Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Canciones de cuna y de rabia
Canciones de cuna y de rabia
Canciones de cuna y de rabia
Libro electrónico548 páginas9 horas

Canciones de cuna y de rabia

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Tras escribir un artículo en un periódico comarcal donde cuenta la historia del lienzo de un Cristo yacente expuesto en la iglesia de Almarga (Almería), para el cual posó su abuelo, Abel Román es expedientado y despedido del instituto en el que trabaja como profesor de Literatura. Es entonces cuando se da de bruces con la crisis de la mediana edad, donde la precariedad, la incertidumbre y la rebeldía serán las grandes protagonistas de Canciones de cuna y de rabia, mientras su presente se desmorona delante mismo de sus narices.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento8 abr 2019
ISBN9788417643720
Canciones de cuna y de rabia

Relacionado con Canciones de cuna y de rabia

Libros electrónicos relacionados

Ficción sobre la amistad para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Canciones de cuna y de rabia

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Canciones de cuna y de rabia - Juan Miguel Contreras

    Contraportada

    Primera parte

    De cuna

    1

    3 de marzo de 2014. Suplemento especial de Semana Santa del periódico La Tribuna de Almería.

    ¿Cómo contar la vida de una persona cuando apenas tienes datos en los que apoyarte, cuando lo único que sabes es que alguien, acusado de prenderle fuego a una iglesia tras una guerra civil y condenado a muerte, termina varios años después en un lienzo colgado en esa misma iglesia, representando a un Cristo yacente? La vida es muy puta, y no lo digo por los reveses de los que cada cual tiene que hacerse cargo, sino por la pregunta que te asalta cuando no tienes biógrafos que maquillen tu vida una vez has muerto y ni la gente que te quiere edulcora tus pecados.

    Nunca conocí a mi abuelo materno y, puesto que nadie de mi familia quiso o pudo contarme cosas sobre él, fui haciéndome una imagen algo vaga pero muy potente a partir de unos pocos comentarios cazados al azar desde muy pequeño. Ni siquiera tras la muerte de mi abuela, revolviendo entre sus cajones como un cuervo lustroso y necesitado, pude completar ese puzle; es más, tal vez todo esto que vaya a contar sea más fruto de mis devaneos literarios que algo cercano a la verdad.

    Sin embargo, por el motivo que fuera, siempre me he sentido atraído por ese abuelo que murió cuatro años antes de que yo naciera, a la edad de cincuenta y dos. Quizá todo comenzó al escuchar a escondidas ciertas cosas susurradas entre mi madre y mi tía, o entre mi abuela y su hermano, mi tío abuelo y autor de ese paradójico lienzo. Un niño no muy apreciado en su familia paterna descubre en la figura del padre de su madre, del que apenas se habla y cuando eso sucede siempre es en voz baja, una especie de fantasma cercano con el que tender puentes. Nunca tuve amigos imaginarios cuando era pequeño pero tenía a mi abuelo muerto, o quizá porque tenía a mi abuelo muerto nunca llegué a tener un amigo imaginario. Como si de una vieja fotografía se tratase, el rostro que fui dibujando tuvo las siguientes líneas: ateo, condenado a muerte por rebelión, a punto estuvo de dejar que mi abuela subiera a la que en 1939 aún era su única hija a un barco en Valencia con destino la Unión Soviética; acusado de prender fuego a la iglesia de Almarga, estuvo esperando el paredón seis meses en Madrid antes de que una poderosa familia intercediera por él (mi abuela era una de sus sirvientas, y su hermano, el pintor Alonso Jiménez, estudiaba Bellas Artes en Madrid en el año que comenzó la guerra gracias a su mecenazgo), conmutándose dicha pena de muerte por una cadena perpetua en un campo de concentración en la sierra de Guadarrama, redención de la pena por trabajo lo llamaban, mano de obra esclava realmente, como tantas otras. Allí estuvo seis años, construyendo un mausoleo infame que nunca me he atrevido a visitar. Al año de ser puesto en libertad nació mi madre. No tuvo más hijos. Extremadamente delgado y rendido, sólo pudo conseguir trabajo como peón de albañil hasta que una insuficiencia respiratoria le hizo apagarse. Al salir del campo de Cuelgamuros trabajó el resto de su vida en la empresa Banús Hermanos, construyendo vivienda social en Madrid. Su mujer y sus hijas regresaron a Almarga cuando él falleció. No quiso ser padrino en la boda de su hija mayor. Tampoco le hubieran dejado dado su historial. No soportaba a la curia, pero se guardaba decirlo más allá de esas rebeliones chicas e inútilmente privadas que puedo adivinar. En su condena a muerte tras la guerra, en una sentencia llena de erratas escrita a máquina, aparece que no sólo había colaborado en el incendio de la iglesia de la Trinidad, sino que se jactó de ello en el juicio. Mi abuela siempre dijo que aquella noche él no estaba en Almarga, sino camino de Valencia.

    Yo fui hilando todo aquello que escuché a lo largo de los años, creando una figura ausente y fantasmal. Que mi abuela, un día, cuando yo apenas tenía diecisiete y entré a desearle buenas noches, me confundiese con él en uno de esos delirios que comenzaba a sufrir y estuviese más de media hora hablándome con un cariño que nunca antes le había visto de cosas tan lejanas como vertebradoras, supongo que acabó por sellar mi callada obsesión.

    Ahora, a pesar del tiempo, del desconocimiento y de las muertes que han acallado los puntos de fuga de una historia que ignoro en su conjunto pero que inevitablemente pasa a través de mí, resulta que mi abuelo y yo estamos unidos por algo que se parece más a una broma de mal gusto que a una casualidad más o menos literaria. Tras la muerte de mi abuela, descubrí que él y yo estamos pintados y colgados en la iglesia del pueblo, esa que dicen que ayudó a incendiar y que hace siglos que no piso por convicción y desidia. Me lo contó mi madre con la dejadez del que está convencido de que ya te han contado eso alguna que otra vez.

