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Hitomi Khan y el cementerio de los mártires: Partida 1: Inmortal
Hitomi Khan y el cementerio de los mártires: Partida 1: Inmortal
Hitomi Khan y el cementerio de los mártires: Partida 1: Inmortal
Libro electrónico321 páginas4 horas

Hitomi Khan y el cementerio de los mártires: Partida 1: Inmortal

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Información de este libro electrónico

Hitomi vive aferrada a la protección de una capucha, al anonimato que ofrecen los lentes oscuros y al pobre disimulo que le brinda su estuche de maquillaje. Está acostumbrada a ser el blanco de todas las burlas y la excusa de siempre para crear un nuevo chiste. Es la víctima acostumbrada de los acosadores de su instituto, de los insultos de propios y extraños. Hitomi prefiere la soledad de su habitación y llorar por las noches frente a su ventana.


Sin embargo, esto está a punto de cambiar, la revelación de un secreto que esconde su dinastía será el detonante para que Hitomi comience la madre de todas las batallas, un terrible secreto que puede cambiar para siempre su vida. La línea del destino es una recta inquebrantable que no admite segundas interpretaciones ni caminos alternos. No obstante, ella está a punto de transgredirla, de enfrentar Torres, Alfiles, Cavaliers y Peones con el fin de devolverle la victoria y la gloria a su bando, a la armada negra, y de paso devolverles la capacidad de elegir, el poder del libre albedrío, y de esta forma honrar a aquellos, que por ella, se convirtieron en mártires.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento9 abr 2019
ISBN9788468536293
Hitomi Khan y el cementerio de los mártires: Partida 1: Inmortal

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    Hitomi Khan y el cementerio de los mártires - C.J. Torres

    Hitomi Khan

    y El Cementerio de los Mártires

    Primera Partida

    Inmortal

    C.J. Torres

    © C.J. Torres

    © Hitomi Khan y el Cementerio de los Mártires. Primera Partida: Inmortal

    ISBN formato ePub: 978-84-685-3629-3

    Impreso en España

    Editado por Bubok Publishing S.L.

    Reservados todos los derechos. Salvo excepción prevista por la ley, no se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos conlleva sanciones legales y puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.

    Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

    A Hitomi y Akemi.

    Quienes todas las noches soportaron con alegría, la luz del computador iluminando su sueño.

    //Hitomi cerró sus ojos, y por un instante imaginó un mundo sin rencores, sin diferencias, sin géneros ni odios viscerales creados por el mandato anacrónico de la irracionalidad. Hitomi cerró sus ojos, e imaginó un mundo exento del cruel azote de la indolencia y la atrevida, pero efectiva, segregación. Cerró sus ojos, y dejó que fuera el viento traducido al idioma de los cipreses los que acariciaran sus pensamientos como solo la suave brisa de ese lado de Kathadar podía hacerlo.

    Hitomi Cerró sus ojos, y esperó, resignada, el rugido final de la guillotina//

    Índice

    Primera Parte: APERTURA

    I.e4 e5

    II. f4-exf4

    III. Ac4 Dh4+

    IV. Rf1 b5

    V. Axb5 Cf6

    VI. Cf3 Dh6

    VII. d3 Ch5

    VIII. Ch4 Dg5

    IX. Cf5 c6

    Segunda Parte. ENROQUE

    X. g4 Cf6

    XI. Tg1 cxb5

    XII. h4 Dg6

    XIII. h5 Dg5

    XIV. Df3 Cg8

    XV. Axf4 Df6

    XVI. Cc3 Ac5

    XVII. Cd5 Dxb2

    XVIII. Ad6 Axg1

    Tercera Parte. CORONA

    XIX. e5 Dxa1+

    XX. Re2 Ca6

    XXI. Cxg7+ Rd8

    XXII. Df6+ Cxf6

    XXIII. Ae7++

    Primera Parte:

    APERTURA

    I.

    e4 e5

    El Rey Blanco dio la orden aun cuando esta estaba en contraposición con los deseos de la reina. Poco o nada valieron los argumentos de su histórica compañera de batallas para tomar la decisión. El Rey ordenó a su Armada Blanca ejecutar el ataque final en contra de la Armada Negra sin vacilaciones. Estaba dispuesto a pagar el precio de la historia con tal de destruir de una vez por todas y para siempre a su eterno enemigo, que, aunque esta reducido a unos cuantos combatientes, no perdía su condición de antagonista. El Rey Blanco estaba dispuesto a dar fin al periodo de la historia conocido como la Época del Desespero.

