Jauría
Por Franco Scianca
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Jauría - Franco Scianca
Franco Scianca
Jauría
© Copyright 2014, by Franco Scianca
Primera edición digital: Enero 2015
Colección de cuentos Territorios
Director: Máximo G. Sáez
editorial@magoeditores.cl
www.magoeditores.cl
Registro de Propiedad Intelectual Nº 239.800
ISBN: 978-956-317-228-7
Diseño y diagramación: Catalina Silva R.
Lectura y revisión: María Fernanda Rozas
Fotografía de portada: © cefuenco / flickr.com
Edición electrónica: Sergio Cruz
Derechos Reservados
«Todo el conocimiento, la totalidad de
preguntas y respuestas se encuentran en el perro»
Franz Kafka
A mi tocayo y gran amigo, Franco Carcuro,
quien decidió partir antes de tiempo.
Perro Muerto
«La infancia es el país en que vivimos toda la vida»
Rosa Montero
Un golpe seco me despierta, seguido de un aullido agudo y breve. El taxi que nos lleva al aeropuerto acaba de atropellar a un perro. Observo a Carla: sigue durmiendo. Miro hacia atrás y, pese a la oscuridad, alcanzo a ver a un quiltro grande y negro que se revuelca a un costado del camino.
Nunca he atropellado a un animal, ni siquiera a un conejo, pero alguna vez le escuché decir al chofer de un bus que es mejor no esquivar a un perro en una carretera. Lo ideal es no frenar, dijo, no realizar ninguna maniobra que pueda provocar un accidente aún más grave. Seguramente el taxista sabe sobre esta teoría porque antes del impacto no sentí ni escuché nada. El auto no se meneó bruscamente y ni siquiera hubo un leve chirrido de neumáticos. Fue sólo eso, un golpe seco y certero, y después: el aullido. El gemido del perro que cada vez resuena más fuerte en mi cabeza.
Tal como acordamos, el taxista nos pasó a buscar puntual: a las siete de la mañana. Apenas nos subimos al auto Carla apoyó su cabeza en mi hombro y se durmió. Se nota que está dañada por la fiesta de anoche. Yo también. Me duele la cabeza y el estómago, tengo sed y mi cuerpo exuda alcohol por todas partes. Apenas dormimos un par de horas.
Después de seis años de pololeo ayer nos casamos por la iglesia, un trámite ineludible para Carla que fue educada en un colegio de monjas. Según ella la misa estuvo muy bonita. Nos casó un primo lejano suyo, un cura joven que ha intentado convencerme de la existencia de Dios desde que supo que me iba a casar. Seguramente por eso sentí que me miró feo durante toda la misa.
Vamos de luna de miel a República Dominicana. Un paquete especial all inclusive, ocho días/siete noches. El destino lo eligió Carla por internet. Yo hubiera preferido ir a Buenos Aires, pero ella sólo quería sol, arena y mar. Tal cual, como el estribillo de una canción de Luis Miguel.
«No me interesa caminar ni recorrer librerías todo el día. Quiero descansar, dormir y broncearme. Estoy estresada. ¿O se te olvida, Felipe, que este matrimonio lo organicé sola?», me dijo. Y cedí. Me pareció un mal presagio para nuestra futura convivencia discutir por la luna de miel. En todo caso, reconozco que no me disgusta tanto la idea de echarme en una hamaca a tomar ron en una playa caribeña.
Intento recordar la fiesta y me doy cuenta de los severos apagones que hay en mi memoria.
Llegamos al club de golf pasadas las ocho de la noche, en una limusina arrendada por el padre de Carla. La idea nunca me convenció —me hubiera gustado algo más austero—, pero como él pagó la fiesta, tuve que acatar sus reglas. También hubiera preferido una ceremonia más íntima, con menos invitados, pero él siempre pensó en un evento a lo grande. «No voy a escatimar en gastos, una hija no se casa todos los días», me dijo hace algún tiempo en un almuerzo familiar. Al final, entre él y Carla lo decidieron todo: la iglesia, el sacerdote, la fiesta, los invitados, el buffet, la orquesta, la música, e incluso nuestra luna de miel.