    Mi abuelo está pintado, como un Jesús yacente, en un cuadro que está bajo el coro de la iglesia de Almarga. Yo soy uno de los ángeles que sujetan a una Virgen que asciende beata y robusta, en un gran lienzo sobre el altar. Ya he señalado que el hermano de mi abuela fue el pintor Alonso Jiménez, profesor de dibujo de la Escuela de Artes y Oficios de San Fernando durante cuarenta años y semiolvidado pintor naturalista almeriense. Antítesis de mi abuelo en lo concerniente a la religión, la relación entre ellos es una de las mayores lagunas de esta historia. A pesar de esa confrontación ideológico-religiosa, mi abuelo le sirvió voluntariamente de modelo todas las veces que mi tío pintó a Jesús, que no fueron pocas. Me cuesta imaginarlos a los dos, uno pintando y el otro posando. Cuando se colgó el celebrado cuadro de aquel Cristo en la iglesia, no sé si asistió mi abuelo a tan solemne ceremonia, ni lo que pensaría al respecto, viéndose allí colgado, casi desnudo y apaleado, con esa delgadez fruto de una silicosis que llevaba años comiéndole por dentro, mostrando unas heridas tan típicas como llenas de doble sentido, sabiendo que muchos de los causantes indirectos de las mismas se santiguarían al verle, muerto redivivo, principio y fin de las cosas más sombrías de esto llamado España. A veces doy vueltas y vueltas a eso y me pierdo en laberintos extraños que no logro entender y que me obsesionan, sabiendo que nunca encontraré la explicación que me saque de allí.

    Yo también estoy colgado en la misma iglesia, pero, a diferencia de él, no posé voluntariamente. Mi hermano, mi primo y yo éramos muy pequeños cuando se pintó ese cuadro enorme de una Virgen deudora de la Inmaculada de Soult de Murillo. Aunque yo ya había sobrepasado la edad para ser un convincente querubín, recuerdo que alguna vez me mandaron al estudio de mi tío para que él cogiera apuntes de mi cara. Para los cuerpos se valió de arquetipos y fotos viejas de mi primo, el más rechoncho y lustroso de los tres al nacer. Así que ahí estamos todos, repartidos nuestros gestos en ocho querubines rollizos y sonrientes, llevando en volandas a una rotunda mujer y revoloteando alegremente a su alrededor, mofletudos y radiantes cual céfiros paganos y e inocentes.

    Mi tío nunca quedó satisfecho con ese cuadro, pintado por obligación y hecho con la desgana del que hace tiempo que pinta por puro placer y que sin quererlo se encuentra pintando por encargo algo para lo que sabe que ya no está tan capacitado. Sin embargo, con el cuadro del Cristo sí estaba contento. Más de una vez me lo dijo cuando al salir de su misa diaria yo lo esperaba en la puerta para acompañarlo a casa; mascullaba que menos mal que también estaba ahí ese cuadro, pero cuando yo podía haberle preguntado más cosas no lo hice. Ahora, cuando me observo a mí mismo revoloteando torpe en un cielo falsamente celestial, pienso en mi abuelo, tumbado un poco más allá, con estigmas y herida de lanza incluida, pienso qué le pasaría por la cabeza, qué pudo sentir después de todo, pero solamente encuentro como respuesta la ironía, el sarcasmo y el dudoso sentido del humor de eso que llamamos historia. Su cuadro se pintó a finales de los años cincuenta, cuando mi tío abuelo consiguió ser arrogante y seguro, buscando pagar deudas eternas y deseando purgar los pecados capitales de mi abuelo. Con el tiempo, y sobre todo ahora que me he armado de valor y he entrado en la iglesia para contarles a mis hijos esta historia y poder hacer unas apresuradas fotos que atestigüen esta broma quizá macabra, descubro que la rabia, la vergüenza y lo sombrío han dado paso a cierta mueca socarrona, casi una sonrisa malévola, a un incierto orgullo de perdedor al saber que eso que algunos miran con devoción no son más que dos ateos posando con desgana: uno como el hijo de (un) dios y el otro como uno de sus tiernos esbirros alados.

    2

    De alguna manera, mientras hacía la maleta antes de volver a Almarga, pensé en lo extraño que estaba siendo todo este año que ya mediaba. Normalmente pasábamos las vacaciones de verano con los niños en el pueblo de mis padres, en una casa antigua, fresca y modestamente digna, pero, a diferencia de otros veranos, esta vez era como si ese regreso significase un fracaso, sobre todo para mí, e incluso por un momento confundí el hastío que me producía el viaje con la furia volátil de un adolescente recién levantado. Aquella tarde, mi mujer, Silvia, se había llevado a Ulises al cine, y Vera estaba con sus primos en casa de los abuelos.

    La casa estaba completamente en silencio al cerrar la puerta.

    Cuando llamé al ascensor, sentí que todo mi mal humor se condensaba en ese silencio extraño y tan poco habitual en el que había estado sumido todo el día. Quise soltar un graznido, pero el miedo ante el eco amplificado de la escalera me cohibió. Por algo que no alcanzaba a comprender, me sentía enfadado conmigo mismo. Era como si me empeñara en buscar un motivo para mi mal humor, y por ello, cansado como estaba de creer que todo estaba en mi contra, sintiéndome una especie de víctima, buscaba encontrar la culpa dentro de mí, pero cuando, tras una hora de viaje, puse por fin mis pies descalzos en la arena —no quise ir a casa de mis padres directamente, sin haber pisado antes la playa—, comprobé que no me sentía tan mal como esperaba. De hecho, he de reconocer que incluso sentí cierto alivio.

