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El camino del plátano
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El camino del plátano
Libro electrónico252 páginas3 horas

El camino del plátano

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Información de este libro electrónico

Edison es un niño feliz de un barrio barato de Guayaquil hasta que el diablo lo aparece y se lo lleva al infierno.

Edison es un niño que crece feliz en un barrio barato de la Guayaquil de los años 90. A sus cinco años el diablo, encarnado en su padre, irrumpe en su vida y se lo lleva al infierno. No obstante, el instinto de libertad del niño lo llevará a planear con cuidado su fuga.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento15 ene 2020
ISBN9788417717728
El camino del plátano
Autor

Edison Herrera

Edison Herrera nació en Guayaquil (Ecuador) en 1989. Vive en Valencia. Es un poeta que tiene que trabajar en un sinfín de actividades laborales para mantener su proyecto de poesía y a su familia. Pronto terminará una segunda parte relativa al periodo milanes y valenciano. Cuando, en lugar del «diablecillo» patriarcal de su niñez, le tocó descubrir la existencia de todo un poderoso sistema de diablos modernísimos a los que enfrentar, siendo el mayor de todos el incorporado en sí mismo.

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    El camino del plátano - Edison Herrera

    El camino del plátano

    El camino del plátano

    Primera edición: 2019

    ISBN: 9788417717261

    ISBN eBook: 9788417717728

    © del texto:

    Edison Herrera

    © de esta edición:

    CALIGRAMA, 2019

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    «Or ti piaccia gradir la sua venuta:

    libertá va cercando ch’è sì cara

    come sa chi per lei vita rifiuta».¹

    Dante

    Advertencia del curador al lector

    «Wenn also dieser Geist seine Bildung von sich nur auszugehen scheinend wieder von vorn anfängt, so ist es zugleichauf einer höhern Stufe daβ er anfängt».²

    G. W. F. Hegel

    El pasado 4 de noviembre me encontraba yo en la costa Ligure del Levante y, con precisión, en La Spezia. Aquel día había planeado visitar las hermosas Cinque Terre, pero llegando a la primera, Riomaggiore, empezó a llover y en breve sobrevino un negro borrascón. Tuve que regresar bajo una lluvia torrencial que no paró en todo el día y la noche siguiente, así que llegué al hotel completamente empapado. Pero feliz.

    Había encontrado en la pintoresca calita de Riomaggiore una botella que contenía un manuscrito. Me pasé un día entero en el intento cuidadoso de extraer de la botella el precioso incunable sin estropearlo; desde luego que la botella lo había protegido bien de la torrencial lluvia de noviembre.

    De inmediato, me puse a leerlo y fui tan pronto seducido por el cuento que se deslizaba bajo mis ojos, que me vi arrastrado por una fuerte conmoción interior. Trataba de un relato de vida vivida, pero desplazado en un lejano 2013, al estilo de este nuevo género literario que se podría llamar ciencia ficción. Imagínese que el autor supone que haya máquinas para volar entre América y Europa y que los virreinatos ultramarinos se hayan independizado de España.

    Su calurosa fantasía es, de verdad, impresionante. Parece que en aquel futuro los Estados Unidos de América del Norte se habrán vuelto la primera potencia mundial y que habrán elegido un presidente de raza negra. Más increíble aún, habría en la Europa una moneda de curso legal, llamada euro. El mismo sueño del anticristo Bonaparte, hecho real.

    Pero cuál fue mi decepción al ver un cuento tan fascinante interrumpido a cada paso con una árida secuencia de lecciones impartidas desde arriba de una improvisada cátedra; por supuesto, con el único resultado de aburrir de golpe al empático lector de la historia.

    Todavía el editor no ha querido descartar estas divagaciones en el campo de la literatura terapéutica. Tal vez —argumentó— el desconocido y, supongo, imberbe autor de aquellas impulsividades teoréticas hubiera terminantemente prohibido la publicación de su cuento, desprevenido de las lecciones que él quiso añadirle.

