Una cura
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Sinopsis "Una cura La profecía del COVID-19:
Se propagaba con tanta velocidad que ni las golondrinas, al cruzar los mares hacia su destino, eran capaces de tomarle la delantera en esta frenética carrera. Billy, un niño de trece años, cree que todo sucede en Boad Hill, pero su padre le explica que en este caso no es así. Ha sucedido en todo el mundo. El aislamiento y el pánico son los dos enemigos de toda la humanidad, que ve cómo el virus Covid-19 se extiende, como el viento, lamiéndolo todo. Nadie sabe qué es. Nadie sabe de dónde salió (China, pero no de dónde exactamente). Nadie sabe la cura. La cura se hace esperar mientras los personajes pronuncian una serie de reflexiones que les llevan a la idea de una conspiración mundial. Pero ¿quién ha desatado todo esto? ¿Qué impacto tiene en el mundo? ¿Por qué solo ataca como una gripe con efectos leves, pero con un desbordamiento de locura y pánico social? Nuestros protagonistas hablan mucho de la amígdala de nuestro cerebro, una pequeña estructura que está alojada en el seno del sistema límbico, o lo que es lo mismo: (nuestro «cerebro emocional»). Esta área de nuestro cerebro desempeña un papel clave en la búsqueda y detección de señales de peligro y además, a su vez, dispara el umbral del miedo. Lo que nos hace reflexionar sobre el futuro incierto de una cura que no llega... Mientras tanto, la tierra va girando y girando a la vez que aumentan los contagios del Coronavirus y las muertes en los ancianos... Y los más poderosos de la tierra (Presidentes de EE.UU, China, Japón, Corea, Europa, África. India, Emiratos Árabes e incluso Latinoamérica) se contagian en un efecto dominó que lleva los científicos de todo el mundo en busca de una cura sin descanso... Una cura que solo Billy, el crío de trece años, cree saber cómo frenarlo y por quién empezó todo esto... Mientras, se lava las manos instintivamente cada cinco minutos...
Sobre el autor:
Crecí y empecé a escribir influenciado por el maestro del terror y el drama, Stephen King. Soy el autor de la biografía de su primera etapa como escritor. Además, he escrito una antología basada en la caja que encontró la cual pertenecía a su padre que era también escritor. Ahora escribo antologías y novelas de terror, suspenses y thrillers. Ya he publicado "Los inicios de Stephen King", "La caja de Stephen King", "La historia de Tom", la saga de zombis "Infectados", "Miedo en la medianoche", "Toda la vida a tu lado", "Arnie", "Cementerio de Camiones", "Siete libros, Siete pecados", "El hombre que caminaba solo", "La casa de Bonmati", "El vigilante del Castillo", "El Sanatorio de Murcia", "El maldito callejón de Anglés", "El frío invierno", "Otoño lluvioso", "La primavera de Ann", "Muerte en invierno", "El juego de Azarus", "Pido perdón", "Ojos que no se abren", "Una sombra sobre Madrid", "Crímenes en verano", "Mi lienzo es tu muerte", "Mi odio", "El susurro del loco", "Confidencias de un Dios", "Solemn la hora" y "Tú morirás". Pero no serán las únicas que pretendo publicar. Hay más. Mucho más.
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Una cura - Claudio Hernández
¿Cuántos libros llevo escritos ya? ¿Y a quién se lo dedico? Este libro se lo dedico, una vez más, a mi esposa Mary, quien aguanta cada día niñeces como esta. Y espero que nunca deje de hacerlo. Esta vez, me he embarcado en otra aventura que empecé en mi niñez y que, con tesón y apoyo, he terminado. Otro sueño hecho realidad. Ella dice que, a veces, brillo... A veces... Incluso a mí me da miedo... También se lo dedico a mi familia y, especialmente, a mi padre: Ángel... Ayúdame en este pantanoso terreno... Menos mal que tengo a Sheila...
Una cura
La profecía del Covid-19
1
—Toda la mierda viene a parar a Boad Hill —rezongó Billy mientras miraba a través de la ventana, cuyo cristal estaba rajado y cubierto de cinta adhesiva, como las momias en tela.
Su padre le dio un cogotazo, que hizo que el cabello lacio del crío saltara hacia arriba, como si le hubiera atravesado una descarga electrostática.
—No digas palabrotas, Billy. Eso no está bien. ¿Qué dice tu madre?
El hombre lo miró con ojos apagados, tristes, o, quizá, desesperados.
