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Libro electrónico244 páginas3 horas

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«Esto es lo que siempre me ha espantado. ¡Vivir, tener tanta ambición, sufrir, combatir y, por último, el olvido! El olvido… Como si no hubiese existido nunca».
La actual Ucrania, conocida a lo largo del siglo XIX como la pequeña Rusia, fue la patria de la autora de estas páginas. Marie Barshkirsteff vio la luz al abrigo de una profecía que la señaló como una estrella destinada a la eternidad cuyo brillo el paso del tiempo se ha obstinado en extinguir.
Fue una prolífica pintora que logró estudiar en la Academia Julian de París, pionera en la formación pictórica de las mujeres. Además, escribió un diario durante toda su vida, unas páginas en las que volcó sus ambiciones, anhelos, pasiones e inseguridades. Nos regaló a una autora inmortal y la historia de una precursora en un círculo académico plagado de machismo. «Teniendo faldas, ¿dónde queréis que vaya? El matrimonio es la única carrera de las mujeres», escribe Marie. «Si yo hubiera sido un hombre habría conquistado Europa», se dice a sí misma.
Pese a no llegar a la edad de 26 años, la historia de Marie supuso un ejemplo de superación y tenacidad no solo frente a una enfermedad incurable que la iría apagando lentamente, sino también frente a un mundo que pretendía a la mujer en su papel de esposa y cuidadora.
Fue la pintora de la miseria y de los olvidados. Su diario se convirtió en un éxito de ventas tras su muerte y los ecos de su leyenda siguen inspirando a mujeres de todo el mundo.
IdiomaEspañol
EditorialDiario
Fecha de lanzamiento2 feb 2024
ISBN9788412766400
Diario
Autor

Marie Bashkirtseff

Marie Bashkirtseff (Gavrontsy, Imperio ruso; 11 de noviembre de 1858 - París, 31 de octubre de 1884) fue una artista polifacética que se enfrentó a la moral y a los recelos que suscitaban las mujeres que elegían perseguir su vocación artística en el siglo XIX. Se relacionó con las personalidades más destacadas de la época –como atestigua su correspondencia con los escritores Guy de Maupassant y Edmond de Goncourt– y tuvo el aplomo, el talento y la confianza suficientes para brillar en un mundo en el que solo era considerada una muchachita burguesa con ínfulas de gloria. Marie documentó en un diario extensísimo toda su vida hasta su muerte prematura a causa de tuberculosis a la temprana edad de 25 años. Dejó un legado portentoso que sigue despertando el interés de la crítica y de los apasionados de la pintura y la literatura.

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    Diario - Marie Bashkirtseff

    Una mujer mira a los ojos al espectador mientras camina sobre las páginas de un diario abierto. En la mano lleva un pincel de su tamaño con el que va dejando su rastro por las páginas. El diario se apoya en una paleta de pintura.

    DIARIO

    Marie Barshkisteff

    Logo de la editorial Espinas

    Diario

    © de esta edición, Editorial Espinas, 2022

    © Marie Bashkirtseff

    © Diseño de colección: Jana Domínguez

    © Diseño de cubierta: Jana Domínguez

    © Edición a cargo de Alicia de la Fuente

    © Maquetación digital: Carmen Ruiz

    Impreso en España

    ISBN: 978-84-127664-0-0

    Nota a la presente edición

    El documento que atesora el lector entre sus manos es una pincelada del asombroso diario que Marie Barshkisteff escribió a lo largo de toda su vida. El dietario, publicado originalmente en francés, abarca 16 tomos en los que se desgrana su vida, sus ideales y su producción artística con sumo detalle. La imposibilidad de su publicación íntegra en nuestra casa editorial, sumado a los deseos de rescatar su legado, nos han motivado a reeditar esta selección.

    En la primera parte del conjunto, el lector podrá encontrar a una Marie preadolescente, con aspiraciones elevadas y un deseo de conocimiento y reconocimiento adelantados a su edad y a su tiempo. Desde muy joven se hace preguntas, se cuestiona el mundo y nos traslada sus miedos y anhelos mediante una descripción del entorno y de los personajes que poblaron sus primeros años –amores, familia, amigos– que nos hace pensar en esa niña como una mujer madura que escribiera sus memorias. Marie, de familia materna acaudalada, tuvo la oportunidad de viajar por Europa y conocer diferentes lenguas, culturas y formas de ver el mundo. Estos viajes fueron la semilla de la forja de un carácter feminista y transgresor.

