Regina, Memorias de una Rata
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Regina, Memoria de una Rata, es una obra literaria basada en las vivencias reales de la vida del autor, que vivio en carne propia, la enfermedad del alcoholismo y sus consecuencias, pero a la vez con su misma fuerza de voluntad salió adelante, cambiando su forma de pensar actuar y sentir, dejándonos ver las personalidades de cada personaje escrito en este libro, donde la ignorancia o la astucia del pensamiento, nos puede hundir o sacar adelante para los propósitos que fuimos creados. ?Uno será el arquitecto de su propio destino? !Juzgue usted! Tus circunstancias no te determinan.
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Regina, Memorias de una Rata - Benjamin Galicia Almaraz
CAPÍTULO
1
Callecita de mi barrio
El joven manto del anochecer, bordado de mil zafiros, caía lentamente sobre las paupérrimas chozas del caserío en las calles, empedradas y antiguas, de la Ciudad perdida
. Daba la impresión, que lloverían luceros, y al caer, reventarían en el piso para convertirse en cristalinos diamantes. En las esquinas de la angosta calle, se erguían dos enormes y arcaicos faroles del tiempo de la Colonia Española (Siglo XIX). Con su vieja luz, amarillenta y brumosa, bañaban las cabezas de los transeúntes que deambulaban, derritiendo las sombras sobre sus cabezas, que ya heridas resbalaban hasta el piso.
Muchachitas casaderas, con repintados labios de rojo bermellón, pechos parados duros y redondas nalgas provocativas, con mini falditas muy arriba de las rodillas, enjoyadas con bisutería de colorido plástico, cuchicheaban en secreto, con risitas nerviosas y al pasar cerca algún apuesto joven, escondían un cigarrillo camuflado del cual se daban las tres cada una, espantando con la mano, el humo gris nebuloso y escandaloso. Sentadas en unos banquitos de cemento, hechos al propósito para el descanso previo; algunas no traían ropa interior y cuando pasaba un mocetón joven apuesto, abrían las piernas con marcada intención, dejando a eeste lelo y mareado, que se alejaba tropezando con las piedrecillas. Entonces, ellas se desternillaban de risa, hasta las lágrimas.
Afuera de la tienda de don Diego, bajo el alto farol, se acomodaban un montón de muchachos de una joven edad, consumiendo bebidas y cigarros, quienes risueños se contaban en baja voz: cuentos colorados. En la pared norte de la tienda, apestaba a orina, era un olor que picaba hasta la náusea, sembrada de botellas vacías y colillas de cigarro. En la empedrada calle, correteaban perros famélicos, sucios y sarnosos de todas las razas; muertos de hambre, con las costillas bien dibujadas, husmeando por todos lados con la cola entre las patas y hocicos babeantes, con sus fuertes y molestos ladridos que no cesaban. Las palomillas nocturnas alrededor de la luz, caían muertas y sembraban el suelo que la gente pisoteaba sin intención alguna, dejando una asquerosa masa indignante a la vista.
Algunas señoras amas de casa, caminaban rumbo a la panadería de la cuadra La Imperial
. Ellas comadreaban alegres, cómplices entre ellas; comían prójimo a Dios dar, las más viperinas, hasta con los postes dialogaban. Ancianos octogenarios, encorvados, dolientes de gesto adusto, arrastrando sus gastados pies, apoyados con bastón, extendían su huesuda mano de largas y negras uñas, en espera de una moneda para su vicio del alcohol. Una regordeta señora, agitada de la respiración, con una escoba en la mano trataba de separar a dos perros pegados por la cola, en medio de la gritería y algarabía de los chiquillos de ropas raídas y agujetas del zapato sueltas coleando.
El tañido de la campana de la Parroquia del Arcángel Gabriel
, avisaba el rosario de la tarde. Las beatas, enfundadas en sus largas faldas negras y rebozos, cubiertas hasta la cabeza, acudían en presurosos pasos cortos al llamado, murmurando un largo rosario de cuentas negras; de vez en vez, con cierta devoción se santiguaban. En la calle de tierra y pedregal rumbo la iglesia, se apostaban a los lados vendedores ocasionales en mesitas de madera, alumbrados con frascos de petróleo y mechas de trapo que humeaban y tiznaban la nariz, los cuales ofrecían: elotes calientes con limón y chile piquín; sopes y tacos dorados con lechuga y queso; churros calientitos muy azucarados y palomitas de maíz, rociadas con mantequilla.
