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San Columba, apóstol de Escocia: Colección Santos, #12
San Columba, apóstol de Escocia: Colección Santos, #12
San Columba, apóstol de Escocia: Colección Santos, #12
Libro electrónico115 páginas1 hora

San Columba, apóstol de Escocia: Colección Santos, #12

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Hubo un tiempo glorioso en que Irlanda era conocida como la Isla de los Santos. En los siglos VI al VIII, tras la conversión de los irlandeses al cristianismo, se produjo una explosión de fe, fervor y santidad. Sus efectos no se limitaron a la propia Irlanda, sino que dieron como frutos la evangelización por santos monjes irlandeses de Inglaterra, Escocia, Gales y buena parte del continente europeo.

Entre aquella multitud de santos destaca San Columba, patrono a la vez de Irlanda y Escocia. De sangre real, impulsiva y orgullosa, Columba dejó su tierra para hacer penitencia por sus pecados y convertir a los pictos, el temible pueblo bárbaro y pagano que poblaba la actual Escocia.

Asombrosamente, un puñado de pobres monjes contemplativos convirtió a un país entero, sin más armas que su oración, su trabajo, su pobreza y su fe. Desde el monasterio que fundaron en la pequeña isla de Iona, Columba y sus hermanos marcharon en todas las direcciones a anunciar a Jesucristo y cambiaron la historia.

Este libro, ameno y fácil de leer, descubre un mundo desconocido para los lectores actuales, en que la fe era recia, los milagros frecuentes y la presencia de Dios casi se podía tocar.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento30 may 2024
ISBN9798227746993
San Columba, apóstol de Escocia: Colección Santos, #12

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    Vista previa del libro

    San Columba, apóstol de Escocia - F.A. Forbes

    Prólogo de la autora

    El reino de los cielos no tiene otro precio que tú mismo: entrégate a ti mismo por el reino de los cielos y lo tendrás

    San Agustín de Hipona

    Aunque han pasado ya más de trece siglos desde la muerte de San Columba, pocos santos hay cuyo recuerdo siga tan vivo y fuerte. Esto se debe, en parte, a su personalidad tan vital y atractiva, pero también en gran media al hecho de que disponemos de una larga biografía sobre él, escrita por Adamnan, noveno abad de Iona, que nació solo veintisiete años después de la muerte de Columba.

    Adamnan, que era muy joven cuando entró en la comunidad monástica de Iona, pudo reunir los materiales que necesitaba para su libro de la boca de los que habían conocido personalmente al gran apóstol de Escocia y habían sido testigos presenciales de los sucesos que se registraron en la biografía. Sabemos que estos amigos del santo eran muchos y de todas las clases sociales, porque Columba, más que ningún otro hombre de su tiempo, tenía el don de hacerse querer y se cuentan muchas anécdotas de la devoción que los monjes de Iona sentían por su gran abad, así como de las multitudes que acudieron a él durante su larga y activa vida. Adamnan, por su parte, es considerado un autor sobrio y fiable, que no exageró al relatar, como muchos escritores posteriores indudablemente hicieron, el elemento milagroso de la vida del santo.

    Carlyle[1], que no puede considerarse un defensor de lo sobrenatural, dice sobre la Vida de San Columba: salta a la vista que el hombre que la escribió no era capaz de mentir. No siempre es fácil saber qué quería decir, pero está claro que contaba las cosas como las veía.

    Se han conservado muchas reliquias interesantes de Columba. En Irlanda se ha preservado un antiguo cáliz de piedra que parece haber sido utilizado por el santo para celebrar la Misa, además de la losa que formaba el suelo de la habitación de su madre cuando dio a luz a su hijo. Entre los pobres emigrantes irlandeses, existe aún la conmovedora costumbre de dormir sobre esa losa la noche antes de abandonar su país, esperando que el santo que marchó al destierro por amor a Dios haga, con sus plegarias, que la carga de sus propias penas sea más fácil de soportar. La piedra que el monje utilizó durante tantos años como almohada se puede contemplar todavía entre las ruinas de la catedral de Iona, erigida en el siglo XII cerca de donde se encontraba la Antigua iglesia abacial construida por Columba. Las ruinas de la capilla de San Oran, cerca de las de la catedral, marcan el lugar donde exhaló su último aliento, sobre los peldaños del altar.

