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El sueño de una cosa
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Libro electrónico193 páginas2 horas

El sueño de una cosa

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Escrita en 1950, El sueño de una cosa es la primera novela de Pier Paolo Pasolini, publicada una sola vez en español en una editorial venezolana en 1970, nunca más reeditada hasta ahora. Mardulce la presenta en una nueva traducción, verdadero acontecimiento literario. Pero, ¿qué implica primera novela en Pasolini? Significa que en El sueño de una cosa se encuentran el estilo y los temas que definen su obra: la condición urbana de una juventud que busca su lugar en el mundo, la vida cotidiana hecha de desempleo y cierto resentimiento, los choques con la policía, el futuro como algo lejano y a la vez al alcance de la mano. Pasolini es uno de esos autores cuya primera novela es ya una obra de madurez.
El sueño de una cosa es una gran novela que permite a los lectores de Pasolini descubrir uno de sus mejores textos y a los que aún no lo han leído ingresar por un libro mayor.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 may 2019
ISBN9789873731556
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    El sueño de una cosa - Pier Paolo Passolini

    1843)

    Primera parte: 1948

    1

    Desde la mañana, si la jornada es serena, la calle provincial y los senderos campestres que conducen a Casale se llenan de gente que va a la fiesta del Lunes de Pascua. Un poco a la vez los inmensos claros, de un verde aún invernal, frío y ligero, coloreado aquí y allá por alguna rama rosa de duraznero, hormiguean de gente que pasea, se divierte, juega y corre; los caballos liberados de las carretas trotan pastando a lo largo de las banquinas, cabalgados por algún muchacho vestido de fiesta; los niños corren agitando sus espadas de ramas descortezadas, entre las grandes guarderías de bicicletas, y las niñas con sus blusas anaranjadas, violetas o verdes, juegan tranquilas bajo los saúcos que acaban de brotar. Las pistas de baile aún están vacías y los mil banderines de papel, colgados de los cables de las lámparas, se mueven apenas por el ligerísimo aire que sopla del mar. Al norte, el círculo de los Alpes cárnicos se hunde en la blancura, brillante y velada, de los primeros días de primavera.

    Desde Ligugnana, Rosa y San Giovanni, que eran sus pueblos, sin saber uno del otro, Nini Infant, Milio Bortolus y Eligio Pereisson se habían puesto en marcha hacia la fiesta, desde las primeras horas de la tarde, con sus amigos, al mismo tiempo.

    Es verdad que se conocían de vista desde hacía mucho tiempo, porque se habían encontrado en muchas otras kermeses, y los tres formaban parte de la mejor juventud de la ribera derecha. El Nini llegó a Casale en bicicleta con su amigo de Ligugnana; en el manubrio había puesto una rama de espino blanco y dado que ya a la mañana estaba un poco borracho, no pasaba muchacha a la que no atacase con gritos locos y galantes. Estaba en gran vena: apenas llegó a Casale tiró la bicicleta en la guardería con el gesto de quien, aunque forastero, se siente uno de los protagonistas de la fiesta, y los muchachos de la guardería adquirieron enseguida con él un aire de servicial, alegre y un poco irónica simpatía. Abandonada la bicicleta en sus manos y teniendo solo la ramita de almendro metida en los labios, fue enseguida a tomar posesión del ambiente.

    No menos exaltados que él, llegaba de Rosa un grupo de muchachos de entre quince y veinte años, con la chaqueta sobre los hombros y las remeras de grandes rayas de colores alrededor del pecho; entre ellos, rubio, apenas ondulado, con dos ojos que parecían de cristal azul, Milio pedaleaba con el acordeón en bandolera y, como había hecho el Nini, apenas su grupo se liberó de las bicicletas, él atacó furiosamente un paso militar, entre las risas y los gritos de sus amigos.