    Mientras miraba el lento baile de las olas sobre mis pies descalzos, el móvil empezó a vibrar en el bolsillo del pantalón. Lo saqué con algo de hastío, molesto por el desvanecimiento de esa agradable sensación pero a la vez temiendo que hubiese sucedido algo malo. Vi el nombre de Roberto en la pantalla bajo una imagen de él mismo sonriendo cómicamente en una fotografía de hacía más de veinte años, sacada de un viejo álbum que me dio por escanear, de cuando los carretes se positivaban y de treinta fotos lograbas salvar como mucho diez. No contesté. Seguí dejándolo vibrar sobre la palma de mi mano hasta que el teléfono dio un último espasmo y la pantalla se apagó, o eso creí, pues el sol me cegaba y apenas podía levantar la vista. Más tarde le devolvería la llamada, cuando hubiera deshecho las maletas y me hubiese dado una ducha, dispuesto a aceptarle sin rechistar la invitación para cenar con su mujer y sus dos hijas aunque no me la hiciera expresamente. Supongo que pensaría que a esa hora ya habría llegado a Almarga y que me quedaría el fin de semana. Sin embargo, Roberto aún no sabía nada porque yo no le había contado nada a nadie. Había llegado para quedarme al menos dos meses. También sabía que cuanto antes le contase lo que me había pasado, mejor me sentiría. No es que esperase ninguna reacción especial, simplemente —ya que por fin estaba allí— echaba de menos poder pasar un rato en esa curiosa compañía de los que se conocen desde hace tanto tiempo que ya no necesitan darse muchas explicaciones.

    Marqué el número de mi mujer y al instante saltó el buzón de voz. Se le habría olvidado encender el móvil al salir del cine. Tras dejarle un mensaje a Silvia con cierto tono de reproche, al colgar me dio rabia haberle hablado con tanta sequedad. Volví a marcar y dejé otro par de frases, diciéndole que acababa de llegar y que más tarde la volvería a llamar, antes de que los niños se acostaran. Mi cuerpo aún no se había aclimatado a la humedad sofocante de un atardecer con viento de poniente. Me sentía sudoroso y pegajoso, alimentando con ello una extrañeza que deseaba dejar atrás de una vez.

    Pero, sobre todo, me sentía muy cansado.

    La sensación de alivio con la que había apagado el motor del coche y me había descalzado sobre la arena apenas había durado cinco minutos. Guardé el móvil en el bolsillo y caminé hacia el aparcamiento entornando con evidente molestia los ojos, evitando el doloroso reflejo en la carrocería de mi viejo Opel Corsa blanco. Me puse los zapatos arrodillado frente a la puerta, en la sombra, como un vulgar ladrón. Subí, cerré con fuerza y metí la llave farfullando incoherencias sobre unas gafas de sol que había perdido hacía meses y que, por una pereza congénita, aún no había repuesto por otras. Pensé que igual era un buen momento para solventar ese engorro y aprovechar de paso para comprar las cuatro cosas que necesitaría para tener algo de comer en el frigorífico.

    En el fondo, todo eran excusas para demorar la hora de abrir la puerta de una casa cuyo silencio y abandono sin duda iban a dolerme.

    3

    Me planté frente a la puerta de la casa de Roberto y Lorena con una camisa blanca de lino arrugada que no me molesté en planchar cuando deshice las maletas. Aún no me había acostumbrado a la humedad del aire y la canícula. Estaba molesto e impaciente, pero también feliz de estar allí. Olí el ramo de margaritas compradas a última hora en el supermercado y estiré el cuello moviendo la cabeza hacia ambos lados, girando los hombros despacio a la espera de ese gran crujido que me aliviase el dolor que el estrés había ido acumulando en mi espalda. Mientras volvía a pulsar el timbre, sonreí al oír tras la puerta ruido de sillas y los gritos sordos de Roberto pidiéndoles a las niñas que recogiesen rápido. Tosí fuerte y quise escupir al suelo, pero Lorena abrió antes. Me pareció un milagro encontrarme de nuevo con su sonrisa franca y su natural alegría por volver a verme. Cuando Roberto apareció detrás de ella, casi como un guiñol, gritando pero bueno, cabronazo, dichosos los ojos, a punto estuve de echarme a llorar.

    La casa donde vivían había sido anteriormente de los padres de Lorena. La habían comprado hacía cinco años, cuando su padre se jubiló y se fueron a vivir a la capital. Poco a poco Lorena y Roberto la habían ido arreglando hasta hacerla más moderna que acogedora, sobre todo comparada con la de mis padres, pues a pesar de venir nosotros o mi hermano de vez en cuando, sufre de un abandono triste que nada tiene que ver con el lánguido gusto por el romanticismo fenicio bañado de mar del que me hace culpable Roberto.

    Después todo fue muy rápido: saludar a sus hijas (Alba, de seis, y Luna, de doce), hablar apresuradamente mientras en la cocina les veía preparar la cena, aceptar un trozo de queso, ofrecerme a poner la mesa con las niñas mientras la más pequeña aún me miraba con recelo y la mayor comenzaba a buscar un aliado en mí para que sus llamadas de atención no provocaran la inmediata censura de sus padres. Sentirme casi como en casa pero a la vez comportarme de manera un poco torpe, o al menos esa es la sensación que retuve y que me costó un rato quitarme de encima. Resumir rápidamente los meses que no nos habíamos visto con frases cortas y lugares comunes, dejar preguntas a medio contestar con la esperanza de retomarlas en la cena, zanjar otras de las que no nos apetecía dar demasiadas explicaciones, tirar de confianza para repasar los cotilleos sobre conocidos cuyas caras no recordábamos y cuyas voces éramos incapaces de evocar, todo ello lleno de silencios breves en los que nos mirábamos, sonreíamos y pensábamos…