También estaba el tramposo de los dados, que cobraba un peso, para ganar diez si caía el siete; si pagaban dos pesos, ganaban 20 billetes. Sin embargo, nunca caía el siete, pues eran dados arreglados que no sabía la gente. En cuanto caían al tapete verde y no era el número siete, rápido el dinero y los dados los metía al cubilete, sonando los huesos decía: ¡pruebe su suerte!
, ¡pruebe su suerte!
y pronto, aparecía un señor y apostaba las tres primeras, que de a peso las perdía. Ese cliente luego decía: permítame sacar mis lentes, no veo bien
y en ese ademán de sacar los lentes, venían tres billetes sueltos que volaban y la gente que ahí estaba, por cortesía se apresuraba a recogerlos. En esa distracción, era el momento en que el tramposo cambiaba los dados y el señor de los lentes era un palero, quien en los dos siguientes tiros ganaba veinte pesos y uno más de dos pesos ganaba en total cuarenta pesos. Entonces, el tramposo se los pagaba uno por uno, haciendo a la vista un buen fajo. Luego, el sujeto se retiraba diciendo: ya gané, ya me voy
. Finalmente, las apuestas seguían con más tenacidad, pero nadie ganaba.
También, había puestos de tamales con atole de masa sabor a fresa y piloncillo, pozole caliente muy rojo y enchilado, un peso sin carne, uno cincuenta con todo. No podía faltar doña Katy, con su bracero de carbones al rojo vivo, donde ponía encima una olla de barro con té de canela con piquete y las famosas teporochas, que obviamente era la que más clientes tenía. Poco más tarde, la noche dormía, con la queja del grillo y las luces de las luciérnagas, que prendían y apagaban, arrullaban el canto de la cigarra. La luna pintaba el caserío de plata, adormecía los sueños de la gente de alguna ilusión, que motivada por el amor llegaba el velo de la bendición, cubriendo todos los techos de cartón en La Ciudad Perdida
. Una noche más, cerca de Dios, era la misión del Señor, cuidar de sus hijos; donde pobres o ricos, todos alcanzábamos su bendita mano.
CAPÍTULO
2
Las canelas
¡T an!, ¡tan!
, el badajo de la grande campana de la iglesia, tañía sonoro anunciando el llamado a la misa de Gallo. A las cinco de la mañana, personas enfundadas en sus gruesos abrigos de lana y bufandas en el cuello, tapando la boca; soportaban el silbante y frío viento que tajaba sus rostros. La escarcha congelaba los charcos de agua en el piso, haciendo espejos resbalosos. Algunas personas presurosas se dirigían al templo; otras tomaban rumbo a la vecindad de Regina, La Chata. Un grande y sucio cuartucho de piso de tierra, al final del largo patio de la vecindad, antiguas y apolilladas puertas sin color, de gruesa madera, cada vez que las abrían rechinaban con molesto ruido, que se sentía hasta los dientes.
Lo primero que se veía al entrar era un grande bracero sobre una desvencijada mesa de fierro, sobre carbones incandescentes al rojo vivo, que abrazaban una tiznada olla de barro. Cada vez que un ventarrón de aire seco llegaba hasta las brasas, estas ya heridas enrojecían más, lanzando al aire múltiples chispas vivas, haciendo piruetas y al final tronaban. La olla hirviendo que, despedía calientes vapores de té de canela, gorgoteando el agua, contenía: cañas, guayabas, tejocotes y flores de Jamaica. Había, además, sobre la mesa, una pila de jarritos de barro, una botella de alcohol de 90 grados y un tazón con azúcar. Todo listo para las teporochas. Edgar, alias El Satán
, joven alto espigado, en mangas de camisa, único hijo de la Chata, despachaba las canelas a un peso cada una. Asimismo, servían también en vasos de cristal: cubas libres, ron o brandy con refresco de cola y hielo, que mantenían en un viejo y pequeño refrigerador.
Es necesario mencionar que, las botellas de licor de etiqueta, eran vacunadas, con una jeringa hipodérmica, sustraían gran parte del contenido original y con la misma ampolleta inyectaban agua