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Devastación (Crónicas de dos universos 4): Crónica de dos universos IV
Devastación (Crónicas de dos universos 4): Crónica de dos universos IV
Devastación (Crónicas de dos universos 4): Crónica de dos universos IV
Libro electrónico604 páginas8 horas

Devastación (Crónicas de dos universos 4): Crónica de dos universos IV

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La aventura que empezó en la Tierra, ahora se transforma en una odisea espacial.

La Tierra ha sido abandonada, ya es un lejano recuerdo para Alice y Adam, quienes se mueven por mundos que jamás hubiesen podido imaginar. El enemigo cada día que pasa se vuelve más poderoso y es por ello que ya solo queda la solución de las joyas para dar con aquel ser de leyenda, el cual se encuentra en paradero desconocido. Por tanto, un equipo de guerreros y sabios han sido seleccionados para una odisea que los llevará a todos más allá de sus límites.

Mientras tanto, el enemigo sigue avanzando y muchos mundos caen ante su avance imparable. ¿Podrán nuestros héroes llegar a tiempo antes del final de todo, antes de que den con la ciudad de Arbanar, centro neurálgico de nuestro universo?

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento18 abr 2019
ISBN9788417669911
Devastación (Crónicas de dos universos 4): Crónica de dos universos IV
Autor

Thomas Larmin

Thomas Larmin nace el 13 de noviembre de 1974 y colabora de forma habitual escribiendo artículos en periódicos. Después de Alice, Primer contacto y El comienzo, Devastación es la cuarta entrega de la saga «Crónicas de dos universos».

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    Devastación (Crónicas de dos universos 4) - Thomas Larmin

    Prólogo

    Esta guerra que asolaba el cosmos no parecía conocer la tregua. No mientras Ornarkos siguiera comandando sus fuerzas en pos de la total conquista de nuestro universo. Muchos eran los hechos acontecidos desde que Alice y Adam abandonaron su pequeño mundo para aventurarse en un mundo del que desconocían absolutamente todo. Esto no bastó para amilanarlos. Comprendían a la perfección cómo debía de encontrarse el cosmos después de las explicaciones de Verderk. Y no pensaban quedarse parados hasta que todo terminase. Tenían ganas de luchar y de hacer pagar al bando enemigo sus monstruosidades, pero para ello ya habría tiempo. Por el momento, se les acercaba una misión completamente diferente a la de enfrentarse cara a cara con sus enemigos, de eso ya se ocupaban otras fuerzas. Por más que luchaban con una valentía fuera de lo normal, el Reino Galáctico no cesaba de perder terreno ante sus adversarios, liderados por un monstruoso ser salido de otra dimensión en la que no parecía existir rastro alguno de bondad.

    Las huestes de Ornarkos iban ganando terreno minuto a minuto, hora a hora, día a día. Pero eso no significaba que todo estuviese perdido, ¡no! Todavía existían batallas en las cuales la victoria estaba en las manos del reino. Pero, por desgracia, estas iban menguando, debido al empuje abrumador de sus enemigos. Costase lo que costase, se encontraban en la obligación de resistir hasta el final, para bien o para mal. Nada estaba aún decidido y si los guerreros del Reino Galáctico eran tan valientes como pretendían, entonces, quedaban muchas batallas que ganar y una guerra que conquistar. Una guerra que probablemente acabaría con todo tipo de conflicto, dejando a las civilizaciones de nuestras galaxias fuera de cualquier peligro, al menos por un buen tiempo. Pero todo esto todavía quedaba muy lejos. No se debía adelantar ningún tipo de conclusión hasta que todo terminase de una vez. Ya fuese para bien o para mal, esta monstruosa guerra no había parado de crecer cada momento que pasaba y eso era algo que debía terminar lo antes posible para que todos los mundos de este lado del universo pudiesen vivir en paz o ser completamente esclavizados por sus conquistadores.

    Parte I

    El general Luar

    «El miedo siempre está dispuesto a ver las cosas peor de lo que son».

    Tito Livio

    «Teme a quien te teme, aunque él sea una mosca y tú un elefante».

    Muslish-Ud-Din Saadi

    Capítulo I

    Durante treinta años aproximadamente después de la llegada de Alexio a la Tierra, a lo largo del Universo la Guerra sigue cosechando estragos

    A lo largo de miles y miles de galaxias, la guerra no cesaba, pero esa no era la única cuestión. Cada minuto que pasaba se volvía más cruenta, más despiadada. Y todos los pueblos inmiscuidos lo sufrían en sus carnes

    Tanto las fuerzas de la luz como las de la oscuridad no aflojaban en su lucha a lo largo de todos los mundos conocidos. Por un lado, se encontraban las huestes de Ornarkos, decididas a conquistar y esclavizar a todas las civilizaciones que habitaban este universo. Mientras que, por otro lado, teníamos a las fuerzas gobernadas por el rey Alexio, prestas a proteger a todo planeta, sistema o galaxia, que necesitase de su ayuda.

    Desde la batalla de Gavonealth, las fuerzas de ambos bandos se encontraban muy parejas, pero, poco a poco, parecía que los ejércitos del Reino Galáctico, comandados por Verderk, tomaban la delantera y se impusieron en innumerables mundos, controlados por sus antagonistas. Cada combate que se ganaba, cada batalla en la que se vencía, cada lucha que se resolvía animaba a millones de seres a afiliarse a sus filas en cuanto se daban cuenta del enorme peligro que representaría una victoria de Ornarkos y sus ejércitos.

