Estereotipadas
Por Ángela Falla
3.5/5
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Información de este libro electrónico
Ángela Falla
Ángela Falla Munar es Abogada. Maestrante en Género, Políticas y Sociedad. Trabajó como enlace de mujeres y género en la Dirección de Participación, Democracia y Acción Comunal del Ministerio del Interior. Por más de 10 años fue voluntaria en las organizaciones Colectivo de Mujeres Jóvenes y Fundación Acacia como tallerista, coordinadora y asesora. Es escritora de contenidos para diversas revistas sobre la No Violencia contra las Mujeres. Columnista de opinión de «Minuto 30». «Sexópolis: historias de mujeres y sexo» fue su primera obra literaria, un libro de relatos escrito para mujeres sobre mujeres. Ahora presenta la novela «Estereotipadas», un libro para cambiar la malsana conversación sobre los estereotipos femeninos.
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Estereotipadas - Ángela Falla
ESTEREOTIPADAS
© 2021 Angela María Falla Munar
Reservados todos los derechos
Calixta Editores S.A.S
Primera Edición Mayo 2021
Bogotá, Colombia
Editado por: ©Calixta Editores S.A.S
E-mail: miau@calixtaeditores.com
Teléfono: (57) 317 646 8357
Web: www.calixtaeditores.com
ISBN: 978-958-5162-44-0
Editor General: María Fernanda Medrano Prado.
Editor: María Fernanda Medrano Prado.
Corrección de Estilo: Alvaro Vanegas
Corrección de planchas: Natalia Garzón Camacho
Maqueta e ilustración de cubierta: David A. Avendaño
@davidrolea
Diseño y maquetación: David A. Avendaño @davidrolea
Primera edición: Colombia 2021
Impreso en Colombia – Printed in Colombia
Todos los derechos reservados:
Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño e ilustración de la cubierta ni las ilustraciones internas, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin previo aviso del editor.
Para Álvaro, Alicia y Jhon
–mis padres y mi hermano–,
la luz de mi vida.
AGRADECIMIENTOS
A mi familia, que me lidia las tristezas y me regala momentos de absoluta felicidad: Alicia, Jhon, Ximena, Juliana, Ivanna y Álvaro, mi ángel.
A Karime Falla, mi Jaime Molina. A la increíble conexión que nos mantiene unidas, aunque los años nos hagan cocos en las esquinas.
A Juana Caycedo, que me lee, me acompaña y siempre es el primer filtro.
A María Fernanda Medrano, por las lágrimas que derramamos en el proceso de este libro. Eres un sol.
A Vaneguitas, que me inspiraba con una simple pregunta, que impulsa más que un cohete: «¿ya escribió la novela?». Sin él este libro estaría todavía en escaleta.
A Steven Osorio; Conejo, cuando estás todo se hace más llevadero.
A todas mis amigas, que en el día a día me llenan de historias y ánimos para escribir.
A mis lectoras, que con sus mensajes me llenan de ganas de seguir, de ser mejor.
A toda la gente que no me tiene fe, ahí vamos.
Al leer nos transportamos a la vida de otros y estas canciones siguen la historia de Ana, Olga, Rosita y Milena. Gracias por acompañarlas.
Noche De Chicas
El anhelado encuentro con esas amigas que constituyen familia siempre se siente como un abrazo tibio en una noche sin luna; sin embargo, hoy me siento nerviosa, preparo la cena con esmero para que el estrés desaparezca.
Repaso en mi cabeza todos los ingredientes y reviso que sí estén en la nevera: me falta suero costeño para hacer mi deliciosa salsa de ajo. Salgo del apartamento con paso rápido hasta el supermercado que queda a un par de cuadras; adoro mi casa, mi barrio y la gente que camina despreocupada por el Centro. Un hombre alto baja por el Eje Ambiental y yo, sin poder evitarlo, no le quito la mirada de encima. Él sonríe, correspondo su sonrisa y digo «hola». No salen sonidos de mi boca, solo muevo mis labios. No contesta, creo que acabo de intimidarlo; quizá solo lo saludé por una angustia de futuro que me carcome el alma. Seguimos nuestros caminos.
Hacer la compra me toma poco tiempo.
Tengo una sensación rara en el pecho. Más allá de la ansiedad, presiento algo, pero no sé definir si es malo o bueno. Voy a concentrarme en lo que tengo que hacer para cuando lleguen mis invitadas. Me repito como un mantra: concentración, concentración, concentración.
Me voy a fumar un cigarrillo con un café cargado. «Tinto se escribe con cigarrillo», decíamos en la universidad cuando me instalaba en la cancha de baloncesto, donde llegábamos todos los viciosos a acabar colillas con vasitos de tinto de un tamaño ridículo, que parecía más una juagadura de calzón que un verdadero café. «Pero eso es lo que hay», decíamos en tono de resignación y sin dejar de tomar esas porquerías, poquitas y feas.
