Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Mi impresionante carrera
Mi impresionante carrera
Mi impresionante carrera
Libro electrónico354 páginas5 horas

Mi impresionante carrera

Calificación: 4 de 5 estrellas

4/5

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Sybylla Melvin es una heroína que «con su conmovedor encanto, su carácter impetuoso, su falta de decoro, está al nivel de las grandes figuras románticas del siglo XIX» (The Times).

Desde que su familia decide trasladarse a una granja y cae abrupta pero irremisiblemente en la ruina, su destino parece condenado al duro trabajo y a «una vida estéril y monótona», una perspectiva durísima para una muchacha con su «temperamento» y sus «aspiraciones». Una temporada en la gran mansión de su abuela, donde el ambiente es musical y leído y donde la corteja un joven y apuesto terrateniente, es para ella un oasis en el desierto. Pero un nuevo revés la obliga a aceptar un puesto como institutriz en casa de una familia insensible y con unos niños salvajes. Para ella, la naturaleza y la cultura no se oponen… pero no tarda en descubrir que, en el mundo que asiste a su formación, nunca dejará de ser un bicho raro.

Miles Franklin escribió Mi impresionante carrera (1901) en su adolescencia y la publicó a los veintidós años: desde entonces esta novela audaz, poética y sensual, una apología radical de la independencia donde todo es memorable, es un clásico de las letras australianas.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento5 mar 2014
ISBN9788484289906
Mi impresionante carrera
Autor

Miles Franklin

Stella Maria Sarah Miles Franklin nació en 1879 en Talbingo (Nueva Gales del Sur), en el seno de una familia perteneciente a la llamada squattocracy (colonos que se ganaban el derecho a poseer tierras de la Corona británica como agricultores y ganaderos). Publicó su primera novela, Mi impresionante carrera, en 1901, a los veintidós años y en ella contó sus primeros años de vida. En 1904 empezó a trabajar como criada en Sydney, a la par que escribía artículos para la revista Bulletin. De estos años trata la secuela de Mi impresionante carrera, My Career Goes Bung, que no vio la luz hasta 1946 por considerarla los editores demasiado explícita. Después de la guerra siguió viviendo en Londres hasta 1933, cuando volvió a su Australia natal, donde residió hasta su muerte en Drummoyne (Nueva Gales del Sur) en 1954. Su autobiografía Childhood at Brindabella se publicaría en 1963. En Australia uno de los más prestigiosos premios literarios lleva su nombre.

Relacionado con Mi impresionante carrera

Libros electrónicos relacionados

Clásicos para usted

Ver más

Artículos relacionados

Categorías relacionadas

Comentarios para Mi impresionante carrera

Calificación: 4 de 5 estrellas
4/5

1 clasificación0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Mi impresionante carrera - Amado Diéguez

    ALBA

    Nota al texto

    Gracias a la mediación de Henry Lawson, célebre figura de las letras australianas a quien la autora envió su manuscrito, Mi impresionante carrera fue publicada por primera vez en 1901 (William Blackwood & Sons, Edimburgo).

    Prólogo

    Pocos meses antes de dejar Australia recibí una carta que una tal «señorita Franklin» me enviaba desde las montañas. La autora de la carta había escrito una novela, me confesaba, y como no sabía nada de editores ni editoriales me pedía que leyera la obra y le diera algunos consejos. Algo había en aquella carta, escrita con mano vigorosa y original, que llamó mi atención, por lo que mandé a buscar el manuscrito y una tarde aburrida empecé a leer­lo. No llevaba ni tres páginas cuando me di cuenta de lo que el lector sin duda advertirá antes que yo: que aquella novela estaba escrita por una chica muy joven. Seguí leyendo y vi que la obra era australiana, nacida en las regiones del interior. No puedo opinar de los pasajes que hablan de las emociones de una muchacha: prefiero que las juzguen las muchachas que lean el libro; pero las descripciones del paisaje y de la vida del monte australiano me parecieron asombrosa y completamente reales, y sé que, en este aspecto, el libro retrata con fidelidad cómo es Australia, con más fidelidad que ningún otro que yo haya leído.

