Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Alcohol en la sangre
Alcohol en la sangre
Alcohol en la sangre
Libro electrónico260 páginas4 horas

Alcohol en la sangre

Calificación: 5 de 5 estrellas

5/5

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Alcohol en la sangre nos entrega ocho cuentos en los que la pasión, el amor, la alegría y la muerte se reflejan en personajes, cuyas existencias parecieran estar lubricadas por el alcohol. Sus historias, pausadamente fermentadas y vigorosamente destiladas, se combinan con los ingredientes precisos para dar como resultado un libro intenso, de diálogos agudos y de un ritmo cautivante que invita al lector a beber hasta la última gota de sus páginas.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 jun 2018
ISBN9789563383645
Alcohol en la sangre

Relacionado con Alcohol en la sangre

Libros electrónicos relacionados

Relatos cortos para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Alcohol en la sangre

Calificación: 5 de 5 estrellas
5/5

1 clasificación0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Alcohol en la sangre - Tony Riveros

    mejor.

    Vino con odio

    In vino veritas,

    Plinio el Viejo

    —¡Ya poh, Pachacho, apure el tranco iñor por la cresta! —se queja el hombre de adelante.

    —No se me ponga apurón, gancho, tomémonos una cañita pa’ calmar la sed mejor. Después le aseguro que tiro este carretón como buey jalao —le responde el hombre que se va quedando atrás.

    Los huesos se marcan en la piel morena de su espalda, aceitosa de sudor y polvo. Tan solo unos cuantos años atrás la fibra le daba un aire fornido y los brazos esculpidos como garrotes podían tirar, sin parar ni cansarse, quince carros al hilo, ida y vuelta entre las calles Lastra y López de Bello. Pero esos tiempos ya se fueron, ahora solo queda el despojo de carnes sueltas de lo que alguna vez fue uno de los hombres más respetados y aniñados de La Vega.

    El dúo acuerda darse un descanso y dejan los carros sobre la berma que separa la calle con el pasillo de entrada a la cantina de doña Hortensia, o la alcaldesa, como llaman a unas de las mujeres con más carácter en el barrio. Se cuentan historias que dicen que cuando joven la Tencha era capaz de cerrarle el paso a carabineros a punta de chuchás cuando dentro de la cantina escondía a alguno de sus protegidos que arrancaba de alguna maldad.

    El pasillo angosto del local desemboca de golpe en el salón principal. Las mesas esperan a los primeros clientes que comenzarán a llegar a la hora de almuerzo. La mezcla de olores de vino, cerveza y comida, absorbida sagradamente por las paredes desde hace décadas, se libera al paso de los recién llegados, dándoles la bienvenida con un tufo rancio y pesado. Al fondo de la sala se extiende el mesón de la barra como un tronco abatido bajo la espesura de un bosque de jabas y barriles, parapetando como un escudo a la Tencha, que lo controla todo desde esa posición.

    Los hombres avanzan sedientos hasta la barra y se sientan en los banquillos, dejando caer los brazos cansados sobre la superficie del mesón seboso y gastado. El Pachacho apenas alcanza con los pies el soporte de la banqueta, sus piernas cortas le han condicionado el mote por el que todo el mundo lo conoce desde que llegó a trabajar a La Vega siendo aún un cabrito, tendría quince años a lo más. Desde entonces hasta hoy, habrán pasado sus treinta años, son pocos los que saben su nombre de pila.

    —Pónganos dos cañitas de vino, Tenchita, mire que venimos más cansados que caballo de bandido —le pide a la mujer, pasándose el reverso de la mano por la frente para librarse de las gotas de transpiración.

    La mujer de rostro tosco y endurecido por el trato con tanto hombre bruto y atrevido le esboza una sonrisa franca y, desde un chuico a medio vaciar, llena las dos cañas sobre el mesón. Las garrafas formadas en hilera en el anaquel tras la barra reflejan la luz del cristal en un manto verdoso que se tiende sobre la barra.

    —Sírvase, Pachachito —le ofrece con cariño.

    El hombrecito moreno de miembros compactos provoca un afecto genuino en las personas que se lo topan. No es dicharachero en sí, pero hay algo en su liviandad de sangre cuando está sano y bueno que le agrada a la mayoría.