    Sin vacilaciones, mandó a liberar a la bestia. De inmediato, una enorme criatura emergió de las profundidades del mar surcando los aires en medio de un olor fétido. Salió disparada hacía las costas de Irolia. Llegó en menos de lo que demoraron las llamas en devorar los techos de palma del bando negro, y enfiló en dirección a los pocos miembros de la Armada Negra que quedaban flotando sobre la costa. Estos la miraron horrorizados y dieron por hecho su derrota, y por ende, su extinción. Era el Boriakthar, la bestia que venció los infiernos, y volvió de la tierra de los muertos convertido en un portentoso monstruo cuya gigantesca boca solo tenía espacio para una ordenada hilera de colmillos afilados. Su tenebrosa y desproporcionada figura fue demasiado para las débiles embarcaciones de la Armada Negra que sucumbieron al primer coletazo de la bestia. En seguida, el Rey blanco ordenó a toda su tropa de Peones atacar las ruinas de Irolia, el último bastión de la Armada Negra. La tropa de Peones fue inmisericorde. Lo destruyeron todo. No quedó nadie vivo. Irolia pronto se convirtió en un campo invadido por el frío de la muerte. ¡Es nuestro destino! Gritó el Rey blanco y de inmediato mandó a sus Alfiles acabar con los pocos Alfiles negros que seguían combatiendo a un costado de la gran muralla de Irolia. La guerra parecía haber terminado. Sin embargo, justo antes de que el Rey blanco reclamara como suya la victoria, el cielo se descompuso. Un conglomerado de nubes grises chocaron en el cielo para dar paso a una tormenta que llegó acompañada de rayos, truenos y todas las malditas centellas del universo de Xhesum. El Rey blanco supo entonces que su enemigo aún no estaba del todo vencido. Así que, y a pesar de los ruegos de La Reina por detener la barbarie, ordenó a sus Torre Generales estar atentos a las nuevas iniciativas de su ancestral rival, estos, por su parte, formaron filas y esperaron la arremetida. De pronto, la calma volvió, la tormenta sorpresivamente terminó. Las nubes se disiparon, y la lluvia que mojaba sus ropas y armaduras dejó de caer. De nuevo solo se podían divisar los cientos de cuerpos de los últimos miembros de la Armada Negra regados por todo el campo de batalla. La niebla había desaparecido. Entonces el Rey miró a su lado y se dio cuenta que ya no contaba con su Reina, que esta, se había marchado. Observó su línea de Torre Generales y notó que también estaba incompleta, que faltaba uno de sus miembros. El Torre General Ánfora ya no hacía parte de su Armada.

    El drama de la batalla cobró vida nuevamente cuando un reducto conformado por tres Peones negros alcanzó la cima del Monte Irolia. Habían llegado hasta allí con sus últimos restos. Su intención no era otra que despertar al Gran Dragón de las Tres Dinastías. Con su escaque destruido y su Armada exterminada, pero con el valor intacto, los tres Peones lograron insertar tres zafiros negros sobre las ranuras indicadas para cada uno. Inmediatamente un fuerte temblor se originó en la montaña y recorrió todo el valle de Irolia hasta llegar hasta las costas donde, inclusive, sacudió al Boriakthar que seguía destruyendo las ruinas en las que habían sido reducidas la pequeña flota de buques de la Armada Negra.

    La cima de la montaña estalló cobrando la vida de los tres peones negros quienes de inmediato se convirtieron en mártires. Del cráter que se creó en la montaña producto de la explosión, se desprendió un fuerte estruendo que alcanzó a impresionar a los Torre Generales que aguardaban, impacientes, la orden para seguir atacando. El Rey blanco no perdió tiempo y acto continúo desenvainó su espada, dio la esperada orden a todo a su Armada Blanca de que lo acompañaran. Con gritos y arengas se entregaron al fragor del combate. ¡Es nuestro destino! repetían una y otra vez. Escoltado por Peones, Alfiles y Torre Generales el Rey blanco dio inicio al final de la batalla. Acabaron con todos aquellos que todavía podían moverse. No hubo discriminación a la hora de escoger entre mujeres, niños o ancianos, para ellos, el solo hecho de que pertenecieran a la Armada Negra, o al bando negro, era motivo suficiente para caer bajo el filo de sus espadas.