    Sentir que el hogar pueden los amigos y buscar el contacto, una palmada en la espalda, un apretón en el hombro que nos asiente en la tierra, dentro de ese algo donde crecimos ingenuos y malcarados. Se notaba que Lorena estaba contenta de volver a vernos juntos, y aprovechó una de las veces que Roberto fue al salón a ver a las niñas para comentarme lo extraño que lo notaba últimamente, que hacía mucho tiempo que no lo veía tan contento como esa tarde, esperando que yo llegara. Yo también, le dije, yo también tenía ganas de veros, pero cuando le iba a preguntar si pasaba algo malo, Roberto entró por la puerta de la cocina con unas copas vacías, preguntándome si prefería vino blanco o vino tinto para antes de cenar. Me disculpé y le dije que prefería agua o a lo sumo un refresco. ¿Y eso?, preguntó Roberto, sé que Silvia no bebe, pero tú un poco sí, ¿no os habréis intercambiado? No, contesté riendo, ahora somos una pareja abstemia, ella por convicción y yo por prescripción. ¿No jodas?, dijo Roberto, ¿qué es lo que te pasa? Hígado graso, contesté frunciendo el ceño, nada serio, pero he preferido hacerle caso a mi médico. Bueno, contestó deseando saber más pero sin atreverse a preguntar, si te animas, aquí dejo la botella.

    Roberto y yo nos conocíamos incluso desde antes del colegio. Nuestras madres fueron amigas, y desde que nos paseaban en el cochecito lo recordaba incordiándome. Seis meses mayor que yo; menos el cepillo de dientes, posiblemente habíamos compartido de todo, y aunque a medida que crecimos cada uno se fue haciendo distinto en personalidad y nos fuimos aferrando a ciertos gustos definitorios que el tiempo ha convertido en básicos, Roberto es una de las tres personas que mejor me conoce. Salvo cuatro meses en los que apenas nos hablamos, cuando a los quince, Rebeca, una novia que yo tenía —quizá mi primera novia—, me dejó para irse con él, y los tres o cuatro años en los que fuimos a la universidad en ciudades distintas y nos distanciamos de verdad, él siempre había estado ahí, dispuesto a servirme de confesor y acicate, y yo para él. Posiblemente, ahora que cada vez nos vemos menos y nuestras conversaciones telefónicas son más raras, quizá sea cuando más nos echamos de menos, o al menos yo le echo más de menos. En realidad echo de menos a todo el mundo y, de un tiempo a esta parte, la sensación de soledad que me acompaña es absolutamente abrumadora.

    Es curioso cómo el tiempo lo dilata todo; antes, con veinte años, dos semanas sin corrernos una juerga era casi un delito, y ahora, con una llamada cada tres meses nos conformamos, pero aun así es cierto que sólo necesitamos un par de horas juntos para volver a sentir la camaradería de antaño. O eso me gusta creer.

    Me resultaba interesante la manera en la que Roberto y yo nos estábamos estudiando esa noche, como viejos púgiles que se conocen demasiado. Desde que entré por la puerta, vi que me miraba de soslayo, fijándose en los detalles, buscando un flanco débil por donde atacarme (con un directo que sólo aceptaría de él), escudriñando si mi barriga era mayor que la suya, si mi pelo era más escaso que el suyo, mis zapatos más gastados, mis canas más abundantes, mis ojeras más obvias…

    Veo que no te ha dado tiempo a encontrar la plancha antes de venir, soltó enseguida. Me ayuda a disimular la barriga, contesté, no como a otros, que parece que les da igual. Pues con las niñas no paro, y juego al pádel dos veces a la semana, así que me temo que te equivocas; si acaso lo que estoy es más fuerte. Y más tonto también, dije. Pues como todos, Abel, como todos. Por cierto, ¿y esa barbita tan arreglada?, le pregunté creyendo que le cogía con el pie cambiado. A Lorena le gusta. ¿A que está más guapo?, ayudó ella. A las niñas también les gusta, dijo zafándose antes de añadir, pero desde luego, el que está más calvo de los dos eres tú…

    ¿Cómo va el trabajo?, dije cambiando de tema. Jodido, dijo él, muy jodido, la gestoría va como el culo, pero de momento me han dicho que no me van a despedir este año, que no es poco. ¿Ahora estás en una gestoría?, le pregunté sorprendido. ¿No te lo había dicho? Pues pensaba que sí. Auxiliar administrativo, una puta mierda, pero… ¿Y tú cómo estás?, dije buscando con la mirada a una Lorena que en ese momento se secaba las manos después de terminar de hacer la ensalada. Uf, contestó ella, bien jodida también. De momento seguimos las dos trabajadoras sociales en el ayuntamiento, pero aunque ambas tenemos la plaza consolidada, cualquiera sabe lo que puede pasar. Cada vez tenemos más trabajo, cada vez nos aprieta más el concejal y yo cada vez tengo más miedo. Es lo que tiene no bailarle el agua ni tener carnet del partido. Aunque intento que no me afecte, o me afecte menos, ya no es como al principio, cuando entró el nuevo alcalde y cada día era una movida distinta y un rumor más, que si sobraba una, que si no tendremos presupuesto, que si nos van a cambiar de sitio… Una mierda, la verdad; pero estoy bien, con mucho trabajo.

    Al principio regresaba muy mal, la cortó Roberto. Volvía de trabajar hecha polvo y estaba muy desagradable, hasta que le dije que parara un poco, hablamos y parece que me hizo caso. Cada vez es peor, Abel, continuó ella. Cada vez tengo más expedientes para abrir, y no doy abasto con lo que tengo que tramitar. La gente está jodida, ya lo sabes, pero he de separar y dejar los problemas del trabajo en el trabajo. Qué te voy a contar que Silvia y tú no sepáis.

    Y tras esa frase se hizo un silencio breve que Lorena terminó de sellar cuando me pasó la barra de pan y dijo, venga, al salón a cenar, que ya llevo yo lo que queda. Roberto me sonrió mientras ella le besaba en la frente y él le palmeaba el culo. Me disculpé y dije que salía un momento al patio a llamar a casa.