    —¡Salud, compadrito! —levanta la caña para brindar con su compañero y se la empina con gusto—. ¡Ayayai!, madre santísima, puta que está güeno este vino, por la cresta.

    —Está bueno, mi negro, pero no se me entusiasme tanto que tenemos que acarrear este carro y cuatro más antes que levanten los puestos —le advierte su camarada, quien sabe que su amigo tiene fama de que se le calienta el hocico y deja la pega botada cuando se pone a tomar desde tan temprano.

    —No se ponga catete, amigazo, remoje el guargüero tranquilo —dice el Pachacho riéndose, mostrando un desfile de dientes amarillentos, erosionados por el cigarro y el vino.

    Ambos beben en silencio, a esa hora no tienen mucho que contarse, empezaron juntos a cargar los carretones desde antes que levantara el sol sobre la cordillera y entre cajas de tomates, sacos de cebollas y zapallos camotes ya han intercambiado las suficientes palabras que podrían intercambiarse dos carretoneros.

    El vaso de vidrio grueso en los dedos temblorosos del hombre avejentado refleja en su superficie el color de la mezcla del tinto dulzón con la mano morena que los sostiene. Primero un sorbo lento para que el bálsamo etílico remoje su garganta seca, luego un respiro y un sorbo ruidoso acercándose al fondo. El fondo del vaso se revela como un misterio a resolver, la respuesta inconclusa de la suerte mezquina que lo ha traicionado.

    En los años setenta se vino del campo siguiendo a su cuñado, quien llegó a probar fortuna en la capital y lo convenció de que acá la plata estaba botada para aquel que quisiera ponerle el hombro a la pega. Los sueños de una mejor vida se fueron tomando sus noches de desvelo, hasta que una mañana después de una tormenta se vistió con su mejor traje, le dio un beso a su madre, se caló el sombrero y tomó el tren a Santiago. Venía decidido a ganarle a la vida a punta de esfuerzo y aguante, y así lo hizo en los primeros años, trabajó junto a su cuñado comprando paltas en La Vega todas las madrugadas para venderlas más tarde en las ferias libres de Barrancas. Mañana tras mañana durante cuatro años sacrificó sueño y descanso hasta que le alcanzó la plata para comprar una camioneta Chevrolet y ponerse con un puesto fijo en la misma Vega, donde llegó a ser distribuidor, siempre junto a su cuñado, en esa época, inseparables como hermanos.

    —Oiga, gancho —lo interrumpe su colega—, con una cañita es suficiente. Pongámosle el hombro ahora, con tres tirás más que sea y hacemos un parelé aquí mismo pa’ la hora de almuerzo. Mire que de aquí huelo el olorcito de la cazuela que tiene la Tenchita de plato de fondo.

    El Pachacho empina el codo sin prestar mucha oreja a las palabras de su compañero, estrujando hasta la última gota del vaso. El ruido del golpe del vaso sobre el mesón de madera acompañado de un ahhh de disfrute llama la atención de la Tencha, quien sale de la cocina después de darle algunas instrucciones a la dependienta.

    —Tenchita, sírvame otra cañita más —le pide el hombre con humildad.

    Iñor, ¿no quedamos en que era un solo trago y seguíamos con la pega? —le refuta su acompañante

    —Una nomás, mijo, adelántese usté que yo lo sigo detrasito —lo trata de convencer sin éxito. Los que han trabajado con él saben que cuando se le calienta el hocico no hay nadie que lo destete de la chupilca.

    —¡Niñaaaa! —grita la Tencha a una de las chiquillas que están en la cocina—. Mija, sírvale otra caña de vino al caballero.

    Una muchacha joven de pañuelo amarrado al pelo y grandes senos llega desde la cocina secándose las manos en el delantal. Con seguridad toma la garrafa y sirve el vaso.

    —Allá usté, yo me tengo que ganar los porotos pa’ parar la olla, ahí nos vemos —se despide sin tratar de persuadirlo de que retomen la labor. La sociedad temporal se diluye. El hombre acarrea su carretón y se dispone a seguir trabajando solo.