    Respondí a la carta y la señorita Franklin me confirmó que, en efecto, no era más que una niña. Nos vimos antes de partir yo de Sydney. La señorita Franklin no es más que una muchachita de apenas veintiún años que apenas ha salido del campo* en toda su vida. En este libro recoge su propia vida, y yo estoy orgulloso de él porque honra al país del que procedo, una tierra donde la gente trabaja y se endurece, y sufre y es buena; donde uno de cada dos hombres curtidos es gracioso y compasivo y lleva la tristeza del campo australiano en lo más profundo de su mirada y, en tiempos de dificultad, una sonrisa en el rostro; y donde uno de cada tres es poeta y tiene un corazón muy grande que no sabe cómo llenar los bolsillos.

    HENRY LAWSON

    Inglaterra, abril de 1901

    [Presentación]

    1 de marzo de 1899

    Possum Gully, cerca de Goulburn

    Nueva Gales del Sur, Australia

    ¡Australianos todos, queridos compatriotas!

    Tan solo unas breves líneas para deciros que esta historia trata de mí, solo de mí, y que por ningún otro motivo la escribo.

    Soy muy egocéntrica y no pienso disculparme. En este aspecto al menos, aspiro a superar otras autobiografías. Otras autobiografías la cansan a una con tanta excusa por tanto egocentrismo. ¿A vosotros qué más os da si soy egocéntrica? ¿Qué más os da si es importante o no que yo sea egocéntrica?

    Ésta no es una novela de amor; demasiadas veces he oído ya ese consabido soniquete de penurias y dificultades para perder ahora el tiempo lloriqueando mucho o poco con sueños y fantasías; tampoco es una novela épica; solo es, ya lo he dicho, una historia, una historia real. Tan real, tan realmente real –suponiendo, claro está, que la vida sea algo más que una pequeña y cruel quimera–, tan real, digo, en su hastío y las amargas penas del corazón, como reales son los árboles del caucho en su majestad y sustancia: entre ellos vi yo la luz por primera vez.

    Mi lugar en el mundo no me resulta agradable. Ah, cómo odio esta muerte en vida que se ha tragado enterita mi adolescencia, que engulle con ansia mi juventud, que va a devorar toda mi vida adulta y en la cual va a consumirse mi vejez ¡si es que sufro la maldición de llegar a vieja! A medida que, a través de larguísimos días sobrecargados de esfuerzos, mi vida se arrastra hacia el mañana con su agónica y totalmente irreconciliable monotonía y estrechez. ¡Cuánto se corroe mi espíritu y mordisquea en vano sus irrompibles grilletes! ¡Y siempre en vano!

    Nota especial

    El lector puede zambullirse en la historia de cabeza, por así decirlo. No tema encontrar tonterías, como descripciones de bellos atardeceres y susurros de vientos varios. La mayoría (999 de cada 1.000) no vemos nada en los atardeceres aparte de las señales que anuncian lluvia para el día siguiente, o lo contrario, así que vamos mejor a dejar tan vanas y estúpidas imaginaciones a poetas y pintores, ¡pobres chiflados! ¡Regocijémonos por carecer de su temperamento!

    Mejor nacer esclavo que poeta, mejor nacer negro, ¡mejor lisiado! Porque un poeta debe de sentirse tan solo, tan completamente solo, tan terriblemente solo en medio de sus congéneres, a los que tiene que querer… Y todo porque, simplemente, su alma está tan por encima de la de los pobres mortales como la de los pobres mortales por encima de la de los simios.

    Esta historia no tiene trama alguna porque mi vida no la ha tenido ni, que yo sepa, la ha tenido ninguna vida. No obstante, sí que pertenezco a cierta clase de personas: las que no tienen tiempo para introducir una trama en su vida pero hacen todo lo posible por cumplir con su deber sin regodearse en semejantes lujos.

    I. Me acuerdo, me acuerdo

    –¡Buah, buah! ¡Ay, ay! ¡Ah, ah! Me voy a morir. ¡Buah, buah! ¡Me duele mucho, me duele mucho! ¡Buah, buah!