    Durante todo este tiempo, Verderk no paró de luchar y volverse más poderoso cada vez que lo hacía. Poco a poco, su nombre empezó a sembrar el pánico entre sus adversarios. Sus poderes no cesaban de crecer y si en alguna batalla aparecía su figura, automáticamente, esta se ganaba, tal era la influencia y la valentía que insuflaba entre sus filas. Los demás generales lo admiraban. Para muchos de aquellos guerreros, entre los que se incluía su máxima defensora y pupila, la general Vanya, Verderk era «un faro en lo alto de una isla, en plena mar de tormentas», alguien en quien todos podían confiar. Existían rumores que afirmaban que Verderk también sería capaz de derrotar a Ornarkos. Por supuesto, eran totalmente infundados y este no les daba ninguna credibilidad ni importancia. Rumores a los que no prestaba ninguna atención, puesto que bien sabía él que no era rival para aquel monstruoso ser salido de la peor de las pesadillas. No obstante, la influencia que ejercía sobre su bando era la de un líder nato, por encima de la de su rey y amigo.

    Sus enemigos sentían pavor cuando reconocían su rostro en batalla. Las fuerzas enemigas al oír, y sobre todo al ver, a dicho guerrero perdían gran parte de su valor. Nadie quería enfrentarlo, ni siquiera los generales que comandaban los ejércitos enemigos. Todos sabían que no eran rival para él. Tampoco Luar, probablemente el general más poderoso que existía entre las filas de Ornarkos, al menos, por el momento. Después de su último encontronazo en el planeta Tsulamen, casi no lo cuenta. Lo salvó la rápida intervención de sus guerreros tradontios, quienes pudieron ponerlo a salvo, antes de que este se decidiera a acabar con su vida. Verderk había traído un soplo de aire fresco, y con él venía la esperanza.

    Y mientras tanto, las fuerzas oscuras iban perdiendo terreno y mundos en favor de los ejércitos del Reino Galáctico, comandados por su máximo general.

    En el seno de las filas enemigas, existía un cierto desasosiego al ver que su líder no entraba en batalla. Parecían no importarle nada las batallas perdidas ni todas las tropas masacradas. Y eso que el número de bajas entre sus filas comenzaba a ser más que preocupante. Ornarkos solo poseía ojos para su búsqueda, parecía lo único importante en esta guerra, desde su punto de vista. Era un ser que carecía completamente de sentimientos positivos. Nadie le importaba ni un poco, así que unas cuantas batallas perdidas y unos cuantos millones de bajas no lo detendrían. Ya llegaría el momento de realizar su aparición con todo su potencial y su grandeza.

    Ornarkos solo necesitaba encontrar el extraño objeto, un objeto que lo llevaría a una victoria aplastante sobre sus enemigos. Nadie sabía a la perfección lo que podía llegar a ser, pero visto la importancia que su líder le daba, sus tropas creían que aquel objeto sería el arma definitiva que los llevaría hacia una victoria absoluta, ya que nadie podría hacerle frente, absolutamente nadie.

    El general Luar, a veces, se preguntaba si Ornarkos había perdido la razón. Lo desconcertaba que siguiese tan sereno ante todos los reveses que sus ejércitos no dejaban de cosechar. No parecía importarle mucho, la verdad. Así era el liderazgo de su señor.

    Todas sus tropas en retirada en un gran número de mundos y nada quebrantaba su determinación.

    Todo podía sucumbir si no entraba en acción, pero por alguna extraña razón, solo algunas veces se lo encontraban lejos de su palacio, muy cercano a un vacío del infinito.

    Por ahora, todas sus investigaciones y rastreos los habían llevado a callejones sin salida, donde no encontraron absolutamente nada, pero se acercaban en cada paso un poco más y eso Ornarkos lo notaba. Aunque nunca mostraba su estado de ánimo exterior, en su fuero interno, algo le decía que pronto llegaría ese exquisito momento en el que se fusionaría con el poder dejado por todos sus anteriores descendientes acumulándose en algún recipiente preparado para poder aguantar toda esa energía.

    No fueron pocos los intentos de convencer a Ornarkos de que se inmiscuyera más en la guerra. Una guerra que en un principio estaban ganando pintaba mucho peor desde la debacle de Gavonealth.

    No obstante, Ornarkos no se decidió a aparecer en ninguna batalla, a pesar de que sus huestes perdían terreno en pos de sus enemigos. «No es normal», se decía el general Luar.

    En el otro bando, los guerreros basaban toda su confianza en el odiado Verderk, quien no paraba de llevarse grandes e importantes triunfos. Cada vez más rápidamente, las fuerzas de Ornarkos eran superadas. ¿A qué esperaba? ¿Qué es lo que tenía en mente?

    Ninguno de sus guerreros comprendía la posición por parte de su señor, quien parecía negarse a abandonar su mundo fortaleza, cercano a una puerta del infinito, allí donde reinaba una enorme oscuridad. Era cierto que las cosas distaban mucho de estar acabadas. No obstante, un gran número de mundos ya conquistados fueron de nuevo recuperados por los ejércitos del Reino Galáctico. Mundos que perdieron ante brutales contrataques por parte de unos ejércitos del Reino Galáctico mucho mayores que al principio de estallar esta guerra.

    Posiblemente, las fuerzas se duplicaron con Gavonealth, lo que permitió que muchos valerosos guerreros se alistaran entre sus filas, doblando la totalidad de estas. Aun así, las fuerzas enemigas seguían siendo muy superiores en número, pero les faltaba un auténtico líder que los guiase y eso se dejaba notar en el resultado final de innumerables batallas.

    Si un ejército entra en liza sin poseer verdaderos comandantes que enfervoricen a sus guerreros, entonces, ese ejército no tiene ninguna posibilidad de victoria. Si, además, los hombres que lo forman notan que a su líder no le importa si viven o mueren, eso ataca directamente al estado de ánimo de las tropas. Por lo que no luchan igual que sus contrincantes y son rápidamente vencidas.

