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Autobús 31 al infierno: 37 relatos enjundiosos
Autobús 31 al infierno: 37 relatos enjundiosos
Autobús 31 al infierno: 37 relatos enjundiosos
Libro electrónico225 páginas3 horas

Autobús 31 al infierno: 37 relatos enjundiosos

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«Para leer antes o después de dormir y durante el sueño (con uno ojo abierto y en el otro un parche pirata)».

Relatos ficticios con fondo real que el autor sitúa en España y en diferentes épocas. Realismo y fantasía, humor y crítica, personajes odiosos y amables.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento5 jun 2021
ISBN9788418787812
Autobús 31 al infierno: 37 relatos enjundiosos
Autor

Iñaki Zurbano Basabe

Iñaki Zurbano Basabe es actor y humorista. Ha publicado Operación Coso Blanco y Camino de locos a Santiago.

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    Autobús 31 al infierno - Iñaki Zurbano Basabe

    1. Mi amante en mi casa

    Era terrible soportar su ausencia durante tanto tiempo. La ausencia de ambas, pues Marina y Felicitas lo eran todo para mí. En el caso de Marina, lo había sido desde que nos conocimos, allá, a finales de los ochenta, en el pueblo, en el mío. Ella era una dominguera con ganas de respirar aire campestre y yo, un joven pueblerino que se encontraba trabajando en ese momento cuando la vi por primera vez en la huerta familiar, sembrando patatas, mientras vigilaba a las cabras y a las gallinas para que no se pasasen a la huerta del vecino, pues se nos había roto la cerca. Así nos conocimos, yo mirándola de reojo y ella respirando aire campestre impregnado de aroma a boñigos de vaca y otros aromas menos agresivos. Nos vimos más veces, siempre que los Minguilla volvían a visitar el pueblo domingueramente: don José Andrés, doña Josefa y Marina. Nos fuimos enamorando.

    Los Minguilla se estaban haciendo una casa en el pueblo porque don José Andrés se había jubilado y quería morir en la tierra de sus ancestros de tres o cuatro generaciones —aunque podrían ser cinco, pues no se acordaba bien—. Y el buen hombre murió enseguida, apenas tuvo tiempo de disfrutar del bungaló con tejado a dos aguas y jardín floreciente. La madre, que se llamaba Rosa, como una flor muy conocida, murió de pena al año del óbito de su difunto. Y Marina y yo, ya casados, heredamos la casa y un dinerito con el que nos apañamos muy bien; no digo cuanto porque no me gusta hablar de dinero, y menos con tanta gente leyéndome.

    No he dicho todavía que el pueblo se llama Jodroque del Rey y que mi breve suegro fue inspector de Hacienda y mi también breve suegra, ama de casa tradicional. Doña Rosa cocinaba muy bien y hacía unos dulces exquisitos todos los jueves. Echo mucho de menos la repostería de mi madre política. Siempre me ha gustado esta expresión, «madre política», aunque a muchas personas les resulta horrorosa. Madre política no hay más que una, si entendemos que madre no hay más que una, peculiaridad también notoria en el caso de la mujer que elegimos por esposa, pues ella igualmente disfruta de una madre política, viva o muerta, del mismo modo que todos seguimos cumpliendo años, estemos vivos o muertos; no respiramos, pero por ahí andamos desde que nacemos. Yo, muchos días, estoy más muerto que vivo, pero la fecha de mi natalicio no varía.

    Después murió Marina a los tres años de la muerte de su padre y cerca de cuatro de la de su madre. Murió de un cáncer de estómago la pobrecilla, y me quedé solo, muy solo. Bueno, la verdad es que aún vivían mis padres, pero como si no viviesen, vegetaban, por eso no me voy a molestar en decirles sus nombres. Ellos en su casa y yo en mi casoplón, gracias a los que se fueron. Y ahora ya me toca decir que no me quedé solo del todo porque aún me quedaba Felicitas. Más de una vez me he puesto a pensar: «¿Por qué no me hice ninguna foto con Felicitas, tanto que la amé?».