    Después llegó el tercero, Eligio Pereisson, de pie en el carro lleno de muchachos y muchachas; él guiaba el caballo blanco que sacudía la cabeza mientras se deslizaba en medio de la multitud; las muchachas, entretanto, cantaban agitando los pañuelos y las ramitas de almendro que había arrancado en el camino; apenas llegados al claro de la kermés, las muchachas, empujándose y gritando, se alejaron, y Eligio se quedó ocupándose del caballo, ayudado por su hermano Honorino. Cuando todo estuvo listo, se dirigió a buscar a sus amigos, que habían desaparecido en medio de la confusión.

    El Nini, Eligio y Milio tenían todos la edad en la que un acordeón es algo importante: fue así que se conocieron, por medio del acordeón de Milio, quien bajo dos arbustos de espino estaba tocando en medio de sus amigos, y el Nini ya estaba allí escuchándolo, con las manos en los bolsillos. Tenía un aire un poco irónico y provocador y parecía que estaba por decir algo: tal vez era una crítica al paso militar, o una observación, o tal vez una felicitación. De todos modos tenía una mirada muy segura y alegre; pero los otros muchachos de Rosa ni siquiera habían reparado en él; no así Milio, que lo había divisado enseguida y ahora tocaba con particular entusiasmo y se esforzaba mucho, como si estuviera tocando para él.

    Mientras tanto, el otro se había acercado y había ido a ponerse al lado del Nini: se miraban de reojo, pero no tenían el coraje de ponerse a hablar. Pero de pronto la juventud de Rosa decidió ir a otra parte, tal vez a las pistas de baile (que aún no había comenzado) o tal vez hacia la barraca de la taberna; y arrastraron con ellos a Milio, que seguía tocando. Solos junto al espino, el Nini y Eligio se echaron una mirada y finalmente fue el Nini quien se decidió:

    —¿Eres de San Giovanni, no? —preguntó.

    —Sí —respondió el otro, galante—. Y tú, si no me equivoco, eres de Ligugnana; nos hemos visto muchas veces en la kermés…

    —El domingo lo vi a Mure con una linda chica; la conozco, es una de Gruaro… y tenía una amiga que también era muy linda, pero no conseguí hablar con ella…

    —Hoy a lo mejor vienen —dijo Eligio—; si quieres puedo presentártela…

    —¡Magnífico! ¿Vamos a tomar algo?

    —¡Vamos! —dijo Eligio, contento.

    Ya eran amigos; hacía tanto que los dos jóvenes ansiaban conocerse, que se miraban; una vez se había dado casi una pelea entre ellos por culpa de un involuntario empujón que se habían dado bailando; y era desde entonces que se amaban. Ahora, después de las primeras palabras, comenzaba a entrar en sus palabras un entusiasmo, un calor que volvía bella cualquier cosa: la idea de ir a tomar algo, lo más común que podía hacerse en ese momento, les pareció estupenda; y especialmente después de haber bebido no uno, sino dos o tres vasos de vino, estaban pendientes uno de los labios del otro como si ciertas cosas, la organización de una kermés, la eficacia de una pequeña orquesta de baile y las chicas de Gruaro fuesen temas tratados por primera vez desde la creación del mundo. El Nini era frívolo, Eligio un loco; pero en ese momento tenían los dos un aire muy severo, casi soberbio; reían con el aspecto de reírse entre ellos de cosas muy especiales, que la juventud alrededor de ellos debía escuchar admirada.

    Las dos hermanas de Gruaro llegaron media hora después y ellos, al verlas, corrieron enseguida para abordarlas; Eligio reía con su cara de rubio un poco rubicundo y las navajas azules de sus ojos transparentes, pero acercándose a las dos chicas se volvió de pronto casi serio, y después de haberlas saludado con confianza de viejo amigo, dijo:

    —¡Quiero presentarte a un viejo amigo!

    El Nini estaba un poco alejado, con su sonrisa caprichosa y resplandeciente. Eligio puso la mano en su hombro y dijo su nombre, Nini, y entonces el Nini se acercó, extendió cortésmente la mano y repitió, con una incomodida oculta detrás de su fresca impertinencia:

    —Giovanni Infant, encantado de conocerla.

