, intenté que me publicasen unas cartas al director en varios periódicos. Más adelante hablaré de ello. Ahora, sin embargo, creo que ha llegado el momento de revivir en un libro los lances de mis lejanas infancia y adolescencia.
¿Por qué lo hago? Pues porque pienso que puede tener interés para muchas personas, ya que se da el caso de que fui el primer niño antitaurino de la historia, y lo fui en un tiempo en el que nadie era antitaurino. A mucha gente no le gustaba eso que llaman «los toros» y que formalmente se conoce como «tauromaquia», pero no se declaraban antitaurinos porque no existía el antitaurinismo o la antitauromaquia, nadie se rebelaba contra la «fiesta» sangrienta, sencillamente decían: «No me gustan los toros», y muchísimos añadían: «Prefiero el fútbol».
A finales de los cincuenta y principios de los sesenta ya apenas quedaban niños jugando en la calle «al toro» ni había tantos bares con cabezas disecadas de toros —el toro que mató al torero fulanito o el toro al que cortó las dos orejas el torero menganito—, carteles de corridas o novilladas e imágenes de toreros antiguos o modernos. Entonces los bares ya lucían fotos de equipos de fútbol, sobre todo de primera división, o individuales de futbolistas. Ya no había tanta pasión por la «fiesta brava» a la que algunos llamaban «fiesta nacional», pero yo tuve la desgracia de nacer y criarme en un pueblo que aún conservaba las esencias taurinas de antaño: Peralejos de Sierra Negra, que antes se llamó Peralejos de Sierra Negra de Arriba, pero dado que Peralejos de Sierra Negra de Abajo había desaparecido bajo las aguas del pantano de Arzuecagoñas, que hasta vino Franco a inaugurar ese pantano y luego le volvimos a ver en el NO-DO, ya no hacía falta utilizar el «de Arriba» para distinguirnos del ahora subacuático «de Abajo».
Como digo, en mi pueblo la pasión por los toros era muy grande, aunque también había personas que no compartían esta afición tan española. Peralejos tenía entonces unos 3.500 habitantes. Ahora suman cerca de 4.500 gracias a las urbanizaciones que han ido creciendo en los alrededores, a pesar de que muchos de los de aquí se han ido a la ciudad y un montón de viejos se han muerto. Los nuevos vecinos aprovechan la autopista, inexistente en mis tiempos de niño y adolescente, para acudir a sus trabajos en Jaenza capital.
II.
Dos viejos guarros
Cuando cumplí los doce años, mi abuelo Santurcio —le llamábamos Santu— me llevó a los toros, fue su regalo de cumpleaños, eso y una cocacola. Yo nunca me había sentido atraído por este espectáculo porque me repugnaba ver los cadáveres de los toros, empapados de sangre y visitados por las moscas, que iban sacando al exterior de la plaza a medida que eran despachados por la puntilla del puntillero mientras el matador agradecía los aplausos del respetable, dando la vuelta al ruedo con la cuadrilla, o se guarecía en el callejón, cabizbajo o irritado, soportando la bronca. Se llevaban a los animales al matadero para despiezarlos y luego la carne a la carnicería. El restaurante El Buen Yantar de Sierra Negra anunciaba en su pizarra de la calle «rabo de toro», y la gente decía que estaba muy rico.
Los niños merodeábamos por el perímetro del coso taurino jugando a indios y vaqueros o a soldados de los tebeos de Hazañas Bélicas, observando de paso la llegada de los toreros y sus cuadrillas, y la salida macabra de los toros muertos. En Peralejos nunca vi que sacasen a un torero muerto, pero sí muy herido, como ya veremos más adelante. Bueno, mejor digamos un novillero, y de los de «sin caballos», o sea, sin picadores. No había presupuestos para mayores dispendios en mi humilde pueblo ni había un solo empresario taurino que se arriesgase a arrendar la plaza para otro tipo de festejos que no fuesen becerradas, festejos de tercera categoría en los que la mayoría de las veces no cobran los becerristas, los oficialmente denominados «novilleros sin picadores». En otro pueblo más grande, Vulvacerrada, sí sacaron a un torero muerto; bueno, a un novillero con picadores. Pero no recuerdo el nombre ni el apodo. Contaron los periódicos que el novillo destripó al novillero de una cornada «muy seria» —terminología médica-taurina—. Estos sufridos animales, a veces, consiguen su objetivo. Es el único caso registrado entre los cerros y llanuras de Jaenza, tierra de olivos y girasoles.
Mi abuelo Santu y su amigo Fructu, de Fructuoso, eran un par de gochos, pero muy gochos, unos marranos incorregibles, de los de ducharse y cambiarse de calzoncillo solo para ir al médico, y ellos dos fueron una de las circunstancias adversas que hicieron germinar en mí la semilla del antitaurinismo. Ambos semejaban dos cerdos muy cebados. Yo también era rechoncho; o sea, gordo y bajito, y por eso los niños de la escuela me apodaron Gordito, no necesitaron ser muy imaginativos: Godito-Gordito. Peor hubiese sido Marranillo o Cochinazo, pongamos por caso.
El día de mi duodécimo cumpleaños no fue el único que me llevaron a los toros. La historia se repitió tres o cuatro veces por temporada, tantas como festejos se celebraban en Peralejos. Al abuelo no le suponía un despilfarro gastarse unas pesetas de su pensión de jubilado en una entrada infantil, pero es que, además, el otro viejo también me pagaba la entrada algunas veces. Y me colocaban entre los dos, en una grada del tendido de sombra. En sol no se ponía casi nadie porque el sol pega muy fuerte en Jaenza. Algunas veces se le veía correr por los tendidos de sol a Emilito el Espantamomias, siempre con el moco colgando y la sonrisa bobalicona. Así que yo me tiraba todo el festejo en medio