    Llevaba siete meses de luto por Marina —en Jodroque seguimos siendo fieles al luto riguroso, como los gitanos— y noté que Felicitas no se sentía muy bien por el hecho de no dejarla entrar en casa. Así que un día me despojé del luto y, por ende, del qué dirán, me puse un vaquero con rotos y una camiseta publicitaria de Jodroque: «¡Viva Jodroque y su castillo de San Roque!, Coca-Cola light»; llegué al establo, e indiqué a Felicitas que me siguiese. Entramos en mi casa y seguidamente, en la que fue la habitación de mis padres políticos, porque no me pareció de buen gusto utilizar el mismo dormitorio que había compartido con Marina. Ahora la habitación «de los abuelos» —que así la llamábamos, aunque no llegamos a tener hijos— ya era la habitación nuestra, la de Felicitas y mía.

    Me desnudé enseguida y sin ningún rubor, porque siempre me he sentido orgulloso de mi cuerpo, aún no tenía «barriguita cervecera» y mi pene supera con creces el tamaño medio del pene ibérico, y además me sentía libre al no tener que limitarme a hacerlo con solo el pantalón bajado y extremando las precauciones para que nadie nos sorprendiese, pues en el campo lo mismo nos sorprende una avispa que un vecino, y en el establo nos miran los demás animales, aunque yo no tengo nada que ocultar, pero prefiero la intimidad para hacer el amor.

    Penetré a Felicitas con todas mis ansias de erotómano zoofílico especializado en hermosas cabras, y ella se dejó penetrar gustosísima, pues ambos nos habíamos reprimido durante mi matrimonio. He de decir que jamás le fui infiel a Marina, pues soy hombre de una sola mujer o de una sola cabra. Alguna vez lo intenté con gallinas, pero no me gustó, las gallinas se ponen muy nerviosas y pueden chafarte el polvo, e incluso cagarte si te descuidas, y yo no soy un zoofílico coprófago.

    Ahora era Felicitas mi legítima compañera, mi amada, o volvía a serlo tras mi etapa de debilidad por una mujer humana. No soy promiscuo, y lo mismo que no engañé a Marina con otras mujeres, tampoco engañé a Felicitas con otras cabras. Eso sí, antes de conocerla, mantuve relaciones con Rociera, con Campanera, con Cascabelera y con Carnavalera, y antes de conocer a Marina, estuve ennoviado con Luisilla y con Paqui. Con todas fui feliz. Pero a ninguna de las mujeres les confesé mi relación con las cabras porque la mayoría de mis congéneres rechazan esta sexualidad, o, más bien, este tipo de amor. Lo consideran una aberración, ¡qué mal pensados! Marina, en el caso de haberlo sabido, me hubiese pedido el divorcio, pues sus padres eran muy tradicionales. Al mío, sin embargo, lo vi un par de veces hacérselo con cabras y me pareció lo más natural del mundo. Y más tarde, cuando lo probé yo, decidí que era no solo natural, sino muy gratificante. Mi padre era un hombre sin prejuicios, pero no me caía bien por otras razones que me callo. A lo mejor lo cuento en otro relato, pero lo más seguro es que no, porque no me gusta mi padre ni para hablar mal de él.

    No me he presentado, me llamo Mariano Escolástico Remuelles, un nombre nada especial, digamos vulgar, anodino, corrientucho, uno de esos nombres que solo suenan espectaculares cuando la persona que los lleva impresos en su DNI se convierte en un personaje famoso. Yo a veces sueño que publico un libro sobre mi historia de amor con Felicitas y salto a la fama en un santiamén. Pero el editor quizá me exigiría que cuente todos los detalles de la relación, incluidos los momentos más escabrosos, y con fotos. No, no me atrevería, soy muy vergonzoso.

    Nunca supe quién era la madre de Felicitas, pues de haber sido legal el matrimonio zoofílico, me hubiese encantado tener una madre política de la especie Capra aegagrus hircus.

    2. Autor de éxito

    El éxito nos cambia mucho. Yo era un infeliz antes de triunfar, y a consecuencia del triunfo, me convertí en un ególatra feliz. Ahora ya no sé qué soy, pero mi egolatría hace que me sienta feliz, al menos cuando presumo ante algún idiota. Así que posiblemente soy feliz.

    Ya iba por mi tercera novela en plan triunfador cuando me sucedió lo que voy a contar en este relato. Enseguida lo cuento. Mis dos primeras novelas se titularon: Tres noches en la cama con Juani Gerona, agente inmobiliaria soviética —española, niña de la guerra— y Submarinos nazis entre la niebla de una madrugada en Albacete —con zombis de la Gestapo y bailarinas intraterrestres—, ambas de ficción histórica, cuya acción se desarrolla en el siglo xx, pues no hubiesen sido creíbles en otro siglo, como podrán deducirlo ustedes simplemente por el título.