    Y ellas, contentas, dijeron a su vez y muy ceremoniosamente sus nombres. Eran bellas y bien acomodadas; con sus cabellos castaños y la permanente de moda dos o tres años antes; que caían, abundantes, sobre los hombros; senos igualmente abundantes bajo los vestidos ligeros, uno turquesa, el otro marrón, que llevaban por primera vez el día anterior, que había sido Pascua, y aún inmaculados, como recién salidos de la mesa de la modista. Las modistas, de hecho, eran ellas mismas, y efectivamente sus manos estaban enrojecidas y en el modo de moverlas había algo que las volvía distintas de las campesinas. Era justamente eso lo que hacía falta para el Nini y Eligio; ellos enseguida asumieron un aire protector y desprejuiciado; ellos también querían parecer algo más que simples campesinos; el Nini de hecho llevaba una camisa de cowboy y Eligio un blazer del mismo celeste de sus ojos.

    La pequeña orquesta había comenzado a sonar; la música se oía alegremente alrededor, esparciéndose por las praderas. Las dos parejas no estaban esperando otra cosa, y comenzaron a bailar desde la primera pieza; estaban solos en la pista, junto a otra pareja de dos jovencitos, tal vez dos de los organizadores de la fiesta; y los ojos de los muchachitos y de los jóvenes que se habían congregado enseguida alrededor de la pista estaban apuntados sobre ellos. Y eran dos buenos bailarines, de esos que dan vida a una fiesta. Enseguida dieron pruebas de su destreza, a la tercera o cuarta pieza, en la pista semivacía, con la excusa de aprovechar, justamente, el espacio libre: bailaron un boogie-woogie que encantó a los espectadores imberbes y escandalizó un poco, pero haciéndolas reír, a las de las viejas madres que no le sacaban el ojo de encima a sus chicas. El Nini y Eligio querían ser superiores a sí mismos para poder admirarse mutuamente. Terminada la pieza, se buscaban entre las otras parejas e iban debajo de la barraca de la orquesta para charlar, ensayando nuevos pasos de baile que solo ellos conocían. Con los de la orquesta tenían cierta confianza, y podían pedir la canción que quisieran. El violinista, que era el director, un jovencito morocho y socarrón de Rosa, los conocía a los dos; y cada tanto se inclinaba hacia ellos para hacer alguna observación divertida; nueva fuente de admiración de parte de los jóvenes de la misma edad y de los jovencitos hacia los dos forasteros.

    Milio apareció en la pista solo durante una media hora junto a una chica desconocida; él no era un gran bailarín, como el Nini y Eligio, y se quedó un poco a la sombra. Luego, después de no pocas miradas intercambiadas con sus desconocidos amigos, se fue.

    Volvieron a encontrarlo después de la cena. Las dos hermanas de Gruaro se habían ido. Las chicas escaseaban, las de San Giovanni que había ido con Eligio no eran capaces de bailar. Estaban todas juntas, con los hermanos más pequeños de Eligio, Honorino y Livio; y en la pista había una gran multitud. El Nini y Eligio daban vueltas de aquí para allá entre la gente junto a sus amigos, que se les habían unido. Bailaron poco; sobre todo se divirtieron haciéndose los insolentes con las chicas de Codroipo. Fue así que se encontraron con los del grupo de Rosa. Era un grupo muy alegre, con ganas de hacer grandes cosas; parecían incendiarios en busca de algo que incendiar, hacer una gran hoguera para demostrarles a los de Casale o Codroipo cómo era la juventud de la otra orilla del Tagliamento. No habían encontrado nada para quemar, pero a juzgar por el esplendor de sus ojos era como si lo hubiesen hecho. El Nini y Eligio, cuando divisaron a Milio con su grupo entre la multitud, gritaron:

    —¡Eh, muchachos!

