Salvadormundo
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Sinopsis "SALVADORMUNDO":
Petrieck es la piedra filosofal de toda esta historia. Es embaucador, ladrón, golfo y multimillonario arruinado. Él es quién hilará todo un descubrimiento del cuadro de Leonardo da Vinci Salvator Mundi. Vendido por 450 millones de euros y desaparecido un buen día de invierno sin dejar rastro, Petrieck traza un plan desesperado para recuperarlo. Dos años después, Marisa, una joven abogada en aprietos económicos frecuenta un bar-café en el que casualmente está el organizador de galerías de arte Miguel Ángel, que ve como su futuro se trunca por su despido. Un día, coinciden con Ramiro, un hombre de extraño bigote y ojos oscuros que encierran un pasado desconocido para todos. Mientras Petrieck actúa en la sombra, ellos tres concurren a diario en dicho establecimiento y en medio del humo enroscado del café se cuentan sus penas, hasta llegar a una situación límite. La vida les pone a prueba. Ramiro propone falsificar un cuadro. El Salvator Mundi, pero casualmente el cuadro reaparece al lado de un hombre al que le faltan los ojos. El comisario Ángel De Haro, con minucias un poco peculiares se hace con el caso. Sin embargo, nadie está seguro de si el cuadro es el verdadero y qué representa ese hombre sin ojos. En cada lugar que aguarda el cuadro aparece una nueva víctima, sin ojos, a los que parece habérselos arrancado el pico de un cuervo. ¿Quiénes o quién sabe dónde está en cada momento el cuadro? ¿Por qué aparecen dichos cadáveres que en principio no tiene ningún vínculo con el cuadro? ¿Por qué Petrieck escribe toda la historia en un libro mohoso? ¿Qué secreto guarda el cuadro? Y sobre todo ¿qué puede buscar el comisario?
Sobre el autor:
Crecí y empecé a escribir influenciado por el maestro del terror y el drama, Stephen King. Soy el autor de la biografía de su primera etapa como escritor. Además, he escrito una antología basada en la caja que encontró la cual pertenecía a su padre que era también escritor. Ahora escribo antologías y novelas de terror, suspenses y thrillers. Ya he publicado "Los inicios de Stephen King", "La caja de Stephen King", "La historia de Tom", la saga de zombis "Infectados", "Miedo en la medianoche", "Toda la vida a tu lado", "Arnie", "Cementerio de Camiones", "Siete libros, Siete pecados", "El hombre que caminaba solo", "La casa de Bonmati", "El vigilante del Castillo", "El Sanatorio de Murcia", "El maldito callejón de Anglés", "El frío invierno", "Otoño lluvioso", "La primavera de Ann", "Muerte en invierno", "El juego de Azarus", "Pido perdón", "Ojos que no se abren", "Una sombra sobre Madrid", "Crímenes en verano", "Mi lienzo es tu muerte", "Mi odio", "El susurro del loco", "Confidencias de un Dios", "Solemn la hora", "Lifey", "AGUA" y "Tú morirás".
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Salvadormundo - Claudio Hernández
¿Cuántos libros llevo escritos ya? ¿Y a quién se lo dedico? Este libro se lo dedico una vez más, a mi esposa Mary, quien aguanta cada día niñeces como esta. Y espero que nunca deje de hacerlo. Esta vez me he embarcado en otra aventura que empecé en mi niñez y que, con tesón y apoyo, he terminado. Otro sueño hecho realidad. Ella dice que, a veces, brillo... A veces... Incluso a mí me da miedo... También se lo dedico a mi familia y especialmente a mi padre; Ángel... Ayúdame en este pantanoso terreno...
SALVADORMUNDO
1
––––––––
Lo estaba viendo con sus ojos lagrimosos, que casi goteaban como un manantial helado. Lágrimas que —en lugar de deslizarse por su arrugada piel— daban extraños saltos como piedras. La pantalla del televisor destellaba, como las luces de un coche de policía, proyectándose sobre su rostro enjuto; y la reportera, que sujetaba en una mano casi laxa un micrófono de proporciones generosas, no paraba de repetir:
EL CUADRO MÁS CARO DEL MUNDO, SALVATOR MUNDI, HA DESAPARECIDO.
La voz ululaba en el televisor como una sirena y, cada vez que aquellas palabras rebotaban en las paredes del comedor, el corazón de Jean Petrieck se contraía como un puño. El dolor casi punzante se irradiaba desde el centro del pecho hasta las sienes, y podía sentir cómo cada latido parecía el último de su vida. Sin embargo, su perro de color beis ladraba compulsivamente, con los ojos desorbitados.
La luz del techo, que emitía un brillo de mantequilla, sobrevolaba sus cabezas como una capa que lo cubre todo, y entonces fue cuando, en un descanso de la cotorra de la tele, notó que se le nublaba la vista. Se sentía débil y le empezaba a migrar toda una hilera de hormigas por su cara. Aquello le había costado un buen disgusto.