    La segunda parte nos muestra a una mujer segura de sí misma, de ideas progresistas, con una erudición que bebía de sus múltiples lecturas y viajes, con un carácter cosmopolita y que se atrevió a cuestionar los prejuicios atribuidos a su sexo. Discutió el papel de meras figurantes de las mujeres y se planteó el olvido al que se vería abocado su nombre pese a sus extraordinarias capacidades artísticas. La niña perdida y soñadora encuentra así su camino y su verdadera vocación como pintora. Todo el relato está salpicado por referencias a la inmortalidad de la gloria, que veía como un ideal casi utópico.

    Escribió este diario para contarnos su historia, para perdurar. Hemos querido ayudar al reconocimiento de su nombre a través de esta reedición que hemos manejado con el respeto que merece su figura y con anotaciones pertinentes en las que, en ocasiones, es ella misma quien hace apuntes tras la relectura de sus escritos.

    La presente edición atraviesa una vida admirable y concede pinceladas de un pensamiento progresista, pero el retablo de Marie, como su obra, es mucho más rico y cuajado de matices. Vivió, como muchas almas atormentadas, en un estado de embriaguez solemne por la belleza y fue un ejemplo de coraje frente a la muerte y la enfermedad, enemigas que la condenaron demasiado pronto.

    Invitamos, pues, a las lectoras a no quedarse aquí. Nos gustaría lograr que esta selección se entienda como una invitación a descubrir más –porque existe mucho más– acerca de la vida y la obra de esta mujer de capacidades extraordinarias que ha sido injustamente solapada por las páginas del tiempo. No dudamos que su papel en la historia les atravesará como lo ha hecho con nosotras.

    Dejamos aquí el prólogo que la propia Marie escribió tras la relectura de sus palabras y que es un grito desesperado contra su inevitable condena al olvido.

    La editora

    Prefacio

    ¿Para qué mentir y presumir? Sí; es evidente que tengo el deseo, si no la esperanza, de permanecer en esta tierra por el medio que sea. Si no muero joven, espero quedar como una gran artista; pero si muero joven, quiero dejar, para que se publique, mi diario, que no puede por menos de ser interesante. Y ya que hablo de publicidad, la idea de que se me lea, ¿podrá echar a perder, es decir, podrá aniquilar el único mérito de tal libro? Pues bien; ¡No! En un principio, escribí durante mucho tiempo sin pensar en ser leída, y después, precisamente porque he pretendido ser leída, he sido absolutamente sincera. Si este libro no encerrase la exacta, la absoluta, la estricta verdad, no tendría razón de ser. No solo digo siempre lo que pienso, sino que nunca he pensado, ni un instante, en disimular lo que podría parecer ridículo o desventajoso para mí. Por otra parte, me considero demasiado admirable para censurarme. Podéis, pues, estar seguros, caritativos lectores, de que me exhibo en estas páginas por entero.

    En cuanto a interés, acaso sea yo poca cosa para vosotros; pero no penséis que se trata de mí; pensad que es un ser humano quien os narra todas sus impresiones desde su infancia. Esto es tan interesante como dulcemente humano. ¡Preguntádselo a Zola, a Goncourt, y aun a Maupassant! Mi diario comienza a los doce años, y solo significa algo a los quince o dieciséis años. Hay, pues, una laguna que salvar, y voy a hacer una especie de prefacio que permitirá comprender este monumento literario y humano. 

    Ahora, suponed que soy ilustre. Comencemos: 

    Nací el 11 de noviembre de 1858. Resulta espantoso solo escribirlo, pero me consuelo al pensar que, seguramente, ya no tendré edad cuando me leáis. 

    Mi padre era hijo del general Pablo Gregorievich Bashkirtseff, de una nobleza de provincia, valiente, tenaz, duro y hasta feroz. Mi abuelo alcanzó el grado de general después de la guerra de Crimea, según creo. Se casó con una joven, hija adoptiva de un gran señor, la cual murió a los 38 años, dejando cinco hijos: mi padre y cuatro hermanas. 