    Y ellos respondieron:

    —¡Eh!

    La otra amistad de la jornada estaba hecha.

    Milio tomó el acordeón y entonó el Te Deum a ritmo de marcha. Ya la barraca estaba tomando la buena senda. Fueron a la taberna y allí sellaron su amistad: se hicieron rápidas y alegres confidencias con el calor que hacía más bella y nueva cualquier cosa; luego, a medida que la atmósfera se encendía, vinieron los chistes; todavía era la fase tranquila de las conversaciones. Eligio era un magnífico contador de chistes: oyéndolo, todos reían excitados, terminando siempre con la misma, regular risa sarcástica; se pasó revista de las cosas más audaces, era una especie de examen que los tres nuevos amigos superaron con especiales elogios. Luego pasaron a la etapa de las canciones: fue un coro infernal; los de Rosa, ya desde hacía tiempo estaban borrachos, cantaban como condenados una canción después de otra, las más irreverentes que conocían. Cuando el repertorio parecía haberse agotado, siempre había alguien que atacaba con una canción aún más animada que la anterior, si ello era posible. El Nini, excitado por el vino y liviano como un pájaro, se reservaba los Misterios para el momento oportuno; y cuando los muchachos de Rosa quedaron agotados, atacó. Enseguida el coro lo siguió mugiendo con solemnidad sobre las botellas vacías y los vasos volcados.

    *

    La noche ya estaba avanzada, debía ser al menos la una y media. Las praderas ya estaban casi vacías; el baile había terminado y los organizadores de la fiesta desenroscaban las lamparillas de los entablados. Sin embargo, la barraca de la taberna seguiría abierta un rato más. Era el grupo de la otra orilla del Tagliamento la que mantenía la moral bien alta, haciendo de aquella barraca una feria: los jovencitos de Rosa con los pies sobre la mesa seguían catando a más no poder, mirándose a los ojos al reír y bebiendo cada tanto un sorbo de vino. El Nini estaba sentado en las rodillas de Basilio, su amigo de Ligugnana, y cantaba con los ojos en blanco y riendo, con los rulos negros como el carbón relucientes de sudor y brillantina. Saber una canción era para todos ellos muy importante y cada uno intentaba imponer sus canciones, por turno, pero siguiendo con estudiado abandono las de sus amigos.

    Eligio Pereisson tenía talento para la canción. Estaba sentado sobre la mesa, entre los vasos rojos de vino y tenía en la mano una escoba como si fuera una guitarra. En determinado momento se puso a cantar: ¿pero qué cantaba? Todos, sorprendidos, lo escuchaban, sin entender nada.

    Era un ritmo de boogie, que Eligio cantaba como si fuera un negro: tving, ca ubang, bredar, lov, aucester, tving tving, morrou thear… Estaba todo ovillado con la escoba, cruzando las piernas; miraba a los oyentes a los ojos, riendo, no dejaba de reír ni por un momento con esos ojos ardientes que parecían dos pedazos de vidrio. No se entendía qué cantaba, si era una broma o una locura; de cualquier modo no terminaba nunca, y él reía golpeando siempre con los dedos la escoba a un ritmo perfecto, y buscando quién sabe dónde las palabras y el ritmo: den bredar, tuinding fear… Luego, de repente, se detuvo, con una gran risotada, arrojando la escoba; los otros, riendo ellos también como locos, retomaron el coro, pero Eligio, tirado en la silla, después de un rato siguió cantando la misteriosa canción.

    Luego, de pronto, el Nini resucitó de su desmayo; se puso de pie y gritó desesperadamente:

    —¡Abajo las mujeres, esas putas! —y volvió a caer sobre las rodillas de Basilio, tragando un vaso de vino. Los otros gritaron como él:

    —¡Abajo las mujeres, viva la c…! —y entonaron una canción aprendida de los soldados romañoles en Casarsa—: Tengo la pistola cargada con balas de

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