Intensa pasión
Por Margaret Allison
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Él resultó ser el hombre de sus sueños: amable, dulce y con unos ojos que la desnudaban con solo mirarla. En sus manos, Cassie Edwards se convirtió en toda una diosa del sexo.
Se suponía que aquello sería una aventura de una sola noche... hasta que volvió a encontrarse con él. El amante misterioso ahora tenía nombre: Hunter Axon, el rico y despiadado empresario que iba a comprar su negocio. ¿Cómo podía haberse acostado con su mayor enemigo? Pero sobre todo, ¿cómo era posible que deseara tanto volver a hacerlo?
Margaret Allison
Margaret grew up in the suburbs of Detroit, Michigan, and received a degree in political science from the University of Michigan. A romantic at heart, Margaret never pursued a career in politics. Instead, she immediately tossed her diploma in a drawer and went in search of love and adventure. She found work as a professional actress and model and traveled the country, appearing in an eclectic mix of B-list TV shows, commercials, movies and auto shows. Eventually, Margaret landed a job at National Geographic Television in Washington, D.C., writing video box copy and titling films. It was there that Margaret finally realized what she wanted to do when she grew up: write. After short, unprofitable stints as a poet, a playwright and a screenwriter, a teacher told Margaret to write what she knew. She immediately began writing a romance. She sold that first novel as part of a three-book deal and never looked back. Margaret lives in Annapolis, Maryland, with her husband and two daughters. She firmly believes that love conquers all and never tires of hearing stories that support her theory.
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Intensa pasión - Margaret Allison
Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2005 Cheryl Guttridge Klam. Todos los derechos reservados.
INTENSA PASIÓN, Nº 1390 - junio 2012
Título original: A Single Demand
Publicada originalmente por Silhouette® Books
Publicada en español en 2005
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-0161-5
Editor responsable: Luis Pugni
Conversion ebook: MT Color & Diseño
www.mtcolor.es
Capítulo Uno
Cassie Edwards hundió los pies en la arena y dio un sorbo a su piña colada mientras observaba al camarero que estaba sirviendo las bebidas. Le recordaba al príncipe de Cenicienta: alto, aspecto distinguido, pelo y ojos negros. Tenía el físico de un atleta y llevaba una camisa de lino blanca por fuera de unos vaqueros desgastados.
Aunque no había hablado con él, podía sentir que entre ellos existía un magnetismo difícil de ignorar. No podía dejar de pensar en lo que se debía de sentir al estar con un hombre así. En lo que se sentiría al tocarlo. Al besarlo. Al pertenecerle.
Pero ¿qué le estaba pasando?
Cassie miró a su alrededor. El restaurante estaba en la playa, al aire libre, rodeado de farolillos blancos. En un extremo había una barra y los camareros que iban y venían llevaban camisas hawaianas. Parecía la meca del romance. Había parejas por todas partes, agarrados de las manos, besándose, abrazados… Era difícil no dejarse llevar por la atmósfera.
Cassie sintió una punzada de soledad. Las Bahamas, decidió, no era el mejor lugar para recuperarse de un corazón roto.
Pero en aquel instante no estaba pensando en su ex novio. Tampoco se podía permitir un ligue. Ella no había ido allí a buscar el amor.
Había ido a conocer a Hunter Axon, uno de los ejecutivos más despiadados del mundo.
Era un cometido bastante extraño para una mujer que no tenía experiencia en el mundo de los negocios, una mujer que trabajaba como tejedora en una antigua fabrica textil.
–¿Quiere que le traiga otra piña colada?
Cassie levantó la cara. Un escalofrío le recorrió la espina dorsal al reconocer al camarero al que no había dejado de mirar. Sus ojos oscuros hicieron que el resto del mundo desapareciera. ¿Qué estaba haciendo allí en su mesa? Él no era su camarero.
Cassie negó con la cabeza.
–No; no gracias.
El hombre dudó un instante. Después señaló hacia la cámara que Cassie tenía encima de la mesa.
–¿Ha tomado muchas fotos?
¡Estaba ligando con ella!
Por desgracia, Cassie no sabía ligar. Nunca había tenido muchas oportunidades. Su familia y la de Oliver se conocían desde que nacieron con dos días de diferencia en el mismo hospital. Mientras crecía en Shanville, o vivía en Nueva York, siempre fue la chica de Oliver Demion. Para todos los demás, estaba prohibida.
Cassie sintió que se ponía nerviosa. ¿Cómo se hacía aquello?
–No –dijo, titubeante–. Quiero decir, sí.
El hombre le sonrió.
–¿Ha estado en los acantilados?
Ella negó con la cabeza.
–No he tenido tiempo. Sólo he sacado fotos de la playa. Prefiero las fotos abstractas que captan la esencia a las fotos de la realidad. ¿Sabe a lo que me refiero? El brillo, pero no el… ummm –se interrumpió dudosa. ¿Por qué estaba hablando como una profesora?
–Se toma la fotografía muy en serio.
Ella se rió.
–No; ya no. Fui a la universidad para estudiar fotografía; pero lo dejé antes de acabar.