    Mamá se casó a los veintiún años, después de haber desdeñado un soberbio partido. Mamá es una señorita Babanine¹. Por parte de los Babanine, pertenecemos a una rancia nobleza de provincia, y el abuelo siempre se jactó de ser de origen tártaro, de la primera invasión. Baba y Nina son palabras tártaras, y yo me burlo de ello... El abuelo era contemporáneo de Lermontoff, Pushkin, etc. Fue byroniano, poeta, militar y letrado. Estuvo en el Cáucaso. Se casó muy joven con la señorita Julia Cornelius, de quince años de edad, muy buena y bonita. Tuvieron nueve hijos. ¡Disculpémoslos! 

    Al cabo de dos años de matrimonio, mamá fue a vivir a casa de sus padres con sus dos hijos. Yo estaba siempre con la abuela, que me idolatraba. Además de mi abuela, me adoraba mi tía, cuando mamá no la llevaba consigo. Mi tía era más joven que mamá y más bonita; estaba sacrificada y se sacrificaba por todo el mundo. 

    En 1870, en el mes de mayo, salimos para el extranjero. El sueño acariciado durante tanto tiempo por mamá se cumplió. En Viena estuvimos un mes, embriagándonos de novedades, de hermosos almacenes y de teatros. Llegamos a Baden-Baden en el mes de junio, en plena estación, en pleno lujo, en pleno París. He aquí cuántos éramos: el abuelo, mamá, mi tía Romanoff, Dina –mi prima hermana–, Paul –mi hermano– y yo, y, además, iba con nosotros un doctor; el angelical, el incomparable Luciano Walisky. Era polaco, sin un patriotismo exagerado, con una buena naturaleza, muy afectuoso y muy aficionado al estudio. En Ojtirka² era médico del distrito. Habla estado en la universidad con el hermano de mamá, y durante todo el tiempo fue como de la familia. En el momento de salir para el extranjero, se necesitaba un médico para el abuelo, y nos llevamos a Walisky. En Baden conocí el mundo y la elegancia y fui torturada por la vanidad... 

    Pero todavía no he hablado bastante de Rusia y de mí, y esto es lo principal. Según costumbre de las familias nobles que viven en el campo, tuve dos institutrices: una rusa y otra francesa. La primera (rusa), de la que he conservado memoria, era la señora Melnikoff, una mujer de mundo, instruida, romántica y separada del marido, que se hizo institutriz por calaverada, después de la lectura de numerosas novelas. Fue una amistad de casa. Se le trató como a un igual. Todos los hombres le hacían la corte, y ella se escapó una mañana, después de no sé qué romántica historia. Hay mucho romanticismo en Rusia. Hubiera podido decir adiós y marcharse de un modo natural; pero el carácter eslavo, injerto en civilización francesa y en lecturas románticas, constituye un estrambótico organismo. Como mujer desgraciada, aquella señora adoró en seguida a la muchachita que le había sido confiada, Yo le devolví su adoración impulsada por un precoz espíritu de presunción. Y mi familia, ansiosa y presumida, creyó que aquella huida habría de ponerme enferma; aquel día me miraban con compasión, y hasta creo que la abuela mandó hacer un caldo ex profeso, un caldo de enfermo. Sentía ponerme pálida ante aquel desplegamiento de sensibilidad. Además, me hallaba bastante enclenque, delgada y nada bonita, lo cual no impedía que la gente me considerase como un ser que, fatalmente, absolutamente, habría de convertirse un día en lo más hermoso del mundo, lo más brillante y lo más magnífico del mundo. Mamá fue a casa de un judío que decía la buenaventura. 

    —Tienes dos hijos —le dijo—. El hijo será como todo el mundo, pero la hija será una estrella... 

    Una noche, en el teatro, un caballero me dijo, riendo:

    —Enséñeme las manos, señorita... ¡Oh! Por la manera como está enguantada, no cabe duda que será una terrible coqueta... 

    Me sentí muy orgullosa. Desde que razono, desde la edad de tres años –mamé hasta los tres años y medio–, he tenido aspiraciones hacia no sé qué grandezas. Mis muñecos eran siempre reinas o reyes; todo lo que yo pensaba y todo lo que yo decía y pensaba parecía referirse siempre a aquellas grandezas que debían llegar infaliblemente. 