Apenas entramos al club nos escondieron en una sala preparada para la ocasión. Estuvimos ahí mirándonos las caras durante casi una hora, esperando a que llegaran los casi quinientos invitados.
—Estoy nerviosa, ¿tú no? —me preguntó Carla.
—Obvio que sí —le respondí.
—No se te nota.
Luego me preparé un vodka tónica y me lo tomé en dos tragos.
Cuando me preparaba el segundo, Carla volvió a cuestionarme:
—Podrías esperar un poco… La fiesta es larga.
—Uno no se casa todos los días —contesté.
Cuando iba por mi tercer vodka tónica, apareció el productor del evento para decirnos que estaba todo ok: había llegado el momento de entrar en acción.
Entramos en el salón principal, tomados de la mano, triunfantes, levantando nuestras copas de champagne con música de Frank Sinatra de fondo. Terminó de sonar New York, New York y nos pasaron un micrófono para darle la bienvenida a la gente. Carla, con un discurso que ensayó durante semanas, agradeció la presencia de los invitados. Entre otras cosas, dijo que estaba emocionada por compartir este momento con nuestros seres queridos. Yo preferí no hablar.
Luego vino el vals. Cuando Carla bailó con su padre hubo aplausos espontáneos. Hasta que llegó la hora de sentarse. Y la cena: un pedazo escuálido de carne con un par de acompañamientos agridulces difíciles de definir. El postre no tenía sabor a nada.
Después recorrimos cada una de las mesas sacándonos fotos con los invitados. Personas que nunca había visto en mi vida me felicitaron palmoteándome la espalda.
Al volver a nuestra mesa las luces bajaron de intensidad, la orquesta se detuvo y un animador de televisión frustrado anunció la proyección de un video con imágenes de los novios, desde que nacimos hasta ahora. Las fotos de Carla con sus amigas, veraneando en distintos lugares del mundo, se robaron la mayoría de las miradas.
Cuando terminó el video le dije a Carla que necesitaba algo de aire fresco, la justificación precisa para fumar un poco de marihuana. «No tardes» me dijo, y la besé en los labios antes de salir del salón.
Caminé por el pasto de la cancha de golf hasta llegar al green del hoyo dos, me senté, saqué de mi billetera un papelillo, armé un pequeño cigarro y me lo fumé completo, mirando las estrellas que iluminaban el cielo. Observé la luna, la cual me pareció especialmente bonita y amarilla. Un plátano perfecto, como las lunas que suelen dibujar los niños.
No fue una buena idea mezclar alcohol con marihuana. De ahí en adelante mis recuerdos se tornan cada vez más difusos.
Sólo sé que volví al salón, que seguí bebiendo, que hice el ridículo bailando como Michael Jackson, que un grupo de amigos me hizo un manteo y que me puse el gorro más patético del cotillón. No me acuerdo haberle sacado la liga a Carla. No sé si la lancé ni quien la atrapó. Tampoco recuerdo cuando ella lanzó el ramo.
No sé cómo volvimos al hotel. Ni siquiera recuerdo si tuvimos sexo en nuestra noche de bodas. Prefiero no preguntar.
Recién recuperé la memoria hoy en la mañana, cuando el conserje del hotel nos avisó por teléfono que el taxi estaba en la puerta. Nos vestimos rápidamente y bajamos.
El velocímetro marca ciento treinta. Podría pedirle al taxista que disminuya la velocidad, pero ¿para qué inventarme un mal rato? Miro por la ventana: comienza a amanecer en Santiago. El sol todavía no se asoma por la cordillera, aunque la ausencia de nubes y el espléndido azul del cielo son razones suficientes como para pronosticar que el día estará despejado.
El taxista no ha abierto la boca desde que nos subimos al auto. Mejor así: me duele demasiado la cabeza como para conversar.
Quizás debiera seguir el ejemplo de Carla: cerrar los ojos, dormir un rato, intentar recuperarme de la resaca y despertar en el aeropuerto. No puedo: la imagen del perro que acabamos de atropellar no me lo permite. Lo imagino agonizando, con sus huesos fracturados y sus órganos reventados. Puedo ver su mirada de dolor, aterrorizada, extraviada, como pidiéndome auxilio.
***
A esta altura, ya no sé si es un recuerdo. O un recuerdo de un