    —Tengo la espalda molida, mija —le indica el Pachacho a la mesera.

    —Siéntese en esa mesa mejor, caballero —le dice la chiquilla con amabilidad.

    Baja los pies del banquillo para ponerlos en el suelo nuevamente y se arrima a la silla de armazón de madera y respaldo de mimbre. Otra vez frente a frente con el vaso lleno, el déjà vu que retorna ante los ojos derrotados de un hombre que no tuvo revancha.

    El negocio de las paltas se afianzaba y la plata empezaba a lucirle. A la camioneta le siguió una casa en la calle Olivos, pronto llegaría su primer hijo y la familia ya iba olvidándose de las penurias y carencias que arrastraban de la vida miserable como campesinos pobres del valle del Mataquito. Junto a su cuñado Joselo eran conocidos en La Vega como los príncipes, porque con menos de veinte años y habiendo llegado del campo con las patas y el buche manejaban uno de los negocios más pujantes de todo el mercado de abastos. La habilidad con los números de Joselo, sumada al manejo que tenía el Pachacho con los empleados, era la receta infalible para levantar cualquier negocio y posicionarlo en el rubro. Los fajos de billetes eran cuidados celosamente por los socios. Al final del día contaban todo lo ganado y lo dividían en la misma tarde, antes que cada uno partiera a su casa. Los turros iban siempre en el bolsillo de la camisa, pegados al cuerpo, donde la mano estirada alcanzara rápidamente cualquier intento de cartereo. Nunca ningún lanza intentó pasarse de vivo con él después de que lo vieron sacarle la cresta al Rucio, un feriante de Conchalí que no le quiso pagar el casi medio millón de pesos que le adeudaba. Los puños de piedra con que machacó a combos la cara de su oponente no serían olvidados en mucho tiempo en toda La Vega. El Rucio era un pailón de casi metro ochenta y el Pachacho se las arregló para meterle un guantazo tras otro hasta que lo tumbó inconsciente sobre el pavimento. Esa fue la única vez que lo vieron salirse de sus casillas, y, por lo mismo, el aprecio que le tenían todos iba más por el lado del respeto que del temor.

    La hora de almuerzo se comienza a apoderar de la cantina y el olor a cazuela y pebre se vuelve irresistible para los obreros y peones que van llenando las mesas. La tentación de la cazuela como plato de fondo no tiene la fuerza para cautivar al Pachacho, los años caído al litro lo han ido acostumbrando a apoyarse en el vino ya sea por hambre, frío, pena o sed; él ya no distingue motivos, la cañita es su compañera inseparable, el vaso es el testigo mudo de sus derrotas y de la pena que lo fue abrazando y enredándose en su alma como la hiedra trepadora se aferra a un poste.

    —Sírvase algo, Pachacho —le ofrece amablemente la Tenchita—. ¿Cómo va a ser puro vino nomás? Tengo empanaditas, si quiere le traigo una.

    —No gracias, mija, no se moleste, con esta cañita tengo pa’ matar el hambre —responde con la lengua algo traposa, iniciando el camino rastrero de la embriaguez.

    Los comensales en las mesas contiguas ya están sentados esperando reponerse con un plato de comida caliente, mientras, atacan el pocillo de pebre con jirones de pan destrozados por sus toscas manos. El sonido del borboteo de las ollas hirviendo advierte que la comida cruzará pronto la mampara de la cocina para ir a aterrizar en sus mesas. Las risotadas celebran la pausa merecida después de mediodía de pelar el ajo; algunos toda una mañana poniéndole el hombro a cajas de frutas y verduras; otros rompiéndose el lomo descargando camiones a pulso, a pura fuerza bruta, la más injusta de las fuerzas de la sociedad, como si en los más de veinte siglos transcurridos desde los egipcios la civilización no hubiera aprendido del todo a usar la cabeza para evitar que hombres trabajen como animales.