    A los cinco años, me vestía con los encajes de mamá, me ponía flores en los cabellos e iba a bailar al salón. Era una gran danzarina Petipa³, y toda la familia se embobaba al mirarme. Paul no era casi nada, y Dina no me hacía sombra, a pesar de que era la hija del querido Jorge. Otra cosa: cuando Dina vino al mundo, la abuela se la arrebató a la madre y se quedó con ella. Esto ocurrió antes de mi nacimiento.

    A continuación de la señora Melnikoff, tuve de aya a la señorita Sofía Dolgikoff, de dieciséis años de edad. ¡Dichosa Rusia! Y otra francesa, que se llamaba la señora Brenne, que llevaba un peinado a la moda de la época de la Restauración, tenía unos ojos azul pulido y estaba muy triste, con sus cincuenta años y su tisis. Yo la quería mucho. Me hacía dibujar. Con ella, dibujé una iglesia de línea. Además, dibujaba con frecuencia, mientras los mayores jugaban su partido de naipes, yo dibujaba sobre el tapete verde. 

    La señora Brenne murió en Crimea, en 1868.

    La rusita, tratada como hija de la casa, estuvo a punto de casarse con un joven que nos presentó el doctor y que era conocido por sus fracasos matrimoniales. Aquella vez parecía marchar todo a las mil maravillas, cuando, una noche, al entrar en su habitación, vi a la señorita Sofía que lloraba a más no poder, con la nariz contra los almohadones. Todo el mundo acudió.

    —¿Qué? ¿Qué pasa? 

    Por fin, después de muchas lágrimas y sollozos, la pobre niña acabó por decir que no podría casarse nunca, ¡nunca! ¡Y qué llanto!

    —Pero ¿por qué? 

    —Porque... porque no puedo acostumbrarme a su cara…

    El novio estaba oyéndolo todo desde el salón. Al cabo de una hora, arreglaba su baúl, regándolo con lágrimas, y se alejaba... Aquella era la décimoséptima boda fracasada... 

    Me acuerdo muy bien:

    —¡No puedo acostumbrarme a su cara! 

    Aquello partía de tal modo el corazón, que entonces comprendí perfectamente que debe ser horrible casarse con un hombre que tenga una cara a la cual no pueda una acostumbrarse. 

    Todo esto nos ocurrió en Baden en 1870. Habiendo estallado la guerra⁴, desfilamos hacia Ginebra. Yo iba con el corazón henchido de amargura y de proyectos de desquite. Todos los días, antes de acostarme, recitaba en voz baja esta oración suplementaria: 

    —Dios mío, haz que no tenga nunca la viruela, que sea bonita, que tenga una hermosa voz, que sea feliz y que mamá viva mucho.

    En Ginebra, nos alojamos en el Hotel de la Corona, a la orilla del lago. Me proporcionaron un profesor de dibujo que llevó unos modelos para copiar: unos chalecitos en los que las ventanas parecían troncos de árboles, y no parecían verdaderas ventanas de verdaderos chalets. No los quise, no comprendiendo que una ventana pudiera ser así. Entonces, el buen anciano me dijo que copiase lo que se viese desde la ventana, buenamente, del natural. 

    En aquel momento abandonamos el Hotel de la Corona para alojarnos en una casa de huéspedes, y el Mont Blanc estaba enfrente de nosotros. Copié, pues, escrupulosamente lo que veía de Ginebra y del lago, y así quedó la cosa, no sé por qué. En Baden habíamos tenido tiempo de encargar que nos hiciesen nuestros retratos de unas fotografías, y aquellos retratos me parecieron feos y excesivos en su esfuerzo por parecer bonitos.

    Cuando yo muera, se leerá mi vida, que yo considero muy notable. ¡No hubiera faltado más que hubiese resultado de otro modo! Pero odio los prefacios –que me han impedido leer una porción de libros excelentes– y las advertencias de los editores. Así, pues, he preferido hacerme yo misma mi introducción. Hubiera podido pasarme sin ella si publicase todo el diario; pero me limito a tomarlo desde los catorce años, pues lo que precede es demasiado largo. Por otra parte, ya os he puesto en suficientes antecedentes acerca de este diario. Con frecuencia retrocedo en él a propósito de cualquier cosa... 