    Un día cualquiera, el general Luar se hallaba enfrascado entre cientos de libros recuperados en Tsulamen, a modo de castigo, debido a su desobediencia al intentar retar a Verderk en un duelo. Un hecho por el cual su señor lo sacó de la primera línea de batalla para que se ocupase de buscar lo que él tanto ansiaba.

    De repente, apareció un soldado jexgomintha, entrando a la carrera en la biblioteca y sin pedir permiso, se dirigió veloz hasta donde se encontraba su general.

    Parecía que aquel jexgomintha era portador de nuevas muy interesantes, que solo quería compartir con su superior.

    —¡General! —voceó aquel emisario mientras observaba a Luar no quitarle los ojos a un enorme libro que se encontraba justo delante de él y que parecía estar relleno de garabatos innombrables.

    —¿Sí?

    —Hemos localizado un antiguo mensaje que podría haber sido lanzado por el rey Alexio, cuando lo perdimos en Tsulamen, señor.

    —¿Y qué tiene que ver eso conmigo? —le reprochó Luar.

    —Creo que debería escucharlo, señor. Puede que sea mucho más interesante de lo que creemos.

    —¿Un viejo mensaje, dices?

    —Sí, mi general.

    —Y del rey Alexio, por lo que me cuentas.

    —Sí, señor —le manifestó el soldado. Un mensaje que se había perdido entre las curvaturas del espacio durante unos quince años, proveniente de Alexio. La verdad es que solo podía ser como mínimo interesante. Luar levantó la vista de aquel gigantesco libro para dirigirse al soldado que le portaba dicha noticia.

    —¿Del rey Alexio, dices?

    —Sí, mi general.

    —¿Cómo es de viejo el mensaje?

    —Por lo que parece, se envió por un canal no seguro, lo que ha hecho que las ondas anduviesen rebotando de aquí para allá durante unos quince años, más o menos —le confirmó aquel soldado.

    —¿Quince años, me dices?

    —Sí, señor.

    Al escuchar el tiempo pasado, Luar realizó sus cálculos, sabiendo de por sí que aquel mensaje era de vital importancia, puesto que, seguramente, podría ser una de las claves del misterioso paradero al que llegó Alexio después de la matanza de Tsulamen. El tiempo lo confirmaba. ¡Todo coincidía! El cerebro de Luar se puso en marcha e, inmediatamente, juntó todas aquellas piezas sueltas que le estaban siendo señaladas. «Quince años», se repitió por enésima vez. Más o menos el tiempo que había pasado desde la Batalla de Tsulamen. No cabía duda alguna de que aquel mensaje era de gran importancia, por lo que decidió cerrar el libro de inmediato y dirigirse hacia el soldado que acababa de llegar con la noticia.

    —Llévame hasta la sala de comunicaciones de inmediato. Necesito saberlo todo acerca de esto —le ordenó Luar.

    —Sí, mi general.

    Una vez en la sala del cuartel general de espionaje de la fortaleza de Luar; este, nada más entrar, ordenó de inmediato que le mostraran dicho mensaje. La verdad era que no se podía discernir muy bien lo que decía, ya que al cabo de tanto tiempo las ondas se fueron distorsionando poco a poco, debido a la inmensidad del universo. Pero una cosa estaba mucho más que clara. Y esa no era otra que la procedencia de aquel mensaje se ubicaba en una galaxia muy lejana y perdida, en la que ninguna fuerza, ya fuese enemiga o amiga, había encontrado o buscado alguna posibilidad de vida inteligente.

    —¿Estáis seguros de que el mensaje lo envió Alexio? —preguntó un desconfiado general.

    —Sí, mi general, de eso no cabe la menor duda. Fue él. Nuestros instrumentos son totalmente de fiar. Es la longitud de onda que suelen emplear nuestros enemigos, por lo que no existe ninguna duda. Lo que está escuchando con una voz muy deformada pertenece al rey Alexio. La máquina la ha contrastado a la perfección y no existe margen de error. Señor, es la voz del rey, aunque se halle dañada, debido a la acción del tiempo y de las vibraciones interestelares.

    —Perfecto, soldado —lo congratuló el general; acto seguido, se dio la vuelta para dirigirse al lugar donde siempre se comunicaba con su señor. Parecía que por fin iban a saber dónde se ocultó durante ese breve periodo de tiempo el rey Alexio. Un hecho en sí que era de lo más importante, desde su punto de vista. Aquella galaxia con uno de sus sistemas solares merecía una pequeña visita por su parte. Necesitaban saber qué sucedió en aquel lugar, donde llegó a parar la Carta Astral y donde, seguramente, se habría escondido una de las preciadas gemas que buscaban ambos bandos. Decidió que era el momento de ponerse en contacto con su superior, quien aguardaba toda clase de noticias referentes a las gemas, la Carta Astral y su interminable búsqueda.

    Luar emprendió el camino que lo llevaría hasta su sala privada, en donde entraba solo él, el lugar en el que se comunicaba con su señor Ornarkos, lejos de oídos indiscretos. Era verdad que habían logrado infiltrar a alguien entre las fuerzas enemigas, por lo que seguro que sus enemigos lograron también, gracias a sus servicios secretos, camuflar a más de un espía entre las suyas. La sala en sí tenía un aspecto cúbico perfecto. El acceso, si es que se le podía llamar de tal manera, era una especie de vértice que solo dejaba pasar a Luar. Nadie más podía acceder. En realidad, parecía un enorme cubo de proporciones medianas, totalmente diferente a cualquier otra estancia del palacio, fabricado de una sola pieza. Se acoplaba en la nada. Se sostenía en la nada y se accedía por una suerte de escalones oscuros y alargados, que llegaban hasta el marco de la entrada, colgando sobre un pozo que parecía no poseer final alguno y donde su entrada se deformaba para dejar pasar al general. Allí lo esperaba su señor para ser puesto al corriente de los avances supeditados a su búsqueda del tesoro. Nada más sentarse en el extraño trono tallado en algún tipo de cristal desconocido, inmediatamente y sin dejar tiempo a nada, apareció ante su demanda el rostro bien conocido de su señor, quien no tardó mucho en preguntarle sobre sus nuevos avances.