    Cuando entré de nuevo, las niñas ya estaban cenando, sentadas a una mesa baja y viendo en la televisión una serie de dibujos animados que yo aborrecía, pero que también le gustaba a Ulises. Mientras me sentaba les di recuerdos de Silvia y durante el resto de la cena hablamos únicamente de nuestros hijos. Tanto Lorena y Roberto como Silvia y yo habíamos llegado a la paternidad mucho más tarde que nuestros padres, tomándonos nuestro nuevo rol muy en serio. Quizá sea algo exagerado decir que todos los de nuestra generación nos comportábamos igual, pero sí que al menos éramos del reducido grupo que nos lo habíamos tomado casi como algo trascendental, con todos los peligros y recompensas que eso conlleva. Temas como la lactancia materna, el colecho, las nuevas maneras de educar que sólo son viejas e idílicas, la vuelta a la naturaleza, el cuestionamiento de lo socialmente aceptado con respecto a la pedagogía infantil…, todos esos temas de golpe irrumpieron en nuestras conversaciones diarias cuando nunca antes habían formado parte de ella, y los errores y aciertos comenzaron a sucederse tan rápido como nuestros vástagos crecían sin posibilidad de retorno. Lo intentábamos de veras, con mayor o menor fortuna, ser mejores y sobre todo ser consecuentes, pero no nos zafábamos de la impotencia ante la inevitable permeabilidad que sentíamos también por toda esa avalancha de opiniones que recibíamos del entorno en el que vivíamos, un poco a contracorriente, agotados y ojerosos, sobredimensionando todo y buscando apoyo en otras parejas. Sabíamos que los niños maltratados se convierten con frecuencia en padres maltratadores, pero cuando Silvia, o yo, o Lorena, decíamos eso no nos referíamos tanto a infringir castigos físicos, sino también a muchos comportamientos comúnmente aceptados, como por ejemplo dejar llorar a los niños a solas en su habitación a la hora de dormir, o la actitud que se ha de tener ante las comidas y la introducción de ciertos alimentos, o incluso la manera de enfrentarnos a la regularización de conductas para el control de esfínteres. Pensábamos que la presión social y su propia organización contribuye a mantener ese triste encadenamiento que tiene más de adiestramiento que de educación. Pero lamentablemente Silvia y yo habíamos ido poco a poco relajando nuestro inicial ímpetu paternal hasta caer en lo comúnmente aceptado, sobre todo en aras de eso que llamábamos «nuestra vida», «nuestros sueños», «nuestra relación de pareja», etcétera. A pesar de las dudas, en el fondo sabíamos qué estaba bien y qué no, y tanto uno como otro cargábamos con cierto sentimiento de culpa conforme íbamos claudicando, teniendo conductas para con ellos que bajo ningún concepto consentiríamos entre adultos. Más para Silvia que para mí —sobre todo porque debido a mi trabajo ella era la que había pasado más tiempo con los niños—, la decisión era muy sencilla: si creíamos en ello, teníamos que educarlos anteponiendo sus necesidades a todo lo demás. Sonaba sencillo, pero no lo era, pues muchas de las decisiones y muchos de los comportamientos que deseábamos tener para con nuestros hijos chocaban frontalmente con el mundo tal y como está organizado. Por supuesto había quien seguía firme en sus convicciones, Lorena era una de ellas, indomable creyente, por ejemplo, del colecho y la lactancia, y esas excepciones eran las que me recordaban qué era lo que debería hacer si tuviera los huevos suficientes para replantearme realmente mi vida de arriba abajo. Me armaba de argumentos para asumir la derrota, la mayoría quizás ingenuos, que justificaba por aquello de vivir en una ciudad y por haber tenido durante mucho tiempo un trabajo nómada con el que sin duda era más difícil mantener ciertas actitudes. Pero en el fondo sabía que esa justificación no era más que otra forma de cobardía. No se trataba de, por ejemplo, preguntarme si la socialización de mis hijos chocaba con la vorágine de la vida en la ciudad, sino comprender que, precisamente, al haber asumido como naturales la inhumanidad de la vida en la ciudad y su estructura social, habíamos provocado que lo que nos resultase antinatural fueran precisamente las necesidades de nuestros hijos. A final parecía que, más que educar niños, adoctrinábamos ciudadanos obedientes y serviles. Yo a menudo intentaba no verme influido por la postura de Lorena, sin duda más vehemente que la de Silvia —tenían una relación casi de amor-odio—; ambos envidiábamos su firmeza y las cosas que hacía, pero a la vez, al compararnos con ella y Roberto, Silvia se sentía tan mal consigo misma que muchas veces no quería saber de Lorena en una temporada. Yo pensaba que todo se reducía a haber crecido sin conocer más modelos que aquella disciplina y esa red de siniestra sabiduría pediátrica que parecía milenaria pero que, en el fondo, no era más que otra forma de intrusión social por parte de grandes corporaciones económicas y de estados supuestamente democráticos (o en trámites de serlo). Aun así, había momentos en los que miraba a Vera o a Ulises mientras jugaban con amigas o amigos suyos y me sentía culpable ante mi paulatina derrota. Era cierto que nunca nadie nos había hablado de ello, ni tampoco habíamos visto jamás otra manera de hacer las cosas, otra forma de educar, pero eso no era excusa para repetir todo ese demencial modelo educacional en el que estábamos insertos.

