Seducción temeraria
Por Jayne Bauling
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Seducción temeraria - Jayne Bauling
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 1998 Jayne Bauling
© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Seducción temeraria, n.º 1076 - agosto 2020
Título original: A Reckless Seduction
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1348-682-6
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
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Capítulo 1
CHALLIS Fox estaba sentada en una cafetería, apoyaba un codo sobre una mesa y descansaba la barbilla sobre la mano. Miraba con la vista perdida hacia sus botas negras… Miles se estaba retrasando. Le había prometido llegar diez minutos antes de la hora a la que esperaban a Kel Sheridan.
De pronto, intuyó la presencia de alguien junto a ella. Dado que llevaba traje, no podía tratarse de Miles, ni del personal de la cafetería, ni de Sheridan. Elevó la cabeza bastante, pues estaba frente a un hombre muy alto, y descubrió que éste había estado observándola.
Lo que no era extraño, considerando su atuendo: un vestido de tela con transparencias y una chaqueta de terciopelo negro, a juego con el collar que había heredado de su bisabuela. No era la indumentaria que solía llevar a esas horas de la mañana, en las que solía estar en la cama por regla general, ni reflejaban su gusto a ninguna otra hora del día. Pero era presentadora de un programa en la emisora de radio Sounds FM y, después de encontrarse con Sheridan, debía asistir a una comida con los representantes de una discográfica estadounidense, y la moda de ese mes, o de esa semana al menos, exigía ir vestida de esa forma tan alternativa.
Cuando el hombre la miró a los ojos, Challis esbozó una sonrisa brillante, dispuesta siempre a mostrarse amable. Tenía tendencia a confiar en los demás, a pesar de que su fama le había enseñado a tener cierta cautela. En cualquier caso, no podía correr peligro en un sitio público, donde la conocían todos los camareros, como sucedía en la mayoría de los restaurantes y pubs de Rosebank, Johannesburgo.
Y, sin embargo, no se sentía segura. ¿De qué color eran sus ojos?, ¿ambarinos quizá? Daba igual. Eran unos ojos lujuriosos, como lujuriosa era también su boca. Sintió una excitación inesperada y decidió que estaba perdiendo el juicio. Aquel hombre de traje, camisa y corbata impecables, no podía suponer ningún riesgo para su integridad.
–Perdón, me he despertado demasiado pronto esta mañana –se disculpó Challis al notar que él seguía mirándola, creyéndolo un admirador en busca de un autógrafo.
–Entonces es por eso, ¿no? Todavía no habías abierto bien los ojos cuando abriste el armario… ¿Me permites? –preguntó él.
Se sentó frente a Challis, la cual no salía de su asombro. Un hombre tan atractivo como ése no podía fijarse en ella; un hombre con un traje así, y con ese reloj en la muñeca, no iba pidiendo autógrafos a una presentadora de radio.
–Lo siento, estoy esperando a alguien –murmuró con suavidad.
–¿A Kel Sheridan? No va a venir –repuso con voz profunda y sugerente.
–Entiendo –dijo Challis, esbozando una segunda sonrisa, no tan espontánea como la anterior–. Eres su padre y no le das tu consentimiento.
–¿Cuántos años crees que tengo? –preguntó él, con un destello provocativo en los ojos.
–Vaya, no quería ofenderte –se disculpó Challis–. Parece que mi cerebro no funciona bien a estas horas de la mañana… No tengo ni idea de cuántos años tienes, aunque está claro que eres demasiado joven para ser su padre. Está bien, déjame que vuelva a intentarlo. ¿Su hermano mayor?
–Su tío –aclaró él después de una pausa–. Richard Dovale –añadió al notar su mirada curiosa.
–¡El de los diamantes! –exclamó Challis cuando por fin lo identificó. Los ojos, azul oscuro, le brillaron como las joyas de aquel hombre, presidente y director ejecutivo de la empresa Diamantes Dovale. Hasta había visto una foto pequeña de él, en blanco y negro, en una revista de mujeres que lo había designado como uno de los solteros más codiciados de Sudáfrica. Y lo habría visto en algún otro sitio más, probablemente, en la sección de economía del periódico o en algún programa televisivo sobre finanzas.
Richard estaba sonriendo, pero se trataba de un gesto cínico.