    ¿Llegaré a morir de repente, presa de alguna enfermedad? Quizá no sepa que estoy en peligro; me lo ocultarán y, después de mi muerte, registrarán mis cajones, encontrarán mi diario; mi familia lo destruirá después de haberlo leído, y entonces no quedará nada de mi.. ¡Nada, nada! Esto es lo que siempre me ha espantado. ¡Vivir, tener tanta ambición, sufrir, combatir, y, por último, el olvido! El olvido... Como si no hubiese existido nunca. Si no vivo lo bastante para llegar a ser ilustre, este diario interesará a los naturalistas; siempre es curiosa la vida de una mujer día a día, sin afectación, como si nadie en el mundo hubiera de leerlo nunca, y, al mismo tiempo, con la intención de que sea leído, pues tengo la seguridad de que se me encontrarán simpática... Y lo digo todo, todo, todo. De no ser así, ¿para qué haberlo escrito? Además, se verá que lo digo todo.

    París, 1 de mayo de 1884. 


    1. Familia aristocrática de origen tártaro y perteneciente a la actual Ucrania. [Volver al texto]

    2. Ciudad de Ucrania. [Volver al texto]

    3. Alphonse Victor Marius Petipa, maestro de ballet que inauguró la época del Grand Ballet Ruso. Suyas son obras tan destacadas como El cascanueces o El lago de los cisnes. [Volver al texto]

    4. La guerra franco-prusiana que se libró entre el 19 de julio de 1870 y el 10 de mayo de 1871 entre el Segundo Imperio francés y el Reino de Prusia. [Volver al texto]

    1873.

    Enero. Niza, Paseo de los Ingleses, Villa Acquaviva. La tía Sofía ejecuta al piano unas melodías rusas, y esto me ha recordado nuestra campiña. Estoy ensimismada. ¿Qué recuerdos puedo tener de allá, sino los de la pobre abuela? Las lágrimas asoman a mis ojos; están en mis ojos, y van a rodar dentro de un instante; ya ruedan... ¡Pobre abuela! ¡Qué desgraciada soy al no tenerte aquí ya! ¡Cuánto me querías, y yo a ti también! Sin embargo, yo era demasiado pequeña para quererte como tú te lo merecías! Me siento conmovida ante este recuerdo. El recuerdo de la abuela es un recuerdo respetuoso, sagrado, amado, pero no vivo... ¡Dios mío! ¡Dame felicidad en la vida, y te quedaré agradecida! Pero ¿qué digo? Me parece que he venido a este mundo para la felicidad. ¡Hazme feliz, oh, Dios mío!

    La tía Sofía continúa tocando. Las notas llegan hasta mí a intervalos, y me penetran el alma. No estudio la lección de mañana. ¡Oh, Dios mío! ¡Concédeme al duque de H.⁵!Le amaré y le haré feliz; seré feliz también yo, y haré mucho bien a los pobres... Es un pecado creer que se pueden comprar los favores de Dios con las buenas obras; pero no sé cómo expresarme. 

    Amo al duque de H., y no puedo decirle que le amo, pues ni siquiera me presta atención. Cuando estaba aquí, tenía un motivo para salir y vestirme, pero ahora... Acudía a la terraza, con la esperanza de verle, desde lejos, durante un segundo por lo menos... ¡Dios mío, consuélame en mi pena! No sé rogarte más; atiende mi ruego. Tu gracia es infinita, tu misericordia es tan grande, has hecho tantas cosas por mí.... Me causa pena no verle en el paseo. ¡Se destaca tan bien su semblante distinguido entre los rostros vulgares de Niza!

    La señora Howard nos invitó ayer a pasar el domingo con sus hijos. Estábamos a punto de marcharnos cuando la señora Howard volvió y nos dijo que iba a casa de mamá con objeto de pedirle permiso para que nos dejase estar con ella hasta la noche. Nos quedamos, y, después de comer, nos fuimos al salón, que estaba oscuro, y las niñas me rogaron que cantase; me lo pidieron de rodillas, y los niños también. Nos reímos mucho. Yo canté Santa Lucía, Ha salido el sol y otras canciones. Todos estaban tan entusiasmados que se pusieron a besarme horriblemente. Sí; esta es la palabra. Si pudiera producir el mismo efecto en el público, me dedicaría a la escena desde hoy mismo.

    ¡Causa una emoción tan grande ser admirada por algo más que por el atavío! En verdad estoy encantada con las palabras admirativas de los niños. ¿Qué ocurriría si fuese admirada por los

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