Pero no se desmayó, sino que sus labios susurraron algo:
—Tengo que escribirlo.
Y eso fue todo lo que ocurrió aquella noche del sábado de un invierno casi grosero por su incesante repiqueteo en las ventanas. Voluptuosas piedras blancuzcas golpeaban con tesón los cristales hasta convertirse en un tatuaje de hielo con múltiples puntas, como los de una mano con los dedos estrangulados.
Un gato perdido en un tejado maulló con total parsimonia, asombrando a todos los que lo escucharon. Aquel sonido podía trotar sobre el ruido casi estrepitoso del viento y de la nieve, que caía lánguida y desesperadamente a la tierra.
Pero ¿quién era Jean Petrieck?
Un hombre que vestía una gabardina de estilo victoriano, reposaba un sombrero de copa alto sobre su cabeza y llevaba perilla oscura que contrastaba con la luz broncínea del reloj que pendía de uno de los bolsillos de la gabardina.
2
Cuando la vio por primera vez, ella estaba sentada de espaldas a él. Su cabello caía como una maraña de hilos bien enlazados. Era como una capa de seda tejida por unas manos delicadas. Su color —casi rojizo—hizo despertar cierta curiosidad a Miguel Ángel. «Quiero ver tu cara», pensó, y sus labios se contrajeron en una estúpida sonrisa.
Ella se llevó una taza de café a sus labios —invisibles ahora—, pero el humo que la envolvía la delataba. A pesar de estar dos mesas más allá y no reflejarse su rostro en el cristal que tenía enfrente, Miguel Ángel pudo adivinar que aquella mujer vestía de forma juvenil y, a la vez, elegante. Su mano derecha mantenía la taza de porcelana, por debajo del humo, en una posición tan estática que podría haber pasado por una estatua, si no fuera porque se movió ligeramente en la silla. Los ojos de Miguel se clavaron en su culo.
Después de una intensa búsqueda de placeres visuales, Miguel Ángel descubrió que esa mujer era algo inquieta, pues había sorbido el resto del café de forma apresurada y se había levantado de la silla produciendo un seco ruido que parecía estrepitoso en medio de los murmullos de los clientes del Hard rock café.
«Vaya lugar más elegante, pero servían bien, y el café estaba bueno. Al menos no causaba diarrea a los cinco minutos, y eso era mucho».
Los ojos azul grisáceo de Miguel la devoraron por completo cuando ella, taconeando, abandonó el local; y ahora sí: le había visto el rostro, aunque de perfil. Era bella.
Tras el portazo al salir, el chorro helado de aire que se coló en el local le pareció una fragancia fresca: la de ella. Tenía mucho interés en conocerla, pero ese día no había hecho más que mirar como un bobo —impropio de él— y crear esperanzas para volverla a ver, aunque eso no se sabía.
Quizá era la primera y última vez que la veía. Mientras, a su alrededor, un tortuoso grupo de jóvenes parecía vitorear algo que les hacía gracia. Sus risotadas se elevaban más allá del humo retorcido y mezquino de sus cafés, y después rebotaban hacia el suelo como un sonido sordo e inquietante.
Miguel Ángel giró la cabeza y pestañeó al ver a aquellos jóvenes con sonrisas de payaso. Se volvió y miró ahora la taza de café que, al tacto, ya estaba frío.
Cabeceó una vez y, entonces, algo le llamó la atención de nuevo.
Un hombre, con un bigote que le cruzaba la cara, entró en el local caminando enérgicamente y, a la vez, con cierta pasividad contenida. Ese bigote parecía una copia del que había lucido toda su vida el pintor Salvador Dalí, o quizá era un escocés en Madrid ascendiendo al cielo cada noche.
Miguel Ángel se quedó ahora observando cómo tomaba asiento, y después su mano entera se erigía, como un dedo acusador, hacia el cielo negruzco de una tormenta, salvo que allí el techo era de madera oscura.
Y siguió contemplándolo mientras su café se había convertido en una balsa de aceite. La taza de porcelana reposaba laxa sobre la superficie de la mesa, atrapada por los dedos de Miguel, que estaba rumiando cosas.
Cosas sin sentido.
Aquel hombre tenía el pelo gris y aparentaba ser bastante joven.
Y se paró a pensar.
A pensar.
3
Un día después de esto, en las inmediaciones del Museo del Prado de Madrid apareció algo sorprendente.
La luz broncínea del sol no se reflejaba en el objeto, porque estaba cubierto de una manta isotérmica, con el lado plateado hacia afuera. Las arrugas de aquel papel parecían montañas rocosas en las que al final del día el sol termina estrellándose y convirtiéndose en un mapa sangriento.
Había mucha presencia policial. Los agentes parecían una marabunta de hormigas: inquietos y con caras casi enjutas, a la vez que parecían sorprendidos. Muchas frentes sudaban esa mañana.