    Sin embargo, el Rey blanco no era tonto, y sabía perfectamente que era lo que escondía la montaña y por eso fue su afán de entrar al combate y llegar hasta ella. De repente, y ante la mirada atónita de todos, un dragón negro, tan imponente como la montaña misma se alzó sobre los aires que surcaban la batalla. Con su figura de serpiente con pies, y cuatro enormes alas, voló por encima de las cabezas de todos los presentes. Su cabeza era corta pero su cola era grande, y la punta de la misma, parecía una enorme ancla de acero. De su cabeza también se erigían un par de cuernos sin curvatura definida. El dragón que nació de la montaña tenía tatuado en su escamoso cuerpo tres franjas: Una dorada, una roja y otra de un color más negro que el de su figura reptilia. Las tres franjas iban desde su cogote hasta la punta de la cola atravesando todas las espinas que recorrían su espalda. De su hocico emanaba humo, pero cuando intentó escupir fuego, le fue imposible. El dragón se sintió frustrado, intentó nuevamente expulsar llamas de su interior, pero su fuego interior estaba seco, su corazón de dragón estaba marchito.

    El Rey blanco admiró al dragón, analizó sus formas, intentó descifrar sus puntos débiles y enseguida notó que algo no estaba bien con el legendario dragón negro. Pero lejos de desistir de su idea de lanzarse sobre la Armada Negra, continuó con su ataque con la espada en alto, pues sabía que el dragón estaba diezmado, que no era el dragón de otras épocas, pues ni siquiera, podía escupir fuego. La mejor arma de su eterno enemigo estaba incompleta. Varios Alfiles apuntaron con sus arcos al pecho del dragón, su objetivo era derribarlo antes que retomara fuerzas, si es que existía la forma de que lo hiciera. Pero el dragón negro no había renacido del corazón de la montaña para morir tan fácilmente, vendería cara su derrota. Con su cola decorada de espinas y su enorme cuerpo derrumbó varias tropas de Peones blancos. En seguida, con sus ojos invadidos de furia e impotencia, se quedó mirando al Rey blanco y a su escolta de Torre Generales y Alfiles. Estos le apuntaron con sus arcos y lanzaron varias flechas en dirección al corazón del dragón. Muchas de las flechas lanzadas se anidaron en su pecho, y además, cuando ya mermaban sus fuerzas, y se configuraba la victoria blanca, el Rey blanco le ordenó al Boriakthar salir de las aguas nuevamente, le mandó corromper su habita natural para que con sus afilados colmillos apretara el cuello del dragón negro. Pero el golpe letal vino, cuando uno de los Torre Generales, se enganchó a una de las garras del dragón, trepó por una de sus piernas y llegó hasta su espalda, una vez allí, solo tuvo que desenvainar su espada y enterrarla con todo su poder en la cerviz del dragón negro.

    El dragón negro que nació del poder de los tres zafiros y que emergió del corazón de la montaña, cayó sobre el valle de Irolia sin vida provocando un estruendo que levantó una nube de polvo que se combinó con la sangre de los demás guerreros caídos.

    El Rey blanco miró a su alrededor y notó complacido que la victoria estaba consumada. Un aroma de desolación y muerte sucedió a la batalla. Un dejo de alegría intentó revelarse en forma de sonrisa pero supo disimularlo a tiempo. Ordenó a su Armada Blanca destruir todo, no podía quedar ningún asomo del bando contrario. Y así fue, el último refugio del bando negro fue borrado de la historia. Luego, le ordenó al Boriakthar volver a las mazmorras del océano y se sintió feliz; por fin había erradicado de la tierra a la Armada Negra y por ende a la otra mitad del tablero. Ni siquiera el abandono al que fue sometido por parte de su reina le quitó de su paladar el sabor de la gloria. Uno de sus Torre Generales le preguntó sobre lo que quería hacer con el cuerpo del dragón negro, y su respuesta, lejos de lo que cualquiera de ellos hubiera pensado, era que lo quemaran. El Rey blanco dio la orden de incinerar el cuerpo caído del dragón negro, y que una vez hecho esto, la Armada Blanca se estableciera en Irolia. Allí fundarían otro nuevo escaque, se seguiría llamando Irolia, pero ahora estaría ocupada por el lado blanco. El Rey blanco dijo esto y se sintió complacido.