    También estaba la duda constante, pues tampoco éramos personas tan horribles. Vera y Ulises eran felices la mayor parte del tiempo, aunque sí era verdad que en el fondo sabíamos que algo fallaba en el modo en que nuestros hijos se incorporaban al mundo que les ofrecíamos, un mundo que hacía mucho tiempo que habíamos dejado de comprender debido al vertiginoso ritmo tecnológico y económico en el que estábamos sumidos. Es cierto que ahora tenemos un acceso infinito a información distinta y plural, pero una vez que se abre esa puerta y buceamos en internet, leyendo sobre Stirner, sobre proyectos educativos alternativos o sobre la llamada crianza natural, muy pocos son los que se atreven a ponerlo en práctica. Alguna que otra vez Silvia y yo nos preguntábamos por el calado y el origen de los problemas psicológicos que teníamos, tanto particulares como generales, frutos sin duda de nuestra educación; problemas como la agresividad latente, la docilidad social, la incapacidad para empatizar con el sufrimiento ajeno o la falta de honestidad para tomar decisiones de peso que no se circunscriban solamente a nuestros intereses inmediatos. Pero poco a poco, ese ímpetu que nos asaltó al ver la raya en el bastoncillo que nos decía que estábamos embarazados se había ido aplacando por el día a día y por todo el saco de convencionalismos sociales que criar a un hijo traía consigo, y la rebeldía que sentíamos contra todo lo que habíamos vivido se convirtió también en una hipócrita necesidad de justificar a nuestros padres: no habían conocido otra cosa, era lo que se llevaba, hacían lo que les decían que estaba científicamente probado, etcétera. Todas aquellas frases las íbamos incorporando con mayor o menor sentimiento de culpa mientras, por ejemplo, a Vera y a Ulises poco a poco los alimentábamos a menudo con comida precocinada, tal y como nosotros también nos habíamos acostumbrado a comer, o los rodeábamos de cosas innecesarias: ropa de más, plástico de más, rapidez de más…, incorporándolos así a nuestra vida de adultos, sin pensar en su propia manera de ser y estar en el mundo. Los hacíamos comer como no nos gustaba comer a nosotros, los hacíamos dormir como no nos gustaba dormir a nosotros, de manera férrea y bajo un horario estricto, casi en plan carcelario, los llevamos a la guardería con alivio y a la vez con sentimiento de culpa al preguntarnos si realmente eso estaba bien, los escolarizamos cuando nos habían dicho que era obligatorio hacerlo, es decir, atendiendo únicamente a estándares que no eran puestos en duda pero que sin duda eran discutibles y, desde que nacieron, los hicimos poseedores de unas malvadas y aviesas intenciones, como si hicieran lo que hacían con el único propósito de amargarnos la vida cuando, realmente, en el fondo intuíamos que la vida que ellos nos habían descubierto acaso fuera la real y por eso chocaba de frente con la asquerosamente neoliberal que llevábamos. Todo ello hacía que nos sintiésemos agotados, derrotados y hastiados, tomando la salida fácil de seguir la corriente.

    Muy pocos se habían mantenido firmes. Yo me consolaba pensando que nunca era tarde, y quizá la nueva situación en la que me encontraba en estos momentos, sin trabajo y sin posibilidad de recuperarlo, me estuviera llevando a replantearme ciertas cosas de las que, en aquella cena, mientras escuchaba a Lorena y Roberto hablar de sus hijas, en aquel pueblo perdido en una esquina del país, tarde o temprano, sabía que tendría que hacerme cargo.

    —Te vuelves a casa después de cenar, ¿no? —dijo Lorena mientras entraba con la bandeja del café y sonreía preguntándome eso que Roberto llevaba toda la cena queriendo saber pero que por lo que fuese no se había atrevido.

    —Pues no, tengo pensado quedarme unos días más.

    —¿Cómo que unos días más? ¿Es que no tienes que dar clase? —preguntó extrañado Roberto.

    —Abel, por cierto —le cortó Lorena sin darse cuenta—, hay algo que te tengo que contar desde hace tiempo, pero entre el jaleo del trabajo, las niñas y que soy un desastre, se me ha pasado.

    Roberto la miró muy serio, pero ella no se dio cuenta. Yo esperé a que Roberto me mirase a mí, y cuando lo hizo, me encogí de hombros, sonriendo y alzando las cejas, buscando sosegar su sorpresa. Ella se sentó y le dio un codazo, leve, sin darse cuenta de nada, absorta en su felicidad de anfitriona. En ese momento Roberto se levantó y comenzó a servir los cafés.

    —¿Qué tienes que contarme? —le pregunté a Lorena.

    —¿Te acuerdas de Miguel Sánchez?

    —¿Miguelito Rummenigge? Sí, claro.

    —Pues resulta que tiene muchísimo interés en verte —soltó riendo Roberto, dejando a Lorena con la palabra en la boca, mientras se volvía a sentar, recuperando su porte tranquilo y confiado—. Ahora, al cabo de los años, resulta que Miguel Rummenigge quiere hablar con el ilustre Abel Machín.

    —¿Conmigo? ¿Y por qué? ¿Qué le pasa? Si hace más de veinte años que no hablamos…

    —La verdad es que es un poco raro —dijo Lorena mirando a Roberto como queriendo hacerle desaparecer—. Yo te lo cuento como ha pasado y tú verás… Hará cosa de un mes que apareció por mi despacho su mujer, Begoña creo que se llama. Necesitaba que los servicios sociales le echaran una mano para tramitar unos papeles para una ayuda para su hijo. Espera, ¿sabías que Miguel está en la cárcel?

    —¿Miguel está en la cárcel? No jodas; no, claro, cómo lo iba a saber… ¿Desde hace cuánto?

    —Un año o así —contestó Roberto—. Pero, hombre, a poco que leas la prensa provincial, te habrías enterado.

    —¿Y por qué? ¿Qué ha hecho? Si sigue siendo tan cabrón como en el colegio, lo mismo está allí por extorsión —dije intentando bromear.