    —¿Y bien, general? ¿Has encontrado algo?

    —Sí, mi señor.

    —Bien, muy bien. Cuéntame, pues. Estoy impaciente por saber qué es lo que has descubierto.

    —¿Se acuerda de cómo hace unos quince años ganamos la batalla de Tsulamen?

    —Sigue —le expresó este con una cara que demostraba cada vez mayor interés al escuchar el nombre de Tsulamen.

    —Pues bien, parece que hemos interceptado un mensaje que se perdió en el espacio y el tiempo, en el que se puede identificar a la perfección la voz del rey Alexio, solicitando una pronta recogida en las siguientes coordenadas, muy cercanas al lugar, donde debió de estrellarse. Por lo tanto, es seguro que allí se halla o hallaba una de esas gemas que tanto nos interesan, señor, y que parecen haber desaparecido de la mente de todos.

    —¿Estás seguro de todo esto que me estás narrando, general? —le preguntó Ornarkos.

    —Más que seguro, señor —contestó el general Luar.

    —¿Entonces, puede que esos objetos se encuentren allí? ¿Lo crees posible? Hace mucho tiempo que no oímos nada sobre esa historia ni sobre las gemas.

    —No lo sé, señor. Pero, sin embargo, de lo que sí estoy totalmente seguro es de que cuando el rey volvió a Arbanar, no las portaba consigo. Ha costado muchos años reunir esa información, pero, ahora, sabemos que es absolutamente cierta gracias a una de nuestras fuentes. Sabemos perfectamente que los objetos no viajaban con él. O bien pudo haberlos escondido en algún lugar o haberlo dejado en aquel pequeño planeta desconocido para todos nosotros. Podría ser una posibilidad, un punto de vista interesante que deberíamos seguir, señor. Además, como ya le expliqué, en aquella batalla lo herí gravemente, por lo que si hoy en día sigue con vida, es porque tuvo que recibir algún tipo de ayuda. Alguien que, seguramente, forme parte de ese mundo.

    —Sí, podría serlo —repitió Ornarkos, quien al mismo tiempo cavilaba en su cabeza un plan.

    —Señor. Deje que me desplace hasta aquel planeta. Por lo que sabemos en estos momentos gracias a nuestros servicios de inteligencia, se ha podido identificar que el planeta en cuestión está compuesto por seres inteligentes, aunque muy atrasados tecnológicamente y con un poder irrisorio. ¿O quizás prefiera invadirlo?

    —No, no quiero que se llame la atención. Si lo que me cuentas es cierto, nuestros enemigos estarán muy atentos a lo que ocurra en aquel mundo. Por lo que no es momento para invadir nada y que se descubran nuestras intenciones. Seamos pacientes. Ya le llegará el turno tanto a ese mundo como a todos los demás, el día que conozcan la subyugación más absoluta

    —Sí, mi señor. ¿Y qué propone usted que hagamos en tal caso?

    —Viajarás tú solo a ese planeta. Quiero que intentes descubrir todo lo posible sobre lo sucedido en ese mundo. Encuentra desde dónde se envió aquel mensaje. Creo que sería una información de lo más importante. Los objetos podrían tanto seguir allí como no. ¿Qué clase de especie son?

    —Son humanos, señor.

    —¿Humanos, dices? ¿Y tan atrasados se encuentran?

    —Sí, eso parece.

    —Bien. Entonces, esto es lo que quiero que hagas: desplázate hasta ese planeta y que te ayuden a buscar dichos objetos, si es que todavía están allí. Hazlo de la manera más sutil posible. Que se entere la menor gente posible. Si son humanos atrasados, serán seres corruptos. Así que entabla conversación con alguien que te pueda ser de gran utilidad y que te ayude a buscar esos objetos o cualquier hecho extraño que sucediera durante aquellas fechas y que nos pueda ser de algún interés.

    —Bien, mi señor. Así se hará.

    —¿Estás absolutamente seguro de que tus fuentes no han encontrado u oído hablar de ninguno de esos objetos entre nuestros enemigos?

    —Sí, absolutamente. Solo falta un pequeño detalle que me gustaría tratar con usted.

    —Bien, general. Cuéntame lo que deseas saber.

    —Es concerniente a nuestros mejores espías. ¿Seguimos guardándolos en estado latente?

    —Sí. Al menos, nuestra mejor baza. Nos será de gran utilidad llegado el momento que entre en acción.

    —Estoy totalmente seguro de ello, milord.

    —Buen trabajo, Luar. Ahora, ocúpate de hacerles una visita a esos humanos y confecciona un plan con alguien que se pueda fácilmente corromper y que ostente el suficiente poder como para ayudarnos en nuestra búsqueda.

    —Gracias, señor. Así se hará.

    Y la imagen de Ornarkos se desvaneció del centro de la habitación.

    «¡Por fin!», se dijo el general Luar. Por fin iba a poder abandonar esa maldita biblioteca y buscar un poco de acción en el universo.

    De inmediato, dio la orden de que le prepararan su pequeña nave, una de las más veloces que su flota poseía. En unos pocos minutos ya se hallaba en su interior, integrando al aparato las coordenadas desde donde aquel mensaje había sido enviado por un medio de lo más arriesgado para sus oponentes y que después de tanto tiempo de búsqueda, al final pudieron dar con él. Cerró la escotilla, sentándose en un cómodo asiento de navegación e inmediatamente la nave despegó a toda velocidad, en dirección hacia nuestro planeta. Por desgracia para la Tierra, y tal y como lo vaticinó Alexio, esta acababa de ser descubierta por sus enemigos. Era la hora de que la Tierra, como peón, hiciese su aparición en este enorme tablero.