—Mamá ya no está entre nosotros —respondió el pelirrojo. Tenía los mofletes llenos de pecas que parecían lentejas. Su nariz era corta y redondeada. No apuntaba hacia el cielo, como una nariz respingona. Era, sencillamente, normal. Sus ojos eran de color castaño.
—Está abajo —musitó Sean mientras agachaba la cabeza, como si de repente hubiera caído sobre ella una gran bola de plomo. Su respiración pareció lentificarse. Como su pulso, pero seguía sintiendo algo en las sienes que retumbaba como unos tambores repiqueteando de mala gana.
—Está muerta. Metida en una bolsa de plástico. En el congelador —refunfuñó Billy. Estaba apoyado sobre sus codos doloridos; y, fuera, la nieve y eso que se llamaba Coronavirus COVID-19 trataban de colarse por las rasgaduras del cristal. La nieve se estrellaba contra el cristal formando una pequeña montaña blanca; el virus quizá estaría penetrando por esos agujeros microscópicos.
Quizá.
—Era necesario hacerlo, pequeño Billy. Era una fuente de contagio...
—¿Solo eso? —le atajó el crío volviéndose hacia él, que estaba de pie a una distancia de un metro, encorvado y con las manos metidas en los bolsillos de los pantalones vaqueros.
Los ojos del crío parecían dos bolas de billar bailando dentro de unas cuencas extremadamente grandes.
—Ya lo sabes. Es un virus letal...
—No es así, papá —le interrumpió, de nuevo, casi alzando la voz, como el llanto del viento—. Según las noticias que ponen cada día, no es letal. Solo la palman los viejos —Y pareció dibujarse un rictus al final de su boca. Lo pareció.
—Bueno, así es. Solo tiene efectos como los de una gripe simple. Lo mejor de todo es que no ha mutado, pero quién dice que no lo hará y traerá peores consecuencias.
El crío volvió a clavar su mirada a la ventana.
—Ya te lo dije, papá. Toda la mierda llega aquí.
—Se ha extendido por todo el mundo...
—¿La locura?
Sean escondió la cabeza entre sus hombros.
Y el fantasma del COVID-19 siguió esperando, sigiloso, tras el cristal.
2
El viejo San Bernardo se tumbó en el suelo mirando hacia la chimenea, donde danzaban docenas de lenguas doradas cercanas a la desesperación. El golpe carnoso del perro hizo vibrar el suelo de linóleo y la anciana se balanceó en su mecedora, como si hubiera respondido a la réplica.
—Coax, ten cuidado, que ya no eres tan joven.
El perro giró la cabeza y sus húmedos ojos contemplaron el rostro arrugado de Bea. Su cabello, tan blanco como la nieve, estaba recogido en un moño. De habérselo dejado suelto, hubiera hecho correr a Coax ante la presencia de un fantasma malévolo. Su rostro era un mar de arrugas, pero algo, en esas dobleces, le hacía parecer sutilmente joven. Tenía unos palos de plástico, uno en cada mano; y, sobre su regazo, un ovillo de color sangre.
Estaba tejiendo algo.
Sí, algo.
Y Coax volvió a contemplar la chimenea, donde descubrió, además, que algo grisáceo se atornillaba en el hueco de la misma, hacia arriba. Hacia eso que te hacía volverte loco antes de sonarte las puñeteras narices de mocos.
3
Washington D. C. 6-3-2020
—¿Tenemos algo? —preguntó el presidente de los Estados Unidos, el hombre más poderoso del mundo y el que menos sabía ahora. Era un tipo llamado Donald, que parecía llevar un peluquín deslavazado sobre una calvicie que representaba, en él, la falta de ideas.
—No, señor. —El hombre de color estaba ataviado con un traje oscuro, lo que le hacía parecer el pistolero de la Torre Oscura. El sillón era cómodo y se había casi repantigado en él. Sus piernas eran tan largas como los días sin respuesta.
Dejó una carpeta amarilla sobre la mesa de caoba.
El presidente le clavó la mirada, como si eso le salvara de algo. Tenía los dientes apretados y los labios se habían arrugado tanto que le hacían pensar al hombre que se había puesto Botox.
Entre ambos había una distancia prudencial de dos metros y, en una de las paredes, colgado como un ahorcado, había un televisor que no paraba de gritar. Era un reportero que sostenía algo parecido a un panocho; que no se acercaba a sus labios y gritaba sobre la histeria de la multitud; que hacía aspavientos delante de la cámara.
Diez minutos después, el reportero