    Un viernes de mayo me encontraba firmando ejemplares de mi tercera novela: Los hijos secretos de Sancho Panza, de rabiosa actualidad política y financiera, en la famosa librería Casa del Lector Contumaz, un establecimiento pequeño pero muy acogedor, tanto que cuando entraban unos pocos clientes parecía que se llenaba el aforo. Y este día entraron muchos gracias a mi fama bien merecida, hasta el punto de que el librero me dijo en un aparte: «Usted debería estar firmando en el Carrefour o en El Corte Inglés porque con tanta gente aquí es posible que me roben libros, y eso que he contratado un segurata del que me han dado muy buenas referencias, pero tampoco él puede controlar a todo el mundo». Y cuando ya llevaba firmados —o sea, dedicados con afecto a Fulanito o a Menganita, por los cuales no sentía ningún afecto, como podrán suponer, ya que ni siquiera por las personas que conozco soy capaz de sentirlo, ya que los ególatras somos así, solo nos queremos a nosotros mismos y a veces tampoco—, cuando ya llevaba firmados, decía, veinticinco tochos en media hora, y es que varios programas televisivos me habían convertido en un writer mediático, hizo su entrada en la librería Ruciano Penencio, un viejo conocido del colegio al que no veía desde antes de lo de las Torres Gemelas.

    —Giliberto, cabrón, ¡cómo te lo montas! ¡Joder, tío, todo un escritor! ¡Guau! ¡Un compañerete del colegio triunfando como Pérez Reverte! ¡Vivan tus huevos, Giliberto! —gritó desde la puerta el muy desgraciado alarmando a todo el mundo.

    De súbito me sentí muy avergonzado. No me llamo Giliberto, sino Gilberto, pero en el colegio me modificaron el nombre en beneficio del apodo ofensivo. Puede que fuese cosa del propio Ruciano.

    El segurata y el librero se acercaron para advertirle al escandaloso que allí no se podían dar escándalos.

    —Vale, pues le decís que cuando termine, lo espero en el bar de enfrente. He leído ahí que cerráis en media hora. Pues lo espero y que no tarde. ¡Joder, me hace mucha ilusión hablar con Giliberto después de tantos años!

    Como si yo no lo estuviese oyendo. Lo oía y lo miraba a hurtadillas mientras firmaba el ejemplar de una señora muy seria con aspecto de bibliotecaria antigua o señorita Rottenmeier de los dibujos animados de Heidi. Sentí rechazo por esta señora y no le puse el consabido «con afecto», me limité a un desabrido «Atentamente, para Eulogia Cornejillo Salamanca».

    Ruciano se había enterado por casualidad de que yo iba a estar firmando ejemplares en aquella librería y había tenido la brillante idea de acercarse a tocarme los cojones. No quise hacerle el feo, a pesar de que se lo merecía por grosero, y decidí tomarme con él una cerveza en el bar Los Calamares. Me hizo muchas preguntas chorras sobre mi vida de escritor, interesándose especialmente en si ahora, siendo famoso, follaba más que antes. Yo le dije pacientemente que seguía siendo novio de Angelita y que a lo mejor nos casábamos en octubre, Dios mediante, o sea, por la Iglesia, más que nada para no desairar a la familia de ella.

    —¡Ah, con que tienes novia, picha brava! ¡Ja, ja, ja, ja! ¡Claro, Angelita, la gorda que se meaba en clase! ¡Eres un puto crack, Giliberto!

    —Por favor, Ruciano, baja el tono de voz y no me llames Giliberto ni picha brava, la gente nos está oyendo, y Angelita no ha sido nunca gorda ni se meaba en clase, la gorda era Olivia y la que se meaba, Pepa.

    —Vale, vale. Eh, chaval —se dirigió al chico de la barra—, ¡pon otros dos tercios y unos boquerones en vinagre!

    —No, yo no quiero beber más, Ruciano, que esta tarde tengo que seguir firmando ejemplares y ahora necesito hacer unas llamadas.

    —Tú no te vas, capullo, que quiero seguir presumiendo de amigo escritor, ¡ja, ja, ja, ja! ¡Venga, dame un abrazo, tío!