    Entonces, me he limitado a corregir algunos descomunales desvaríos básicos. Además, me pareció que al editor de este librito le gustaron más las lecciones que los cuentos que las preceden. Tal vez los gustos de los editores pueden sobresalir por extravagantes.³

    Valencia, 18 de noviembre de 1813,

    una hora menos en Canarias

    Prólogo en la 33 y vaca Jalindo

    «Nací en un barrio barato

    […] Crecí en la 33».

    Ricardo Arjona

    Mi nombre es Édison Herrera y vivo como un rey. Y es que lo soy, aunque no lo parezca.

    A pesar de que me usurparon hace algún tiempo las adversas circunstancias la mayoría de mis reinos, nada y nadie podrá jamás quitarme mi majestad real. Como la de un rey medieval trascurre mi vida: parte en viajes y parte en guerras.

    Viajes: recorriendo casi todo el año mis feudos con mi cortejo andante de bellas damas, altivos caballeros, hermosos pajes, artesanos, artistas y sabios, para encontrar a mis fieles vasallos y para disfrutar de los frutos de mis inmensas propiedades terreras, que ellos trabajan alegremente por mi cuenta: la parte que me pertenece por el sagrado derecho feudal.

    Y guerras, joder: todas las primaveras, o para ensanchar mis dominios, o para echar afuera unos infieles invasores, o para subyugar unos malditos vasallos rebeldes —siempre los hay—.

    Pero al principio de mi historia yo quiero decirle, excelentísimo lector mío, que le considero a usted un rey igual que yo, provisto de majestad por derecho divino, igual que yo, y como tal lo voy a tratar.

    Entonces vamos a empezar el cuento, que el sol se come las horas.

    Mi nombre es Édison Herrera, ya se lo dije, pero mi madre, bendita sea, me llama Edi. Nací en Guayaquil (Ecuador) hace veinticuatro años: el 1 de febrero de 1989.

    «Nací poeta sin saber escribir», así habló el Niño sabio.

    Mi infancia la pasé «en un barrio barato», en casa de mis abuelos maternos. La casa la había construido mi abuelo en un terreno de su propiedad muy espacioso. Tenía dos plantas y un airoso patio de entrada. Alrededor de una amplia sala con cocina había dos habitaciones. Arriba, otras dos y, más tarde, del lado derecho del patio, se construyó otra casa, con su entrada propia.

    Mi abuelo se llamaba Lorencio y conducía un volquete en la cantera de su hermano mayor, mi tío Manolo. Eran hijos de un inmigrado francés, de físico prestante, pelo rubio, ojos azules y un llamativo bigote a la moda. En cuanto a mi abuelo Lorencio, él era de mediana estatura, de ojos claros, de espíritu alegre y cariñoso.

    Mi abuelo Lorencio hacía la tortilla francesa más rica del mundo, le agregaba de todo un poco, como cebolleta, de esas largas y blancas, y le ponía mortadela italiana también. Recuerdo, como si lo estuviera viviendo, el momento en el que él hacía esa tortilla. Y yo me quedaba mirándolo y le preguntaba cómo era capaz de hacerla tan rica, cosa que ni mi abuela conseguía. Él me contaba que había sido cocinero, cuando era joven, en un barco mercante durante muchos años, yendo y viniendo de Panamá.

    Mi abuela Amalia, por el contrario, descendía de una familia mulata. Era alta, gordita, con la tez oscura y tenía un carácter fuerte y dominante.

    Mi madre, Dalila, a la cual apenas veía a consecuencia de su trabajo, ya que era dependienta en una gran tienda de ropa del centro de la ciudad, tenía cinco hermanos y algunos vivían en la misma casa que nosotros. Ella era la quinta de esos seis hijos. Era guapa, morena, vestía a la moda y era de temperamento extrovertido. Todo el mundo decía que ella y yo éramos como dos gotas de agua.

    Me he preguntado muchas veces cómo habría sido tener una madre que me hubiera cocinado con el corazón.

