Hay un almuerzo en la Comunidad Valenciana muy distinto al de cualquier otro territorio conquistado, que suscita leyendas y expediciones. El esmorzaret –que así se denomina– constituye una gesta cotidiana: un ritual pagano y de talante pantagruélico, concebido para los apetitos más intrépidos. Porque claro, hay que zamparse un bocadillo de barra entera y relleno rebosante –habitas, hígados, calamares, tortilla–, la picaeta –cacahuetes, aceitunas, encurtidos, tramussos–, con cerveza para pasar la miga y un carajillo para despedir la fiesta. El avituallamiento de calorías suele ser contingente, sin ton ni son, con el fin de perpetrar una reunión de media mañana –entre las 9 y las 12 horas–, junto al grupo de amigos o los compañeros de trabajo. El género de esta frase no es azaroso.
Sea cual sea el menú, los héroes literarios suelen ser machos fornidos, que no damiselas en apuros, a quienes todavía cuesta imaginar engullendo un Chivito –uno de los bocatas clásicos, junto al Almussafes o el Blanc i Negreo apurando el –un café ardiente de tres capas–. Las palmadas en la espalda se reservan para los que siempre comieron más y esquivaron menos las