    –Venga, venga. No vamos a dejar que la pequeña ayudante de papá se muera así como así, ¿verdad que no? Voy a sacar el tocino que teníamos guardado para la cena, voy a colocar un poquito en la herida y lo voy a sujetar con el pañuelo. No llores más. ¡Chist, chist, deja de llorar! Como sigas armando tanto jaleo, el viejo Dart se puede encabritar.

    Es el primer recuerdo de mi vida. Yo tenía apenas tres años. Recuerdo los majestuosos árboles del caucho que nos rodeaban, el sol que, centelleando entre sus rectos y blancos troncos, caía sobre el gorgoteante arroyo bor­deado de helechos que desaparecía a nuestra izquierda bajo una empinada ladera cubierta de vegetación. Era la una de la tarde de un claro día de verano. Nos encontrábamos en una zona alejada de los prados, donde mi padre había ido a dejar sal. Había salido de casa muy temprano, con el rocío de la mañana, llevándome con él en el caballo. Yo iba delante, sobre una almohadita marrón que mi madre había confeccionado a tal efecto. Habíamos dejado los trozos de sal gema en los hoyos de la otra orilla del río. El tejado de cortezas del cobertizo que protegía los hoyos de la lluvia asomaba pintorescamente entre las densas matas de pimienta y almizcle y era visible desde el lugar donde ha­bíamos comido. Volví a llenar de agua el cacillo donde habíamos hecho té y padre apagó el fuego y colgó el cacillo de la silla del caballo atándolo con una tira de cuero de color verde. Los zurrones verdes donde habíamos cargado la sal colgaban de los ganchos de la albarda que doblaba el espinazo del otro caballo, el de carga, un bayo. La silla de padre y la almohada marrón iban sobre Dart, el gran caballo gris en que padre normalmente me llevaba. Estábamos a punto de volver a casa.

    Nos estábamos preparando para salir, así que padre estaba poniendo el bozal a los perros, que acababan de terminarse las sobras de la comida. Los animales se resistían, pero había una razón de peso para ponerles el bozal. Aquel día, padre se había llevado su petaca de estricnina y, con idea de matar algunos dingos, roció grandes dosis sobre varios animales muertos que nos ha­bíamos ido encontrando por el camino.

    Mientras padre estaba ocupado con los perros, yo me entretenía arrancando flores y ramas de helecho, lo que debió de irritar mucho a una enorme culebra que estaba enroscada junto al tronco de un árbol de helecho.

    –¡Serpiente! ¡Serpiente! –chillé, y padre acudió al rescate y despachó al reptil con la vara del ganado. A padre, que estaba fumando, se le cayó la pipa entre los helechos. Yo la cogí, y las cenizas ardientes que cayeron del interior quemaron mis gordezuelas y sucias manos. De ahí el alboroto con que comienza esta historia.

    Con toda probabilidad quemarme en los dedos dejó una huella indeleble en mi infantil cabecita. Porque mi padre tenía por costumbre llevarme con él, pero ésta es la única excursión que recuerdo, y de ella no recuerdo más. Estábamos a más de dieciocho kilómetros de casa, pero ni sé cómo llegamos hasta allí.

    Por aquel entonces mi padre era un terrateniente. Tenía Bruggabrong, Bin Bin East y Bin Bin West, tres fincas que sumaban cerca de ochenta mil hectáreas. Padre era terrateniente gracias meramente a su posición. Solo tenía un abuelo de elevado linaje. Mi madre, en cambio, era una aristócrata con todas las de la ley. Pertenecía a los Bossier de Caddagat y entre sus ancestros figuraba uno de los depravados piratas que saquearon Inglaterra con Guillermo el Conquistador.

    «Dick» Melvyn era tan conocido por su hospitalidad como por su carácter jovial, y nuestra confortable casa de piedra en un recogido rincón de las montañas de Timlimbilly –era de construcción irregular y tenía terrazas pintadas de blanco– siempre estaba a rebosar de gente. Médicos, abogados, gorrones, viajantes, banqueros, periodistas, turistas y hombres de toda clase y condición atestaban nuestra nutrida mesa. Rara vez, eso sí, se veía por allí un rostro de mujer que no fuera el de madre. Bruggabrong era un lugar muy pero que muy apartado.