    Una de las chiquillas de la cocina se acerca a las mesas con los platos de cazuela humeante y contundente. El plato con baranda, rebosante de caldo, invita a las bocas a internarse en ese laberinto de sabores y texturas y disfrutar una de las recetas que más transportan a nuestro pueblo a su origen. Con los platos servidos la charla se corta y las cabezas se sumergen absortas en el juego de soplar la cuchara y engullir. Ninguno despega la vista del plato y nadie piensa en otra cosa durante el tiempo que dura esta suerte de trance que se acaba cuando la cuchara se entierra en la superficie de la papa caliente. Después del primer bocado llenador de ese tubérculo definitivo y ancestral las cabezas vuelven a alzarse y la conversación se reanuda. La cuchara deshilacha impávida la carne anaranjada del zapallo, la sigue el ataque del cuchillo al osobuco, que se defiende con su armadura de hueso. La médula resbaladiza y blanda se rinde fácil y cede los jirones de carne. Al final el hierro se hace inútil frente a la mano áspera que toma el choclo en su coronta para iniciar una lucha sin cuartel, diente a diente.

    Las miradas furtivas a la mesera cuando regresa de vuelta a la cocina son acompañadas por comentarios pícaros y deslenguados, que acentúan el placer de la comida casera con el de la belleza femenina.

    El almuerzo sigue su curso, los clientes se van renovando, y las garzonas dejan los pies en las baldosas entre ida y vuelta a la cocina. La Tencha controla todo el servicio con ojo vigilante y cuando algún cargador entonado se quiere hacer el gracioso con alguna de las chiquillas, basta un solo grito de la patrona para que se le quiten las ganas de seguir revolviendo el gallinero.

    —¡A ver, a ver!, ¿qué pasa ahí, hombre? Esta no es casa de huifas, así que se me va calmando el perla —encara al revoltoso sin perder su aplomo de dama.

    —¡Aguarda!, se enojó la mami —festina el más dicharachero del grupo, a lo que los otros le avivan la cueca entre pachotadas y palmotazos. Luego salen de la cantina sin hacer problemas, entienden que es parte del juego, que es mejor que la dura faena que les espera los encuentre bien comidos, repuestos y con la cara llena de risa.

    Las risa contagia a la mayoría excepto al Pachacho, quien bebe en silencio sorbo tras sorbo el trago solitario sin parecer interesarse o darse cuenta de lo que pasa a su alrededor, ni siquiera la chiquilla buenamoza que deja a todos boquiabiertos es capaz de arrancarlo de su destierro. Las mujeres hace rato habían dejado de quitarle el sueño, el amor de la única a quien había querido de verdad se fue destiñendo cuando la plata comenzó a escasear y las discusiones a abundar. El día que le puso una maleta en la puerta con la ropa justa y lo despidió con un beso en la frente le dejó claro que si alguna vez la había amado de verdad a ella y a su hijo, no volviera a poner un pie en la casa. Desde entonces el polvo suspendido del derrumbe se fue posando capa por capa sobre los escombros de su corazón, formando un barro duro y compacto, impenetrable en empatía y ternura. El Pachacho no había sido un mal hombre, no tenía de qué arrepentirse sino de haber confiado demasiado en el cariño de hermano que sintió alguna vez por su cuñado Joselo y que lo cegaría ante la codicia que lo iba a dejar, sin saberlo, en la ruina.

    Al principio fueron cinco lucas que al final del día extrañó que no aparecieran en la repartija de costumbre, cinco lucas, no me voy a calentar el mate por unas chauchas, pensó en ese momento. Después empezó a notar que en la bodega del local habían claros vacíos que evidenciaban la falta de cajas de paltas, que no aparecían reflejadas en movimiento alguno del cuaderno en que se llevaban las cuentas. Luego fue un camión cargado con tomates de Limache del que no se enteró cómo había sido el trato, negocio que hizo el cuñado a sus espaldas y con capital de los dos. El nunca desconfiaría de Joselo, cómo sería capaz, si se conocían de cabros chicos. Él fue el único de la patota de chiquillos con que andaban que lo defendió cuando en los bajos de Mira Río los hijos del capataz, don Florencio, le iban a dar las peras con harina por pillarlo robando damascos en los frutales del fundo.