Me acerco a la ventana, siempre fumo aquí, para que el apartamento no se impregne tanto de olor a tabaco. Mi vista es una pared de color amarillo quemado que tiene más o menos treinta metros de alto y unos cien de ancho. A la izquierda puedo divisar otros edificios, cuento varias casas al sur y alcanzo a ver la iglesia de una de las primeras universidades del país. Siempre pienso lo mismo: ese bloque de cemento que no combina para nada. No es la mejor vista del Centro, pero para mí, el solo hecho de vivir en este lado de la ciudad me llena el corazón de alegría, creo que es porque lo asocio con libertad, con hacer lo que siempre quise.
Por momentos lo olvido todo, mi vida parece normal. Pongo el cigarrillo en mis labios, el aire pasa por ese tubo de papel relleno de tabaco, vuelvo a tomarlo en mis dedos y, cuando lo retiro, la bocanada de humo es profunda y va directo a mis pulmones. La sensación es deliciosa, me tranquiliza.
Voy al baño y lavo con esmero mis manos. Nunca me ha gustado el olor que deja el cigarrillo en los dedos, ¡tremenda contradicción! Luego me lavo los dientes, con mucha paciencia, para borrar los indicios del vicio.
Empiezo a cocinar. Son cosas para picar, pequeños bocados para que el vino tinto no haga efecto tan rápido y más con esos niveles de tolerancia al alcohol tan bajos de mis amigas. Preparo un arroz que debe quedar mazacotudo, corto la cebolla larga en trozos pequeños, repito la acción con el cilantro. Cuando el arroz está listo, le agrego esos dos ingredientes, le pongo dos huevos, revuelvo todo y apenas se convierte en una masa uniforme lo pongo en aceite muy caliente. Cuando uno se los come, parece que fueran pequeñas bolitas de pega. Pienso en su sabor y de inmediato empiezo a salivar.
Diferentes cositas para comer que hago con la misma minucia, con amor, entretenida en cada ingrediente. Solo estoy pensando en este proceso de alimentar y eso por fin me relaja un poco.
Tres botellas de vino, del barato, obvio. Encontré un sitio en la Jiménez donde venden vino dizque traído de Chile a un precio irrisorio. El señor que atiende después de reconocer que yo puedo ser su mejor compradora de tinto, me sonríe y cada vez que voy, me suelta un desprevenido «¿lo mismo de siempre?»; a lo que yo respondo con mi mejor sonrisa, me encantan los sitios donde lo atienden a uno así. No soy una más.
Reviso si el baño está limpio y paso un trapo en donde veo que se puede acumular el polvo. Está bien… lo que se ve. Y es que esta no es la visita de la policía de la limpieza. Todo está en su sitio y eso es lo importante.
Alisto lo que me voy a poner: un pantalón negro pegado al cuerpo y un blusón del mismo color que me queda grandísimo. Ropa cómoda y poco favorecedora, pero ¡¿qué más da?! Son las amigas de la universidad las que vienen a beber.
Veo mi cuerpo desnudo ante el espejo, me sigo gustando mucho y me parece que no hay ningún cambio, sigo siendo la misma ‘gordita’ de siempre, con muslos gruesos, rollitos donde no quisiera palparlos y esos brazos que se asemejan a alas de murciélagos. Me meto al baño, abro la llave y la ducha eléctrica empieza a sonar como una matraca, nada raro. Me gusta el agua muy caliente, mi piel agradece cada vez que hago el ritual de la limpieza, ni siquiera en clima cálido puedo bañarme con agua fría.
Me demoro cerca de media hora, quisiera que me limpiara no solo el cuerpo. Paso los dedos por mi piel como si nunca me hubiera tocado en la vida, parece que toda la sensación es nueva para mí, como si estuviera acariciando, una extraña, un cuerpo infrecuente. Miro por la pequeña ventana rectangular que enmarca Monserrate, ¡qué hermoso!, pensar en todo para no tener que pensar en nada.
En poco tiempo llegarán, así que salgo rápido del baño, me visto en un dos por tres y me siento en la sala. Solo queda esperar a que marquen las siete en el reloj. Miro hacia la cocina, el artefacto en la pared me dice con sus manecillas que falta un cuarto. Cuento con la fortuna de tener amigas puntuales, creo que eso es algo que nos ha unido durante todo este tiempo, entre otras cosas –por supuesto–, como lo diferentes que somos.
Son las siete y dos rayas. Suena el citófono y Manuel, el portero, me dice:
—Señora Ana, de parte de la señora Milena.
—Dígale que siga.
Las espero con la puerta abierta. El viejo ascensor suena apenas llegan al séptimo piso. Este es un edificio muy antiguo, ni siquiera fue hecho para que la gente viviera aquí, sino para oficinas. Apenas las veo, se me sale una sonrisota de oreja a oreja, que muestra toda la muelamenta.
Milena, Olga, Rosita y yo –las cuatro inseparables de la universidad– estamos rondando ya por la mitad de la tercera década; contrario a todas las predicciones y habladurías, tenemos encima de nuestras carnitas más de quince años juntas y, aunque vernos cada vez es más complicado, ahí seguimos. Hallamos la forma de encontrarnos, de seguirnos, de saber de las unas y las otras. Siempre las he considerado mis hermanas de diferentes padres.
Nos sentamos a la mesa, felices por coincidir al fin, se siente en el aire la buena vibra. Abro la primera botella, ¡qué delicia el vino!, quiero morir bebiendo