    Capítulo II

    Domingo 12 de agosto del año 2001. Bosque cercano a la sede de la Central de Inteligencia de Estados Unidos. Langley, Virginia. 10:15 A. M.

    Si de algo se encontraba seguro el general Luar, era de a quién debía acudir para que le prestase ayuda en este pequeño planeta, tal y como se lo dejó bien recalcado su señor. Fue divertido aterrizar con su pequeña nave invisible e indetectable en las inmediaciones de un extenso bosque que se hallaba en las afueras de la Agencia Central de Inteligencia de los Estados Unidos. Luar no había perdido tiempo y mediante la tecnología de su nave, antes de aterrizar, se ocupó de robar toda la información posible sobre este pequeño planeta.

    ¿Cómo lo hizo? Bien fácil: invadió los datos de información de varios de nuestros satélites sin que nadie en la Tierra se enterara. Es así como supo a quién acudir una vez estuviera en nuestra atmósfera, gracias a toda la información que pudo sonsacarles a aquellos cacharros. Gracias a ello, tuvo acceso a todo lo concerniente a nuestra civilización, idiomas principales y demás historias. Por encima de toda esa información, pronto dedujo quién podía ser la persona ideal con la que debía entablar una conversación. Además, todo parecía sonreírle, ya que el mensaje de Alexio se envió desde una posición muy cercana a la de su futuro contacto. ¿Coincidencia? ¡En absoluto! Más bien parecía una de esas situaciones en las que intervenían otras fuerzas.

    No esperaba divertirse mucho con esta visita de «cortesía», pero todo cambió, cuando vio desde la distancia a un grupo de lo que probablemente serían matones o granujas terrestres, que se encontraban encima de sus motos. Aquellos motoristas vivían de una forma para nada en consideración con las leyes de nuestro planeta, adeptos a la violencia gratis y saltándose cualquier regla creada por las instituciones. Verdaderos matones de carretera que, por desgracia para ellos, se iban a cruzar con un ser con quien no podían competir en perversidad y vileza. ¿Pero cómo iban a saberlo?

    La maldad terrestre iba a cruzarse con un ser milenario dotado de una crueldad sin igual en nuestro planeta. La banda o grupúsculo iba a entrar en contacto con algo que no comprendía ni lo haría nunca. Ellos, a quienes les importaba demostrar una superioridad moral total sobre el resto de sus coterráneos, pronto iban a aprender lo que realmente significaba la palabra «superioridad».

    Nada más ver a un triste encapuchado gris que se alejaba por el bosque que en estos momentos pertenecía a sus dominios, no tuvieron otra mejor idea que la de divertirse durante un buen rato a costa de aquel mendigo. ¡Total! ¿Quién lo echaría de menos?

    Lo que nunca imaginaron era la identidad de aquel encapuchado a quien creían humano y al que habían, para su enorme equivocación, confundido con un mendigo en busca de un sitio donde dormitar. Este ser iba realmente a demostrarles lo que la palabra terror significaba. ¡Qué poco conocían lo que el futuro los iba a deparar!

    —¡Eh, tú! ¡Mendigo! —le gritó el jefe de la banda. Un terrestre de unos cien kilógramos de peso, con una extensa barba que recorría toda la parte de su cara que no era ocupada por la viruela. Ojos llenos de maldad, perdidos por el exceso de drogas que debían de meterse cada día—. ¿No te han dicho que tienes que pagar un precio por andar por mis bosques, pedazo de andrajoso?

    Ante estas frases tan básicas, el resto de la banda no paró de reírse a carcajadas, comprendiendo que iban a pasar un buen rato a cuenta de aquel pobre desdichado. Más o menos, eran dos docenas de moteros en aquel campamento improvisado, a cuál con un aspecto más malévolo. Por desgracia para ellos, pronto iban a descubrir un terrible secreto. Ante el grito de aquel humano, el general Luar se paró en seco. No tenía la menor intención de esquivar el encontronazo con aquellos patéticos seres. Demasiado tiempo había estado castigado entre libros y pergaminos como para no poderse ofrecer una pequeña diversión que le alegrara el día.

    —¡Te estoy hablando, imbécil! —repitió aquella voz. Enseguida, toda la banda se puso en pie y se dirigió hacia donde se encontraba Luar, escondido bajo una gran prenda con capucha incluida. Aunque si hubiese querido podría hacer creer a todos esos humanos que se encontraban hablando con otro de los suyos gracias a sus poderes de camuflaje que lo habrían hecho pasar por un humano cualquiera, no quiso. No era esa su intención. Tampoco le verían la cara hasta que él lo deseara, justo en el momento en que supieran que ninguno de ellos iba a salir con vida de aquel extraño encontronazo. Agachó la cabeza para que nadie pudiese verle la cara detrás de esa capucha mientras oía, para su mayor entretenimiento, cómo todos esos idiotas se acercaban, rodeándolo por completo.

    —¿Acaso no sabes contestar cuando te hablan? —le recriminó el jefe de aquellos futuros cadáveres.

    Luar seguía callado. Se divertía. Y si uno se divierte, ¿por qué no prolongar el momento? Sería una estupidez por su parte dejarles que no fuesen conscientes de su propia muerte. No, tenía que dejar que se hiciesen fuertes. La última vez que luchó, casi no lo cuenta, así que ahora era el momento de que estos payasos pagaran todos los platos rotos de aquel enfrentamiento.

    —¿Acaso eres sordo?

    —Parece no comprender nuestro idioma —se carcajeó otro miembro de la banda con aspecto de depravado, pelo rancio y grisáceo, cara desgastada y con unas enormes gafas de sol que le cubrían casi hasta los pómulos—. Igual, si lo meneamos un poco, se entera de que le estamos hablando —se dirigió al resto de la banda, que no paraba de reír.