    Los hijos del capataz vieron tirado a los pies del árbol al chiquillo que no pudo levantarse y correr como el resto. Aleonados por lo peones cobardes que le echaban carbón al fuego se sacaron los cinturones para aleccionar a correazo limpio al rotito que se atrevió a meterse en las tierras del patrón. Dando latigazos al aire para intimidarlo, se fueron acercando con una mirada perversa.

    Joselo lo vio en el suelo temblando de miedo, indefenso, tapándose la cara con las manos para ocultar el llanto y se volvió corriendo la cuadra y media que había avanzado junto a los otros. Nadie más lo siguió.

    —No te voy a dejar solo, negrito —se dijo resuelto a sí mismo.

    Levantó un palo del suelo y se interpuso frente a su amigo haciéndole frente a los bravucones palurdos, pero no logró siquiera intimidarlos. Solo los correazos en sus brazos, que evitaban los golpes en la cara, detenían su furia. Aguantó estoico cada rebencazo, se comió la golpiza de su vida a cambio de que su amigo pudiera sacar fuerzas y lograra levantarse para escapar.

    —No le peguen, por favor, no le peguen —imploraba aterrado en la retirada—, brutos de mierda.

    Recién cuando vio que el Pachacho ya estaba lo suficientemente lejos y a salvo, botó el palo al suelo y corrió como un alma en pena para perderse en la espesura de los matorrales contiguos al río.

    Cómo iba a desconfiar de él, cómo Joselo podría querer perjudicarlo, si ya más pailones y peludos habían seguido siendo yuntas. Juntos también se fueron con las niñas de la casa de huifas a farrear la plata que ganaron juntando mora en el verano, y a punta de chicha y guitarreo se hicieron hombres con esas chiquillas de cuerpo generoso. Pero así fue, no fue de otra manera, él lo traicionó, la avaricia fue más fuerte que el afecto, el dinero pesó más que la amistad. Un día, después de meses sin querer ver lo que pasaba frente a sus ojos, se dio cuenta de que el negocio estaba siendo manejado casi enteramente por Joselo, y la plata que repartía al término de cada día no era ni un quinto de lo que en verdad estaban ganando.

    Los platos vacíos sobre las mesas esperan pacientes que los retiren, la clientela de la hora de almuerzo ya se ha marchado. Las ollas, sartenes y fondos antes cargados ahora yacen vacíos, tumbados sobre el lavadero o apilados entre lavazas y conchos de cazuela que irán a parar más tarde a las ollas viejas que la Tencha usa para darle comida a los quiltros de la calle que abundan en las inmediaciones.

    Las cocineras y las garzonas van saliendo una a una de la cocina con su plato de comida caliente en la mano, ahora es el turno de ellas. La mesa las reúne después de la parte más dura del día. Un relajo bien merecido. Antes de sentarse una de las jóvenes le ofrece otro vaso de vino al Pachacho, para poder instalarse a comer tranquila.

    —Caballero, ¿de verdad no quiere comer algo? —le pregunta.

    —No gracias, mija, no se moleste, con esta cañita tengo pa’ matar el hambre —repite la misma respuesta que le había dado antes a la patrona.

    Ya no es de fútbol o crónicas policiales sobre lo que se conversa en la mesa, ahora es la comedia del canal siete y los cahuines de las modelos de la farándula. El romance de la rubia con el futbolista que juega en Europa se yergue como escape al tedio cotidiano de pelar papas, picar cebolla y fregar ollas. La evasión de la rutina se ampara en la vida de los otros, los elegidos que tuvieron la suerte de salir del foso.

    El Pachacho permanece en su rincón, quieto y ajeno al batir de lenguas. Su evasión es otra: el lugar donde su existencia atribulada se calma es el vino, el tinto que mancha los dientes, la resaca infernal que le seca la boca y le hace tiritar el pulso. Cuando joven tomaba lo mismo que cualquier hijo de vecino, para alegrarse en las fiestas o animarse con alguna conquista y nunca, si al otro día era jornada de trabajo. En la época de feriante, los domingos se iba con los amigotes al club de rayuela, las ferias libres no se ponen los lunes, es el día sagrado del gremio; y llegaba de madrugada a la casa emparafinado hasta las patas. Su mujer lo recibía algo molesta, pero lo entendía,

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1