El recuerdo de Aníbal se alzó ante los muros de Roma cuando por las calles de la ciudad corrió el rumor de una oscuridad que acechaba en el norte. Corría el año 113 a. C., y una horda de gentes extrañas acababa de cruzar el Rin buscando tierras en las que asentarse. Y Roma no estaba libre de su ansiosa mirada. Durante años, esa horda iba a vagar por la Galia, amenazando Italia y aniquilando varios ejércitos romanos que salieron a su encuentro. Solo Cayo Mario, el héroe del momento, fue capaz de conjurar al frente de sus tropas la amenaza, derrotando a los migrantes armados en la batalla de Aquae Sextiae, en la actual Aix-en-Provence.
El peligro fue destruido, sí. Pero no para siempre. Desde aquel episodio, los germanos –pues así llamaron los romanos al conglomerado de tribus que habitaban al este del Rin– iban a convertirse en un problema para la estabilidad de una Roma en constante expansión.
La cuarta parte
“Gallia est omnis divisa in partes tres” es una frase bien conocida para cualquier estudiante de latín. Significa “Toda la Galia está divida en tres partes” y abre La guerra de las Galias, ese relato entre histórico y propagandístico de Julio César. Lo que no estaba incluido en esas tres partes galas era Germania, pese a que los pueblos que habitaban aquella región propiciarían algunas buenas páginas al relato cesariano.
Durante su conquista de la Galia, César había decidido que el Rin sería la frontera perfecta para sus operaciones. Pero sus planes se torcieron cuando, en 56 a.