    —¡Eh, idiota! —le susurró una nueva vez el jefe de un modo amenazador—. ¿Sabes qué? Me parece que te vamos a enterrar aquí, palurdo.

    Al escuchar esas palabras, Luar se metió en aquel juego, donde la presa y el cazador no eran en absoluto lo que parecían.

    —Perdonad, no os quería molestar. Solo estoy de paso hacia la ciudad. ¿No tendréis algo de comer para un pobre vagabundo? —les habló Luar con una entonación que parecía asustadiza.

    —¡No te jode, el asqueroso mendigo este! ¡No solo nos comprende, sino que, además, tiene hambre! —profirió el jefe—. No tendrás frío, también, ¿no, asqueroso?

    Toda la banda irrumpió en otra enorme carcajada al oír la respuesta de su jefe.

    —Tom, Peter, enseñadle modales a este miserable. Igual así entra en calor —les ordenó a dos de sus hombres que se acercaran al supuesto mendigo encapuchado para que le diesen unos cuantos empujones.

    —Bueno —se dijo Luar. La fiesta iba a comenzar. Los dos hombres se acercaron al mendigo para bambolearlo durante un buen rato. Justo cuando uno de ellos le iba a poner la mano encima, su cara se manchó de sangre, una enorme salpicadura que alcanzó también a su compañero. Nadie vio la rapidez del ataque ni de dónde pudo provenir toda esa sangre hasta que de repente los brazos de aquel matón cayeron al suelo del bosque, ante la enorme sorpresa de todos sus camaradas. Fue a chillar, pero no tuvo tiempo de hacerlo, ya que con la misma rapidez lo siguiente en caer al suelo fue su cabeza, que contemplaba el cielo con unos ojos totalmente aturdidos. Su otro compañero fue a echarse para atrás, cuando, de repente, sintió un enorme dolor en la zona torácica y al bajar los ojos, pudo contemplar cómo su tronco se separaba del resto de sus piernas mientras moría en el más absoluto de los silencios.

    —¡Cuidado! ¡Este cabrón tiene una espada! —gritó uno de la banda. ¡Qué poco sabía lo lejos que se encontraba de la realidad!

    —¡Maldito hijo de puta! ¡Ahora, sí que las vas a pagar todas juntas! —lo amenazó el jefe de la banda al tiempo que sacaba un revólver como muchos de sus otros compañeros—. ¡Disparad a este cabrón!

    Y así fue cómo empezó un enorme y atronador sonido que salía de todas las armas que en aquellos momentos apuntaban a tan extraño mendigo. La expectación del grupo pasó rápidamente a la sorpresa al ver que todas esas balas desperdiciadas no se beneficiaban de ningún cambio en la posición de aquel ser. Parecía que estaban disparando a una visión en la que las balas no servían para nada.

    De repente y sin saber por qué, cuatro moteros se consumieron en llamas, pero no en llamas normales, estas eran de un color rojizo que nunca antes se había visto en un incendio. Los cuatro cuerpos se calcinaron, desapareciendo, de repente, y dejando nada más que un mugriento polvo. De los veinticuatro moteros quedaban dieciocho. Mientras algunos seguían disparando, Luar se dijo que era el momento de enseñarles su verdadero rostro para que antes de que los hiciera desaparecer, todos ellos cayeran en la peor de las desesperaciones.

    Poco a poco, fue irguiendo su cuello para más lentamente, con ambas manos, echar su capucha hacia atrás y mostrarles a esos patéticos seres su verdadero rostro. El rostro que los iba a mandar a todos al infierno.

    —Bien, ¿qué me decís ahora que ya me habéis visto? —les preguntó Luar en un tono que erizó el vello de todos aquellos humanos—. Como bien decíais, ¿por qué no nos divertimos un poco?

    Una bandada de estorninos salió volando de aquel bosque en el que se oían gritos y alguna que otra detonación de pistolas y escopetas. Llegado un momento, todo cesó y durante un tiempo ya nada se pudo oír. Un silencio sepulcral se adueñó del lugar, era el silencio de la muerte. La forma en la que murieron muchos de aquellos moteros no era conocida en nuestro planeta. Pero lo mejor sería no entrar en detalles sobre cómo quedó aquella parcela de bosque.

    Capítulo III

    Domingo 12 de agosto del año 2001. Sede de la Central de Inteligencia de Estados Unidos. Langley, Virginia. 12:15 P. M.

    ¿Así que esta era la Agencia Central de Inteligencia de los Estados Unidos? Según la información que sustentaba el general Luar, se encontraba ante una de las mayores agencias de inteligencia de este pequeño planeta. Justo lo que necesitaba. Además, para más suerte, se encontraba enfrente de su cuartel general, situado en Langley, Virginia, a pocos kilómetros de la capital estadounidense que se hacía llamar Washington D. C., si todo lo que había descargado de esos satélites era verdad.

    Conocía perfectamente que todos sus agentes operaban por todo el planeta. Algo que le agradó en gran medida, además de saber el grado de independencia del cual disfrutaban. Un hecho que le venía como anillo al dedo. Esta agencia se componía de tres actividades principales: la recopilación de información de gobiernos extranjeros, algo que le sería de utilidad; actividades encubiertas, muy interesante, también; y una considerable influencia en cuanto a la política exterior, hecho que también gozaba de su beneplácito.

    Los presupuestos y el número de empleados de la CIA eran información reservada, claro está, para el resto de la humanidad.

    Luar comprendía que se hallaba con una institución que debía de albergar a unos veintitrés mil terrestres. Era lo que necesitaba, dadas sus operaciones encubiertas paramilitares con divisiones específicas para la lucha contra el terrorismo u operaciones cibernéticas, así como para la búsqueda de personas. En cierto caso, aquello era lo que más le interesaba puesto a que, como ya le mencionó a Ornarkos, Alexio tuvo que obtener algún tipo de ayuda por parte de alguien de este pequeño mundo, vista la herida que le infligió en Tsulamen. Si no, no seguiría con vida, de eso estaba seguro.