    ¿Cómo sería tener una madre así? Porque yo nunca tuve esa buena suerte. Me habría gustado echar de menos sus comidas, porque nunca tuve ese placer.

    ¡Qué placer más hermoso que te cocine una madre!

    Una madre siempre quiere alimentar a su hijo, aunque esté flaco o esté gordo. Quisiera haber tenido lo que no he tenido. No quiero quejarme. Sé que mi historia no es la peor o la más conmovedora de todas, pero quería contarla.

    Entonces sigamos con el cuento.

    El hermano mayor de mi madre se llamaba Mateus. Era taxista, muy vividor, un poco vago y, además, un glotón. Tal vez por eso, un tanto gordo. Él tenía labia: aparentemente, era de temperamento tranquilo, pero si alguno le llevaba la contraria, se convertía en una furia descontrolada. Y por eso quizás tenía pocos amigos. No trabajaba mucho y era un irresponsable que no se hacía cargo de sus hijos.

    Tenía dos.

    El primero, Meledo, cinco años mayor que yo, era desgraciadamente esquizofrénico de nacimiento. Al no estar médicamente controlado, por la crónica falta de dinero que afligía aquel hogar, Meledo padecía súbitos ataques de violencia tan espantosos que todo el mundo salía corriendo. A veces estaba bien, parecía que no era capaz de matar una mosca, mientras que, en otras ocasiones, estaba muy agresivo y destrozaba lo que le caía en las manos. Más tarde Meledo pasó a vivir en la habitación de mi abuelo, en la planta de arriba, y al fin pudieron hospitalizarlo.

    La segunda se llamaba Antonina y contaba con los mismos años que yo, cinco. Tras el abandono de su madre por ir con otro hombre y tener no sé cuántos hijos con él, cuando ella apenas tenía dos años, estaba siempre desconsolada y en continua búsqueda de cariño. En aquel entonces Antonina vivía con su padre y con Meledo en una habitación al lado de la cocina, en la primera planta. Su hermano la trataba fatal, pues era esquizofrénico, como ya le dije.

    El segundo hermano de mi madre se llamaba también Lorencio, como mi abuelo. En aquel tiempo era guardia de tráfico, pero como era muy ambicioso, también estudiaba derecho y, años después, se hizo abogado. Él, su mujer —Marina— y sus hijos —Lorencio, de la misma edad que yo, e Ivet— vivían en el mismo terreno que mis abuelos, pero en aquella casa aparte, distinta, con su entrada propia, de la cual hemos hablado arriba.

    El tercer hermano de mi madre era Washington. Era conductor de autobuses, muy trabajador, y estaba asociado con sus hermanos Jacob y Mateus en esta empresa particular. Vivía con su mujer, que era doctora, en otro barrio. Él había terminado el bachillerato, como también mi madre y los otros hermanos, excepto Mateus, por su inconstancia.

    Me acuerdo poco de él en aquel tiempo, pero sí que me acuerdo de que era alegre y gracioso con nosotros, los niños. Yo le aconsejo al lector que recuerde este nombre, porque Washington tendrá un rol sobresaliente en el desenlace de esta historia, en la cual juega conmigo el papel de un deus ex machina en el teatro barroco.

    El cuarto era Jacob, que se había casado y se marchó a vivir con su esposa, Electra, y sus dos hijos, a bastante distancia de mis abuelos. Lejos, pero dentro de Guayaquil. Era alto y con poco pelo en la frente. Yo todavía tengo buena memoria de su típica entrada y recuerdo que él era de carácter jocoso e de inteligencia vivaz y estaba siempre rodeado de amigos. Era profesor de universidad, pero había preferido dedicarse al comercio. Tenía un negocio de electrodomésticos, además de la asociación en el transporte de personas con sus hermanos, como dije arriba.

    El último era Issaco. En esta época él iba a clase de bachillerato todavía y tenía unos doce años más que yo. Tenía un físico atlético y era muy tranquilo de carácter, seguro de sí mismo, nunca se metía con nadie. Estaba su habitación arriba, en el primer piso, al lado del cuarto donde dormíamos mi abuelo, mi hermano y yo. Mi madre vivía con mi abuela en la habitación de abajo, que daba a la calle 33.

