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Libro electrónico111 páginas1 hora

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Desmarcados comprende una serie de microrrelatos y poemas de temas variados que juegan con las expectativas del lector. Nos muestra escenarios insólitos que se mueven entre lo experimental y lo poético: teorías conspirativas, ciencia ficción y cuentos filosóficos son tan sólo algunos de los géneros presentes en esta obra de John Kipling Lewis.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento9 ene 2017
ISBN9781507159576
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    Desmarcados - John Kipling Lewis

    Desmarcados

    Microrrelatos y poemas

    de John Kipling Lewis

    Unselected

    By John Lewis

    Copyright 2012 John Lewis

    Para mi querida esposa Alice: sin ti, el mundo me daría por muerto.

    Para mis hijos Jackson el Inventivo y Cole el Brillante: a los dos los quiero más de lo que puede leerse en palabras.

    Edición profesional por Andrea Trask.

    Un agradecimiento especial a Liz Henry por editar más allá de lo que le exigía su deber.

    Sales y gracias a Steve Wineman por editar como un ninja, incluso después de probar el té.

    El restaurante

    Vengo a este restaurante una o tal vez dos veces por semana. Todas las meseras son polacas y saben cómo me llamo. El hijo del dueño griego sabe cómo me llamo. Creo que hasta el cocinero sabe cómo me llamo porque siempre pido torrejas con fresas encima. Llevo más o menos un año viniendo aquí y supongo que eso me convierte en cliente frecuente.

    También hay otros clientes frecuentes. Hay conductores de autobús que comen aquí en grupo alrededor de las 4pm. Comen y charlan mientras esperan a que los itinerarios de autobús los fuercen a levantarse para transportar a la gente desde el trabajo hacia sus casas. A veces se ponen a hablar de sus alegrías y me dan lástima. Los coches o las vacaciones. Ríen y bromean sobre cosas que guardan y que llevan encima. Sonrío cuando ellos sonríen. He aprendido a hacer eso.

    Hay un policía que viene como a las 4:30. Se sienta en la barra al igual que yo. Es alto pero también es curiosamente redondo de la cintura. Trabaja regulando el tráfico en el túnel Queens Midtown, que está apenas a una cuadra de distancia, por eso lleva un chaleco de color naranja brilloso. Hace un mes le hice una pregunta hipotética que trataba sobre ver a un policía cometiendo un crimen. Tracé una línea larga en mi cuaderno de dibujo: en el lado izquierdo escribí cruzar la calle sin mirar, y en el otro extremo escribí matar.

    Entre ambos anoté varios crímenes que llenaron la escala. Para entonces, al hijo del dueño y a las meseras les dio curiosidad lo que yo estaba haciendo y también se pusieron a observar. Le pregunté ¿En qué punto de esta línea debería intervenir si veo a un policía de servicio cometiendo un crimen? Me pregunto si había visto hacer algo a un policía y yo le dije que aquello era puramente hipotético. Preguntó de nuevo, pero mi declaración era la misma. Su respuesta tardó en llegar. No porque la estuviera pensando con cuidado; sólo se tardó. Era como si la idea fuera lo suficientemente novedosa como para no haber aflorado en el umbral de alguna sinapsis en su cerebro, abriéndole una sección de redes neuronales enteramente nueva que no se hubiera conectado antes.

    En realidad no importaba su respuesta. Yo no buscaba una respuesta real de su parte. Me interesaba mucho más saber qué tan inteligente era, y fue muy claro que no lo era. No era bueno para manejar contingencias.

    Hoy, mientras estaba sentado al lado de mí, se inclinó hacia adelante con los codos sobre la barra. Sus dos manos aferraban una ensalada de atún con pan tostado. Me levanté y le dije a la mesera que enseguida regresaba y ni siquiera se volteó para mirarme cuando me moví detrás de él.

    Con un solo movimiento que había practicado durante una semana usando un botón de mi mochila, desabroché la funda de su pistola. Al mismo tiempo pisé su pantorrilla derecha con mi pie derecho, de manera que cuando comenzó a voltearse en dirección mía, su torso resbalaba del taburete aceitoso del restaurante. Apenas había soltado su sándwich cuando mi mano ya rodeaba el mango de su pistola Glock automática de 9 mm. Por la presión que ejercía mi peso completo sobre su pantorrilla, resbaló y cayó del taburete con los codos aún presionándose contra la superficie de la barra, haciendo que su torso girara hacia la izquierda.

    Gateó entre los dos taburetes mientras yo di un paso atrás para poner una bala en la recámara. Levantó las manos hacia el frente en un acto reflejo mientras yo daba un segundo paso hacia atrás.

    De repente el restaurante se puso muy silencioso. El oficial usó técnicas que había aprendido en su entrenamiento y me dijo que bajara el arma. Me rehusé serenamente, con el rostro inexpresivo. ¿Cómo podía explicarle eso a este hombre que había vivido su vida con alguna alegría que lo mantenía vivo? ¿Cómo explicarle a alguien que desea sobrevivir que uno es ajeno a todas esas cosas que le hacen querer seguir adelante? Falsificando alegrías y falsificando la necesidad de supervivencia que uno observa a su alrededor.

    No se puede.

    Sentir esa alegría de vida está anquilosado en su cerebro. Hay algo dentro de ellos que los obliga a querer estar vivos. Lo dan por sentado y asumen que para otros es igual. Esto crea un constructo social entre los individuos. Si los dos queremos vivir, ambos evitaremos cualquier conflicto con el otro. Desafortunadamente, él era quien tenía la pistola y yo la necesitaba para matarme. Se rompe el contrato social.

    Aparece un conflicto.

    Como era cliente frecuente, había gente que sentía apego hacia mí. No quería lastimar a nadie más. No quería que el recuerdo de mi muerte se pudiera asociar con este lugar porque era su lugar de trabajo, y si yo me disparaba aquí, alguien tendría que limpiarme del piso. Dudo que después de eso puedan trabajar aquí.

    Mantuve la pistola apuntada abajo, hacia los pies del policía, que repitió su orden de bajar el arma. Yo casi lloraba, apenas era capaz de hablar y le murmuré No te quiero hacer daño, así que por favor no te acerques. Se quedó en donde estaba.

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