–Te falta tacto –bromeó éste–. La mayoría de las mujeres fingen no saber nada de mí, como si los diamantes fuera lo último en lo que piensan y no significaran nada para ellas.
La estaba mirando con descaro, deslizando la vista por su piel delicada y su boca, por su cabello negro, con un mechón azul, que le caía sobre la cara, más que nada porque no se había molestado apenas en peinarse después de salir de la ducha.
–¿Por qué iba a tener tacto? –replicó Challis–. Quiero decir… ¡diamantes!, ¡me encantan los diamantes! Tengo uno pequeño en un pendiente… bueno, seguro que tú se lo darías al primero que se te cruzara. Es muy sencillo y para ti no tendrá valor.
–Tengo una empresa minera, no una joyería –dijo Richard mientras tomaba nota de la plata que adornaba la oreja izquierda de Challis, y el aro que colgaba de la derecha–. Parece que te gusta parlotear; pero he retrasado una reunión para venir aquí. No puedo perder el tiempo –añadió con un tono hostil al que no estaba acostumbrada la locutora.
–Bueno, ¿a qué has venido? –le preguntó ésta con insolencia, más violenta de lo que acostumbraba a mostrarse–. ¿Cómo sabías que me iba a reunir con Kel?
–Comprobé los mensajes de su contestador antes de salir esta mañana.
–¿Vive contigo?, ¿es tu familiar pobre o algo así? –preguntó Challis. Luego frunció el ceño–. ¡Pero él tiene su propio número! –exclamó entonces.
–Nuestra relación familiar no te incumbe, pero sí puedo decirte que lo he mandado con su madre a que pase unos días en las islas Mauricio.
Challis estuvo a punto de responder en el mismo tono insolente en que le había hablado Richard, pero su camarero favorito apareció justo en ese momento… El que faltaba era Miles, aunque tampoco lo necesitaba. Podía arreglárselas a solas perfectamente. Dado que servían desayunos hasta las doce y sólo eran las diez de la mañana, pidió una taza de café y una tostada de mermelada. Don Diamantes Dovale también pidió café, por puro formalismo, supuso Challis, pues lo consideraba demasiado convencional como para estar sentado en una cafetería y no tomar nada.
Aprovechó la oportunidad para examinarlo, mientras Richard se fijaba en el camarero, y la extrañó comprobar que el traje no restaba ni un ápice de aire seductor a aquel hombre. Por eso estaba tan pendiente de él y corría por sus venas una excitación desconocida que la impulsaba a coquetear, a retarlo, aunque sólo fuera para ver cómo reaccionaría. De pronto, recordó haber leído que tenía treinta y tres años, lo cual explicaba su enfado ante la errada suposición de que él pudiera ser el padre de Kel. En cualquier caso, era diez años mayor que ella… Entonces, ¿por qué se fijaba tanto en lo alto y fuerte que era? Y también le gustaban su nariz, sus pómulos, el mentón, el color cálido de sus ojos, el bronceado de su piel, la densa mata de cabello negro y, sobre todo, la sensualidad de su boca… Se obligó a no mirarle las manos, porque las manos eran importantes para Challis y de ser tan perfectas como el resto…
La sorprendió observándolo cuando el camarero se hubo retirado, y enarcó las cejas en señal de pregunta. Challis rió con naturalidad:
–No es nada. Es que me extrañaba una cosa.
–Pues a mí me ha extrañado tu mensaje a Kel –repuso Richard, que no parecía interesado por lo que pudiera haber intrigado a Challis–. Si os conocéis tanto como para que él ya te haya demostrado que es buenísimo, realmente bueno, no me parece lógico que hayas tenido que dejar tu apellido para identificarte.
Challis lo miró atónita, estupefacta por lo que Richard estaba dando a entender. ¿Qué mensaje le había dejado en el contestador?
¿Kel? Soy Challis Fox. Eres bueno, realmente bueno. Estoy impresionada, me rindo. Quedamos mañana para desayunar: martes a las diez en Amakofikofi…
Algo así había sido. Estaba segura de haber dicho estoy, en vez de estamos, aunque Miles Logan también se había quedado impresionado con la maqueta que el joven les había enviado a la emisora. Eso sí, ella había sido la primera en escuchar la cinta, pues habían mandado el paquete a su nombre…
Richard