    Mis abuelos se ocupaban de todo, como también se encargaron de mí y de mi hermano Maximilian. Por entonces, yo no era consciente de que tenía un padre. Era feliz así.

    Según me contaban, mi padre, Juan Antonio, nos había abandonado estando mi madre embarazada de mí. Mi hermano tenía un año y ocho meses más que yo. Él siempre había sido más frágil que yo, siempre le mimaron más que a mí. Él era el preferido, él era el primogénito, él era guapo. Rubio, con la tez clara, algo no muy común en nuestro barrio.

    Yo siempre estaba en segundo lugar y, por eso, desde muy pequeño, aprendí a arreglármelas solo. A pesar de todo esto, yo era el niño más feliz del mundo y no había nada que me motivara más que la vida.

    Era muy reservado de pequeño y tenía un blindaje imaginario, como si se tratara de los tesoros de Suiza. Como si se tratara de las reservas de plata del cerro «rico e imperial» de Potosí en la colonia.

    Este caparazón me aislaba de todos los elementos de influencia que, por desgracia, afectaban a los demás niños y, al mismo tiempo, se convirtió para mí en una mina de oro que me permitió crecer por mí mismo. Me callaba todo, siempre escuchaba antes de hablar para saber qué decían. Me fijaba en todo lo que hacían los mayores y cómo actuaban, cómo engañaban a sus hijos con contestaciones absurdas, que no hacían más que alimentar la ignorancia de los pequeños.

    Igual, más tarde, cuando me fui a Europa, yo ocultaba mi historia al mundo. Prefería responder a sus insidiosas e indiscretas inspecciones sobre mi origen diciendo que yo venía de un planeta lejano. Otras veces decía que era de una familia de criollos aristocráticos y que viajaba para estudiar las extrañas costumbres europeas.

    En aquel tiempo, yo tenía un perrito macho, Boby, muy cariñoso, que era mi compañero de juegos. Ahora bien, ¡cuál fue mi dolor aquel día en que le dieron veneno unos vecinos! Lo enterramos en el patio pequeño.

    Mientras los demás niños eran normales y se divertían con lo típico, yo, en cambio, buscaba las respuestas a mis preguntas por mí mismo, actuando por mi intuición y no por lo que me dijeran los demás. Con el tiempo, me di cuenta de que en mis acciones, tanto acertadas como equivocadas, hallaría la sabiduría. Era muy inquieto y nervioso, estaba lleno de vida y, aunque hablaba poco, expresaba mucho corporalmente, particularmente con las manos, siempre en ebullición. Abrí los ojos siendo prematuro, a temprana edad, para mí fue tan fácil ver como respirar, por eso era tan observador.⁴

    Creo que todas las personas tenemos un primer recuerdo de nuestra existencia, de nuestra infancia. El mío es alrededor de los tres años. Mi abuelo me duchaba con una jarra cogiendo el agua de un tanque. Me bañaba en el patio de la casa, y la puerta de la calle 33 estaba justo al lado. Cuando acabó de bañarme, alguien abrió la puerta y yo salí corriendo y crucé la calle en pelotas. Todos los vecinos me miraban sorprendidos y se reían. Mi abuelo corría detrás de mí para alcanzarme. Normalmente, hacía mucho calor y recuerdo el placer de sentir el agua fresca en mi piel, bañándome al aire libre.

    Mis tíos siempre me recordarían por tal hecho, de forma graciosa, por lo que me pusieron un apodo: Yuyita, el que corrió en pelotas por toda la calle. Como si fuera un superhéroe infantil.

    Mi segundo recuerdo es haberme comido una sopa de queso en una cabaña de madera que estaba cerca de un lago. Recuerdo el olor del orégano fresco que tenía esa sopa, lo puedo sentir ahora mismo, incluso puedo notar su delicioso sabor en mi paladar.