    Uno de los Torre Generales elevó su aura y se revistió de energía, enseguida su espada se cubrió de fuego, pero justo antes de que impactara el cuerpo del dragón, el cuerpo de la Reina Blanca apareció justo delante de él interponiéndose entre el dragón y la espada de fuego. El Torre General desistió del ataque, no se atrevió a atentar contra la vida de la que hasta hacia un momento era su Reina, además, ella estaba protegida por un campo de fuerza que generaba el Torre General Ánfora, protegiéndolos de cualquier arremetida.

    El Rey blanco se percató de la situación, y ordenó atacarla, les gritó que de no hacerlo sería considerado un desacato, pero fue imposible, ninguno de los Torre Generales quería disponer de sus armas en contra de su Reina, además, y aunque quisieran, el campo de energía evitaría cualquier ataque. Así que la reina aprovechó el vacío de autoridad del Rey blanco y el campo de energía que la protegía para tomar una muestra de sangre de la que emanaba del cuello del dragón en una vasija de barro, y luego, en compañía del Torre General que previamente los había abandonado, se marchó del sitio en el que yacía el cuerpo inerte del dragón negro.

    Al Rey blanco se le acabó la alegría. De nuevo los tintes de la furia colorearon su rostro. Les gritó a la Reina y al Torre General Ánfora que no habría en Xhesum descendencia suya que no fuera perseguida y aniquilada. Los señaló con su espada y los maldijo.

    Por último, y luego del incidente con la reina, el Rey, recuperando su don de mando, ordenó a toda su Armada llevar los cuerpos al monte Irolia y botarlos en el mismo cráter que el dragón negro había dejado.

    Demoraron varios soles y varias lunas en arrojar todos los cadáveres dentro del cráter que se había formado en la montaña. Uno de los Alfiles Blancos ordenó a una tropa de Peones buscar y encontrar los tres zafiros negros, cuna del poder del bando contrario. Durante la búsqueda, los Peones, no solo encontraron los tres zafiros negros, sino que además, encontraron un templo construido a los pies de la montaña y que estaba oculto gracias al follaje de los árboles y cultivos de arroz que a su alrededor crecían. Dentro del templo, que no era más que una especie de cueva ovalada tallada en piedra con velones encendidos y regados por doquier, los peones hallaron lo impensado. Un grupo de hombres, mujeres y niños sobrevivientes del bando negro.

    Los Peones, fieles a su obediente tradición, cercaron el templo y dieron aviso a uno de los Alfiles, el mismo que les había previamente encomendado la tarea de búsqueda. El Alfil, al llegar, también fiel a la palabra del Rey, ordenó destruir el lugar y asesinar a todos los presentes. Pero antes de que el Alfil se retirara y dejara a merced de los Peones la vida de los sobrevivientes, uno de los miembros del bando negro llamó la atención del Alfil con un canasto que estaba repleto de oro y al cual le retiró de encima una manta para que encandilara con mayor intensidad los ojos de su enemigo. El Alfil, por supuesto, no lo ignoró, y de inmediato les ordenó a los Peones que detuvieran el ataque y se retiraran.

    El Alfil, se acercó hasta donde estaba el hombre que guardaba el canasto atiborrado de oro. Le preguntó por este y la respuesta del hombre fue directa. Querían comprar su libertad. El Alfil dejó escapar una ligera y macabra sonrisa que heló la sangre a todos. El hombre del bando negro no se aminoró y por el contrario le insistió, pero el Alfil no contestó, no pronunció palabra y todo el bando negro presente se aterró por su siguiente reacción. Después de todo, si al Alfil le venía en gana podía acabar con todos y quedarse de paso con el oro y ni siquiera sudaría la capa que traía puesta atada a su armadura, pero el hombre que custodiaba el canasto seguía insistiendo y le prometió que además de aquel botín, le daría la ubicación de diez canastos iguales o incluso más grandes que ese que tenía en su poder, y que además, si aquello le parecía poco, también le entregaría la vida y la honra de cualquiera de sus sobrinas.