    Yo era al mismo tiempo la alegría y el terror de aquel caserón. Hoy aún preguntan por mí arrieros y jinetes de la frontera de la región.

    Yo, además, estaba al corriente de los asuntos de todos ellos y podía hacerlos públicos en el momento más inoportuno.

    Con un lenguaje muy florido copiado de la jerigonza de los peones que pululaban por allí y salpicado de los largos vocablos de nuestras visitas, yo planteaba preguntas cuya respuesta era mejor no dar y que cubrían de rubor las mejillas hasta de los más curtidos y recalcitrantes borrachos.

    Nada me habría inducido a mostrar más respeto a un inspector de caminos que a un simple jinete, a un cura que a un boyero. Y sigo siendo igual. Debo de tener el órgano de venerar más plano que una torta de harina, porque nunca me he inclinado ante nadie simplemente por su posición y nunca lo haré. Para mí el príncipe de Gales no es más importante que un esquilador, a no ser que cuando lo conozca demuestre una gran personalidad, pero tendría que ser ya aparte de su posición. Si no, por mí que se pudra.

    No se conserva registro veraz del día en que tuve mi primer caballo, pero debió de ser bien pronto, porque a eso de los ocho años ya era capaz de montar en casi cualquier cosa. En silla de amazona, en silla de hombre, sin silla, a horcajadas o como fuera, a mí me daba igual. Trotaba entre los personajes que paraban por allí con la bravura de cualquier montañés.

    Mi madre me regañaba. Opinaba que me iba a convertir en un chicazo de lo menos femenino. Mi padre le restaba importancia.

    –Déjala en paz, Lucy –decía–, déjala en paz. Esos estúpidos convencionalismos que condenan a su sexo empezarán a preocuparla antes de que te des cuenta. ¡Déjala en paz!

    Y mi madre, con una sonrisita y diciendo: «Tendría que haber nacido niño», me dejaba en paz y yo seguía trotando. Para el tamaño que tenía armaba con la fusta tanto jaleo como el que más. Y los accidentes no me arredraban. Salí ilesa de un buen montón de ellos.

    No sabía lo que era el miedo. Si un vagabundo borracho montaba bronca, yo siempre era la primera en plantarle cara y desde mi mayestática y regordeta estatura –ochenta centímetros– le preguntaba qué quería.

    Cerca de casa abrieron unos pozos y en ellos trabajaban dos hijos de Italia. A madre le ponían nerviosa y aseguraba que no eran de fiar, pero a mí me gustaban, y me fiaba. Me llevaban sobre sus anchos hombros, me atiborraban de piruletas y me convirtieron más o menos en su mascota. Sin que me temblara un músculo bajaba a los pozos más profundos metida en el cubo que ataban a la cuerda de la cabria y que servía para subir el material y a los mineros.

    Mis hermanos y hermanas tuvieron paperas, sarampión, escarlatina y tosferina. Yo me revolcaba en la cama con ellos, pero me libré. Retozaba con los perros, trepaba a los árboles a coger nidos y uncía los bueyes al carro siguiendo las indicaciones de Ben, nuestro boyero, y siempre acompañaba a mi padre cuando iba a nadar a las claras aguas del río, que bajaba de la montaña entre arbustos y corría solitario por una profunda y misteriosa cañada alfombrado de culantrillos y muchas otras variedades de helechos.

    Mi madre me miraba y negaba con la cabeza temblando por mi futuro, pero para padre no era ningún bicho raro. Padre era mi héroe, mi confidente, mi enciclopedia, mi compañero y, hasta los diez años, mi religión. Desde esa edad soy atea.

    Richard Melvyn, ¡qué hombre tan estupendo eras entonces! Un padre bueno e indulgente, un marido noble, un anfitrión mayúsculo, un hombre lleno de ambición y caballerosidad.

    En ese ambiente, y entre los placeres y refinamientos de Caddagat, que se encuentra a unos ciento cincuenta kilómetros más al interior de Riverina, pasé mi primera infancia.