    Y si encontraban a la persona que los había ayudado, podrían encontrar los objetos, ya que estos no se hallaban ni en Arbanar ni en ningún otro lugar conocido. Pero también se topaba con el hecho más que posible de que no se encontraran en ese planetoide.

    ¡Daba lo mismo!, su misión era encontrar a esa persona que ayudó al rey Alexio y sonsacarle la información fuese de la manera que fuese. Conocía los oscuros movimientos de esta organización. En ellos se hablaba de planes, intervenciones, ejecuciones, numerosos asesinatos e intentos de golpes de Estado o derrocamientos de gobiernos contrarios a las posiciones de Estados Unidos. A lo que se sumaban entrenamientos y financiaciones de organizaciones terroristas o paramilitares, torturas, vigilancia masiva de individuos o secuestros selectivos.

    La verdad es que solo recopiló esa información analizándola desde varios satélites.

    Pero todos esos métodos le sugerían que era realmente el tipo de organización que había venido a buscar y que más lo iba a poder ayudar, puesto que se imaginaba el grado de codicia de sus mandatarios. Eran perfectos en todos los sentidos de la palabra. Si alguien podía dar con esa persona, era esta organización que le recordaba mucho a la suya. Todo lo demás dejaba de ser interesante. No le importaban lo más mínimo sus orígenes, funciones o estructuras. Lo único que sabía era que debía contactar con su director general, un tal Joseph Keppler, que era quien mandaba.

    Se dirigió tranquilamente hacia la entrada de las instalaciones como si de un miembro destacado se tratara. Nadie le impidió el paso, nadie se dio absolutamente cuenta de su presencia. Era como un fantasma totalmente indetectable para cualquier mecanismo de seguridad con los que contaba la sede de la CIA. Fue pasando de edificio en edificio, de pasillo en pasillo, hasta que por fin localizó una puerta en la que se encontraba escrita una placa con el nombre de Joseph Keppler. Dos agentes se encontraban en ambas partes de ella montando guardia. El general Luar entró en el despacho como si de un soplo de aire se tratara, sin que aquellos dos guardianes notaran su presencia ni la apertura de la puerta.

    El despacho se hallaba vacío. Su director general no se encontraba en aquel momento en su puesto, por lo que Luar se quedó esperándolo tranquilamente. Para ser de un planeta tan diminuto se apreciaba sobriedad en aquel lugar, una sobriedad que solo podía significar una cosa: poder.

    Toda aquella sala se encontraba adornada por muebles que parecían estar fabricados con una gran calidad. Seguramente, diseñados en materiales de lo mejorcito que pudiese tener aquel planeta. Todo acompañado por una serie de adornos esparcidos por todas partes, tales como cuadros, fotografías y objetos sin valor alguno para él, pero que sin duda para su dueño debían de ser de gran relevancia. En la esquina de un majestuoso escritorio se encontraba una bandera de la que era su nación y una fotografía del actual presidente. El general decidió aguardar a su anfitrión, sentado en una de las sillas que se encontraban enfrente de su mesa de escritorio.

    No tuvo que esperar mucho tiempo, ya que, pasados unos quince minutos, se oyó cómo la puerta de aquella sala se abría, dejando aparecer a un humano de unos cincuenta años de edad, con aproximadamente un metro setenta de altura, constitución más bien mediana tirando a flaca, cara muy arreglada, ojos marrones y pequeñas orejas. En aquellos tiempos todavía no le era necesario llevar gafas durante todo el rato y lucía un cabello de color castaño con los primeros síntomas de canas. Por supuesto, albergaba su defecto de hombros caídos que arrastraba desde su nacimiento. El general enseguida pudo notar todo lo malo que ese humano traía consigo. Era perfecto para sus intenciones, pudo oler su carácter rencoroso, ruin y envidioso. Pero sobre todos estos detalles, había uno que destacaba: su innegable ambición, algo que le sería de gran ayuda a la hora de dialogar con aquel ser.

    En un principio, Keppler no se inmutó de la presencia que se encontraba en su despacho, esperando su llegada. Salía de una reunión y la cabeza la llevaba ocupada por otras muchas cosas como para perder el tiempo mirando en dirección a su escritorio. ¿Cómo podía imaginar lo que le esperaba en aquella mañana de agosto?

    De golpe, levantó la mirada y pudo distinguir a una figura encapuchada, sentada en una de sus sillas, una figura que a primera vista parecía tener toda la pinta de ser un mendigo. Pero había algo extraño, demasiado extraño para él. ¿Cómo es que ese encapuchado podía estar esperándolo en su despacho? ¿Por qué los guardias lo habían dejado pasar? Y más importante aún: ¿cómo demonios podía haber burlado toda la seguridad del edificio? Era algo que no tenía lógica. De repente, antes de que Keppler abriese la boca, aquel invitado sorpresa se dirigió a su persona.

    —Buenos días, señor Keppler —lo saludó de forma educada—. Antes de que dé la alarma, creo que le sería más interesante sentarse y entablar una amistosa conversación conmigo. Le puedo asegurar que lo que le voy a contar va a ser muy de su agrado.

    ¿Quién era?, ¿cómo sabía su nombre?, ¿cómo supo que iba a llamar a sus guardias? De todas formas, el tono de voz y la extraña situación invitaban a seguir los dictámenes de aquel misterioso intruso. Algo en su voz presagiaba que más valía hacerle caso. No podía dar respuesta a sus preguntas, pero ya fuese por algo que no comprendía o por aquella meliflua voz que le hablaba dándole la espalda, este no llamó a sus guardaespaldas.