Su abuela había caído enferma y ella había tenido que dejarlo todo para ir a cuidar de ella. Después se había puesto a trabajar en la fábrica de su novio y él la había dejado justo antes de vender la empresa para la que trabajaba la mayoría de la gente del pueblo.
Por supuesto, omitió aquellos detalles.
–Ahora sólo es un pasatiempo –añadió.
Él se quedó un rato en silencio, sin apartar los ojos de ella. Cassie sintió que la estaba estudiando; casi se podría decir que la estaba desnudando con la mirada. ¡Dios Santo! ¡Qué guapo era! Hizo un esfuerzo para apartar los ojos.
–Si quiere algo más, dígamelo.
–Claro –dijo en un murmullo. ¿Debería decir algo más? ¿Invitarlo a sentarse? Pero no podía hacer algo así, ¿o sí?
Después de todo, se recordó a sí misma por enésima vez aquel día, ella ya no estaba comprometida.
Pero todavía se sentía culpable. Y no tenía nada que ver con el pasado. Tenía que ver con el motivo por el que había ido a aquel lugar tan exótico.
Volvió a mirar al camarero.
¿Cómo podía divertirse cuando sabía lo mal que se iban a sentir sus amigos? ¿Cómo podía relajarse cuando sabía que cuando regresara a Shanville llevaría malas noticias?
¿Cómo se había metido en aquel lío?
Hasta hacía unos meses, había creído que estaba donde siempre había querido estar y que tenía lo que había deseado. Estaba comprometida y a punto de casarse. Tenía un trabajo que le encantaba en un pueblo al que adoraba. Pero la vida había dado un giro inesperado. En un abrir y cerrar de ojos: todo había cambiado.
Si miraba hacia atrás, Cassie tenía que reconocer que no la había sorprendido demasiado que Oliver rompiera su compromiso. Después de todo, su relación marchaba mal desde que él se había hecho cargo de la fábrica. Ella misma habría roto con él hacía años si no hubiera temido cómo afectaría a la frágil salud de su abuela. Su abuela siempre había deseado que se casara con él; de hecho, solía decir que su compromiso era lo único que alegraba sus días.
No era que no lo quisiera. Había crecido junto a él, habían ido al colegio juntos y, los veranos, habían trabajado juntos en los telares. Pero cuando Oliver se hizo cargo de la dirección cambió y empezó a obsesionarse por el dinero. Cassie se dio cuenta de que tenía grandes sueños, sueños en los que la fábrica no encajaba.
Los hechos hablaron por sí solos y ella se dio cuenta de que ya no quería casarse con una chica de pueblo que trabajaba en la fábrica de sus padres. Él estaba destinado a buscar el amor y la fortuna en otra parte.
Pero por muy obvios que hubieran sido sus sentimientos hacia ella, nunca se habría imaginado que odiara tanto a su pueblo y que no le importara destruirlo.
Y eso era exactamente lo que había sucedido. Oliver había dirigido la fábrica tan mal que la había llevado al borde de la ruina. Después, justo cuando creía que nada podía empeorar, había traicionado a Shanville y a la gente que lo quería y había anunciado que iba a vender los telares a Hunter Axon.
¡Hunter Axon! Un tiburón de los negocios que había hecho una fortuna aprovechándose de las desgracias ajenas. Era famoso por hacerse con negocios pequeños, por despedir a los empleados y cerrar las fábricas, llevándose la producción al extranjero.
La noticia había pillado a todos por sorpresa. Ella misma se había sorprendido. ¿Cómo lo habría hecho? ¿Cómo habría convencido a Hunter Axon para que comprara una pequeña fábrica textil que llevaba años sin producir beneficios?
Había necesitado un tiempo para hacer sus investigaciones, pero, al final, había dado con la respuesta: la patente de Bodyguard.
Bodyguard era un tejido suave y absorbente que poseía la fábrica. Oliver había descubierto que aquel tejido era excelente para hacer ropa deportiva y, en lugar de usar la patente para hacer crecer la fábrica, se había vuelto ambicioso.
Así que a Cassie no le había quedado otra opción que salir a buscar a Hunter Axon. Estaba convencida de que la fortuna de la fábrica podría cambiar si pudiera producir ropa deportiva.
Cassie había sacado todos sus ahorros y había volado a las Bahamas para intentar hablar con él. Pero su misión no había sido tan sencilla como había imaginado. Por más que ella había insistido, la secretaria de Hunter se había negado a darle una cita.
Ahora, el día antes de su vuelta, estaba obligada a hacer frente a la realidad: había fracasado. La fabrica iba a desaparecer y sus preciosos telares irían a parar a algún museo.
Cassie tomó la cuenta. Veinte dólares. Veinte más que no debería haber gastado. Después de todo, sólo le quedaban treinta y los necesitaría para el taxi al aeropuerto. No debería haberse tomado aquellas piñas coladas, pero no había podido resistirse. Miro al mar y tomó aliento. Una suave brisa agitó las palmeras que flanqueaban la playa. Quizá, pensó, se quedaría unos minutos más.
Agarró el vaso vacío y dejó caer un cubito de hielo en la boca. Se reclinó en su asiento y se quedó mirando al sol naranja que se ocultaba en las aguas del Atlántico.
–¿Puedo invitarte