    II. Bienvenidos a Possum Gully

    Yo estaba a punto de cumplir nueve veranos cuando a mi padre se le ocurrió que estaba desperdiciando sus grandes dotes, que las tenía enrolladas en un servilletero tan pequeño y apartado del mundo como Bruggabrong y las Bin Bin, sus tierras. Y decidió trasladar su lugar de residencia a una localidad con más oportunidades para que su talento pudiera florecer.

    Cuando le comentó a mi madre los motivos de la mudanza, se los expuso del siguiente modo: el precio de los caballos y las vacas ha bajado tanto en los últimos años que es imposible ganarse la vida criando esos animales. Hoy en día el único bien rentable son las ovejas, pero en Bruggabrong no podemos criar ovejas, ni tampoco en las Bin Bin. Los dingos harían estragos en los rebaños en un abrir y cerrar de ojos, y sobre las pocas ovejas que quedaran harían presa los cuatreros. Habría entonces que recurrir a la policía, pero sería inútil o algo peor. Porque la policía no podía perseguir a los delincuentes por toda la faz de la tierra, pero, como se empeñaría en hacerlo, caería sobre ella toda la furia de los cuatreros. Resultado –del que no cabía la menor duda–: prenderían fuego a todas las cercas de mis tierras. Y la destrucción de más de ciento cincuenta kilómetros de magníficas cercas de troncos en un terreno tan accidentado como Bruggabrong era algo que él no podía permitir, de ninguna manera.

    Tal era el plausible futuro tras el que padre disfrazaba su deseo de mudarse. La verdad del asunto es que el descontento, esa bruja implacable, le había echado las zarpas encima. Sus huéspedes no paraban de decirle que en las cañadas de Timlinbilly vivía enterrado, que allí estaba perdiendo el tiempo. Un hombre de su valía, un hombre con tan increíble experiencia en la cría de ganado podría, le aseguraban, labrarse una reputación y ganar una fortuna con el comercio de animales o con las subastas, si tenía a bien intentarlo. De modo que Richard Melvyn empezó a pensárselo. Y le dieron ganas de probar. Y probó.

    Se deshizo de Bruggabrong, Bin Bin East y Bin Bin West, compró Possum Gully, una granja pequeña, de unas cuatrocinetas hectáreas, y nos trajo a todos a vivir cerca de Goulburn. Llegamos una tarde de otoño. Padre, madre e hijos apretujados en la calesa, y yo y la criada que nos acompañaba a caballo. El único hombre que padre había retenido a su servicio nos estaba esperando. Nos había precedido con un carro de bueyes cargado de enseres, cuanto padre había conservado de todos los muebles y demás pertenencias, lo justo para ir tirando hasta tener tiempo de establecerse y comprar más, nos dijo. Eso fue hace diez años y ésos son los únicos muebles que todavía hoy tenemos: lo justo para ir tirando.

    Mi primera impresión de Possum Gully fue de amarga decepción, una impresión que el tiempo no ha conseguido borrar ni suavizar.

    ¡Qué plano, vulgar y monótono me pareció el paisaje comparado con las escarpadas cumbres de las montañas de Timlinbilly!

    Nuestro nuevo hogar era una casa de madera de diez habitaciones construida en la yerma ladera de una colina. Árboles del caucho enanos y retorcidos de tronco nervudo y una densa vegetación de cerezas silvestres, lúpulo y arbustos de acacia cubrían la ladera que subía desde una cocina apartada de la casa. La fachada daba a unos campos que, evidentemente, alguien había cultivado alguna vez, pero no se veía una gota de agua por ningún sitio. Más tarde descubrimos allí mismo unos cuantos charcos redondos, profundos y llenos de hierbajos que cuando llovía iban creciendo hasta convertirse en un arroyo que se llevaba todo lo que encontraba a su paso. Possum Gully es uno de los lugares mejor irrigados de la zona y por eso ha resistido a pie firme las más duras sequías. El uso y la experiencia nos han demostrado el valor de sus aguas, bastante claras y deliciosamente blandas. Pero entonces, recién llegados de las montañas, donde en cada cañada hay un arroyo de agua límpida, nos dio asco pensar que era aquello lo que tendríamos que beber.