    Le suplicó, le dijo que si los dejaban ir en paz, lo haría muy rico y que ese botín sería un tesoro propio para él y no para su Rey, un pago más que merecido por haber ganado la guerra, y un seguro para sus futuras generaciones. El Alfil no contestó, solo se quedó con la mirada clavada en las palabras que salían de la boca de aquel hombre. Luego de unos minutos, el Alfil miró a su alrededor y se marchó, aunque antes de hacerlo les pidió que guardaran silencio y que lo esperaran dentro de un rato.

    Varios pensamientos después el Alfil apareció solo, con un costal y sin vestir su habitual armadura. Les ordenó que le entregaran primero el canasto con el oro, y dejó claro, que no le interesaba escoger entre las sobrinas de aquel hombre, sino, que le interesaba otra de las mujeres presentes. Una mujer de cabello negro y ojos que parecían haber sido forjados con extractos de esmeraldas y que apenas superaba la edad adulta. Esa fue la condición del Alfil.

    La joven, entendiendo la desventajosa situación en la que estaban aceptó el sacrificio; entre lágrimas se despidió de su hermano menor, su única familia, y le pidió que jamás se olvidara de ella, y luego, con el lamento atado al alma, se paró al lado del Alfil a esperar sus indicaciones. El Alfil, ensimismado, pero al mismo tiempo alerta por no ser descubierto, les ordenó que se quitaran sus harapos negros y se vistieran con unos vestidos blancos que había traído dentro del costal. Apresurados, todos obedecieron.

    El Alfil Blanco los llevó por un sendero que los del bando negro también conocían, el camino de Kirah, un camino pedregoso, húmedo, saturado de maleza y poco transitado que conecta a Irolia con Kristalia. El Alfil los había guiado entre la innumerable guardia de Peones que había rodeado todo el valle de Irolia. No tuvo contratiempos, nadie le cuestionó nada, pudo andar libremente pues su posición de Alfil se lo permitía. Cuando terminaron de recorrer el camino de Kirah, el Alfil exigió el mapa con la ubicación de los otros diez canastos repletos de oro. El hombre que había negociado la libertad de los pocos sobrevivientes de la guerra se los entregó y luego de las explicaciones de rigor, el Alfil, cuyo pecho tenía tatuado las tres cuartas partes de un sol, acomodó el oro en el mismo costal que antes guardaba los vestidos, en seguida les indicó más o menos por donde debían andar para no ser descubiertos tan fácilmente y les prometió que si sus caminos se volvían a cruzar o que si el mapa resultaba falso los asesinaría a todos y sin excepción, y que aquella promesa también incluía a su nueva esposa.

    De nuevo, en el centro de Irolia, el Alfil buscó una cabaña, entre las cientos que se encontraban deshabitadas, y se escondió en ella junto con el costal lleno de oro y su nueva esposa de ojos verdes que lo único que hacía era llorar. El Alfil, en un rápido movimiento desenvainó su espada de hoja larga y cuyo brillo iluminó el interior de la cabaña y apuntó con esta el cuello de la mujer, quien de inmediato frenó el llanto. Se cercioró de cerrar bien las ventanas de madera con sus respectivas trancas y de asegurar la puerta con una enorme vara de hierro que encontró tirada a un costado de la misma. Para nada le incomodó que dentro de la cabaña todavía estuviera fresco el olor de la sangre, el olor a muerte, a desesperación y angustia que causaron él y la Armada Blanca.

