Anacronías en Brighton
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«Quiero poder perder mil veces, pero sin perderme a mí con ello. Quiero seguir siendo de las que madrugan y dejan correr las horas entre libros y cafés, de las que buscan cosas absurdas en las que tener fe y de las que no necesitan gritar "triunfé" para sentir orgullo por ser quien es».
La novela transcurre en Brighton, una pequeña ciudad situada en la costa sur de Inglaterra. En ella vive Álex, una joven española de veintitrés años que, tres años atrás, decidió seguir su instinto y mudarse a esa pintoresca ciudad en busca de inspiración.
Allí, conocerá a Lili, una misteriosa señora italiana de setenta y tres años procedente de una humilde familia de sastres de Génova, una ciudad marinera de la costa italiana. Lo que Álex no sabe es que sus historias, a pesar de no discurrir de manera lineal en el tiempo, desde siempre han estado entrelazadas y, por tanto, encontrarse con Lili significará un cambio radical en el trascurso de su vida.
Paula Martín Martín
Mi nombre es Paula Martín Martín, nací el 21 de enero de 1996 en Gran Canaria, una de las islas de la comunidad autónoma española de Canarias, frente al noroeste de África. Estudié la carrera de Traducción e Interpretación de Inglés y Alemán y, desde entonces, he trabajado como profesora de idiomas. Me considero una persona despierta y dispuesta a dejarse sorprender por las aventuras que le depara la vida. Soy una gran apasionada de lo natural y, como buena isleña, de disfrutar de los pequeños placeres de la vida.
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Anacronías en Brighton - Paula Martín Martín
Anacronías
en Brighton
Paula Martín Martín
Anacronías en Brighton
Primera edición: 2020
ISBN: 9788418369810
ISBN eBook: 9788418369346
© del texto:
Paula Martín Martín
© del diseño de esta edición:
Penguin Random House Grupo Editorial
(Caligrama, 2020
www.caligramaeditorial.com
info@caligramaeditorial.com)
Impreso en España – Printed in Spain
Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Me gustaría aprovechar estas líneas para agradecer
a todo aquel que, incluso sin entender, conocer
o pretender, se ha limitado simplemente a dejarme ser.
I. Otro lunes impar
Era lunes, lunes impar, lo que significaba que tocaba poner rumbo al Gracy’s, la cafetería más acogedora de todo Brighton. Reconozco que siempre he sido una persona a la que madrugar le reconforta, pero los lunes de Gracy’s, siempre, sin motivo aparente, escondían una emoción diferente.
Eran aproximadamente las 07:50 y, tras mi paseo matutino por el parque Normin, ahí estaba Sherly con su guiño cómplice y su sonrisa hogareña que me hacía olvidar que ese día se cumplían tres años desde que decidí dejarlo todo y mudarme a esa pequeña ciudad del sur de Inglaterra.
Al llegar, aparqué la bicicleta frente a la entrada, saqué de la cesta unas cuantas hojitas de lavanda que había recogido por el camino para Sherly y dejé el abrigo en el recibidor. Me di la vuelta y, como cada mañana, ahí estaba, la tercera mesa a la izquierda lista. Sherly se había encargado de que nadie la ocupara antes de que yo llegara. Entonces se acercó a la mesa con la excusa de querer asegurarse de que iba a pedir lo mismo de siempre. Sherly sabía que era una persona de costumbres, pero también sabía que la idea de irme de aquella pintoresca ciudad rondaba mi cabeza y quería comprobar si ya había tomado alguna decisión o si, hablándome de lo bien que se estaba portando el tiempo ese año, la idea de volver se evaporaría de mi mente.
—Mmm, ¡pero qué olor más agradable! ¿No será eso lavanda? —dijo mientras me apartaba el pelo para besarme la frente—. Buenos días, pequeña, ¿cómo amanece hoy la flor más bonita de todo Brighton?, ¿qué tal ha ido la meditación de esta mañana?, ¿te ha hecho cavilar tanto como lo hizo la de la última vez?, ¿algún pensamiento nuevo rondando esa cabecita del que me tenga que preocupar? —me preguntó con un tono risueño.
Como siempre, Sherly no paraba de hacer preguntas. Me hacía recordar al sonido que emite una cafetera en marcha, aquel que no cesa hasta que por fin consigue hacer salir hasta la última gota de café.
—Buenos días, Sherly, desde luego, ¡hay que ver qué bien te sienta ese nuevo mandil, te hace una silueta de escándalo! —le dije evitando profundizar en la conversación.
—Verás, pequeña, lo cierto es que una vieja como yo la única silueta que conserva es aquella que dibuja en las galletas —me respondió tras dejar escapar un suspiro enternecedor. Y retomó la conversación preguntándome, ahora sí, por el desayuno—. Entonces, querida, ¿marchando una tostada de tomate especiado acompañada de un café asustado por una gotita de bebida vegetal?
Desde luego, Sherly siempre sabía cómo hacerme reír. La conocí el mismo día que llegué a Brighton y, desde entonces, siempre se había encargado de hacer que me sintiera como en casa, tratándome como a una más de sus siete hijos. Y, esta vez, a pesar de que aún quedaban un par de meses para que llegara la Navidad, ella ya estaba dando por hecho que, otro año más, la pasaría con ellos. Año tras año las pasábamos en su humilde casa de Clerk, una casa-cabaña impregnada de ese maravilloso olor a pastel de calabaza y jengibre del que solo su abuela, su madre y ella conocían la receta.
Tener la oportunidad de pasar la Navidad con la familia de Sherly significaba teletransportarse a una de esas cálidas películas de domingo. Cada año, Sherly se encargaba personalmente de que no faltara ni el más mínimo detalle, ya que en esa casa no se concibe una Navidad sin la presencia de cientos de luces parpadeantes iluminando cada rincón, o sin las fundas de cojines cosidas a mano por la bisabuela Clarita. A todo esto siempre hay que sumar mi momento favorito, aquel en el que los hijos mayores de Sherly tratan de entonar los villancicos mientras desempolvamos los adornos que más tarde colocaremos en el árbol.
Era imposible negarse. Sherly nunca