    Yo me sentía encerrada en nuestro nuevo corral, que no medía más de cinco kilómetros en su punto más ancho. ¿Estaba condenada a vivir allí para siempre, siempre, siempre? ¿No volvería a Bruggabrong nunca, nunca, nunca? Con esa congoja me dormí entre sollozos la noche de nuestra llegada.

    Madre dudaba de la capacidad de su marido para ganarse la vida con cuatrocientas hectáreas la mitad de las cuales solo valían para criar ualabíes, pero padre tenía grandes planes y era muy optimista respecto a su futuro. No estaba dispuesto a quedarse allí plantado como una gallina como todos sus vecinos. Quería comerciar con ganado, hacer de Possum Gully un simple almacén donde gestionar apenas una parte de sus negocios, y luego venderlo.

    ¡Dios mío! Era espantoso pensar que había malgastado la mayor parte de su vida en las montañas, donde el correo no llegaba más que una vez a la semana y el pueblo grande más cercano, seiscientos cincuenta habitantes, quedaba a sesenta y nueve kilómetros. Y con un camino impracticable para vehículos. Aquí, a poco más de veinticinco kilómetros de una ciudad como Goulburn, con espléndidos caminos, correo tres veces a la semana y un apeadero a solo doce kilómetros, ¡haría una fortuna! Tales eran las ideas que surgían de su eufórico y esperanzado corazón.

    Antes de abrir los pozos de Bruggabrong, nuestro vecino más próximo, a excepción, por supuesto, de los jinetes de la frontera, vivía a poco más de veinticinco kil­ómetros. Possum Gully era una zona densamente poblada con casas a un kilómetro de distancia, o a tres o cuatro. La experiencia era nueva para nosotros y necesitamos algún tiempo para habituarnos a sus ventajas e inconvenientes. Si nos faltaba alguna cosa, la encontrábamos siempre a mano, pero la situación se volvía en nuestra contra cuando los vecinos nos pedían algo, porque en el mayor porcentaje de los casos no devolvían lo prestado.

    III. Una vida nada viva

    Possum Gully era un lugar estancado… estancado en el estrecho estancamiento en que se estancan todos los pueblos viejos.

    Estaba habitado principalmente por matrimonios con hijos menores de dieciséis años. En tanto se iban haciendo hombres, los chicos vagaban por los campos e iban a esquilar, conducían los carros o cultivaban la tierra. En casa se aburrían; y además, en cuanto dejaban de ser niños, no había sitio para ellos.

    Nunca pasaba nada. El tiempo no era óbice y los días discurrían tranquilamente hacia el río de los años, dis­tinguiéndose unos de otros solo por el nombre. Un na­cimiento o una muerte, ocasionales, eran grandes acon­tecimientos, pero no había nada más importante que la llegada de un nuevo vecino.

    Cuando ocurría, era costumbre que los cabezas de familia hicieran una visita de inspección y juzgaran si los recién llegados eran dignos de entrar en el seno de la sociedad local. Si daban el visto bueno, sus mujeres se encargaban de completar los ritos de bienvenida con una visita amistosa.

    Tras su llegada a Possum Gully, padre pasaba mucho tiempo fuera ocupado en sus negocios y era madre quien tenía que sacrificarse y atender las visitas de hombres y mujeres.

    Los hombres eran sinceros y campechanos, corrientes y respetables granjeros del campo australiano. Demasiado amables para una visita breve, llegaban y se pasaban horas hablando de nada en particular. Mi buena madre se aburría mucho. Intentaba entretenerlos y sacaba a colación las últimas novedades literarias o los temas de actualidad. Pero todo esfuerzo era vano. Lo mismo le habría dado hablar en francés.

    Los lugareños se pasaban las horas muertas hablando de granjas y vacas, con alguna que otra anécdota absurda del hombre que había vivido en la casa antes que nosotros. Para mí eran todos unos sosos.