    Miró por entre los claros que proporcionaban una de las ventanas y se dio cuenta que no había nadie a su alrededor. La cabaña, una vieja construcción hecha con palma y madera, se encontraba lejos del bullicio de los ajetreos de la ocupación. Tomó el mapa que tenía oculto entre sus ropas y trató de descifrarlo. Rápidamente, llegó a la conclusión de que no sería tarea fácil llegar a todas las posiciones propuestas por el mapa sin ser visto o sin llamar la atención. Luego tomó el costal y revisó su interior. Un compendio de gemas y joyas preciosas fabricadas a partir de oro macizo centellearon varios destellos de luz dorada sobre su cara. Ese es el collar de Fiono y aquella que está debajo del rubí de Gamaliel es la famosa corona de Kathadar, le dijo su nueva esposa. Pero el Alfil no acababa de creerlo. Estar delante de semejante tesoro era lo más parecido a un sueño. ¿La corona de Kathadar? El Alfil intentó probársela pero ahí mismo desistió de la idea, aunque su esposa, en un acto de valor, lo incitó a que lo hiciera, que no era cosa de todos los días tener en sus manos la corona que usó durante mucho tiempo el mismísimo Rey Negro cuando comandaba los destinos de Kathadar. Entonces el Alfil sucumbió ante las alabanzas de la mujer y terminó probándosela, lamentó no tener una piedra reflectora o la calma de un lago cerca para mirarse y contemplar su grandeza.

    Pero el atuendo de la corona está incompleto sino se usa el collar de Fiono, el mítico collar de Fiono que vistió el Rey Negro en tiempos de paz. Añadió la mujer, pero el Alfil no le hizo caso. Lo que ella ignoraba era que las palabras de aquel hombre tuvieron una repercusión mucho mayor de la que tal vez los del bando negro hubieran podido llegar a creer. El Alfil estaba cansado de luchar en beneficio de otros, de pelear las mismas batallas con el mismo enemigo diezmado. Pero el bando negro había sido aniquilado, o al menos eso pensaba el Rey Blanco, y entonces pensó que ese preciso instante de sus historias podía ser el momento justo para iniciar una nueva vida, para cosechar los frutos de tantos sacrificios y asesinatos en nombre del bando blanco y su Rey.

    Entonces el Alfil desenfundó de nuevo su espada y la mujer temió por su vida, pero esta vez un aura espesa que nació desde el fondo de su alma lo recubrió por completo a él y a su arma. ¡Apártate! Le gritó a su nueva esposa y la mujer obedeció escondiéndose en el espacio que formaban un viejo baúl y una pared de madera.

    El Alfil, con la mirada depositada en el piso de la cabaña, desprendió de la punta de su espada un rayo de luz que creó un hueco en la tierra lo suficientemente grande para que cupiera el primer costal lleno de oro. Sin perder tiempo lo enterró y de nuevo lo cubrió con tierra. Encima colocó madera, trastos y ropas viejas y hasta el baúl que le sirvió a su nueva esposa para protegerse del fogonazo y la tierra regada por todas parte producto de la pequeña explosión. Mientras lo acomodaba, se le ocurrió que a lo mejor era pertinente preguntar el nombre de la mujer que lo acompañaría mientras se le venía en gana. Ella al principio no contestó, pero luego de que el Alfil le insistiera con un par de golpes humillantes, ella, entre sollozos, accedió a hablar de nuevo y le murmuró el nombre con el que había sido conocida siempre: Midori, y luego de varios suspiros más, le confesó que sus padres y su hermano mayor murieron en la batalla que se libró en la tierra de los arboles gigantes al oriente de Satyasat. Mucho tiempo atrás, tanto que apenas podía tener una imagen clara de su padre luchando por mantenerse en sus recuerdos.

    El Alfil, también recordaba esa batalla e incluso llegó a pensar que bien podría haber sido él quien los asesinó. Recordó también que esa batalla fue una de las más reñidas que libró contra el bando negro. Para cuando el Alfil había terminado de enterrar su nuevo tesoro, Midori le insistió en que se quedara con la corona, el collar y el rubí, que esos tres elementos sumaban un valor, incluso mayor, que cinco canastos juntos, y entonces el Alfil, desconfiado, accedió. Volvió a retirar los trastes, la ropa vieja y el baúl, y desenterró el canasto. De adentro del mismo sacó el rubí de Gamaliel, la legendaria corona de Kathadar y el famoso collar de Fiono, en el cual se incrustaba el rubí de Gamaliel en todo el centro, y de inmediato, perdió su visión en el resplandor de las tres tonalidades que ofrecían el trio de elementos.

    Nuevamente miró hacia afuera de la cabaña entre abriendo la ventana, y no notó nada extraño. Solo vio personas del bando blanco ocupándolo todo, apropiándose de las cabañas, adueñándose de Irolia bajo la tutela de Peones, Alfiles, y

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