    —¿Quién es usted? ¿Cómo ha entrado en mi despacho?

    —Siéntese, señor Keppler. Solo he venido a dialogar y a proponerle un trato que estoy seguro de que le va a gustar —le explicó el general.

    —Sigue sin haberme contestado a las preguntas que le acabo de hacer —le replicó Keppler—. ¡Será mejor que lo haga, si no quiere que avise a seguridad!

    —Si se sienta usted, enseguida le explicaré todo lo que desea saber. Así que, por favor, si es usted tan amable de perder unos pocos minutos charlando con mi persona, verá cómo no le engaño. De lo contrario, podría enfadarme.

    —¿Acaso me está amenazando? —le preguntó un sobresaltado Joseph Keppler.

    —Eso lo ha dicho usted. Yo solo quiero mantener una conversación sencilla con el gran director general de la CIA —le respondió el general en un tono que lo dejó anonadado.

    No sabía qué hacer, pero algo en aquella voz le incitaba a obedecer. A él, al todopoderoso director general de la CIA. ¿Cómo es que ese tono le producía escalofríos y le incitaba a obedecer? Nunca le había sucedido nada tan extraño. Lentamente, se fue acercando a su escritorio y se sentó frente a su nuevo interlocutor, al que, por más que quisiera, no podía distinguir la cara bajo ese manto que portaba.

    —Muy bien, señor Keppler. Permítame que me presente. Soy el general Luar —le mencionó este.

    —Lo siento, pero no conozco a ningún general con ese nombre. Así que explíquese rápidamente o me hará llamar a seguridad.

    —Por supuesto que no conoce mi nombre. De hecho, hasta hace poco, yo no conocía su planeta.

    Aquella frase heló la sangre en las venas de Joseph Keppler. Cualquier humano normal, al oír semejante explicación, se hubiese reído en la cara de aquel personaje, pero algo demasiado fuerte en el interior de Keppler le afirmaba que aquella explicación era la cruda y dura verdad, por muy difícil que resultara de creer. Se hallaba enfrentado a un ser que no pertenecía a este planeta. Estaba totalmente convencido de ello.

    —No se preocupe, señor Keppler. No he venido aquí a darle problemas, sino más bien todo lo contrario.

    —Digamos que me creo lo que me acaba de contar —le indicó el director general de la CIA.

    —Sabe perfectamente que no le estoy mintiendo. De todas formas, si tiene alguna duda, en pocos segundos se disipará: van a llamarle por este teléfono para contarle que han encontrado los restos de una pandilla de moteros en un bosque cercano.

    —Y supongo que debo creer que ha sido usted el que ha acabado con esos indeseables.

    —En cuanto le expliquen cómo los han encontrado, en seguida lo comprenderá, se lo aseguro —le advirtió Luar, rememorando aquel enfrentamiento con una dicha especial. De repente, el teléfono del despacho de Keppler parpadeó e, inmediatamente, sin dejar que marcase el primer timbrazo, Joseph lo cogió.

    —¿Sí? —preguntó. La llamada apenas duró unos minutos. La persona al otro lado de la línea le indicó lo que su invitado le acababa de contar. Aquel otro interlocutor le fue explicando en las condiciones en las que hallaron aquellos cuerpos. Dada la expresión que se dejaba ver en la cara de Keppler, parecía como si el mismísimo demonio hubiese hecho su intervención en aquel lugar, donde encontraron lo que creían ser los restos de unos veinte moteros. No los contaron por los cuerpos, sino por el número de motos que se hallaban en aquel lugar, ya que los cadáveres, si es que se los podía llamar así, habían sido despedazados de una manera que ninguno de los que se encontraban presentes en el lugar de los hechos hubiese imaginado que se pudiese realizar semejante salvajada con unos cuerpos.

    El agente le sugirió a su director poner en alerta a toda la central, ya que aquella matanza se hallaba demasiado cerca de las instalaciones de la CIA. Keppler no supo qué contestar: se encontraba cara a cara con el autor de ese hecho y no quería poner su vida en peligro al dar la alarma. Pero, de repente, como adivinando lo que le contaban al otro lado de la línea, su invitado del otro mundo le dijo, para su sorpresa, que pusiese a toda la base bajo alerta y que no lo molestasen más.

    Orden que Keppler cumplió con la mayor brevedad de tiempo posible, al haber intentado imaginar lo que en ese bosque encontraron: vientres reventados, decapitaciones y amputaciones, cabezas con un agujero, que parecía que un obús las hubiese atravesado sin dignarse explotar… Era tal la cantidad de sangre que bañaba aquel lugar que, según unas pocas descripciones, allí donde los agentes pisaban la hierba, la sangre les empapaba hasta los mismísimos calcetines. Una vez colgado el teléfono y con un mayor respeto, que nacía del miedo, se dirigió a su invitado.

    —Bien. Visto lo que me acaban de contar, no sé en qué le puedo ayudar —le espetó Keppler, quien ya había comenzado a sudar como siempre que se ponía muy nervioso.

    —Es muy sencillo, señor Keppler. Se lo voy a explicar. Si mis informaciones son buenas, usted está al mando de la más poderosa agencia de espionaje de este planeta. ¿Me equivoco?

    —No. Creo que tiene toda la razón —le replicó Keppler con un respeto que rayaba la sumisión. El miedo a lo desconocido se perpetró en su cabeza. Su mente todavía intentaba analizar todo lo que le contaron en aquella llamada, desde la ubicación de aquel baño de sangre. Aquella información consiguió postrarlo en su sillón.

    —Verá, le explico: hace unos quince años terrestres, una nave de nuestros enemigos fue a parar a su planeta. En ella viajaba un ser al que yo había herido de gravedad, por lo que solo pudo sobrevivir con alguna ayuda proveniente de alguien que vive en este mundo. Estoy siendo claro hasta el momento,

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