    Después de las gráficas descripciones de la vida en las grandes haciendas ganaderas, las valientes aventuras que contaban las cocineras, y las anécdotas de viajes, vida social y caza en África que con frecuencia adornaban la conversación de los invitados en Bruggabrong, aquel interminable parloteo sobre el precio de los productos agrícolas y el estado de los cultivos se antojaba un poco tonto.

    Aquellos hombres solo hablaban, como todo el mundo, de sus asuntos. Y no lo censuro, simplemente quiero señalar que en aquel entonces no nos interesaban, porque en aquel entonces sus asuntos no eran nuestros asuntos.

    La señora Melvyn debió de merecer la aprobación de aquellos especímenes de señor de la creación, porque todas las matronas de Possum Gully fueron a visitarla acto seguido y compitieron entre sí en simpatía y amabilidad. Le regalaron pollos, mermelada, mantequilla, y cosas por el estilo. Llegaban a las dos en punto y se quedaban hasta el anochecer. Hacían inventario de los muebles, daban a madre recetas de cocina, describían mi­nuciosamente las insuperables dotes de sus hijos y debatían con locuacidad cuál es la mejor manera de que las pavas pongan huevos. Antes de irse nos invitaban cordialmente a todos a devolverles la visita y suplicaban a madre que permitiera que sus hijos pasaran un día con los suyos.

    Llevábamos casi un mes viviendo en nuestro nuevo hogar cuando el maestro de la escuela pública de la zona, que se encontraba a tres kilómetros, insinuó a mis padres que, según la ley, debían mandar a sus hijos a clase. Mi madre se puso muy nerviosa. ¿Qué podía ella hacer?

    –¡Pues hacerlo! Manda a los chiquillos a la escuela lo antes posible –zanjó mi padre.

    Pero mi madre puso objeciones. Propuso una institutriz de momento y un buen internado más adelante. ¡Había oído historias tan horribles de las escuelas públicas! Qué espanto verse obligada a mandar a sus queridísimos hijos a una de ellas: ¡se echarían a perder en una semana!

    –Esos niños no, ni mucho menos –dijo padre–. Déjalos ir una semana o quince días, o incluso un mes. No creo que en tan poco tiempo vayan a estropearse mucho. Y luego contrataremos a una institutriz. Por tu salud, ahora no puedes buscar una y es del todo imposible que pueda ocuparme yo en estos momentos, tengo varios asuntos pendientes que resolver. De momento, manda a los chicos a la escuela.

    Fuimos a la escuela y, por la fina piel de nuestros zapatos y la delicadeza, y los volantes, de nuestros delantales, todos pensaron que éramos unos niños bien. Los demás eran, en su mayoría, hijos de granjeros muy pobres que complementaban el dinero que les daba la granja trabajando como peones camineros, acarreando madera o con cualquier tarea que les cayera entre manos. Todos los niños iban descalzos; y la mitad de las niñas. La escuela estaba en una colina cubierta de matorrales, pero el maestro vivía en casa de un vecino a kilómetro y medio de distancia. Era demasiado aficionado a la bebida, así que los padres de sus alumnos vivían con la constante perspectiva de su despido en mente.

    Hace casi diez años que los gemelos (nacieron después que yo) y yo nos matriculamos en la escuela pública de Tiger Swamp. En ella completé yo mi educación y los gemelos la suya –les llevo once meses–. Mis demás hermanos y hermanas también van a completar su educación allí. Es la única escuela que hemos visto o conocido. Incluso hubo un tiempo en que padre hablaba de rellenar las solicitudes, gratuitas, de ayuda económica para niños. Pero madre –el orgullo de una mujer viste más capas que el de un hombre– nunca permitió que cayésemos tan bajo.

    Todos los vecinos eran muy amables, pero uno en particular, un tal James Blackshaw, dio muestras de desear una especial camaradería con nosotros. Era una suerte de autoproclamado jeque de la comunidad. Para él era normal tomar bajo su protección a los recién llegados y con oficiosos y bienintencionados esfuerzos conseguir que se sintieran como en casa. Nos visitaba todos los días, dejaba atado su caballo a la cerca debajo de un árbol del patio y, cuando madre no le veía, charlaba con Jane Haizelip, nuestra criada, con quien podía pasarse hasta una hora o

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1