    Y se lanzó a por mí. Me abrazó con mucha fuerza y se me cayó la caña de cerveza al suelo. Me estrujó y me dio un beso en la boca. Me sentí fatal, absolutamente horrorizado por la situación. Todo el mundo nos miraba, incluso la gente que pasaba por la calle. Pero aún faltaba lo peor. Bajó la mano y me la pasó por la entrepierna, parándose a estrujarme los testículos. Seguidamente me mordió en la mejilla izquierda. Sangré profusamente mientras se carcajeaba e intentaba morderme otra vez ante la indiferencia de la clientela de Los Calamares. En ese aciago momento, apareció Eulogia Cornejillo Salamanca y me metió la punta de su bastón por el ojo derecho gritándome: «¡He leído tres páginas de Los hijos secretos de Sancho Panza y me parece una absoluta bazofia!, ¡usted no es escritor ni nada que se lo parezca! ¡Pendejo!, ¡más que pendejo!».

    Tuve la sensación de que algo me estaba taladrando la cabeza. Entonces desperté. Mis vecinos de al lado estaban en obras y sonaba un potente taladro al lado de mi cama. Los tabiques «de papel» son transmisores crueles de todos los ruidos que hacen los vecinos.

    No soy un escritor de éxito. Ni siquiera soy escritor porque no he conseguido publicar todavía ni un puto libro, y pienso que para considerarme escritor de verdad no basta con que me guste lo que escribo, debe gustarles también a otras personas, a muchas personas. Tampoco me llamo Gilberto. Mi nombre es José Luis.

    3. La Parca y Santiago

    Don Luis María Montezurano Oliva era un reputado investigador español, pero no mediático. No concedía entrevistas a destajo como otras lumbreras de la ciencia. Por eso su cara no era muy conocida, y por eso mismo podía permitirse el lujazo de hacer el Camino de Santiago de incógnito. De forma inverosímil había interrumpido una investigación para el descubrimiento de una vacuna contra la COVID-19 porque estaba convencido de que, con la ayudita de Santiago Apóstol, lograría su propósito. Bueno, la verdad es que, en su fuero interno, no estaba convencido del todo, pero tenía muchísima fe, una fe inmensa, y eso le valía, que era casi como estar convencido del todo si nos atenemos al dicho: «La fe mueve montañas».

    Don Luis María caminaba entre La Puebla de San Osorio y Castillejos del Cid, por la meseta castellana, en un día tórrido de los años veinte del siglo xxi. Ya estaba casi agotado y no había caminado ni siete kilómetros desde que saliese del albergue de peregrinos de La Puebla de San Osorio al amanecer, pero el eminente científico contaba ya setenta y dos añitos, y aunque al cumplir los sesenta y ocho todavía hacía running, ahora se sentía muy cascado. «Los años no pasan en balde, aunque tú te conservas muy bien y estás hecho un chicarrón del norte —le había dicho su hija Mari Carmen en víspera del durísimo paseo santiaguero, para luego añadir—: Cuídate mucho, papá, y si tienes que tirar la toalla antes de llegar a Compostela, no pasa nada, unos llegan y otros no, como los pimientos de Padrón». «Es unos pican y otros no lo de los pimientos de Padrón, hija». «Ya, pero ¿verdad que me has entendido, papá? ¡Ah, y es posible que empiecen a cerrar los albergues por lo del virus!».

    A don Luis María solo le faltaba un kilómetro para la «prueba de fuego», después todo sería llano hasta Castillejos, incluso con algunas zonas de árboles, y un pueblecito con fuente de agua fresquísima y una máquina expendedora de cocacolas al aire libre, que bar no había allí ni en quince kilómetros. Arrebujos de la Zancarroya se llamaba el pueblo. La «prueba de fuego» era tremenda: una cuesta empinadísima de 150 metros, casi una escalada, conocida como la Cuesta del Sumo Esfuerzo. Para los ciclistas era un imposible, los obligaba a dar un gran rodeo. Al sabio se le había pasado por la cabeza la posibilidad de un infarto, a su hija Mari Carmen también, pero ninguno de los dos lo mencionó, por supuesto; ambos sabían que eran muchos los viejos que habían palmado haciendo el Camino. Ahora pensó en las palabras de su hija el día de la víspera de su partida: «Los años no pasan en balde». «Esta hija mía es de lo más oportuna, aunque luego quiso enmendarlo con lo de chicarrón del norte». Se secó por enésima vez el sudor de la frente con un pañuelo que ya estaba empapadísimo y decidió sacar de la mochila el paquete con pañuelitos de papel. Miró al cielo: «¡Joder, ni una nube!, ¡ni el más mínimo soplo de

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