    La sopa de queso es mi madeleine particular. Fue mi primera sopa de queso, por lo que la recordaré con gran satisfacción. Cuando me viene ahora a la mente, es como si me teletransportase al pasado. Como si quisiera volver a probar ese manjar. Imagino algunas veces que ese día quedó sopa en la olla y podría volver a servirme.

    Mi vida en aquella época era inocente, pura libertad total. No veía más allá de lo que tenía, estaba en mi mundo. Pero pronto todo aquello iba a romperse, a desaparecer, como si de despertar de un grato sueño se tratara.

    Pues un mal día, llegó el diablo disfrazado de hombre bueno, en una camioneta Chevrolet de doble cabina y color celeste. Era mi padre: alto, delgado, con tez clara, pelo castaño, ojos claros y una mirada muy intensa. De joven se pagaba los estudios trabajando en una panadería en la capital, Quito. Una vez graduado en contabilidad, se hizo cantante de baladas, con las cuales conquistó a mi madre. Ahora tenía su propia panadería y las cosas les iban muy bien. Tenía un carácter muy fuerte y severo, fácil para encenderse a la mínima contrariedad.

    Mi padre era una persona muy orgullosa y contaba que a los siete años se escapó de su casa. Es que había llegado tarde a casa y su madre, que era muy autoritaria, le pegó tanto que él se fue. Nadie le ayudó y tuvo que arreglárselas solo. Parece que entonces fue criado por unos tíos hasta los catorce años, cuando regresó con sus padres. Esto solía contármelo a mí. Siempre me decía que aprendiera de él. Y yo lo hice.

    En esto le fui muy obediente.

    En su familia eran seis hermanos, tres de cada sexo, y él era el quinto, igual que mi madre en la suya. Aunque traía regalos y comida, para mí era un desconocido completamente. Nunca me dio buena espina ese hombre. Se pasó un tiempo rondando por la casa de mis abuelos, trayendo presentes tanto a mi madre como a nosotros.

    Haciendo gala de mi habilidad observadora, me di cuenta de que este señor era mi padre.

    ¡Qué inocente fui! Yo que creía que mi padre era mi abuelo. No pensaba que tenía que tener uno, porque todas las mañanas me despertaba con mi abuelo. Creía que él era eterno, que nunca se iba a morir.

    Recuerdo que un día me levanté cuando el sol recién besa la tierra. Me sentí el niño más feliz del mundo cuando vi a mi abuelo despierto, como siempre, a mi lado. Él. El primero de todos. Me di cuenta de que tenía a alguien en la vida. Y le dije en voz alta y clara:

    —¡Qué día tan bonito hace, abuelo! —Mirándole a los ojos en todo momento.

    Y él me dijo, sorprendido, al verme feliz:

    —¿Por qué, hijo?

    —Porque tengo la buena suerte de verte todas las mañanas al despertar.

    «Siempre he tenido un día bueno, como hoy. Siempre un día me ha alegrado la vida», así habló el Niño sabio.

    Él se quedó mirándome con los ojos llenos de felicidad. Fue en ese momento cuando, por primera vez, me di cuenta de que tenía a alguien que sabía que existía. Le pregunté temeroso:

    —Abuelo, tú nunca te vas a morir, ¿verdad? Prométeme que nunca me vas a fallar.

    Y me lo prometió, me rompió mi blindaje e hizo que lo creyera sin maldad alguna, porque sabía que yo no tenía a nadie más. Su muerte, varios años después, para mí fue una de las grandes desilusiones de mi vida infantil, la conclusión de mi niñez.

    Pese a todo, quiero recordar estos primeros años de vida con el mayor cariño posible, pues mis abuelos siempre estuvieron a mi lado. Algo que iba a cambiar muy pronto.

    Prólogo en el cielo

    Todo lo que está escrito en esta historia es real. Todos los personajes que aparecen son personas reales de mi vida. Todas las situaciones que se viven las he pasado yo.

    Para mí no es fácil contárosla.

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