—¿Cómo coño ha aparecido esto aquí sin que ninguna cámara lo registrase? —preguntó el comisario Ángel De Haro. Acababa de subir unos cuantos galones siendo nombrado, como tal, por la Dirección general de la policía, como nuevo jefe de la Unidad Central de Delincuencia Especializada y Violenta (UDEV). Ángel —de aspecto rechoncho y manos rollizas— había sido, hasta ahora, jefe de la Brigada Provincial de Seguridad Ciudadana de la Jefatura Superior de Madrid. Bueno, eso tampoco estaba mal, pero el nuevo ascenso le permitía sonreír de oreja a oreja.
Un agente del Cuerpo Nacional de Policía, cuyo ascenso se hacía esperar, contestó:
—Eso es algo que debemos resolver.
El comisario le miró a los ojos, casi enturbiados por la ignorancia, y añadió:
—¿Cuánto tiempo llevas en el Cuerpo?
Su tono no era nada agradable. Era rasposo y grave, y parecía cabreado en esos momentos. Su pie derecho se había posado sobre una mancha oscura.
—Eh..., bueno..., yo... —Aquel tipo no supo hilar las palabras y acabó trabándose en el más absurdo silencio. Su corazón le palpitaba dentro de una caja de cartón. Era de los cadetes, es decir, llevaba poco tiempo en el Cuerpo, y se notaba.
—¿Y acaso te he preguntado a ti? —Ángel miró a su alrededor y los vio a todos: agentes judiciales, forenses, policía, Guardia Civil. Todos estaban allí, como la marabunta. Hasta dos tipos ataviados en un saco blanco y una mascarilla que, presumiblemente, tapaban una boca cerrada como una cremallera—. He lanzado la pregunta al aire. Cualquiera de ellos podría haber contestado mejor que tú. —Su intención era escupir sobre aquella mancha que tapaba su zapato del 44, pero no lo hizo.
El agente escondió su cabeza entre los hombros.
—Lo siento...
—Y supongo que eso será un fiambre. —El comisario señaló otra manta isotérmica, que se movía como las olas del mar a causa de una leve ráfaga de viento. Debajo de la parte dorada reposaba laxo el cuerpo de una mujer, con los ojos abiertos.
Pero eso no lo sabía.
—Ha aparecido el cadáver creo que de una mujer, sin identificar todavía —prorrumpió el mismo agente, como si nada hubiera sucedido antes. Su ignorancia calmaba la tez de su cara, que se volvía pálida.
Ángel De Haro lo miró con el ceño fruncido. Sus cejas formaban un arco sobre unos ojos profundos, oscuros y llenos de misterio.
—¿Otra vez interrumpiendo mi trabajo?
La voz grave hizo que el corazón de aquel tipo de azul se acelerara como el cilindro de una motocicleta. Podía sentir cómo le pinchaba la sangre dentro de sus venas, como si fueran alfileres ociosos.
—Creía que se dirigía hacia mí —aseguró el agente, y de nuevo hundió la cabeza entre sus hombros.
Entre ambos pasó uno de los agentes de la policía científica. Un mono sabio vestido de blanco, que parecía acomodar la cabeza mientras se ponía en cuclillas.
—No suelo preguntar a nadie en particular —ofició el comisario bajando el dedo acusador—. Una mujer muerta y un...
—Cuadro —acució el hombre que flotaba dentro de la indumentaria blanca.
El comisario apretó los dientes.
—¿Un cuadro?
—Parece que, por fin, ha parecido el misterioso Salvator Mundi —explicó el policía científico. Estaba ya en cuclillas, y el comisario pensó que si él hacía eso se le escaparía un pedo, ya que era algo obeso. No se rio para nada.
—Sí, claro. El famoso Salvatore Munditi —rezongó el comisario, sin tener ni puñetera idea de lo que había dicho.
Sobre el ruido de la brisa pareció escucharse una ligera sonrisita del otro hombre de blanco, que destapaba en esos momentos el dichoso cuadro.
El otro —un tipo enfundado en traje espacial, por lo inflado que estaba, y por el color blanco— se rio debajo de la protección, como un cristal blandiéndose. Había notado que el comisario no tenía ni la más mínima idea de arte; bueno, eso no era lo peor de todo.
—Esto es un descubrimiento de los que hacen Historia —dijo ese hombre, cuyo nombre no transcendía. Era uno más, y Ángel de Haro no tenía por qué conocer todos los nombres de todos los cuerpos de policía, criminalistas, científicos, judiciales, y la madre que los parió.
—Sí. La Historia te la voy a contar yo, en breve —ladró el comisario. Levantó el dedo rollizo sin apenas uña (porque la tenía mordisqueada, un placer para su paladar), y dijo:
—El Mundi ese me importa una mierda. Y, si es algo tan valioso, no aparece sin más, como las ratas. Quiero saber quién hay debajo de esa manta. ¿Me habéis entendido?
Su dedo los señaló en la frente como una pistola, y después al pobre desgraciado, que