    —Pues algo de eso hay. Por aquí comentan muchas cosas, te puedes imaginar, y a cuál más disparatada. Te invito a que vayas a la biblioteca y revises la prensa. Nada nuevo, pelotazos urbanísticos con políticos por medio. Además de su empresa inmobiliaria, era socio en un par de promotoras. Ya sabes, especulación, comisiones, toma el dinero y corre. El caso es que tenía deudas por todos lados y las cosas no le iban bien. Hará dos veranos hubo un lío con un hotel que estaba construyendo en Mojácar en terrenos protegidos y parece ser que las cosas no estaban muy claras. Eso, y todo lo de las deudas con gente poderosa… Al parecer hay más cosas, pero no lo sabemos. El ilustre señor alcalde socialista que teníamos antes también estaba metido en el ajo. ¿De verdad no has oído hablar del caso Minaya?

    —Se les fue la mano a todos esos capullos —continuó Lorena entendiendo que era imposible mantener a Roberto fuera de la conversación e ironizando de una manera confusa, pues no supe si se dirigía a nosotros o por el contrario se limitaba a mostrar su hastío por todo el tema de Miguel.

    —Ya, y tanto —me limité a decir—. La verdad es que he estado un poco ausente de los periódicos estos meses.

    —La cosa lleva coleando años, no es algo de ahora, que parece que además de vivir en Marte eres tonto. Siete años le han caído —remató Roberto.

    —Lo cierto es que soy yo quien lleva el expediente de su mujer en servicios sociales —dijo Lorena lanzándonos una mirada seca—, cosas de ayudas para el hijo que tienen en común y los otros dos de Miguel con su primera mujer. Tampoco quiero hablar mucho de eso, porque no me gusta y no me cae bien la tal Begoña. Y tampoco lo veo claro, la verdad, no creo que a ella le haga falta mucha ayuda económica, pero es mi trabajo y viene con papeles y cartas y parece que se ha informado muy bien, ya sabes… El asunto es que llegó un día, hará un mes o así, y me preguntó directamente por ti.

    —¿Por mí? —contesté deseando en ese momento tener una copa de vino en la mano.

    —Sí, la misma cara debí de poner yo. Pero antes de que pudiera contestarle, me contó que Miguel le había dicho la última vez que había ido a visitarle que quería saber cómo se podía poner en contacto contigo para preguntarte si te gustaría ir a visitarle algún día. Estuve a punto de darle tu teléfono, pero luego pensé que quizá debería consultarlo primero contigo, y así se lo dije.

    —Joder —contesté—. Pues no sé qué decir. Hace siglos que no lo veo, y nunca hemos tenido una relación, ni de amistad ni nada… De hecho, siempre he pensado que yo le caía mal. ¿Y dices que fue a verte hace un mes?

    —Sí, siento de veras no habértelo contado antes, Abel, se me ha ido pasando…

    —Miguelito Sánchez, Rummenigge… ¿Qué cojones querrá de mí? ¿Y en qué cárcel está? ¿En El Acebuche?

    —Ahí mismo, sí señor —contesto Roberto.

    —Muy cerca. Qué raro todo…

    —Bueno —dijo Lorena—, lo que es raro es que tú hayas venido sin Silvia ni los niños a principios de junio, que sea domingo, que no te vayas después de cenar y que aún no nos hayas contado qué pasa… ¿Es que no tienes clases mañana?

    —Debería tener clases, sí, pero ya no. En fin —añadí al ver cómo me miraban—, tampoco tiene sentido que lo oculte más.

    —¿El qué? ¿Acaso ha pasado algo entre Silvia y tú? —me cortó Roberto—. No me jodas, Abel…

    —Que no, hombre, que no… No me he atrevido a decíroslo antes, pero me han despedido del instituto. Han tenido tanta prisa por echarme que no han pensado en los exámenes finales ni en el caos que puede haber supuesto para el departamento y, sobre todo, para los chavales.

    —¿Pero cómo que te han despedido? —volvió a cortarme Roberto un tanto nervioso—. ¿Qué leches has hecho, mamón? A ver, ¿te han expedientado o te han sancionado?

    —Pues no lo sé aún. Y lo que tampoco tengo claro es si me han despedido o no.

    —¿Cómo que no lo tienes claro…? ¿Te han despedido, sí o no?

    —Bueno, resulta que me han abierto un expediente disciplinario y parece que me han suspendido seis meses, pero para el caso es como si me hubiesen despedido porque no creo que con semejante lío se les ocurra reincorporarme después. De todos modos, no lo sé. Ya sabéis que yo siempre estaba con el mismo rollo todos los años con mi contrato. En julio me despedían y en septiembre me volvían a contratar. La mierda burocrática de los curas con la que conseguían tenerme en vilo todos los putos años… Y ahora, con toda esa mierda que me han echado encima, pues no sé exactamente en qué posición estoy. Lo único seguro es que, de momento, estoy aquí, limpiando la casa de mis padres a la espera de que los niños tengan vacaciones y Silvia los traiga para pasar el verano.

    —¿Qué significa eso de que te traiga a los niños? ¿Y ella?

    —Que no, Roberto, que estamos bien Silvia y yo, no te preocupes. Hasta que ella tenga vacaciones no vendrá más que los días que libre, ya está, todo está bien entre nosotros. Bueno, al menos dentro de lo que cabe.

    —Dentro de lo que cabe… Hostia puta, Abel, a quién se le ocurre… ¿Pero qué has hecho?

    —Anda, Roberto, cálmate un poquito —dijo Lorena.

    —Nada, no he hecho nada… Bueno sí, oficialmente he incumplido varios artículos graves de conducta del instituto y además, según ellos, me he ausentado de mi trabajo injustificadamente en numerosas ocasiones. Extraoficialmente, parece que a alguien no le ha gustado algo que he escrito en un periódico… Así que me han dado la patada.

    —¿Aquello de tu abuelo en lo de Semana Santa del periódico?

    —Exactamente, Roberto. Por eso.