    Quizá las más interesantes de todas las reliquias de San Columba sean los tres manuscritos que, según se cuenta, fueron escritos por la propia mano del santo. Que Columba era un escriba infatigable lo sabemos por el testimonio de muchos de sus contemporáneos y uno de los mayores expertos sobre el tema en la actualidad (John O. Westwood[2]) no ve razón para dudar de la tradición que nos dice que tanto el Libro de Kells como el Libro de Durrow son ambos obra de Columba, al menos en su mayor parte. De hecho, en el Libro de Durrow figura una inscripción que dice que fue escrito por Columba, el escriba, en doce días, mientras que el Libro de Kells siempre ha sido llamado el gran Evangeliario de Columba. A la objeción de que un hombre tan ocupado como Columba no habría tenido tiempo de realizar las exquisitas y minuciosas decoraciones que son el asombro de todos los admiradores del arte celta, se puede responder que muchos antiguos manuscritos que se han transmitido inacabados atestiguan que era habitual que en un principio solo se esbozaran crudamente las letras capitales y las partes ornamentales del códice, para ser acabadas posteriormente por otro artista. Esto es especialmente evidente en el Libro de Kells, cuyo trabajo ornamental es sin duda posterior al texto. Tanto el Libro de Durrow como el Libro de Kells pueden examinarse en la biblioteca del Trinity College, en Dublín.

    El tercer manuscrito, el famoso Salterio que ocasionó la evangelización de Escocia por Columba y que se conserva en la Real Academia Irlandesa, cayó, después de la batalla de Cuil-dreimhne, en manos de los O’Donnell, del clan del propio Columba, que lo atesoraron como la más preciada de sus posesiones. Lo llamaban el Cathach, es decir, el batallador, y estaban convencidos de que, si lo llevaba a la batalla alguien de puro corazón y manos inocentes, les aseguraría la victoria sobre sus enemigos. Es el códice menos ornamentado de los tres y muestra indicios de haber sido escrito con prisas. La existencia de esas páginas, copiadas laboriosamente por la mano de un monje que murió hace más de un milenio, constituye un vínculo vivo a través de los siglos con el bienamado Columba, el gran apóstol de Escocia.

    Capítulo I: Hijo de la montaña y el lago

    Logotipo Descripción generada automáticamente con confianza media

    Hace catorce siglos, en los apacibles días del otoño, cuando los bosques de Gartan se vestían de carmín y oro, y las tranquilas aguas del lago irlandés de Veagh reflejaban el intenso azul del cielo, Eithne, la esposa de Fedhlimidh, príncipe de Tir-Connell, tuvo un sueño extraño. Le pareció ver que un ángel de Dios estaba junto a ella, llevando en las manos un velo en el que estaban bordadas las flores del mismo paraíso. El ángel extendió el velo y la invitó a admirar su belleza. Aunque Eithne era hija de reyes, nunca había visto una tela tan maravillosa y tan bella. Alargó las manos para cogerla, pero apenas la tocó, la tela se elevó y voló ligera por los aires. Su etérea hermosura flotó sobre colinas, montañas y lagos, hasta descansar por fin en los páramos y montes de una tierra lejana, más allá del ruidoso mar. Eithne comenzó a llorar por la pérdida del precioso velo, pero el ángel la consoló.

    No es más que un símbolo, dijo el ángel, del hijo que darás a luz. Será un príncipe y un profeta, el mundo quedará perfumado por su santidad y llevará la flor de la fe a los paganos, cruzando la tierra y el mar.

    Al llegar la mañana, Eithne contó el sueño a su esposo y los dos conversaron sobre ello. Que su hijo fuera a ser un gran príncipe no sorprendió en absoluto a Fedhlimidh. ¿Acaso no era él nieto del gran rey Niall de los Nueve Rehenes, llamado así porque había sometido a su poder a nueve reyes de Irlanda, convirtiéndolos en sus vasallos? ¿Y no era su pariente cercano el soberano reinante de toda Irlanda? En aquellos días turbulentos, en que las vidas de los reyes eran breves e inciertas, no habría sido raro que el hijo de Fedhlimidh se sentara en el trono como rey supremo de Irlanda.

    El sueño de Eithne, sin embargo, parecía referirse más bien a una supremacía sobrenatural que a una terrenal. ¿Sería una indicación de que Dios quería que le consagraran a su hijo? Así lo interpretaron ellos y, unos meses después, cuando recibieron el regalo del nacimiento de su hijo, tan guapo y precioso, pidieron con sinceridad a Dios, origen de todo bien, que recibiera al niño en su servicio, si esa era su voluntad[3].

    En Teampall-Douglas, a unos pocos kilómetros de Gartan, vivía un santo y anciano sacerdote llamado Cruithnechan[4], así que le llevaron al bebé para que recibiera de sus manos los santos ritos del bautismo. Se le impuso entonces el nombre de Columba, que era común en aquella época en Irlanda. Más tarde, cuando aún era un

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