    4

    Todo había sucedido tan rápido que ni siquiera pude defenderme. Sabía que el artículo que había escrito podría crearme algunas enemistades, sobre todo en Almarga, pero como no acostumbro a venir salvo una o dos veces al año, tampoco me importaba. Nunca creí que llegase a ser un problema, y mucho menos de esas dimensiones. Hasta que un compañero del instituto que lo leyó comenzó a bromear con que a la mínima iban a buscar la manera de abrirme un expediente. Yo me reí, pero él no. La verdad, no pensaba que el suplemento dominical de un diario de provincias tuviese tanta importancia.

    Recuerdo la llamada de Ricardo Montero, el padre de uno de los amigos de mi hijo Ulises, tres o cuatro noches antes de que esa historia saliera publicada, preguntándome si querría escribir un artículo en La Tribuna de Almería, donde trabaja su mujer, para el suplemento dominical. Puedes escribir sobre lo que quieras, sólo te piden que tenga alguna relación con la Semana Santa, me dijo. No sé si podré, le contesté. Ya sé que quizás es algo muy atropellado; si te soy sincero, me parece un marrón que te cagas, pero estaba María José comentándome que fulanito les ha dejado tirados y que les falta un pequeño artículo de 1.500 palabras para este domingo; como no encontraba a nadie y estaba un poco desesperada, me he acordado de ti. Hostias, Ricardo, de verdad, no sé si podré, además pensaba que sabías que no soy una persona muy creyente. ¿Pero no trabajas en un instituto católico? Sí, pero ¿eso qué tiene que ver? ¿Cómo coño no va a tener que ver? Sí, bueno, ya sabes… María José está un poco desesperada; te llamo yo porque a ella le da vergüenza pedírtelo; siento haberte puesto en un compromiso, pero nos harías un gran favor… Además, creo que te pagarán. En fin, Ricardo, vale, no te preocupes, creo que podría intentar hacer algo; para el sábado quizá podría tenerlo, y lo de que esté directamente relacionado con la Semana Santa tampoco lo puedo prometer. ¿El sábado?, me dice María José que lo necesitaría, lo más tardar, para mañana a eso de las dos. Escuché cómo cuchicheaban al otro lado del teléfono, lo cual me hizo mucha gracia, sobre todo porque la imaginé a ella, tan bajita, dando saltitos en la cocina, colorada y furiosa, vestida a esas horas con una vieja camiseta de él y unos pantalones de pijama de franela, tan sobreactuada como siempre, haciéndose la ofendida por la osadía de su marido. Reí y dije que sí, que me pondría esa misma noche y que por la mañana le enviaría algo a su correo. Después colgué sin despedirme.

    Anteriormente, a Ricardo le había corregido algunos artículos que había publicado en varias revistas médicas, en parte por amistad, en parte por compromiso y también porque siempre viene bien tener a alguien conocido en un hospital que te deba algún favor, y si es médico mejor. Me daba sus artículos de estilo seco y casi telegráfico, y yo intentaba adornarlos lo mejor que podía para que su lectura no fuese tan parecida a la del aburrido prospecto de un medicamento. Eran artículos técnicos sobre códigos de recepción de pacientes, circunscritos al área de urgencias, los cuales resultaban farragosos y aburridos si no se le añadían algunas historias de pacientes concretos; en fin, literatura, de la más baja y simple, pero divertida si uno se lo tomaba como un juego.

    Ricardo y yo nos conocíamos porque su hijo y Ulises van al mismo colegio. Lo que empezó con algunas conversaciones casuales en la puerta del centro había terminado con una invitación a cenar y alguna que otra sesión de cine con los niños un par de domingos, así que no le puedo culpar si piensa que éramos amigos. Al menos creo que lo pensaba hasta aquella llamada. Tal vez debería preguntarle si aún piensa que lo seguimos siendo.

    Ricardo sabía que yo era profesor de lengua y literatura en el Instituto Divino Corazón de María, en el cual había entrado a trabajar a principios de 2009 por mediación de mi suegro, primero supliendo una baja por maternidad durante seis meses y luego con una sucesión de extraños contratos a la espera de la jubilación inminente del otro profesor del departamento. Atrás habían quedado mis años y años (una década prácticamente) de profesor interino en centros públicos, donde fui encadenando destinos en pueblos a no más de 200 kilómetros de mi casa, en Almería capital, casi siempre para un curso completo, aunque sin conseguir nunca una plaza fija, opositando y opositando con mayor o menor fortuna, combatiendo la desmoralización que suponía considerarme a mí mismo como el único culpable de dicha inestabilidad y a la vez aferrándome a la idea de ser víctima de un sistema de selección demencial al que había llegado demasiado tarde. Desde que acabé Filología Hispánica hasta que oposité por primera vez quizá no pasaron demasiados años, pero sí los suficientes como para que el sistema de oposiciones estuviese viciado y el proceso fuese un embudo prácticamente infranqueable, años que no tiré en balde, o al menos eso quiero creer, trabajando en mil cosas, probando suerte en otras ciudades, casándome, viviendo sin muchos remordimientos hasta que llegó el embarazo. Silvia presionada por su padre, ese suegro que por fin mostraba su cara más pertinaz y dominante; ambos hicieron finalmente que mi indolencia se rompiera en mil pedazos. Fue entonces cuando me puse a estudiar como un cabrón unas oposiciones a profesor de Secundaria que, como una losa, me han ido minando emocionalmente hasta límites que ni yo mismo soy capaz de admitir. Comencé a trabajar como interino al año siguiente de que mi tío abuelo Alonso, el pintor que me inmortalizó sujetando a la Virgen, muriera con un tibio reconocimiento público. No me involucré en el homenaje que le hicieron en Almarga porque estaba en plena oposición, aunque su último alumno y discípulo escribió un buen artículo sobre su vida en el catálogo conmemorativo que hicieron.

    Al principio, la escasez de oferta de plazas fijas se veía compensada por la cantidad de interinidades posibles, pero cada dos años las plazas iban mermando, hasta que la

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1